lunes, febrero 13, 2023

Anarcos (17): ¡Viva la revolución, carajo!

La primera CNTLas primeras disensiones
Triunfo popular, triunfo político
La República como problema
La división de 1931
¿Necesitamos más jerarquía?
El trentismo
El Alto Llobregat
Barcelona, 8 de enero de 1933
8 de diciembre, 1933
La alianza obrera asturiana
La polémica de las alianzas obreras
El golpe de Estado del PSOE y la Esquerra
Trauma y (posible) reconciliación
Tú me debes tu victoria
Hacia la Guerra Civil
¡Viva la revolución, carajo!
Las colectivizaciones
Donde dije digo...
En el gobierno
El cerco se estrecha
El caos de mayo 



La CNT y la FAI se echó a la calle en Barcelona el 19 de julio. En realidad, diversos testimonios y análisis históricos ponen en duda la afirmación de que los anarquistas salvaron la capital catalana y la rindieron del lado republicano de la Historia. Hoy por hoy, parece bastante claro que fue más bien la cabeza fría de la Guardia Civil, los errores tácticos (muchos) de los sublevados, y otros factores, los que labraron la derrota del golpe en Barcelona. Pero aquí lo importante no es lo que pasó, sino lo que se decía que había pasado en las primeras horas tras el golpe; y lo que se decía era que la CNT había salvado el momio. A todo esto hay que añadir que, dado que el Estado republicano era tan débil y desestructurado de tiempo atrás, en muchas zonas de Cataluña y de Aragón, lo que produjo el golpe de Estado fue un enorme vacío de poder, que fue aprovechado por los anarquistas para quedarse con el machito.

Así las cosas, el sudoroso y polvoriento García Oliver que, junto con dos compañeros más, se dirigió al palacio de la Generalitat pocas horas después de haber terminado de sofocar el golpe, sabía que tenía un montón de triunfos en su mano. Estos tres anarquistas, sentados con sus fusiles entre las piernas, escucharon a Companys referir uno de sus alucinantes discursos (en los próximos meses, pronunciaría varios), de un entreguismo indigno en alguien que estaba allí por una voluntad popular bien adverada. Companys sabía muy bien que mentía cuando dijo, aquella mañana, sólo vosotros habéis vencido a los militares fascistas. Y luego pronunció su celebérrima frase: si no me necesitáis o no me queréis como presidente de Cataluña, decídmelo ahora, que yo pasaré a ser un soldado más en la lucha contra el fascismo. Unas palabras, insisto, indignas en un hombre que era lo que era porque los catalanes lo habían votado; y que sabía bien que quienes habían desfilado bajo su balcón, afirmando el poder republicano sobre la ciudad, habían sido los guardias civiles, no los confederales.

Tras este discurso de comepollismo en modo experto, los anarquistas aceptaron (éste es el verbo) pasar a una habitación contigua, donde esperaban, convocados por Companys, representantes de todas las fuerzas antifascistas de la ciudad. A esa gente, Companys les propuso la creación de un comité de milicias que dirigiese las operaciones militares en Aragón, así como garantizar la seguridad en Cataluña. Dice García Oliver que, tras escuchar eso, la CNT y la FAI “se decidieron, por la colaboración y la democracia (sic), renunciar al totalitarismo revolucionario que había de conducir al estrangulamiento de la revolución por la dictadura confederal y anarquista”. Confieso que nunca he entendido muy bien esta frase, que yo creo que es, en el momento en que Oliver escribió sus memorias, una extraña mezcla de presentismo y memoria, adornada con algunos conceptos que cuando menos yo entiendo extraños en un anarquista (como la referencia positiva al totalitarismo); en todo caso, tiendo a considerar que lo que se quiere decir es muy sencillo: los anarquistas se sabían plenamente dueños de la situación y capaces, por lo tanto, de imponer su revolución egalitaria sin dinero ni propiedad ni esas cosas; pero, quizás convencidos por “el demócrata catalán” Companys (la descripción es de Oliver), o bien aceptaron ceder y dejar el tema para más adelante; o bien, como creo yo que es más probable, se dieron cuenta de que la carga revolucionaria era demasiado pesada para ellos solos. Así las cosas, nos dice Oliver que aceptaron a Companys como presidente de la Generalitat (lo que sugiere, en confluencia con el propio discurso de El Pajarito, que cesarlo estuvo encima de la mesa), así como la formación de un comité de milicias con representatividad proporcional. O sea, un poco el tiki-taka de Luis Enrique: aquí no se mete un gol hasta que todos los jugadores hayan tocado la pelota al menos una vez.

La formación del comité de milicias, de hecho, en esto Oliver tiene toda la razón, fue un meconio de puta madre. Otorgar la misma representación al PSOE y la UGT, testimoniales en Cataluña, que a la CNT, es como formar mañana un gobierno entre el PSOE y Teruel Existe y repartirse los ministerios en mitades exactas. Él dice que todo eso fue “un sacrificio con vistas a conducir a los partidos dictatoriales por la senda de una colaboración leal que no pudiese ser turbada por competencias suicidas”. En otras palabras: la CNT y la FAI decidieron ir al comité de milicias para tener cerca a todos los demás, que pensaban que tratarían, en un momento u otro, de metérsela.

Así las cosas, el comité de milicias de Cataluña integró, por CNT, a Durruti, García Oliver y Asens; y por la FAI, a Abad de Santillán y Aurelio Fernández. El 21 de julio, un pleno regional de regionales y comarcales decidió por unanimidad eliminar provisionalmente la exigencia del comunismo libertario hasta la recuperación de la parte de España que había quedado bajo el control de los golpistas; asimismo, se ratificó la cooperación con otras organizaciones en el marco del comité de milicias.

El comité de milicias tenía aritmética posible para presentar resistencia a los anarquistas; pero nadie, en realidad, se planteó tal cosa, pues los anarquistas eran los dueños de la calle. Así las cosas, el primer acto del comité fue dictar una especie de bando sobre la seguridad en la retaguardia, de fuertes resonancias anarquistas, que establece “un orden revolucionario”. La instrucción se ocupaba especialmente de dejar claro que el orden público quedaba en manos de los miembros del comité debidamente acreditados, anunciando una actuación dura contra quien hiciese, literalmente, la guerra por su cuenta; aquí se puede detectar, de nuevo, la desconfianza básica de los anarquistas que también vemos en las memorias de Oliver, pero que, con el tiempo, se convertirá en todo lo contrario, pues serán los anarquistas los acusados (y con razón) de actuar por su cuenta.

Secretario del comité fue nombrado Jame Miravitlles, de la Esquerra; pero eso, desde luego, no quiso decir que el comité quedase en manos de dicha formación política. Se crearon diversos subcomités para diversas materias; el más importante de todos, el de Guerra, que controlaba los suministros y las levas, le cayó a García Oliver, claro. Su poder era tan grande que incluso el flamante consejero de Guerra de la Generalitat, en la práctica, estaba por debajo de él en dicho subcomité.

Del subcomité de guerra de Oliver dependía un denominado comité de investigación, ocupado de operaciones de inteligencia para limpiar la retaguardia de fascistas más o menos emboscados. Las patrullas de control del día a día de la ciudad de Barcelona habían acumulado muy pronto unos 1.500 miembros, mayoritariamente anarquistas.

Mi opinión particular es que todavía no se ha escrito, ni sé si se podrá escribir algún día, una historia precisa de la labor de estas patrullas de control, sobre todo en las primeras semanas y meses de la guerra. Por lo general, muchos historiadores han comprado la teoría de que aquellos milicianos anarquistas de retaguardia se portaron con relativa honestidad, y no se dedicaron a saquear las viviendas y pertenencias de las personas que ahora no podían quejarse, sopena de ser paseados. Yo, particularmente, lo que puedo decir es que no sé de dónde se ha sacado soporte para tamaña afirmación. Lo cierto es que en Barcelona, como en Madrid, las casas y las pertenencias de muchos burgueses locales fueron reventadas y saqueadas hasta en los últimos ceniceros, en muchos casos sin que los objetos o riquezas sustraídas volviesen a ver la luz legal; y, como digo, no sé de dónde sale la idea de que las patrullas de control los protegieron en lugar de llevárselos. Una cosa, desde luego, es cierta: como ya he tenido ocasión de comentaros, el proceso de apertura de cárceles en febrero y marzo del 36 había sido claramente nefasto para la seguridad pública, pues por la puerta de las cárceles, además de los presos políticos y sindicales del 34, había salido una apretada falange de ladrones y criminales en general. Como resultado de esto, en julio del 36 Barcelona, ciudad portuaria que por serlo era un imán para la delincuencia, estaba literalmente petada de amigos de lo ajeno. Es lógico pensar, por lo tanto, que muchos de los latrocinios cometidos no lo fueron por mor de ideologìa alguna, sino más bien por puro y simple robo. Sin embargo, en mi opinión la tradicional apelación de las izquierdas a los “incontrolados” que explican todo desafuero, una vez más se queda corta. Y, en todo caso, con las partidas de control, el comité de milicias en general, y los anarquistas muy en particular, se hicieron responsables de la seguridad pública. Así pues, si alguien robó impunemente, ellos son los responsables de que lo hiciese.

Por lo demás, en Barcelona sobre todo, pero en toda Cataluña, comenzó a pasar lo que las memorias de Oliver sugieren que se temía: las acciones “incontroladas” de éste y de aquél. Hasta la CNT y la FAI, organizaciones a las que por lo general eso de la reputación pública se les da una higa, acabaron por darse cuenta de la imagen deplorable que se ofrecía al mundo en una ciudad donde las personas amanecían cadáveres en cualquier acequia, sin formación de juicio, sin acusación formal, sin nada de nada. El comité de milicias comenzó pronto a hacer llamamientos públicos. Unos extraños llamamientos en los que decía, por ejemplo, cosas como “nos repugna toda sangre que no sea la derramada por el pueblo en sus grandes empeños justicieros”; lo cual era una forma de iniciar una admonición a los que mataban a su gusto para que, en el fondo, siguieran haciéndolo (todo lo que necesitaban era que sus “empeños” fuesen “justicieros”). La CNT, en efecto, era un poco rehén del hecho de que, ideológicamente, no pudiera comulgar con el principio fundamental del Derecho del monopolio estatal de la violencia. Eso sí, anunciaba que “si no se acaba con estos actos de irresponsabilidad que siembran el terror por Barcelona, procederemos a fusilar a todo individuo que se compruebe que ha realizadeo actos contra el derecho de gentes”.

De hecho, para encauzar este río de muertes fue por lo que los anarquistas dueños de la retaguardia catalana decidieron desarrollar la justicia revolucionaria. El primer acto fue cursar la orden para que un grupo de confederales, dirigidos por Ángel Samblacat, penetrase en el Palacio de Justicia de Barcelona, en teoría para buscar armas. La idea, sin embargo, era otra. Samblacat era hombre de leyes, abogado, muy cercano a los anarquistas. Una vez dentro, junto con otros confederales creó el Comité Superior de Justicia de Cataluña, un tribunal paralelo, en realidad, sustitutivo, de los ya existentes, para juzgar a eso que con el tiempo se daría en llamar el quintacolumnismo.

El 17 de agosto, haciendo un mero seguidismo de lo que ya habían decidido las milicias, es decir los anarquistas, la Generalitat creaba una Oficina Jurídica, a la que se le otorgó jurisdicción para revisar todas las sentencias en materia social. A nadie sorprendió que el primer presidente de esta instancia fuese el propio Samblacat, luego sustituido por Eduardo Barriobero, que vino de Madrid. Cuando Barriobero estuvo en Barcelona, Samblacat pasó a presidir un tribunal especial que tenía sede en un barco, el Uruguay, que fue el que condenó a muerte a los generales Goded y Fernández Burriel, junto con otros oficiales adictos al golpe.

El tribunal del Uruguay utilizó para sus condenas la legislación penal militar vigente, que era suficientemente dura con los golpistas. Barriobero y los suyos, sin embargo, encontraron pronto que las competencias adjudicadas por la Generalitat se les quedaban muy cortas y, por lo tanto, por su cuenta comenzaron a expandirlas, aunque siempre apelando a la habilitación jurídica del decreto.

La Oficina Jurídica se ocupó, sobre todo, de revisiones de sentencias que elementos obreros consideraban injustas. Entendió de usuras, divorcios, etc.; en ochenta días que existió, resolvió 6.000 casos, lo cual permite sospechar que las revisiones no debieron de ser muy profundas.

La Oficina Jurídica, por lo demás, apenas entendió de casos de personas acusadas de fascistas. A finales de agosto, se formó un Tribunal Popular Especial, éste ya con jurisdicción centrada en los delitos de rebelión militar. Este tribunal ya fue el despiporre. Los jurados estaban compuestos por obreros, normalmente designados según reglas proporcionales (entre las fuerzas pro republicanas, claro está). Los juicios no se sujetaban a ningún esquema procesal, ni tampoco se sujetaban a código alguno. Aquello era la justicia de Salomón partiendo bebés por la mitad porque yo lo valgo. Las sentencias eran inmediatas al juicio oral (para qué hacer el paripé de una deliberación) y no eran apelables a un tribunal serio. Ángel Ossorio y Gallardo cuenta en sus memorias que, a pesar de ser así de libres, esos tribunales a menudo se sujetaron, incluso en exceso, a garantías procesales que ellos mismos generaban; pero eso, claro, es el testimonio de un tipo que, cuando lo escribió, estaba muy interesado en lanzar la idea de que la legalidad republicana catalana, en la que él participaba, no era una dictadura ausente de garantías (que es lo que era). De hecho, hasta puede que en Barcelona, ciudad importante y al fin y a cabo sometida al escrutinio del mundo, las cosas pudieran ser, en algunos casos, relativamente formales y equilibradas. Pero no nos equivoquemos, y recordemos que la figura del Tribunal Especial Popular se extendió a toda Cataluña; así pues, en todos los rincones de la región, incluso los más pequeños (y radicales) pudo haber, y hubo, esos tribunales formados por un magistrado (ejem...) y doce jurados a los que se exigía “ser de origen revolucionario”. 

El número y calidad de las personas que acabaron con un tiro en la cabeza por la “legítima sentencia” de estas salas de pueblo, siempre atentas a las envidias, a los viejos conflictos de lindes o a la simple y pura decisión de quitarse de en medio al marido de la tía a la que el jurado “de origen revolucionario” se estaba puliendo; ese número, digo, es algo que yo creo que nunca sabremos. Pero no os preocupéis, que si algún día lo averiguamos, será culpa de los “incontrolados”. Y, ojo, eran tribunales legales, legalizados por un decreto de la Generalitat de Cataluña de 24 de agosto. La legislación, por otra parte, no le pedía a los jurados otra cosa que juzgar según su conciencia

Nunca en la Historia de España, pues, han estado las togas más “manchadas con el polvo del camino”; como dijo en eximia frase quien, en los momentos de redactar este párrafo, es nada menos que presidente del Tribunal Constitucional español.

1 comentario:

  1. Hace unos años se publicó "Recordaran tu nombre" de Lorenzo Silva, como si fuera una novela, me gustó bastante (sin ser un experto en el tema)

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