viernes, noviembre 07, 2025

Ceaucescu (14): Yo quiero ser un colectivizador como mi papá




Rumania, ese chollo
A la sombra de los soviéticos en flor
Quiero rendirme
El largo camino hacia el armisticio
Conspirando a toda velocidad
El golpe
Elecciones libres; o no
En contra de mi propio gobierno
Elecciones libres (como en la URSS)
El último obstáculo, el rey
Con la Iglesia hemos topado
El calvario uniate
Securitate
Yo quiero ser un colectivizador como mi papá
Stefan Foris
Patrascanu y Pauker
La caída en desgracia de Lucretiu Patrascanu
La sombra del titoísmo
Gheorghiu-Dej se queda solo
Ana Pauker, salvada por un ictus
La apoteosis del primer comunista de Rumania
Hungría
Donde dije digo…
El mejor amigo del primo de Zumosol
Pilesti
Pío, pío, que yo no he sido
Trabajador forzado por la gracia de Lenin
Los comienzos de la diferenciación
Pues yo me voy a La Mutua (china)
Hasta nunca Gheorghe
El nuevo mando
Yo no fui
Yo no soy ellos
Enemigo de sus amigos
Grandeza y miseria
De mal en peor
Esos putos húngaros
El puteo húngaro
El maldito libro transilvano
El sudoku moldavo
La fumada de Artiom Lazarev
Viva Besarabia libre (y rumana)
Primeras disidencias
Goma
Los protestantes protestan
Al líder obrero no lo quieren los obreros
Brasov
No toques a Tokes
Arde Timisoara
El derrumbador de iglesias y monasterios
Qué mal va esto
Epílogo: el comunista que quiso sorber y soplar a la vez

 



Siguiendo con el modelo estalinista, el comunismo rumano creó un órgano específico para llevar a cabo las acusaciones de todos esos nuevos delitos que ahora se perseguían. En rumano esto se llamó Procuratura, término muy cercano a la Procuraduría que es común en algunos países hispanoamericanos. Se invistió a este órgano con un poder supervisor supremo en torno al cumplimiento de la ley por parte del gobierno, del Partido y de los ciudadanos.

Por supuesto, la actuación de este órgano, como de la Securitate, fue plenamente democrática. A un artista que fue interrogado en 1949 acusado de ser un espía francés, su interrogador le dijo con todo desparpajo: “si tenemos diez sospechosos y sabemos que uno es culpable, lo mejor que podemos hacer es encarcelarlos a todos para que el culpable no se nos escape”.

Exactamente igual que había ocurrido, y seguía ocurriendo, en la URSS estalinista, lo que se investigaba y juzgaba no eran las acciones de las personas, sino las personas en sí, y sus familias y amigos. Los dos grandes juicios públicos o semipúblicos que alumbró el régimen rumano fueron: el juicio a los presuntos saboteadores de las obras del canal que tenía que unir el Danubio y el Mar Negro, juicio que ocurrió en 1952; y el juicio de Lucretiu Patrascanu, dos años después. Pero hubo otros muchos más, y la cuestión es que, en no pocas ocasiones, fueron juicios que condenaron a los acusados en potencia; es decir, porque los tribunales (por llamarlos de alguna manera) llegaron a la conclusión de que los acusados, si bien no habían cometido crímenes, podían llegar a cometerlos. Fue, por supuesto, Andrei Vishinsky quien introdujo esta notable novedad jurídica.

El Ministerio del Interior empoderó a la Securitate para poder tener a una persona detenida durante 24 horas sin necesidad de una orden de arresto; lo cual, teniendo en cuenta que se montaba sobre un sistema en el que las propias órdenes de arresto proliferaban como margaritas en el campo, nos da una idea del habitual sistema de mierdas corpus aplicado por los comunistas.

El máximo responsable de los interrogatorios conducidos por la Secutitate era, a finales de los cuarenta, un coronel llamado Misu Dulgheru. Dulgheru aprobó la práctica de palizas, amenazas sobre las personas queridas, la falsificación de declaraciones y, en general, la extensión de los interrogatorios más allá de la capacidad de resistencia del detenido. El régimen le retribuyó sus alegres esfuerzos deteniéndolo en 1952, bajo la acusación de haber intentado disolver el proceso contra Patrascanu, del que ya hablaremos. Todos estos interrogadores rumanos trabajaban con el “asesoramiento” de los soviéticos, que habitualmente les entregaban unos informes en los que recogían las preguntas que se les debía hacer a cada detenido, y las respuestas que esperaban que ellos dieran. Al detenido, básicamente, se lo torturaba hasta que cantaba lo que ponía en el papelito.

El Ministerio del Interior comunista rumano reportó en su día que, entre 1948 y 1958, un total de 58.733 personas fueron arrestadas en el marco de estas actividades lúdicas. La mayor parte de ellos fueron finalmente condenados a penas de entre uno y diez años de prisión. En los veinte años entre 1945 y 1965, un total de 73.310 personas fueron condenadas, de las cuales 335 lo fueron a muerte, aunque justo es reconocer que en muchos de estos casos la pena fue finalmente conmutada. En el caso de 24.905 acusados más, fueron declarados inocentes. En el mismo periodo, 21.068 personas fueron enviadas a campos de trabajo. El régimen admitió 3.847 muertes en la cárcel, en las comisarías, en los campos de trabajo o en el paredón. Pero eso es lo que dicen informes que, la verdad, muy creíbles no son.

La situación intelectualmente más desesperante era la de los inquilinos de los campos de trabajo. En este caso, hablamos de personas que no eran ni juzgadas, ni sentenciadas. Eran enviados al maco, simplemente, por órdenes del Partido o, muy comúnmente, de los asesores soviéticos. La expresión oficial que se utilizaba para su caso es que habían recibido una “sentencia administrativa”. Pero, aun así, se produjeron detenciones que ni siquiera apelaron a estas extrañas figuras inventadas. Así, la detención de los antiguos ministros de los gobiernos rumanos fue, simplemente, una detención L’Oreal: porque yo lo valgo. Lo mismo en los casos que hemos visto de los obispos, o de los antiguos mandos de la policía.

Una política específica, y específicamente dura, fue la practicada en el campo. En las zonas rurales, efectivamente, el comunismo rumano se planteó hacer en poco tiempo lo que a la URSS le había costado más de una década. Los comunistas dividían a los habitantes rurales, por así decirlo, en cinco categorías: el proletariado rural, unas 265.000 familias. Luego estaban los campesinos propietarios pobres, que tenían hasta cinco hectáreas de tierra. Suya era el 57% de la tierra en manos privadas, pero el Partido y el gobierno consideraba que las explotaciones eran una mierda.

La tercera categoría era el campesino mediano, y sobre sus espaldas recaía la producción del 60% del resultado del campo. Sus fincas tenían entre cinco y veinte hectáreas, y suponían el 34% de la tierra cultivada. En su mayor parte, usaban únicamente a la propia familia explotadora para llevar a cabo las labores; el Partido decidió que esta porción debía ser el backbone de su política de colectivización.

La cuarta categoría eran los chiaburi, la palabra rumana para designar a los kulak o propietarios ricos. Su elemento definidor era que contrataban mano de obra. La quinta categoría la ocupaban los que no estaban en ninguna de las cuatro anteriores; en su mayoría, se trataba de explotaciones que ya habían sido embargadas en 1945.

Gheorghiu-Dej, que no pensaba sino a través del hipocampo de Stalin, decretó, como los soviéticos, la prohibición estricta de que los kulak pudiesen formar parte de las nuevas granjas colectivas. Con todo, el principal problema no fueron los grandes propietarios, sino ese campesino mediano cuya vida se iba a cambiar radicalmente. Las protestas y resistencias comenzaron pronto, y obligaron a la Securitate a sacar a pasear la munición de guerra. En Bihor, hubo tal nivel de disturbios que la Securitate acabó ejecutando a 16 agricultores, y deportando a 200. Semanas después, en el condado de Arad, 12 pasiegos fueron asesinados a tiros.

La responsable de dirigir la Comisión Agraria era Ana Pauker. La dirigente comunista pronto se preocupó por lo que estaba pasando; en parte por lo que podía suponer de resistencia para la implantación del comunismo en Rumania; en parte porque sabía que todo aquello podría ser usado por enemigos suyos en el Partido para ponerle la zancadilla. Por ello, comenzó a dar instrucciones de que se procediese poco a poco, con tacto. Pero, claro, en esta estrategia chocó muy pronto con los asesores soviéticos, que querían colectivizar a toda hostia. Aun así, Pauker resistió las presiones, y como resultado en el año 1949 la resistencia se redujo mucho, dado que apenas se instauraron 56 granjas colectivas.

Eso, sin embargo, no iba a durar mucho. En enero de 1950, tras escuchar a La Voz de su Amo, el Comité Central del Partido de los Trabajadores Rumanos cesó a la Comisión Agraria y creó una Sección Agraria, que tenía que ser más ágil. Pauker, sin embargo, seguía implicada en el proyecto, y rechazó 655 de las 900 propuestas que recibió la Sección.

Por ese tiempo, sin embargo, a Pauker se le diagnosticó un cáncer de mama. En el verano de 1950, hubo que ir a Moscú a recibir tratamiento, momento que fue aprovechado por los soviéticos presentes en Rumania para escalar la colectivización. Sólo en julio y agosto se crearon más de 1.000 nuevas granjas. El resultado fue que los disturbios rurales se generalizaron en todo el país.

No se ha inventado todavía, sin embargo, un problema de orden público que unos tipos tan poco comprometidos con los derechos humanos como los comunistas no puedan resolver. La Securitate y la Milicia fueron enviadas al campo, y no a comer tortilla precisamente. Entraban en las aldeas en plena noche, sacaban a la gente en calzoncillos a la calle, y les hacían ofertas que no podían rechazar para que se apuntasen a las granjas colectivas. La colectivización, en todo caso, fue cualquier cosa menos pacífica. En algunas zonas, sobre todo las de más difícil acceso, se montaron partidas partisanas (porque, efectivamente, los comunistas también tuvieron su maquis; y no lo trataron mucho mejor que lo trató Franco) cuyo objetivo más querido eran los edificios de las granjas colectivas, que no pocas veces ardieron como yescas.

A principios de julio de 1950, en el condado de Vlasca, se montó bien leoparda. Los campesinos de una docena de aldeas se unieron, cogieron las facas, los tridentes y lo que pillaron, y se fueron de excursión, llevándose por delante las casas del pueblo y las sedes del Partido que iban encontrando. En aquellos casos en los que encontraron líderes comunistas en los edificios, los sacaron a la calle a empellones y les dieron varias manos de hostias. Las fuerzas de seguridad, una vez enviadas a la zona, sacaron las armas con munición real y mataron a diez campesinos.

En paralelo, por supuesto, los kulak eran llevados a juicio y veían confiscadas sus tierras; aunque justo es reconocer que, en ocasiones, se les ofrecía lavar su estigma “donando” las tierras a las granjas colectivas. Hasta 80.000 personas terminaron sentadas en el banquillo.

Como una de las características propias de los comunistas es que son unos putos cobardes de mierda, conforme fuera pasando el tiempo y las brutalidades cometidas contra los conciudadanos rurales fueron siendo conocidas. Gheorghiu-Dej habría de decir y escribir que las bajas producidas en los disturbios del verano de 1950 salieron todos de órdenes de Ana Pauker. Y no es que el amanuense de estas notas le tenga mucho cariño a esa hija de puta; pero, las cosas como son, estaba en Moscú más dormida que despierta cuando todo eso pasó. Lo cual, como digo, revela lo mucho que creen siempre los banderarroja en todo lo que hacen, que se pasan el día buscando chivos expiatorios que se coman el marrón histórico. Quien instruyó la política de la Sección Agraria aquel verano fue Alexandru Moghioros, que era un tipo que ni se limpiaba las zurraspas del ojo del culo si Gheorghiu-Dej no le había dicho que podía.

Ana Pauker, de hecho, trató de reinstaurar la política de extensión prudente de la colectivización cuando por fin regresó de Moscú. En enero de 1951, le propuso al Comité Central que introdujese un delito específico exigible a aquéllos que obligasen a los campesinos a colectivizarse por la fuerza. En abril de aquel año, en un informe a la Sección Agraria, atacó frontalmente la política de coerción en el campo. La creación de nuevas granjas colectivas fue frenada aquel año. Gheorghiu-Dej, apreciando que la Pauker no dejaba de concitar apoyos en su tenuidad, se puso al frente de la manifestación y, en una prueba más de cinismo como sólo un comunista puede ser capaz, comenzó a atacar con fiereza las prácticas que él mismo había exigido. De hecho, cuando las aguas se hubieron calmado un poco, el 3 de julio, Gheorghiu-Dej exigió un recrudecimiento de la persecución de los kulak; exigencia que llevaría a la detención de 22.000 de ellos. 

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