Los inicios de un tipo listo
Sindona
Calvi se hace grande, y Sindona pequeño
A rey muerto, rey puesto
Comienza el trile
Nunca dejes tirado a un mafioso
Las edificantes acciones del socio del Espíritu Santo
Gelli
El hombre siempre pendiente del dólar
Las listas de Arezzo
En el maco
El comodín del Vaticano
El metesaca De Benedetti
El Hundimiento
Ride like the wind
Dios aparece en la ecuación
La historia detrás de la historia
Con una enorme diferencia, la afirmación demostrada en el
informe Paladino que resultaba más potencialmente devastadora para Calvi era
aquélla según la cual el Banco Ambrosiano se había cagado y meado encima de la
legislación italiana de control de cambios. La práctica ya descrita de la venta
de acciones italianas a empresas extranjeras a precios artificialmente bajos
seguida de recompra a precios de mercado (o venta a precios de mercado y
recompra a precios inflados) había supuesto la exportación ilegal de unos 20
millones de dólares de la época.
En medio del proceso de inspección del Ambrosiano, en mayo
de aquel tenso año de 1978, el gobierno italiano había decidido solicitar la
extradición de Sindona desde los Estados Unidos. Dado que los intentos para
conseguir que la Casa Blanca impidiese u obstaculizase este proceso no llegaron
a gran cosa, Sindona tuvo que cambiar de estrategia y pensar en algún plan para
regresar a Italia y renacer como financiero de éxito. Así, diseñó un plan para
que el Banco de Italia rescatase a la Banca Privata. En el mes de julio, los
terminales de Sindona en el gobierno italiano lograron colocar esta propuesta en
la mesa de Giulio Andreotti, quien ordenó que la estudiase Gaetano Stammati.
Stammati lo consultó con Francesco Cingano, director gerente de la Banca
Commerciale Italiana; la primera vez que el plan Sindona cayó en manos de
alguien que se dedicaba al negocio bancario de verdad (Cingano), embarrancó,
puesto que el banquero dijo que aquello no había por dónde cogerlo y que
dejasen de mamar todos. Según explicó Cingano, las intenciones de Sindona
venían a equivaler a que el contribuyente italiano pusiera 250 millones de
dólares sin recibir absolutamente nada a cambio, pues bien poco le iba a él en
la estabilidad de la Banca Privata. En noviembre, fue el propio Banco de
Italia, a través de su administrador general y futuro político de éxito, Carlo
Azeglio Ciampi, quien rechazó la movida, apelándola de impracticable.
Sindona había entrado en pánico en esas últimas semanas de
1978 por la actitud de Giorgio Ambrosoli. Ambrosoli, un joven abogado de Milán,
había sido la persona elegida por el Banco de Italia para ser impuesto como
administrador de la Privata cuando ésta fue intervenida por las autoridades.
Ambrosoli, pese a no ser un experto banquero, se supo mover muy bien entre la
documentación que heredó y realizó un monumental informe de 2.000 páginas sobre
los manejos de Sindona en su grupo financiero italiano. El informe, de por sí,
ya era una bomba de relojería; pero en el caso de que Ambrosoli lo compartiese
con John Kenney, el fiscal estadounidense del caso del Banco Franklin, aquello
se podía convertir en una tormenta perfecta. El 28 de diciembre, alguien llamó
al despacho de Ambrosoli y le informó, fríamente, de que pagaría con su vida la
extradición de Sindona.
En enero de 1979, la Justicia estadounidense, siempre tan
rápida y eficaz, condenó a los altos funcionarios del Franklin National por
haber falseado los beneficios del banco; a Ambrosoli siguieron llamándole al
teléfono. A inicios de marzo, los tribunales estadounidenses procesaron a
Sindona por 99 imputaciones de fraude, perjurio y estafa.
El 24 de marzo de 1979, le tocó a Baffi y a Sarcinelli.
Ambos fueron procesados por Antonio Alibrandi, un juez de ésos que solemos
llamar en España “de perfil conservador”, bajo la acusación de no haber
entregado a los jueces información sobre presuntos delitos de bancos sometidos
a su control. Ambos fueron destituidos y, la verdad, para cuando se demostró
que todo era falso, ya daba igual.
Ese mismo mes de marzo, Ambrosoli presentó un mamotreto que
estaba petado de acusaciones contra Sindona, la más grave, probablemente, que
no había comprado el Franklin con su propio dinero, sino con el de sus
impositores italianos. El informe, por cierto, decía que, en la operación de
compra del Banco del Véneto por parte del Ambrosiano, “un banquero milanés y un
arzobispo norteamericano se habían repartido en secreto seis millones de
dólares”.
Estos indicios los compartió con los fiscales estadounidenses en
julio, cuando lo visitaron. Pero no le dio tiempo a
muchas reuniones. El 12 de julio de 1979, apenas pasada la
medianoche, tres hombres entraron en su casa. Sonaron cuatro disparos, y
Ambrosoli dejó de respirar. Cosas que pasan en Italia.
En Italia Sindona podía llegar a pensar que las cosas no le
iban del todo mal; al fin y al cabo, una cosa que fue muy sorprendente de la
muerte de Ambrosoli fue el escaso número de personas que fueron a su funeral. Sin
embargo, Estados Unidos ya era otra movida. Tenía juicio señalado para el 10 de
septiembre, y aquello no era tan fácil de regatear como en Italia. Así las
cosas, el 2 de agosto, Sindona fue objeto de un falso secuestro en Nueva York,
que buscaba quitarlo de en medio. Con ayuda de algunos contactos, salió de los
Estados Unidos con un pasaporte falso y se dejó caer por su patria, Sicilia. Se
refugió en Palermo, desde donde intentó conseguir el apoyo de diversos banqueros y
antiguos amigos, entre ellos Calvi.
La presión de Sindona se hizo especialmente intensa en la
persona de Enrico Cuccia, directivo de Mediobanco, entonces controlado por el
Estado y uno de los personajes más respetados de un mundo financiero italiano
que, la verdad, siempre ha dado bastante asquito (el mundo financiero, digo; no Cuccia). Cuccia recibió cartas que lo
amenazaban personalmente, incluyendo a su familia, si a Sindona le ocurría
algo. Alguien arrojó una bomba incendiaria contra su casa y algunos días después
su propia hija recibió una llamada en la que una voz le dijo: “dile a tu padre
que si no hace lo que queremos, os quemaremos vivos a todos. Somos amigos del
caballero de Nueva York que él conoce”.
Este tipo, no lo olvides lector, había sido el principal asesor financiero del Vaticano.
Debe ser porque no merece el perdón de Dios que Francisquito nunca lo cita, ni
se acuerda de él.
Sindona, acorralado como un Stallone cualquiera, reapareció
en Nueva York el 16 de octubre. Estaba flaco y tenía una pierna herida. Contó
que sus secuestradores lo habían torturado. Había decidido luchar, y para ello
estaba decidido a usar el comodín de la llamada. Sus abogados de Nueva York
contactaron con el Vaticano para lograr allí testimonios en defensa de su
cliente. Con
todos sus cojones, los cardenales Giuseppe Caprio y Sergio Guerri, además del
arzobispo Paul Marcinckus, hicieron sendas declaraciones grabadas en video en
la embajada estadounidense en Roma. Sin embargo, estos testimonios no se
pudieron usar en el juicio porque, al fin y al cabo, en la sede de San Pedro
todavía quedaba alguien don dos dedos de frente; alguien que, probablemente,
era el propio Papa. El cardenal Agostino Casaroli, que para entonces era ya
Secretario de Estado del Vaticano, algo así como su ministro de Asuntos
Exteriores, desautorizó el uso de aquellas grabaciones. De esta forma, lo que
Sindona había diseñado como un golpe de efecto frente al jurado, realmente lo
fue; pero no, precisamente, en el sentido que él hubiera esperado.
Finalmente, en marzo de 1980, Sindona fue declarado culpable
de sesenta y cinco de los noventa y nueve cargos que se habían presentado
contra él. Ambrosoli debió de descojonarse el día del fallo desde el Infierno.
Y digo esto del Infierno porque no creo que el Espíritu Santo, al fin y al cabo
estrecho socio de Sindona, le haya dejado entrar en el Cielo; y es probable que
a él tampoco le haya apetecido la oferta.
La caída de Sindona provocó que muchas personas se quitasen
la careta y protestasen contra los infumables manejos que se habían producido
durante todo el proceso. El tema fue muy especialmente contestado en el caso
del procesamiento a Baffi y a Sarcinelli. En el mundo, supervisores y
ejecutivos bancarios, ministros de otros gobiernos, alzaron sus voces contra lo
que suponían, y este amanuense se une al coro, un proceso político montado
contra dos personas por haber tenido el atrevimiento de levantar según qué
alfombras. El caso, sin embargo, es que ni Baffi (aunque ya era muy mayor) ni
Sarcinelli volvieron a ocupar los cargos de donde habían sido descabalgados; y
en cuanto a Ambrosoli, la verdad es que retribuirle el esfuerzo era ya
imposible.
A pesar de todo aquel movimiento de solidaridad, lo cierto
es que Italia aprendió, con claridad, que los poderosos, en su país, eran muy
poderosos. Y ése fue un proceso que tuvo muchos ganadores, uno de los cuales
fue Roberto Calvi.
Hay que entenderlo. Los funcionarios del Banco de Italia
habían visto cómo había llegado al gobierno de la autoridad supervisora un tipo
de muy bajo perfil político, meramente técnico, que no se paraba en barras
cuando un balance no cuadraba. Había, además, promocionado a otro tipo,
Sarcinelli, que era un puñetero pit bull de las inspecciones financieras. A
ambos, probablemente, se les había advertido, cuando intentaron meter las
narices en el Ambrosiano o en los negocios de Sindona, que mejor se dedicasen a
otra cosa. Que hay cosas que es mejor no menearlas.
Ellos, sin embargo, desoyeron los cantos de los orcos.
Decidieron que su labor era inspeccionar y preservar un sistema financiero
italiano equilibrado y legal, y tiraron para delante. Ambrosoli hizo lo mismo:
lo nombraron para entrar a saco en una entidad quebrada y descubrir por qué
había quebrado; porque una quiebra financiera siempre, siempre, tiene
responsables. Tres personas que habían hecho aquello para lo que las leyes
dicen que se debe trabajar en una institución supervisora; y a los que, en el
mejor de los casos, lo que les había pasado es que habían perdido su trabajo de
por vida.
La caída de Michele Sindona acabó con el astuto abogado
siciliano, pero apenas melló a la sólida estructura de contactos, de intereses
creados, sobre la que él se había erguido para poder ascender. Las personas, y
sus intereses, que habían hecho grande a Sindona seguían en el mismo sitio
donde estaban antes de que el siciliano cayese en desgracia. Sindona no era
otra cosa que alguien que había ido demasiado lejos. Le habían dado la
oportunidad de construirse una casa de 3.000 metros cuadrados, pero él quería
hacerse con el Palacio Real de Madrid. Su proceso terminó con sus ambiciones,
pero no tocó el sistema del que se había servido para hacerse grande.
La reacción durante los siguientes años por parte de los
funcionarios del Banco de Italia fue volverse cautos. Entender que cuando uno
se encuentra con una operación extraña, ejecutada por una sociedad cuyos
orígenes y dueños son oscuros, si mira mucho le puede acabar pasando que
descubra que esos dueños son gente con la que no debería meterse.
Los informes Palavino y Ambrosoli, por así decirlo, no
tuvieron sucesores. Un banco central tiene que tener la sensación de que es
quien más manda en un sector financiero; porque si no es así, si su sensación
es que hay bancos, públicos o privados, que, en realidad, atesoran más poder
que la institución que los supervisa, está perdido. Esto le pasó al Banco de
Italia durante los años ochenta del siglo pasado. Y, por eso, Roberto Calvi, a
quien teóricamente tenían agarrado por los huevos, pudo seguir haciendo de las
suyas.
Él, y sus amigos los amigos de los Francisquitos de la vida.
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