miércoles, enero 18, 2023

Anarcos (7): El trentismo

La primera CNT
Las primeras disensiones
Triunfo popular, triunfo político
La República como problema
La división de 1931
¿Necesitamos más jerarquía?
El trentismo
El Alto Llobregat
Barcelona, 8 de enero de 1933
8 de diciembre, 1933
La alianza obrera asturiana
La polémica de las alianzas obreras
El golpe de Estado del PSOE y la Esquerra
Trauma y (posible) reconciliación
Tú me debes tu victoria
Hacia la Guerra Civil
¡Viva la revolución, carajo!
Las colectivizaciones
Donde dije digo...
En el gobierno
El cerco se estrecha
El caos de mayo  



Aunque el trentismo ha quedado historiográficamente unido al nombre de Ángel Pestaña, como impulsor (y principal beneficiario) del futuro Partido Sindicalista, en realidad yo creo que el verdadero artífice de esta corriente fue Juan López, el anarquista que sería ministro de Comercio en el segundo gobierno de Largo Caballero durante la Guerra Civil. López siempre sostuvo que el trentismo no fue una tentativa de abrir una nueva estrategia dentro de la CNT, sino de reivindicar la estrategia anarcosindicalista de siempre frente a los manejos de la FAI. El concepto resulta un tanto difícil de casar con los hechos, en todo caso.

La FAI había celebrado, a mediados de 1931, su propio congreso paralelo al de la CNT. En dicha reunión, los anarquistas más esencialistas habían constatado que la marcha de la CNT había sido excesivamente colaboracionista (según su visión); y acordaron redoblar sus esfuerzos para incrementar su capacidad de influir dentro del sindicato. Sin embargo, como hemos visto, en el congreso los faístas se encontraron con una reacción por un flanco que tal vez no esperaban: el puramente organizativo, lo que les hizo, si lo queremos poner así, en términos muy gruesos, “perder” el congreso.

El trentismo siempre le reprocharía a la FAI el haber tenido una actitud desleal respecto del congreso. Los anarquistas tenían, y tienen, muy a gala su filosofía estratégica, por medio de la cual pueden discrepar todo lo que sea necesario en sus reuniones internas; pero, una vez que se ha adoptado una resolución, van todos a una detrás de ella y, de hecho, los que la han votado en contra muchas veces se destacan en su defensa. Por eso es el ámbito del anarquismo donde se producen escenas bufas como las asambleas que tienen exactamente el mismo número de votos, forma curiosa de orillar los problemas de definición. Para los anarquistas más moderados, fue un golpe importante, aunque tampoco se puede decir que no se lo esperasen porque especímenes como García Oliver, Ascaso o Durruti no engañaban a nadie; fue un golpe importante, digo, que la FAI, a pesar de tener sobre la mesa un congreso que había decidido ser, de alguna manera, condescendiente con la República, se miccionase y depusiese sobre dichas resoluciones.

La FAI, sin embargo, y como ya he dicho, remaba a favor de corriente. Casi cada día que vivía la República, alumbraba un detalle más al que agarrarse para desencantarse de ella si se pertenecía a la clase de los Parias de Tierra. La Federación, que como he dicho no se puso nada nerviosa por el cambio organizativo que le jugaba en contra, se resolvió volverlo a su favor, y en unas pocas semanas o meses, en buena medida, lo consiguió. Según diversos indicios, ya muy pocas semanas después del Congreso, en un pleno de sindicados catalanes celebrado en la calle Cabañas, se presentaron García Oliver y Durruti con una propuesta de revolución inmediata. Algunos dicen que la perdieron, otros que la ganaron. Pero ninguno de los testimonios niega que fueran muchos los que la apoyaron.

La situación cada vez más explosiva provocó una reunión de los comités Nacional y Regional (catalán). En esa reunión estuvieron gentes como Peiró, Massoni, Alfarache, Agustín Gibanel, Pestaña o Sebastia Clara. Francisco Arín propuso aclarar definitivamente la postura de los militantes mediante la publicación de un manifiesto. El gesto de encargarle a Pestaña la redacción del pasquín ya nos dice mucho de cuál era la filosofía que los reunidos le querían imprimir a aquella toma pública de posición.

Sabemos que se convocó una reunión para leer el borrador tras el trabajo previo de Pestaña, y que en esa reunión se produjo una larga discusión sobre los párrafos escritos. El tema se emputeció de tal manera que hubo que convocar una tercera reunión, y en esa reunión se tuvo que hacer lo típico cuando las partes acuerdan no estar de acuerdo: nombrar una comisión. Sí, hijos sí: anarquistas, liberales, fascistas o vaticanistas, todos, en alguna que otra cosa, son igualicos.

La comisión encomendada de sintonizar el texto de Pestaña con el rosario de enmiendas propuestas estaba formada por Gibanel, Progreso Alfarache y Ricardo Fornells. Estos tres, finalmente, lograron sacar un texto de consenso.

De alguna manera, ese manifiesto es la búsqueda, y localización, de lo que en ese momento era el mínimo común divisor, o el máximo común múltiplo si lo preferís, de las diferentes posiciones en el seno de la acracia hispana. En realidad, tenía dos grandes pilares: la reivindicación, no ya de la autonomía, sino de la soberanía plena de la CNT a la hora de tomar decisiones; y la idea de que la revolución no puede ser la obra de una minoría más o menos temeraria (puyita anticomunista, a la par que antifaísta) sino obra de las masas.

De aquí que López, y otros trentistas, defendiesen que el manifiesto de los treinta no fue nunca el apunte de una nueva senda para la CNT. Los que redactaron esas palabras creían estar recuperando, por así decirlo, la esencia del anarcosindicalismo. Lo único que decían (eso de “lo único”, según su visión) era que la revolución no era algo natural que, por lo tanto, podía surgir en cualquier momento y podía hacerse ya. La revolución, decían, es un proceso maduro que la CNT debe preparar y, una vez preparada, se lanzará. Como comentaba antes, cuando menos para mí calificar esto de pureza anarcosindicalista es algo que se me hace un poco de bola; yo, cuando menos, veo en una teórica así ribetes claros de la visión dialéctica revolucionaria; una visión que no es propia de anarquistas, sino de marxistas. Por poner un símil para tratar de explicarme, en mi visión, la estrategia que dibuja el cantante Raimon en su célebre tonada L'Estaca es una estrategia de corte anarquista: empuja, empuja, empuja, que algún día seguro que cae. La estrategia marxista, por así decirlo, es otra. La estrategia marxista es más bien esperar a un día que llueva de la leche, el terreno esté más blando para, entonces, plantar una granada en la base y volar la estaca. La primera estrategia sólo necesita de gentes que deseen, o deban, empujar; la segunda necesita geólogos y artificieros: la vanguardia proletaria, los bolcheviques, la elite que sabe.

Por estas razones, mi percepción personal es que el trentismo sintió, con el tiempo, la necesidad de justificarse, y lo hizo por la vía de relatarse a sí mismo como una reacción en pro de las esencias del anarcosindicalismo. Para mí, sin embargo, tiene cuando menos un poco de penetración marxista. Siempre estamos hablando de que Largo Caballero miraba a la CNT constantemente de reojo; pero, la verdad, es que la CNT también miraba de reojo a Largo Caballero. La izquierda es un espacio, como todos, finito. Llega un día que has crecido tanto que ya sólo puedes crecer decreciendo a otros.

El Manifiesto de los Treinta se lo puso relativamente fácil a la FAI. García Oliver lo calificó de documento típico de aquellos dirigentes anarcosindicalistas históricos que se sentían bien dentro del “mediocre contenido burgués de la nueva república”. Partía de la base Oliver, y yo creo que no se equivocaba, de que la CNT tenía prácticamente el monopolio del radicalismo social en España. En ese momento, en efecto, todo aquél que quería resolver su pobreza o su falta de perspectivas a hostia limpia, se hacía anarquista. El trentismo, en la visión del faísmo de Oliver, no era sino abandonar a esos militantes y simpatizantes a su puta suerte; y eso suponía darle oxígeno al comunismo y al fascismo. Y hay que decir que García Oliver era bastante certero en su diagnóstico: los propios dirigentes históricos de la primera Falange reconocen que uno de los viveros de militantes de primera hora para su partido fueron obreros procedentes a la CNT a los que su sindicato se les había quedado demasiado blando.

El mismo día en que se hacía público el Manifiesto, cincuenta presos anarquistas en las cárceles barcelonesas declararon y comenzaron una huelga de hambre. Este movimiento fue simultáneo a los conflictos de la Telefónica.

El 2 de septiembre, los trentistas, a través de su órgano más afín, La Soli, lanzaron una soflama contra la huelga por la huelga, argumentando que eso no era otra cosa que empujar a los obreros hacia la derrota y el sufrimiento. Pero al día siguiente las masas tomaron las calles de Barcelona. Los trabajadores, reaccionando a la falta de sensibilidad del gobernador hacia los presos que estaban sin comer, hicieron una huelga general salvaje. No abrió ni una botiga ni se movió un tranvía. En la calle Mercaders, sede del sindicato anarquista de la Construcción, la policía, sospechando que se guardaban armas en el interior, decidió hacer un asalto. Los anarquistas respondieron, y hubo varios muertos (ésta es la tranquilidad democrática de la que hablan los hagiógrafos de la República; tranquilidad mutada por la expresión incidentes aislados provocados por incontrolados cuando los datos los abruman). Durante la huelga se practicaron más de tres centenares de detenciones. Tres miembros de la CNT fueron tiroteados hasta la muerte delante mismo de la Jefatura de Policía; esto siempre ha hecho pensar a los anarquistas que se les aplicó la Ley de Fugas, y elementos para desmentirlo por completo, la verdad, no hay.

La huelga barcelonesa de septiembre de 1931, lejos de ser el rozamiento despreciable o el incidente aislado que pretenden los que quieren ver en la II República un régimen político liderado por Rita Irasema y el Papa Francisco, marcó un antes y un después. Fue el momento en el que el epicentro del anarquismo ibérico, que era sin duda el catalán, viró, en su mayoría, a la convicción de que la República se portaba con ellos como las dictaduras. ¿Cómo no iban a pensarlo? Sus presos puteados, sus dirigentes tiroteados por las calles. ¿Dónde estaban las diferencias con Martínez Anido y el odiado barón de König?

Al fin y a la postre, a finales de septiembre Joan Obrero, es decir el catalán de blusa, normalmente empleado en una hiladura por cuatro perras, podía transitar en una de dos direcciones. Por un lado, podía hacer caso de La Soli y de otros teóricos no anarquistas, como Andreu Nin, que motejaron aquella huelga general de movidón inútil en su esencia y que no conducía a nada. O podían verlo como la lógica consecuencia de una situación que no iba a mejorar, porque los políticos y mandamases de la República tenían las mismas ganas de que mejorase que la que habían tenido los espadones que les habían precedido. El nivel de radicalismo de base de cada uno lo hizo caer de un lado o de otro del parteaguas.

La verdad sea dicha, que el Manifiesto de los Treinta fuese saludado por los partidos y la Prensa no obrerista como “la parte razonable de la CNT”, no les ayudó nada internamente. Los faístas se apresuraron a hablar de “quiebra en la Confederación” y, verdaderamente, esto es lo que básicamente hubo.

Otro factor de clarísima influencia, pues la CNT, como ya os he dicho, era un sindicato básicamente catalán, fue la cercanía entre el anarcosindicalismo moderado y el independentismo; un acercamiento que, como bien sabemos en los tiempos presentes, se ha conservado durante un siglo. El coronel Macià era bien consciente de que la independencia de Cataluña era un proyecto punto menos que imposible. Era consciente de dicha imposibilidad; pero, además, era consciente de que si, además, contaba con la hostilidad de la CNT en las calles, o simplemente la indiferencia, se convertía en misión imposible. Por otra parte, los cenetistas, en un arabesco ideológico que, la verdad, se entiende mal (incluso hoy), se consideraban y eran apolíticos, pero sólo para lo que les convenía, pues en el tema de la “liberación” del “Estado catalán” tenían unos principios bien definidos. Así las cosas, la Esquerra no se cortó lo más mínimo al escenificar un acercamiento con la CNT que no lo sería con la FAI; el propio Companys llegó a decir que a los esencialistas o anarquistas radicales habría de “apretarles las tuercas”. En septiembre de 1931, Federica Montseny ya veía con claridad el peligro de que “una CNT catalanizada se desentendiese del resto de España”.

Los anarquistas esencialistas temían que la CNT quemase buena parte de su fuerza, su legitimidad y su soberanía en el altar del Estatuto catalán; porque barruntaban que a los compañeros de viaje eso mismo: el Estatuto, era todo lo que es importaba. Y, una vez más, podremos decir de los faístas que eran unas malas bestias en la calle; pero no que sus análisis careciesen de finura. Veían, en palabras de Montseny, la formación de una CNT “domesticada, gubernamentalizada”, poblada por un “hatajo de ambiciosos y de imbéciles”.

El 21 de septiembre, el cenetismo moderado recibió un golpe muy duro cuando los faístas lograron hacerse mayoritarios en La Soli; a partir de ese momento, el altavoz anarquista pasó a serlo de la visión de los más radicales. El 22, Peiró, Clara, Fornells, Gibanel y Ramón Magre firmaban al pie de una carta en la que explicaban su decisión de abandonar sus puestos en la publicación, usando el argumento eterno de “la necesidad de una nueva etapa” ante la cual ellos se quitaban de en medio para no ser obstáculo, y bla. Que es el argumento que sueles utilizar cuando te quieres ir cinco minutos antes de que te echen. El único “histórico” de la publicación que no firmó esa carta fue Felipe Aláiz y, de hecho, días después, con el apoyo de la FAI, sería nombrado director.

En la gobernación de la República, la cuestión religiosa obligó a El Maniobrero, AKA Niceto Alcalá-Zamora, el único político de la Historia de España con nombre de tramo ferroviario; y Miguel Maura, quien, la verdad, ya no pegaba ni con cola en la Moncloa; les obligó, digo, a saltar. Entonces llegó a la presidencia del Consejo de Ministros La Pígnica Luminaria, o sea, Manuel Azaña, quien conservó a Largo Caballero en la cartera de Trabajo. Los anarquistas entendieron, y, por ello, recibieron al nuevo gobierno con una huelga general en Granada, otra en Cádiz, un paro nacional de sopladores de vidrio, una huelga ferroviaria y el bloqueo total del puerto de Barcelona. Para entonces, el gobierno, o sea Azaña, tenía ya a su disposición el texto legal fascista por excelencia que llamamos Ley de Defensa de la República; pero a los anarquistas, la verdad, ese tipo de cosas, si les han servido de algo, es para venirse arriba.

2 comentarios:

  1. L´estaca es de Lluis Llach...

    ResponderBorrar
  2. Súper interesantes estos apuntes sobre hechos de los que oímos hablar pero en realidad no solemos saber casi nada. En todos los movimientos revolucionarios de cualquier tipo voy viendo que en algún momento aparece la división entre posibilistas y maximalistas.
    Y, un detalle, MAXIMO común divisor y MINIMO común múltiplo. Que si nos fijamos, lo contrario no tiene sentido.

    ResponderBorrar