viernes, julio 03, 2020

La Baader-Meinhof (22: la caída)

Éstas son todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.

Sabihondos y suicidas
Sartre echa un vistazo
Estocolmo
El juicio
Mogadiscio
Epílogo: queridos siperos

Para el momento en el que los dos miembros de la Baader se habían arrastrado como culebrillas hacia el garaje, ya había en la zona una cámara de televisión pillándolo todo. El director de un programa de la televisión local llamado Tagesshau, el show del día, estaba de camino porque a las seis, en las pistas de pruebas de la Opel, se iba a intentar batir un récord de velocidad. Su olfato periodístico le dijo que todo aquel movimiento de coches y maderos no era normal. Gracias a él, y a los que vinieron después, las televisiones hicieron hasta ocho conexiones aquella mañana de lo que era, todo el mundo lo sabía ya, el asedio de Andreas Baader y Holger Meins.

Andreas nunca había sido una persona estratégica. Lejos de ello, le gustaba provocar, hacer cosas que otros quizá no harían en su situación. Quizá llevado por ese espíritu, hizo una tontería. Se asomó por la rendija que dejaba la puerta entreabierta y, aun a sabiendas de que fuera había centenares de policías observando su gesto, apuntó con su arma. Un policía apostado en un balcón de la casa de enfrente, supongo que siguiendo órdenes de responder en esos casos, disparó, y le dio en el muslo derecho. Baader se metió para dentro.

Pasaron ocho minutos, en los que cabe suponer que los dos terroristas discutieron sus opciones. Después de ese tiempo, Holger Meins apareció en el umbral del garaje, anunciando que se rendía. Estaba levemente herido, también en un muslo, aunque esta vez era el izquierdo. Le preguntaron quién era el que seguía en el garaje; él les confirmó que era Baader.

Pasaron diez minutos más sin que hubiera ninguna otra reacción. Parece que los ocho minutos se habían consumido en discutir la rendición, que uno quería y el otro, no. Visto que de Baader no se veía ningún detalle, la policía adelantó el vehículo blindado para bloquear la entrada. Esta vez, sin embargo, aprovechando la protección del coche, varias decenas de policías se acercaron al garaje. Cuando se pudieron asomar por la puerta, vieron dentro del garaje un Iso Rivolta, un coche carísimo (típico de Baader), y al propio Andreas, sangrando. Cuatro policías lo sacaron de allí, aunque se resistió, y lo pusieron en una camilla. Aunque se resistía y protestaba, Baader ni pensó, por lo que se ve, en usar su pistola. Porque no deja en muy buen lugar a la policía alemana el detalle de que Andreas Baader estaba armado mientras lo sacaban de allí; a nadie se le ocurrió cachearlo. Su pistola se cayó al suelo cuando lo subieron a la camilla.

Con Baader y Meins, la esencia operativa de la banda había caído. A Ulrike Meinhof, ya lo he dicho antes, siempre se le dio mejor teorizar que la acción; ahora, el gran elemento de la RAF que quedaba en pie era Gudrun Ensslin.

A la una de la tarde del miércoles 8 de junio, la rubia miembra de la banda entró en una tienda de ropa en Hamburgo, no lejos de la sede de Konkret. Llevaba puesta una chaqueta de piel y debía de tener calor, porque el caso es que la dejó encima de un sofá mientras miraba los paravanes. Escogió tres jerseys y se metió en un probador a ponérselos; pero no se llevó la chaqueta, que seguía en el sofá. En su ausencia, a una dependienta le pareció que la chaqueta ahí daba mal aspecto, así que decidió cogerla para colocarla mejor en una silla, o en el mostrador de ventas. Inmediatamente le sorprendió lo mucho que pesaba, y el bulto que se destacaba en un bolsillo. Cuando investigó más, se dio cuenta de que era una pistola. Así pues, se lo comentó al jefe de tienda, que llamó a la policía. La policía les pidió que la retuvieran todo lo posible.

Gudrun salió del probador con la decisión hecha de lo que iba a comprar, y exigió pagar. La dependienta, con enorme presencia de ánimo, le preguntó si no le importaba esperar, puesto que tenía que atender a otros clientes. Si Ensslin hubiese estado un poco más atenta, se habría coscado de la movida: en una tienda, sin duda, la gestión de cobrar es siempre más corta que la de atender a un nuevo cliente. No tiene sentido que un dependiente te diga que no te puede cobrar porque tiene que atender a un cliente; lo que tiene sentido es que le diga a un cliente que no lo puede atender porque tiene que cobrar. Sin embargo, a Gudrun Ensslin, como digo, le faltó la inteligencia de estar atenta; se alzó de hombros y dijo que, vale, si tenía que esperar, entonces iba a ver si encontraba unas buenas medias.

A eso de la una y media llegó la policía. Tampoco lo hizo muy bien porque el agente que entró en la tienda preguntó en voz alta: “¿Dónde está la persona?” Gudrun intentó escapar, pero el otro policía se le echó encima y la consiguieron reducir. Rápidamente se la llevaron y luego la metieron en un helicóptero que la transportó a Essen. En el bolso le encontraron una segunda pistola, además de un DNI a nombre de Margaretha Reins. La acostumbrada frialdad de Gudrun Ensslin quedó demostrada en el gesto de que su única reivindicación, en medio de una detención en la que no contestó una sola pregunta, fue que le devolvieran los 830 marcos que llevaba encima, para poder comprar cigarrillos y otras cosas en la cárcel.

El registro de la dirección de Margaretha llevó a la detención de cinco miembros de una comuna. Pero los soltaron pronto; eran farloperos y más bien sucietes, pero no eran terroristas.

Una semana después, un profesor llamado Fritz Rodewald, residente en Hannover, recibió una llamada en su casa a las doce y media de la noche. Una mujer invocó a un amigo común para pedirle si podía acoger en su casa a dos personas que llegarían algunas horas después. Fritz, la verdad, debía ser, bueno, no debía ser, tenía que ser medio gilipollas, porque la verdad es que aceptó sin saber realmente qué tipo de gente era la que estaba acogiendo. Pero, claro, él era muy progre y muy solidario, además de presidente federal de la división de profesores jóvenes del sindicato de magisterio. Eso sí, cuando los inquilinos llegaron, aunque no los conociera personalmente, se cagó las bragas. La cosa estaba clara. A pesar de lo clara que estaba, todavía el dubitativo Fritz consultó con algunos amigos suyos, todos izquierdosos siperos como él; y todos le dijeron que no mamase y llamase a la policía ya. Fritzito quedó tan jodido por su delación que, posteriormente, donaría la recompensa que le pagó la policía para el fondo que abrió el Socorro Rojo para pagar la defensa de los terroristas.

Gerhard Müller, uno de los huéspedes de Fritz (quien, por cierto, no dejaría de tener problemas toda su vida con aquella detención, en parte por su propia actitud) salió de buena mañana a la calle para llamar en una cabina. La policía ya estaba allí. Se acercaron rápido y pudieron contrarrestar con eficiencia el gesto por su parte de sacar la pipa. Para la policía, aquel arresto fue todo un bingo; hasta el momento, no tenían la menor pista de que Müller estuviera en la banda. Era un tipo bastante inestable que había intentado suicidarse varias veces, por lo que había terminado en las redes del SPK.

Tras arrestar a Müller, la policía subió al apartamento de Ronewald, y llamó. Les abrió una mujer desarmada. La mujer se resistió a la detención, pero no pudo hacer nada, y se derrumbó. Probablemente, estaba casi en el límite de su resistencia física: muy delgada y, tal vez, con severa falta de sueño.

A la policía le costó convencerla de que tomara algo de té. Estaba convencida de que la querían envenenar y, aún después de que un policía hubiera bebido la mitad de la taza, ella seguía dándole vueltas a la infusión con el dedo, buscando polvos extraños.

En ese momento, la policía no tenía demasiado clara la filiación de su detenida. Ella misma, sin embargo, les dio la pista. En su bolso encontraron un artículo de Stern que tenía una radiografía suya donde se podían ver las grapas que se habían dejado en su operación de cabeza. La policía, entonces, la llevó a un hospital, donde le  hicieron una radiografía. Bingo.

Habían cogido a la Meinhof.

Ya os he dicho que la mujer detenida por la policía estaba desarmada, probablemente porque pensó que quien estaba llamando a la puerta era Müller, de vuelta. Pero su equipaje ya fue otra cosa: tres pistolas, un subfusil, dos granadas y una bomba. Asimismo, también le intervinieron una carta escrita por Ensslin desde prisión contando su arresto y con diversas instrucciones en clave, como una referencia a Gordito, que resultaría ser Wilfried Böse, miembro de la RAF que acabaría formando parte del grupo que secuestró un avión de la Air France y lo llevó al aeropuerto de Entebbe, donde los israelitas les dieron p’al pelo.

Una de las referencias de Ensslin a un posible refugio fue identificado por la policía como el domicilio de una persona llamada Ian McLeod. El 25 de junio, fuerzas policiales de paisano entraron en el apartamento del tal McLeod en Sttutgart. Estaban a punto de entrar en el dormitorio cuando la puerta de éste se abrió y apareció ante ellos McLeod en pelota picada. El hombre tuvo la típica sorpresa que se tiene cuando se encuentra en el salón de casa a un tipo que te apunta con un arma, y cerró la puerta del dormitorio por dentro. El policía más cercano disparó a través de la puerta; una de las balas impactó en la espalda de McLeod y acabó con su vida.

La muerte de Ian McLeod colocó a la policía alemana en la picota. Ciertamente, si los policías pensaban que el tipo era de la RAF, podían pensar que, tal vez, en el dormitorio tenía armas o incluso bombas, y que la podía liar parda. Pero también es cierto que un tipo desnudo que cierra la puerta de un dormitorio y se queda dentro es un riesgo relativamente fácil de gestionar sin necesidad de liarse a tiros. Lógicamente, quienes más follón montaron fueron los periódicos británicos, a muchos de los cuales, ya de por sí, los matices, e incluso la verdad de las cosas, les importan bastante menos que un buen titular.

El caldo de cultivo que se generó llevó a mucha gente a pensar (en toda barra de bar nunca falta el tontoleches de costumbre que sabe cosas “de muy buena tinta”) que McLeod era un agente del MI5. Ciertamente, la cosa era como para pensarlo, decían muchos; aunque, si se piensa con un poco más de neuronas, las “pruebas irrefutables” que se manejaron por entonces son, como poco, circunstanciales. Se decía, por ejemplo, que McLeod había estado en el Ejército británico; como millones de compatriotas que antes servirían de felpudos que de espías (hay que estudiar más lógica escolástica: que casi todos los espías sean militares no quiere decir que casi todos los militares sean espías). Había trabajo en un consulado británico;  prueba “irrefutable” que, en realidad, probablemente señala todo lo contrario. Los espías suelen tener cargos en embajadas; pero esos cargos no suelen incluir la extensión de pasaportes. Por último, aparentemente McLeod se había hecho de oro en Alemania vendiendo fregonas, lo cual, para mucha gente, era signo de que haber hecho dinero en un negocio así era una tapadera. Quienes esto decían nunca explicaron por qué se puede uno forrar vendiendo diamantes, pero no vendiendo fregonas.

La policía alemana, por su parte, lejos de pensar que McLeod era el cuñado de Daniel Craig, pensaba que era alguien que, probablemente, utilizaba su posición como empresario para ayudar a la Baader-Meinhof a comprar armas en Suiza. Decían haber controlado a un intermediario suizo que se había reunido con Baader en un apartamento de McLeod; y, en otro de los pisos de su propiedad, se encontró una radio conectada con la policía, y unas notas sobre las frecuencias policiales que fueron identificadas como de Ulrike Meinhof. A Gudrun Ensslin le encontraron una llave de este apartamento. Sin embargo, la madre de McLeod, y su abogado, sostuvieron que, en realidad, su hijo había abandonado ya algunos de estos apartamentos cuando la Baader los ocupó.

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