miércoles, julio 01, 2020

La Baader-Meinhof (21: las bombas de Heidelberg)



La actividad de la banda siguió escalando. El 19 de mayo, entre las cuatro menos veinte y las cuatro menos cuarto de la tarde, estallaron dos bombas en los servicios del edificio Springer de Hamburgo. La explosión hirió a 17 personas, dos de ellas gravemente. Se encontraron en otros puntos del edificio tres bombas más que, por distintas razones, no habían explotado.

Müller acabaría declarando que la instigadora de este atentado fue Ulrike Meinhof; la cual, al parecer, desde el incidente del parking de Berlín le tenía ganas a los Springer. Desde luego, tuvo que ser un atentado movido por la rabia y las tripas, porque, la verdad, fue un atentado bastante antiestratégico. Es como si a la ETA se le hubiera ocurrido poner una bomba en el edificio de El País; si quería ganarse un enemigo poderoso de por vida, ésa era, desde luego, la mejor forma de hacerlo. Se especuló con que Meinhof contó con la ayuda de Siegried Hausner, Klaus Jünschke y Ilse Stachowiak. El hecho de que parte del atentado fracasara (las bombas que no explotaron) abona la teoría de la participación de Ulrike, de quien ya sabemos por algunos detalles, como cuando perdió el botín de un robo de documentación por enviarlo a una dirección errónea, que no era una persona a la que se le diera bien la praxis.

El 24 de mayo, esto es ni una semana después, una mujer condujo un coche hasta las instalaciones del Cuartel General del ejército estadounidense en Heidelberg. Los controles de seguridad en aquel entonces eran poca cosa y, de hecho, los coches que llevaban determinado tipo de matrícula pasaban sin comprobación. Y resulta que esas matrículas eran muy fáciles de robar, porque al fin y al cabo los militares estadounidenses que tenían coche lo aparcaban por la ciudad.

La conductora aparcó justo al lado de un Ford Capri amarillo, justo delante del edificio de un club social del cuartel, cuya amplia terraza estaba preparada con sombrillas y mesas para una inminente soirée. Ya en ese momento había un trasiego de soldados y familiares, además de personal de servicio.

Aproximadamente a las seis de la tarde, Clyde Booner, un capitán del ejército que entonces tenía 29 años, casado y con dos hijos de dos y siete años respectivamente, invitó a su colega, Ronald Woodward, también casado y con tres hijos de cinco, tres y dos años, a ir con él al parking. Booner se acababa de comprar un Ford Capri amarillo tope molón, y quería enseñárselo a su amigo. Llevaban un par de minutos ponderando la línea del coche cuando el vehículo aparcado a su lado, el que había dejado la mujer, explotó. Los dos compañeros que estaban admirando el coche de al lado fallecieron en el acto. Por otra parte, la explosión fue tan fuerte que derribó parte de los muros del edificio del club social, que cayeron encima de Charles Peck, un especialista bombero de 33 años.

Como el atentado se había producido en un estacionamiento militar, las cosas no marcharon exactamente como habrían marchado en casi cualquier otro lugar. Apenas segundos después de la explosión, alguien gritó: “¡Todo el mundo al suelo y sin moverse!” El personal obedeció, y así esperó unos tensos segundos hasta que un segundo coche explotó, aparcado delante de un edificio cercano.

Dos días después de las bombas de Heidelberg, el Comando 15 de Julio de la Fracción del Ejército Rojo anunció su responsabilidad en el atentado que, según dijo, era una protesta frente al genocidio vietnamita. Lo de 15 de julio era porque ésa era la fecha en la que Petra Schelm había muerto a disparos de la policía.

Siempre según los testimonios posteriores de Müller, el Comando 15 de julio estaba formado por: Angela Luther, Irmgard Moller, Andreas Baader y Holger Meins.

El Ministerio del Interior ofreció una recompensa de 100.000 marcos por cualquier información viable que pudiera llevar al esclarecimiento del atentado. Por primera vez, la presencia del terrorismo se hizo evidente en las calles de Alemania, sobre todo por las inmediatas medidas de seguridad que se aplicaron en departamentos como el Ministerio de Defensa o la propia Cancillería; o todas las oficinas del Grupo Springer, por supuesto.

El atentado de Heidelberg tuvo para la sociedad alemana un efecto parecido, salvando las distancias, al secuestro y asesinato del concejal de Ermua Miguel Ángel Blanco. Exactamente igual que tras aquella acción formaciones como el PNV acabaron por darse cuenta de que si el terrorismo iba demasiado lejos el asunto se podía volver, de forma estructural, en contra de la causa del nacionalismo vasco en su conjunto, de repente muchos alemanes de izquierdas descubrieron con qué tipo de fuego estaba jugando la izquierda. 

De repente, muchos alemanes comenzaron a pensar que ese cuñado tan pesado, de jersey de cuello alto, perilla y apestosa pipa, que se presentaba en las comidas familiares para dar discursitos sobre Marcuse, la inenarrable depravación de la sociedad capitalista y la inevitabilidad de un cambio sistémico en la civilización occidental, estaba, en el fondo o en la superficie, avalando a tipos que colocaban bombas que podían matar a niños de dos años. De repente, los Siperos eran cabrones con borlas, y eso destrozaba un montaje muy bien montado durante años.

Como consecuencia, en una Alemania gobernada por la socialdemocracia, el personal sintió la tentación de mirar hacia su derecha, y las izquierdas, o al menos parte de ellas, de repente sintieron la necesidad de explicarse cuando, hasta dos minutos antes de la explosión, se habían dedicado a hablar sobre sí mismas con el tono que utiliza esa persona que piensa que, quien no le entiende, es porque es subnormal. De repente, la izquierda se volvió contra esa ultraizquierda a la que había alicatado de siperos; no lo hizo por compasión hacia los muertos y heridos; lo hizo por plena consciencia de que ese tipo de cosas estaban segando la hierba que ellos pisaban. Ellos querían un chantaje de baja intensidad al capitalismo, pero se encontraron con que su matón se había pasado tres pueblos repartiendo hostias. Sonaba la hora de plegar velas, de decir cosas como “yo nunca he apoyado a gente así”. 

Sí, claro; y yo tengo los atributos de Rocco Sifredi.

Evidentemente, estos hechos tuvieron consecuencias para la Baader-Meinhof. De repente, curitas, periodistas, escritores, profesores de universidad y demás patulea de diletantes que hasta entonces, tal vez sabiendo, tal vez mirando hacia otro lado, no habían tenido problema a la hora de prestar su dirección para el envío de un paquete, o su segunda residencia para que cuatro o cinco personas pasaran allí unos días, ya no se mostraban tan colaboradores. Muchos de ellos, incluso, no se cortaron al decir nein y, después, raus. Había llegado el momento de jugar a domicilio.

Algunos días después, una persona llamó a la comisaría central de Frankfurt, y pidió hablar con el grupo que trabajaba en la investigación de la banda Baader-Meinhof. A las personas que se pusieron al teléfono les informó de que había visto unos cilindros de gas, que supuso materia para la fabricación de bombas, que estaban siendo almacenados en un apartamento con garaje. La policía se tomó en serio la confesión. Anotó la dirección en la parte norte de la ciudad, fue allí, entró en el garaje, y allí encontró cuatro bombas, así como armas. No había nadie. Así pues, sustituyeron el gas por otro que no explotaría, y colocaron micrófonos.

A última hora de la tarde del 31 de mayo, un grupo de policías, ataviados como jardineros, condujeron un camión camuflado, lo aparcaron en la calle de la casa, muy estrecha, y comenzaron a descargar bolsas de arena y de hierba, como si fuesen a realizar un trabajo de adecentamiento de la calle en sí. En realidad, estaban colocando estratégicamente diversas barreras de protección. Por supuesto, se quedaron vigilando sigilosamente.

Casi a las seis de la mañana del día siguiente, 1 de junio, un Porsche aparcó delante de la casa. Dentro del coche iban tres hombres. Uno se quedó cerca del coche, mientras los otros rodeaban la casa y se dirigían a la puerta del segundo garaje de la vivienda. La policía no hizo demasiados intentos de evitar ser vista. Era primera hora de la mañana y en la calle había decenas de hombres haciendo esto y aquello. Era sólo cuestión de tiempo que el hombre que los estaba viendo, el que estaba cerca del coche, se coscase de la movida. Cuando lo hizo, decidió echar a correr. Inmediatamente, de cualquier esquina salieron personas que se le echaron encima. Sacó su pistola e hizo algunos disparos, pero finalmente fue reducido. En el momento en que pasó eso, otro hombre joven que pasaba por la calle también echó a correr, por lo que la policía también se le echó encima. Sin embargo, este segundo hombre no iba armado; de hecho, es que ni siquiera era un terrorista. Era un enfermero camino de su curro.

Los expertos en la banda que estaban allí, coordinando las acciones, no tardaron, sin embargo, en identificar al hombre que estaba cerca del Porsche y que había salido corriendo: era Jan Carl Raspe.
Obviamente, los otros dos ocupantes del coche ya no eran ajenos a lo que estaba pasando. Habían elegido cerrar las puertas del garaje y encastillarse así. La policía buscó algún conducto de ventilación y, cuando lo encontró, echaron bombas de humo por él. Sin embargo, esta táctica les sirvió de poco, puesto que los conductos de ventilación servían a todo el edificio de apartamentos, por lo que la mayor parte del humo nunca alcanzó el garaje. Sin embargo, una torpeza de los dos terroristas les jugó en contra. Cogieron dos de las bombas de humo del conducto, abrieron levemente la puerta del garaje, y las tiraron hacia la policía apresuradamente. Demasiado apresuradamente, pues las bombas cogieron la cuesta del garaje y entraron dentro.

Para dejarles claro que por la puerta del garaje no podrían salir, la policía aparcó un coche justo delante de la misma. Esperaron aproximadamente una hora, tras lo cual, tirando de una cuerda, remolcaron el coche cuesta arriba. Inmediatamente después de  hacerlo, los terroristas abrieron la puerta del garaje.

La policía, haciendo uso de megáfonos, les conminó a salir uno, y después el otro. Les dijo que todavía eran jóvenes, que pensaran en sus vidas, esas cosas. Ellos, sin embargo, no salieron; abrieron la puerta para respirar.

Así las cosas, la policía sabía que tenía que seguir jugando el mismo juego. Unos minutos más tarde, el primer vehículo bloqueador, que no dejaba de ser un Audi normal y corriente, fue licenciado con honores y sustituido por un vehículo blindado de la policía, que trató de situarse exactamente en el mismo sitio, bloqueando la salida del garaje. Sin embargo, era demasiado grande para poder situarse bien, por lo que empezó a realizar maniobras en la calle. En ese momento, la puerta del garaje se abrió, y los dos hombres que había dentro trataron de escapar. Parece que no se habían conseguido hacer todavía una idea del pequeño ejército que se había presentado allí para trincarlos. Cuando vieron la calle petada de policías a decenas, a centenares (y difícilmente podrían haberlos despistado; pero es que, para entonces, lo que había detrás de las cintas de acordonamiento era una multitud de alemanes mediopensionistas), hicieron varios disparos, hirieron gravemente a una de las ruedas del vehículo blindado, y luego se tiraron al suelo y reptaron de vuelta al garaje.

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