Las primeras disensiones
Triunfo popular, triunfo político
La República como problema
La división de 1931
¿Necesitamos más jerarquía?
El trentismo
El Alto Llobregat
Barcelona, 8 de enero de 1933
8 de diciembre, 1933
La alianza obrera asturiana
La polémica de las alianzas obreras
El golpe de Estado del PSOE y la Esquerra
Trauma y (posible) reconciliación
Tú me debes tu victoria
Hacia la Guerra Civil
¡Viva la revolución, carajo!
Las colectivizaciones
Donde dije digo...
En el gobierno
El cerco se estrecha
El caos de mayo
El 4 de marzo de 1937, el gobierno catalán movió ficha. Un decreto emitido dicho día reorganizaba el departamento de Orden Público. Formalmente cuando menos, las patrullas obreras fueron disueltas, suplantadas por el cuerpo anteriormente creado desde Madrid. Además, en una medida que era incluso más importante, prohibía los miembros de esta policía unificada pertenecer a sindicato o partido alguno; se trataba de evitar, pues, que la nueva policía fuese el vino viejo en odres nuevos. La Junta de Seguridad que debía desaparecer estaba al mando de un faísta, Aurelio Fernández; se creaba un nuevo consejo presidido por un esquerrista.
Este proceso fue naturalmente paralelo con el intento, con mayor o menor éxito, de desarmar a la CNT en la retaguardia. En febrero, el gobierno de Madrid había decretado la recogida de armas que se poseyesen sin autorización oficial. El 12 de marzo, para mí claramente haciendo hilo con el decreto de la Generalitat, desde Valencia el gobierno de Madrid, por así decirlo, el gobierno ampliaba su decreto anterior en lo que se refiere a las armas afectadas.
El centro de la movida era Artemi Aiguadé, el consejero de Seguridad Interior. Cuando había comenzado el desarme, y en una medida necesaria aunque ciertamente arriesgada, pues nadie podía saber a ciencia cierta qué nivel de eficacia estaban alcanzando los desarmes, Artemio anunció la disolución de los congresos obreros; ante lo cual, lógicamente, la CNT puso pies en pared. El consejero intentó vestir su medida de alabanzas hacia los consejos obreros que, dijo, habían conseguido el máximo de sus objetivos revolucionarios. Pero la CNT no era de esa opinión. En realidad, era un argumento bastante burdo. Lo que estaba claro para los anarcosindicalistas, y para cualquiera la verdad, es que se pretendía sustituir unos cuerpos con clara conciencia revolucionaria por otros apolíticos y asindicales, que se convertirían en mero instrumento de quien mandare. Como puede verse, el nivel de comprensión democrático de los cenetistas era bastante limitado, apolíticos como eran, pues no eran, y en buena parte siguen siendo, incapaces de entender que ese “quien manda”, manda porque la gente quiere que mande; lo cual quizás, sólo quizás, lo convierte en un gobernante más legítimo que aquél que lanza una revolución Porque Yo Lo Valgo. Desde luego, los cenetistas tenían razón en que, si la seguridad de las calles lo garantizaban, si el ritmo de las calles lo marcaban grupos apolíticos, el contenido revolucionario del día a día catalán se reduciría drásticamente. Lo que no está nada claro, después de las muchérrimas burradas que habían cometido las patotas anarquistas, es que eso estuviese mal.
Como era de esperar, la federación local de grupos anarquistas de Barcelona exigió la anulación del decreto. No les hicieron caso, claro y, lo que es peor, el desarme de los grupos obreros continuó allí donde pudo continuar, en medio de crecientes acusaciones anarquistas de que en los nuevos cuerpos de seguridad había gentes muy sospechosas emboscadas (lo cual en modo alguno podemos descartar como exagerado por su parte). El 27 de marzo, conscientes de que la estrategia contemporizadora que habían llevado a cabo durante meses no les estaba sirviendo de nada, es decir, entendiendo que la única forma de contemporizar con un comunista es arrimarse a la pared y dar la orden de fuego, los consejeros anarquistas del gobierno catalán anunciaron que se abrían.
La crisis del gobierno catalán del 37 duró tres semanas de banderías, capillas, conciliábulos y presiones en la Prensa afecta de cada uno.
Formalmente, la CNT abandonó la Generalitat ante el hecho de que ésta no se mostrase dispuesta a tomar algunas medidas que los anarcos exigían. Exigían la depuración de las fuerzas del orden de lo que consideraban elementos no revolucionarios; garantías para la CNT de que, en la nueva estructura de seguridad interior, tendría el mismo peso que en la anterior; el derecho de los miembros de la policía a estar afiliados a sindicatos; apoyo a las colectividades agrarias; y creación de comisiones asesoras (léase gobiernos en la sombra) para cada consejería, con representación de todas las fuerzas presentes en la Generalitat. Asimismo, en la guinda del pastel, la CNT exigía la disolución del denominado Comité Pro Ejército Popular, es decir, el meconio creado por el PSUC para atacar a Francisco Isgleas, que era consejero de Defensa, y sus milicias populares.
Es obvio que aquel programa no podía ser aprobado ni por UGT ni por la Esquerra; yo creo que con esto ya contaban los anarquistas. Tras mucho cabildeo y supongo que sorber algún que otro pene, Companys logró la fragilísima constitución de un gobierno interino más que provisional, con dos peones de la CNT, dos de Esquerra y uno por la UGT, más el rabassaire obligado. Uno de los cenetistas era Isgleas, que estaba sometido a un “¡Tora, tora, tora!” permanente del PSUC; y que acabó tan hasta los huevos que dimitió.
Así las cosas, Companys tuvo que coser un nuevo gobierno con ciertos visos de permanencia, cosa que no consiguió hasta el 16 de abril. Tres esquerristas (Tarradellas, Conseller en Cap y de Hacienda; Aiguadé en Seguridad Interior; Josep Maria Sbert en Cultura); cuatro cenetistas (Isgleas en Defensa, Andreu Capdevila en Economía, Joan Domenech en Servicios Públicos y Aurelio Fernández en Sanidad); tres ugetistas (Josep Miret en Abastecimientos, Rafael Vidiella en Trabajo y Comorera en Justicia); y el eterno Calvet en Agricultura.
La formación del gobierno, sin embargo, no cambió las cosas. Fue la típica movida para convencer a los más crédulos de que dos aliados que, en realidad, estaban dispuestos a matarse en las calles, de repente, habían encontrado la forma de llevarse bien.
El 25 de abril, en Molins de Llobregat, un dirigente de la UGT, Juan Roldán Cortada, cayó muerto. La CNT montó el típico espectáculo de que si había sido un asesinato de los fascistas y tal; pero, la verdad, el PSUC siempre pareció tener muy claro que los confederales habían tenido bastante que ver. De hecho, Eusebio Rodríguez Salas, el jefe de Orden Público del gobierno catalán, envió a un destacamento policial a Molins y comenzó a detener anarquistas. Dos días después del funeral de Roldán, en Puigcerdà, unos carabineros que habían sido enviados a vigilar la frontera se enfrentaron con la guardia ya presente, formada por cenetistas. En la refriega la roscó el alcalde local, anarquista. Esto ya generó un enfrentamiento sin ambages, que tuvo a Barcelona por principal teatro. Fueron días en los cuales las calles de la capital quedaron desiertas cada noche, para que los grupos de ambos bandos se pudiesen encontrar a gusto y dispararse a tutiplén, como bandas latinas. Cuando llegó el 1 de mayo, lógicamente, el movimiento obrero catalán se mostró básicamente dividido.
Ésta era la situación previa del conflicto que, según algunos, fue un “conflicto de abastecimientos”.
Uno de los elementos que siempre controlaron de manera muy especial y dedicada los anarquistas, porque sabían que era una de las manos que mecía cunas, eran los teléfonos. Las líneas telefónicas, entonces, eran semiautomáticas. Y esto quiere decir que un telefonista bien situado podía escuchar muchas conversaciones sin necesidad de poner micrófonos ni mierdas. El propio Manuel Azaña, residiendo en Barcelona, tuvo que soportar que un operador anarquista le interrumpiese en una de las conversaciones que estaba teniendo, y que no consideraba adecuada. Cuando Azaña preguntó con qué autoridad se le conminaba, el anarquista, muy en su papel, contestó, seco: “con la mía”.
Por esta y muchas razones, Rodríguez Salas siempre había querido tomar el control del edificio de la Telefónica (que, si no estoy equivocado, hoy es la FNAC), cuando menos parcialmente controlado por los anarcos. Obviamente, el calentón que iban teniendo pesuqueros y anarquistas no le iba nada más que a favor. Los comunistas, al parecer, se decidieron finalmente tras el 1 de mayo. En consecuencia, el día 3, el Eusebio consiguió que el Artemio, su conseller, le diese orden de coger a un grupo de guardias de asalto y presentarse en el edificio para posesionarlo. Formalmente, aquello era totalmente legal. La Telefónica, formalmente, era controlada por un comité presidido por la Esquerra y del que formaban parte UGT y CNT. Sin embargo, como os he dicho, el edificio de Plaza de Cataluña era un virreinato ácrata que sus ocupantes se negaron a ceder. Se resistieron primero con las palabras y, después, con las pistolas. Al día siguiente, Barcelona era un campo de batalla, repleto de barricadas, con la CNT, la FAI, las Juventudes Libertarias y el POUM a tiros con las fuerzas de la Generalitat, el PSUC y el Estat Catalá.
Cuando las noticias llegaron a Valencia, supongo que Largo experimentaría una alegría matizada. Alegría, porque como primer ministro de la nación siempre tenía bastantes problemas con la autonomía catalana y su manía de ser autónoma o más que autónoma; pero inquietud porque, al fin y al cabo, estaban atacando a aquéllos con los que él contaba para aliarse en muchos escenarios. Alterado y nervioso, convocó a los cuatro ministros nacionales de la CNT y les conminó al final inmediato de la violencia en Barcelona. Si eso no pasaba, dijo, el gobierno de Madrid se encargaría de todo. Esto, evidentemente, era amenazador para la Esquerra, pero sobre todo para la CNT. En ningún lugar como en Cataluña tenían los anarquistas el poder que tenían. Si las huestes de Valencia desembarcaban en Barcelona, malo. Así las cosas, el Comité Nacional se reunió en Valencia y nombró a García Oliver y a Mariano Vázquez, que era el secretario nacional (a Oliver lo nombraron por su ascendente en Cataluña, probablemente) para que fuesen a Barcelona a conseguir un alto el fuego. En paralelo, la UGT designó otros dos representantes para que fuesen exactamente a lo mismo.
Los cuatro llegaron en avión a Barcelona. Tuvieron entrevistas varias. Para entonces, todas las organizaciones estaban haciendo llamamientos públicos, más o menos sinceros, para que cesasen las hostilidades. Pero éstas parecían estar en manos de los famosérrimos incontrolados.
El gobierno catalán se sintió lógicamente desmentido por la actitud de la calle tras las órdenes partidarias y sindicales en el sentido de guardar las pistolas. Eso fue la mejor confirmación de que la coalición gobernante ni era coalición ni era nada. Además, tenían muy cerca el aliento de Largo Caballero, y sabían bien que estaba esperando el fracaso de aquel Ejecutivo regional para echarse encima de Cataluña entera y adjuntarla a la planificación general de la guerra (cosa que, la verdad, había sido la mejor idea que podía haber llevado a cabo la República). Así las cosas, huyeron hacia adelante con una solución-parche relativamente endeble: dimitir como gobierno y formar, de nuevo, otro gobierno interino para que se encargase de remansar las aguas. Bueno, eso es lo que quería la CNT. La UGT tenía otro concepto. Pensaba que los incidentes debían de terminar y que sólo después se formaría ese gobierno interino que, por lo tanto, heredaría la paz. La verdad, yo siempre he considerado que la propuesta de UGT que, en realidad, era de los comunistas, podía parecer muy bonita, pero estaba totalmente divorciada de la realidad. Lo que necesitaba Cataluña era un gobierno fuerte, no un protogobierno que anunciase su constitución para cuando no hubiese problemas. Además, aquello era arriesgarse peligrosamente a que Largo moviese ficha; aunque no podemos descartar que eso, en el fondo, es lo que quisieran los comunistas.
Mientras en Barcelona se hacían gestiones para tranquilizar al personal, Federica Montseny, en Valencia, trataba de arrancarle al gobierno la concesión que sabía totalmente necesaria para que la CNT no perdiese todo su poder: que se diese marcha atrás en la decisión de absorber las fuerzas militares y policíacas por parte del gobierno central. Finalmente, Largo Caballero y Ángel Galarza, el ministro de la Gobernación, prometieron no mover ficha mientras las gestiones pacificadoras de la propia Montseny no se pudieran dar por terminadas. Pero el clima de desconfianza era tal que Montseny y Galarza quedaron en comunicarse cada noche.
Así las cosas, el día 5 de mayo por la mañana, la brava ministra faísta llegó a Barcelona en tren. Al parecer, ella misma recibió una buena medicina de la transformación que había sufrido la ciudad, pues para moverse por la misma tuvo que pasar por varias patrullas del POUM y de Estat Catalá, en cada una de las cuales se encontró con personas que hacían de su capa un sayo y para las cuales los pasaportes oficiales no servían de mucho (de algo parecido se queja Pasionaria en sus memorias). Ella misma contó que, en un puesto de vigilancia del PSUC, decidieron fusilarla allí mismo, y sólo se echaron atrás cuando ella les informó de que era ministra en el gobierno de la República.
Federica Montseny logró llegar a la plaza de San Jaime y entrar en el palacio de la Generalitat. Allí se encontró al Companys que siempre había sido, un tipo resolutivo y duro como el pedernal que estaba allí dando órdenes; concretamente, entre una y ninguna. Fríamente, la ministra anarquista del gobierno de la nación le informó de que se posesionaba de su despacho. Desde aquel despacho en el que, por la vía de los hechos, la autonomía catalana había sido enviada a tomar vientos, la Montseny hizo uso del micrófono para hacer un llamamiento radiado a los anarquistas barceloneses en el sentido de que depusieran las armas, no fuese a ser que se hiciesen daño. Luego parlamentó con representantes de otros partidos; lo cual quiere decir, básicamente, que parlamentó con Comorera. A la tarde, le mandó un cablegrama a Galarza en el que, contrariamente a sus deseos, no le pudo informar de que el tema se había tranquilizado. Así las cosas, le tuvo que decir al ministro de la Gobernación que, si tenía que enviar tropas, que las enviase; eso sí, en un último intento por enderezar las cosas y mantener enhiesto el pabellón confederal y catalán, le instaba a que, si las enviaba, las enviase con orden de no disparar. Muy lógico todo: eclosionada una guerra dentro de la guerra, lo que había que hacer era enviar a Barcelona guardias de asalto con Phoskitos para repartir entre los niños.
Caía la tarde de día 7 de mayo, cuando unos 7.000 guardias de asalto, enviados desde Valencia, desembarcaban en el puerto de Barcelona. Federica Montseny, que habría de sufrir el largo zarpazo del exilio, habría de decir que aquellas horas fueron las más duras y tristes de su vida. Es decir, le dolió mucho más la traición de Largo Caballero que el largo castigo de Franco. Ver el desembarco de las fuerzas enviadas por Madrid, por mucho que viniesen de Valencia, suponía dar carpetazo al sueño anarquista. Un sueño que se había ido disolviendo lentamente desde el ya lejano día en el que Buenaventura Durruti, se supone, se disparó a sí mismo al entrar en un vehículo con un naranjero en la bandolera. La CNT, siempre tan amiga de los órdagos, siempre tan amiga de ese “avanzar sin transar” que en el Chile de Allende acabó trayendo a Pinochet, siguió jugando órdagos cuando estalló la guerra civil; y se lo habían querido. Ella misma se colocó en la tesitura infernal en que se colocó: sin fuerzas suficientes para ganar la batalla de Barcelona, habría necesitado repatriar a las unidades que luchaban en el frente de Aragón; lo cual habría sido entregarle la esquina noreste de España a Franco 18 meses antes. Ella misma se había pillao con el carrito del helao, porque la revolución ni es tan fácil, ni es tan intuitiva, ni es tan deseada como la pretenden los anarquistas de toda hora.
La postrera CNT que fue a los enfrentamientos de mayo, de hecho, estaba dividida. En buena parte, había vuelto a las andadas de tiempos no muy pretéritos. Una corriente de opinión (corriente armada, se entiende), normalmente conocida como Los Amigos de Durruti, había sido la que en abril le había declarado la guerra a todo colaboracionismo anarquista, y había arrastrado al conjunto de la organización a la guerra de mayo. De nuevo, el puto problema que siempre han tenido los anarcosindicalisas de ir todos a una, como Fuenteovejuna, aunque no se esté de acuerdo con la movida que se plantea.
Ahora mismo, sin embargo, la CNT tenía en sus manos una grave responsabilidad histórica que, desde luego, no estaba dispuesta a asumir: la responsabilidad de colapsar el frente catalán al crear un caos infumable en la retaguardia. De hecho, habían tirado tanto de la cuerda que, finalmente, el gobierno de Valencia se había hecho con el control de las calles de Barcelona; algo que, la verdad, ni los nacionalistas catalanes, ni sus aliados estratégicos en toda hora, es decir, los anarquistas, habían pensado que volvería a pasar nunca. Los planes de Companys, sin duda, eran, tras ganar la guerra civil, tras aplastar el golpe de Estado, hacerse, como poco, un Plan Ibarretxe y crear una Cataluña independiente de facto, si bien formalmente federada al resto de España. Y los anarquistas querían lo mismo, convencidos como estaban de que podrían mangonear al ciclotímico político esquerrista.
El 13 de mayo, las autoridades del gobierno central ordenaron que todas las armas les fuesen entregadas. The winner takes it all. Eso sí, Largo, con seguridad, firmó al pie de esta instrucción venciendo la repugnancia, pues él mismo sabía que, si la CNT perdía pie en la República, el siguiente sería él. Que lo fue.
Efectivamente, apenas unos días después de haber caído la CNT en Cataluña, los ministros comunistas en el gobierno de Madrid dijeron hasta aquí hemos llegado, María Remigia, y provocaron una crisis de gobierno cuyo objetivo era neutralizar a un personaje que veían como excesivamente díscolo que, además, intentó contraprogramarlos con una estrategia un tanto torpe. Así las cosas, de una forma realmente justa, Francisco Largo Caballero y la CNT, que aparentemente eran tan distintos, pagaron su alianza más o menos secreta perdiendo la partida de la Historia al mismo tiempo.
A partir de este punto, hablar de Largo Caballero se convirtió en una estrategia tan divorciada de la realidad como hablar de la CNT. Ambos perdieron su predicamento, uno como líder de un PSOE que avanzaba hacia la dictadura del proletariado; el otro, como portavoz de la revolución permanente total. La CNT tendría una nueva aparición importante en la Historia en las últimas jornadas de la Guerra Civil, pero poco más. Sin embargo, en una lección histórica de importancia, hay que ver cómo, en el siglo XXI, ambas tendencias, de alguna manera evolucionadas y/o travestidas, han vuelto. El anarquismo español no ha abandonado el que fue siempre su principal teatro de actuación: el teatro catalán. Y el largocaballerismo, entendido como el socialismo de confrontación, lo más alejado de la socialdemocracia que permitan las circunstancias, es, probablemente, la ideología estratégica dominante hoy en el Partido Socialista.
Todo vuelve, pues. Para bien, y también para mal.
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