lunes, enero 23, 2023

Anarcos (9): Barcelona, 8 de enero de 1933

La primera CNT
Las primeras disensiones
Triunfo popular, triunfo político
La República como problema
La división de 1931
¿Necesitamos más jerarquía?
El trentismo
El Alto Llobregat
Barcelona, 8 de enero de 1933
8 de diciembre, 1933
La alianza obrera asturiana
La polémica de las alianzas obreras
El golpe de Estado del PSOE y la Esquerra
Trauma y (posible) reconciliación
Tú me debes tu victoria
Hacia la Guerra Civil
¡Viva la revolución, carajo!
Las colectivizaciones
Donde dije digo...
En el gobierno
El cerco se estrecha
El caos de mayo 



Los ferroviarios cenetistas, integrados en la Federación Nacional de la Industria Ferroviaria o FNIF, dirigidos por Natividad Adalía (que era tío, no te confundas), estaban muy soliviantados por sus bajos salarios y malas condiciones de trabajo. A principios de diciembre, en Madrid, de los 90 delegados que fueron a un congreso de la Federación, 89 votaron la huelga. El restante debía de ser ese 1% de dentista de los anuncios que no te recomienda que te laves los dientes ni nada. 

La mayoría de los ferroviarios españoles pertenecía a la Sociedad Nacional Ferroviaria, afiliada a la UGT. El 15 de diciembre, Indalecio Prieto, socialista y ministro de Obras Públicas, se levantó en las Cortes para hablar y para rechazar la plataforma reivindicativa de la FNIF. Considerando, probablemente, que no dejaba de ser un grupo muy minoritario, de seguro que el pígnico diputado socialista que había aprendido oratoria en sus clases de taquigrafía (su profesor les dictaba discursos de Castelar) desplegaría la que, según muchos testimonios, era la marca de la casa de sus discursos parlamentarios, como en el caso de Azaña: la displicencia superior. Eso, sin duda, no ayudó.

Como ya os he dicho, el discurso de Prieto y el congreso de la FNIF casi fueron contemporáneos. Terminado este último, una comisión del pleno de regionales de la CNT, entonces reunido en Madrid, garantizó el apoyo total a una huelga general ferroviaria. La FNIF no tenía fondos para organizar la huelga, por lo que fue el llamado Comité Nacional de Defensa quien se encargó de ello. Este comité, formado de otros muchos comités de defensa que venían a ser como organizaciones de acción directa, estaba, lógicamente por su perfil y funciones, bastante penetrados por la FAI.

El Comité Nacional quedó a la espera de la comunicación de la FNIF de que todo estaba dispuesto para la huelga. Manuel Rivas envió una carta al sindicato, que no le contestaron. Luego envió tres cartas más, pero no fue hasta el 23 de diciembre que le contestó Adalía, anunciando que el día 25 le comunicaría las intenciones definitivas de la Federación. El Comité Nacional reaccionó con lógico cabreo: ¿acaso no habían votado la huelga 89 contra 1 a mediados de diciembre? ¿Qué pichas les quedaba por discutir?

Aparentemente, el problema de la FNIF es que sus delegados en diciembre se habían calentado la boca como un mal jugador de mus cuando votaron alegremente la huelga. De las 71 subsecciones que la Federación logró contactar, 36 declararon que no estaban preparadas para soportar una huelga, 35 dijeron que sí. Un pleno de delegados de subsecciones tomó la extraña decisión de marcar el día 9 de enero para la huelga y, al tiempo, dar notaría al hecho de que una gran parte de las subsecciones no estaba preparada para dicho movimiento.

La huelga del día 9 nunca se produjo. Pero eso no quiere decir, exactamente, que no hubiese huelga. El anarcosindicalismo, ciertamente, habría hecho las delicias de Schrödinger.

La tenuidad de la FNIF tenía dos motivos. El primero, obvio, es que por mucho fervor revolucionario que pudiesen sentir los ferroviarios anarquistas, eran una estricta minoría. El segundo, que en diciembre el gobierno, a pesar de las chulerías de Prieto, había hecho algunas concesiones, lo que, definitivamente, había alejado las esperanzas de que la UGT hiciese hilo con su huelga. El Comité Nacional, aparentemente, no se coscó de aquello. Pero ése no fue el único error que cometió. El otro error fue mantener el control de los preparativos en manos de los comités de defensa; con ese gesto, perdió el mando efectivo sobre el movimiento. En efecto, los comités se prepararon para una gran movilización, sin hacer caso del escepticismo de los ferroviarios anarquistas. En realidad, estamos otra vez ante otra como la del Alto Llobregat, exactamente un año después, además. Juan García Oliver había decidido que la huelga ferroviaria sólo sería la disculpa, o la palanca mejor dicho, para lanzar la revolución. Tenía con él a gentes como Durruti, Ascaso, Aurelio Fernández, Ricardo Sanz, Dionisio Eroles o Gregorio Jover. Todos estos anarquistas esencialistas, y bastante cachoburros en sus análisis por mucho que en el presente tengan hasta vitola de intelectuales en algún caso, se pusieron de muy mala leche cuando pasaban los días y no se convocaba huelga. Esto les rompía los planes. Para colmo, en el barrio del Clot hubo una explosión en la investigación de la cual la policía encontró un pequeño alijo de explosivos. Los faístas, entonces, comenzaron a temer que todo su nutrido arsenal acabase al descubierto.

Los miembros del Comité de Defensa se fueron a ver al Comité Nacional. Los máximos coordinadores de la CNT les confirmaron que no habría huelga. Los faístas, indignados se presentaron en una reunión extraordinaria del Comité Nacional, el 7 de enero, para decir que la regional de Cataluña consideraba necesaria la huelga. En ese momento, el Comité Nacional acababa de recibir un mensaje de la FNIF dando por seguro que el 9 se lanzaría la huelga. Le pidieron a los comités de defensa que se estuviesen quietos por el momento. Pero eso no era lo que querían los faístas. Claramente, a lo que jugaba el Nacional era a una huelga “clásica” que saldría bien o mal (probablemente, mal pues, como ya os he dicho, los ferroviarios ácratas eran Manolo y el de la guitarra), haciendo inviables las tácticas de Oliver. De alguna manera, por lo tanto, no hay que descartar que los dirigentes del Nacional estuviesen utilizando el cabreo de los ferroviarios para labrar la caída de los faístas, por la vía de organizar una huelgueta que te terminase en nada y minase su prestigio revolucionario.  En consecuencia, el Comité de Defensa anunció que el domingo 8 de enero, a las ocho de la tarde, comenzaría, no la huelga: la revolución. Faísmo puro: ¿no querías caldo? Pues aquí tienes la carga de un camión cisterna de cuatro ejes por el culo.

Manuel Rivas, un hombre bastante proclive a interpretar muy positivamente los movimientos de la FAI, entendió que si el Comité de Defensa anunciaba aquel movimiento, eso quería decir que había recabado el acuerdo de los sindicatos catalanes para ello. Pero nada de eso había pasado. La CNT, por lo demás, estaba maniatada por una circular del Comité Nacional, con fecha 29 de diciembre de 1932, en la que señalaba a las organizaciones regionales que, en el caso de que una de ellas se sublevase, las demás debían seguirla. Como digo, en realidad esta circular no era de aplicación, porque la CNT catalana no estaba detrás de la sublevación del 8 de enero; en puridad, ni siquiera había sido informada de ello. Pero Rivas, o no lo supo, o eligió no saberlo.

Rivas cursó un telegrama a las organizaciones regionales comunicando que la catalana había decidido sublevarse. En puridad, firmó dicho telegrama como secretario del Comité de Defensa, que era uno de sus cargos. Sin embargo, a Rivas se lo identificaba como secretario del Comité Nacional (o sea: es como si Pedro Sánchez firmase una circular como secretario del PSOE en Majadahonda, o así), y así fue como se entendió su telegrama: el Comité Nacional estaba detrás del comunicado. Consecuentemente, las otras dos grandes regionales anarquistas: la valenciana y la andaluza, decretaron la movilización.

El 8 de enero, grupos controlados por los comités de defensa atacaron varios cuarteles. Sin embargo, y dado de que todos los dimes y diretes que os acabo de describir fueron imposibles de dirimir en susurros, en Barcelona la policía estaba perfectamente informada de lo que iba a pasar. Se practicaron numerosas detenciones y hubo enfrentamientos a tiros. Se cerraron periódicos, se descubrieron depósitos de armas. Casi todos los miembros del Comité Peninsular de la FAI acabaron en el maco. En Ripollet, los anarquistas tomaron el ayuntamiento, quemaron los registros públicos, decretaron el fin de la moneda y luego, claro, cuando llegaron los de verde se rindieron. A los pocos días, ocurría el suceso de Casas Viejas, que yo creo que no fue ajeno al ambiente general que generó la movida del 8 de enero.

Ante el fracaso evidente del movimiento revolucionario (porque, una vez más, y para que no te despistes: no hablamos de huelga, sino de sublevaciones revolucionarias, de minigolpes de Estado), el mismo se quedó sin padres; o, cuando menos, sin un padre. La CNT declaró campanudamente que aquella revolución no era la suya, y que todo lo habían montado los faístas. Es decir, a los ojos de cualquiera que no fuese anarcosindicalista, el típico argumento de “no te mató la pistola, te mató la bala”. Peiró criticó muy ácidamente el movimiento y, la verdad, lo hizo, cuando menos en mi opinión, en términos muy anarquistas. Una de las cosas, yo creo que la cosa, que, estratégicamente, divide a anarquistas y marxistas, es la teoría leninista de la vanguardia revolucionaria. Un anarquista de buena anarcocuna no cree en la existencia de elites que saben y deben de guiar al obrerito bobote. Para un anarquista, el obrero es obreramente sabio, y por eso puede actuar colectivamente; porque cuando es el colectivo de proletarios el que decide, el que actúa, el que reacciona, lo que se hace está bien hecho.

La sublevación del 8 de enero de 1933 la impulsó una elite: los comités de defensa. Un grupo muy pequeño de todos los que se sublevaron; el resto lo que hizo fue seguir la orden, por así decirlo, de ese pequeño grupo. Y eso, verdaderamente, apestaba a marxismo.

En honor del faísmo hay que decir que nunca se escondió, y siempre dejó claro que habían sido ellos los que habían montado el cimbel.

El anarcosindicalismo, sin embargo, siempre ha mostrado, históricamente, una asombrosa capacidad de reinventarse a sí mismo, a base de no desanimarse jamás pase lo que pase. En la segunda mitad de enero de 1933, los anarquistas estaban embarcados en el análisis de todas las (muchas) cosas que habían salido mal en el movimiento revolucionario del 8 de enero; pero, al mismo tiempo, estaban hablando de la necesidad de una gran huelga general en el país. Consideraban que necesitarían un plazo de preparación de unas tres o cuatro semanas. La huelga se haría para reivindicar la libertad de los presos, la ilegalización del arbitraje laboral obligatorio, la reapertura de los sindicatos cerrados y la libertad de prensa.

Entre los elementos de preparación de la huelga estaba, claro, la propaganda. Y ésta eligió como objetivo fundamental a Manuel Azaña. A Azaña, en esas fechas, los anarquistas le apelaron, curiosamente, de lo mismo que cierto nacionalismo catalán apela a los españoles (“monstruo con forma humana”) y le dedicaron frases tremendas: “Discípulo lejano de Maquiavelo, entusiasta imitador de Carmona, de Machado, de Mussolini, bajo cuyas botas hay 25 millones de seres humanos que pueblan este destrozado país”.

Esto era el Comité Nacional, empero. Las regionales, por lo general, carecían de ese fervor movilizador después de la cagada del día 8. La huelga general, inicialmente prevista para febrero o marzo, se aplazó a mayo. En Cataluña, sin embargo, los anarquistas no aflojaron; siempre han sido los catalanes mucho de apreteu. En abril, en Cardona, 140 mineros hicieron huelga de hambre en el fondo de una mina. Pronto se les unieron mineros en otros emplazamientos de la zona. El 16 de abril, más de 35.000 currantes de la construcción en Barcelona se quedaron en casa. Días después, en los muelles carboneros de Barcelona se dejó de trabajar. Y dejar de distribuir el carbón era entonces mucho más cabronada que hoy en día.

El 24 de abril, el transporte de Barcelona paró en solidaridad con el puerto. El gobierno reaccionó cerrando más sindicatos, y los cenetistas respondieron con una huelga general. La ciudad quedó muda y ciega, salvo la policía que practicó más de dos millares de detenciones. Cuando terminó la huelga general, ni el puerto ni la construcción regresaron al tajo.

Finalmente, llegó la huelga general nacional de dos días organizada por el Comité Nacional para el 9 y 10 de mayo. Huelga que sólo sirvió para intensificar la represión. En realidad, la CNT llegó a aquella convocatoria muy debilitada por las detenciones y cierres de sindicatos y, si le unimos a todo esto que los ugetistas y comunistas se pusieron de canto y que hasta los trentistas estuvieron abiertamente en contra de la convocatoria, podemos concluir que la huelga general de mayo es el típico ejemplo de movida que le parece de puta madre a quienes la organizan pero que se asentaba sobre una base inexistente de ilusión y capacidad por parte de quienes tenían que hacerla. La CNT, de alguna extraña manera, había llegado a un punto en el que había comenzado a cometer el pecado mortal que acaban por cometer siempre las organizaciones demasiado jerarquizadas, y para cuya evitación se supone que es una organización tan abierta: no escucharse a sí misma.

El pleno nacional de la Confederación se reunió en junio de aquel año en Madrid. Se analizaron fundamentalmente las huelgas que continuaban, es decir el puerto y la construcción, y se reafirmó la lucha contra los jurados mixtos. Días después, el ministro Francisco Largo Maniobrero trató de acabar el conflicto de la construcción presentando una bases para ello. La tentativa tuvo su importancia, pero no llegó a gran cosa porque Largo confundió las cosas. Ofreció un incremento salarial, con lo que demostraba que no entendía la raíz del conflicto. El problema que existía en la construcción catalana era que tenía un fortísimo paro endémico; lo que querían los huelguistas no eran más pelas, sino la implantación de la jornada de seis horas, pues consideraban que una jornada más corta absorbería paro (ésta es una idea muy querida de los sindicalistas y otras fuerzas de izquierda y, de hecho, inspiró a buena parte de los activistas del 15M; pero, claro, en el momento en que lo que se defiende es trabajar menos horas por el mismo salario, tiene una practicabilidad más bien caca).

A principios del mes de agosto, una asamblea nacional de sindicatos de la construcción, que se reunió en Madrid, anunció que habría una huelga de ámbito nacional si no se resolvía de una vez la huelga de Barcelona. A mediados de mes, cuatro meses después de haberse comenzado el movimiento, los representantes empresariales y los de los trabajadores firmaron un nuevo convenio. La verdad es que, que la CNT firmase aquello sólo se explica por el hondo cansancio de huelga que seguro tenían los militantes. Las ganancias eran mínimas y las medidas para luchar contra el desempleo crónico, inexistentes. Finales como éste para los conflictos, sin embargo, a pesar de que en el corto plazo seguro que placían a los jerifaltes de la República, que supongo tenderían a considerar que el anarquismo iba aceptando el ronzal, en realidad avanzaban en la dirección contraria. Con cada pacto de esa naturaleza que se debían obligados a aceptar como un trágala los anarcosindicalistas, más intensa era su convicción de que la República no era para ellos, y que no les traería nada bueno.

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