Rumania, ese chollo
A la sombra de los soviéticos en flor
Quiero rendirme
El largo camino hacia el armisticio
Conspirando a toda velocidad
El golpe
Elecciones libres; o no
En contra de mi propio gobierno
Elecciones libres (como en la URSS)
El último obstáculo, el rey
Con la Iglesia hemos topado
El calvario uniate
Securitate
Yo quiero ser un colectivizador como mi papá
Stefan Foris
Patrascanu y Pauker
La caída en desgracia de Lucretiu Patrascanu
La sombra del titoísmo
Gheorghiu-Dej se queda solo
Ana Pauker, salvada por un ictus
La apoteosis del primer comunista de Rumania
Hungría
Donde dije digo…
El mejor amigo del primo de Zumosol
Pilesti
Pío, pío, que yo no he sido
Trabajador forzado por la gracia de Lenin
Los comienzos de la diferenciación
Pues yo me voy a La Mutua (china)
Hasta nunca Gheorghe
El nuevo mando
Yo no fui
Yo no soy ellos
Enemigo de sus amigos
Grandeza y miseria
De mal en peor
Esos putos húngaros
El puteo húngaro
El maldito libro transilvano
El sudoku moldavo
La fumada de Artiom Lazarev
Viva Besarabia libre (y rumana)
Primeras disidencias
Goma
Los protestantes protestan
Al líder obrero no lo quieren los obreros
Brasov
No toques a Tokes
Arde Timisoara
El derrumbador de iglesias y monasterios
Qué mal va esto
Epílogo: el comunista que quiso sorber y soplar a la vez
Siguiendo con el modelo estalinista, el comunismo rumano creó un órgano específico para llevar a cabo las acusaciones de todos esos nuevos delitos que ahora se perseguían. En rumano esto se llamó Procuratura, término muy cercano a la Procuraduría que es común en algunos países hispanoamericanos. Se invistió a este órgano con un poder supervisor supremo en torno al cumplimiento de la ley por parte del gobierno, del Partido y de los ciudadanos.
Por supuesto, la actuación de este órgano, como de la
Securitate, fue plenamente democrática. A un artista que fue interrogado en
1949 acusado de ser un espía francés, su interrogador le dijo con todo
desparpajo: “si tenemos diez sospechosos y sabemos que uno es culpable, lo
mejor que podemos hacer es encarcelarlos a todos para que el culpable no se nos
escape”.
Exactamente igual que había ocurrido, y seguía ocurriendo,
en la URSS estalinista, lo que se investigaba y juzgaba no eran las acciones de
las personas, sino las personas en sí, y sus familias y amigos. Los dos grandes
juicios públicos o semipúblicos que alumbró el régimen rumano fueron: el juicio
a los presuntos saboteadores de las obras del canal que tenía que unir el
Danubio y el Mar Negro, juicio que ocurrió en 1952; y el juicio de Lucretiu
Patrascanu, dos años después. Pero hubo otros muchos más, y la cuestión es que,
en no pocas ocasiones, fueron juicios que condenaron a los acusados en
potencia; es decir, porque los tribunales (por llamarlos de alguna manera)
llegaron a la conclusión de que los acusados, si bien no habían cometido
crímenes, podían llegar a cometerlos. Fue, por supuesto, Andrei
Vishinsky quien introdujo esta notable novedad jurídica.
El Ministerio del Interior empoderó a la Securitate para
poder tener a una persona detenida durante 24 horas sin necesidad de una orden
de arresto; lo cual, teniendo en cuenta que se montaba sobre un sistema en el
que las propias órdenes de arresto proliferaban como margaritas en el campo,
nos da una idea del habitual sistema de mierdas corpus aplicado por los
comunistas.
El máximo responsable de los interrogatorios conducidos
por la Secutitate era, a finales de los cuarenta, un coronel llamado Misu
Dulgheru. Dulgheru aprobó la práctica de palizas, amenazas sobre las personas
queridas, la falsificación de declaraciones y, en general, la extensión de los
interrogatorios más allá de la capacidad de resistencia del detenido. El
régimen le retribuyó sus alegres esfuerzos deteniéndolo en 1952, bajo la
acusación de haber intentado disolver el proceso contra Patrascanu, del que ya hablaremos.
Todos estos interrogadores rumanos trabajaban con el “asesoramiento” de los
soviéticos, que habitualmente les entregaban unos informes en los que recogían
las preguntas que se les debía hacer a cada detenido, y las respuestas que
esperaban que ellos dieran. Al detenido, básicamente, se lo torturaba hasta
que cantaba lo que ponía en el papelito.
El Ministerio del Interior comunista rumano reportó en su
día que, entre 1948 y 1958, un total de 58.733 personas fueron arrestadas en el
marco de estas actividades lúdicas. La mayor parte de ellos fueron finalmente
condenados a penas de entre uno y diez años de prisión. En los veinte años
entre 1945 y 1965, un total de 73.310 personas fueron condenadas, de las cuales
335 lo fueron a muerte, aunque justo es reconocer que en muchos de estos casos
la pena fue finalmente conmutada. En el caso de 24.905 acusados más, fueron
declarados inocentes. En el mismo periodo, 21.068 personas fueron enviadas a
campos de trabajo. El régimen admitió 3.847 muertes en la cárcel, en las
comisarías, en los campos de trabajo o en el paredón. Pero eso es lo que dicen
informes que, la verdad, muy creíbles no son.
La situación intelectualmente más desesperante era la de
los inquilinos de los campos de trabajo. En este caso, hablamos de personas que
no eran ni juzgadas, ni sentenciadas. Eran enviados al maco, simplemente, por
órdenes del Partido o, muy comúnmente, de los asesores soviéticos. La expresión
oficial que se utilizaba para su caso es que habían recibido una “sentencia
administrativa”. Pero, aun así, se produjeron detenciones que ni siquiera
apelaron a estas extrañas figuras inventadas. Así, la detención de los antiguos
ministros de los gobiernos rumanos fue, simplemente, una detención L’Oreal:
porque yo lo valgo. Lo mismo en los casos que hemos visto de los obispos, o de
los antiguos mandos de la policía.
Una política específica, y específicamente dura, fue la
practicada en el campo. En las zonas rurales, efectivamente, el comunismo
rumano se planteó hacer en poco tiempo lo que a la URSS le había costado más de
una década. Los comunistas dividían a los habitantes rurales, por así decirlo,
en cinco categorías: el proletariado rural, unas 265.000 familias. Luego
estaban los campesinos propietarios pobres, que tenían hasta cinco hectáreas de
tierra. Suya era el 57% de la tierra en manos privadas, pero el Partido y el
gobierno consideraba que las explotaciones eran una mierda.
La tercera categoría era el campesino mediano, y sobre sus
espaldas recaía la producción del 60% del resultado del campo. Sus fincas
tenían entre cinco y veinte hectáreas, y suponían el 34% de la tierra
cultivada. En su mayor parte, usaban únicamente a la propia familia explotadora
para llevar a cabo las labores; el Partido decidió que esta porción debía ser
el backbone de su política de colectivización.
La cuarta categoría eran los chiaburi,
la palabra rumana para designar a los kulak o propietarios ricos. Su elemento
definidor era que contrataban mano de obra. La quinta categoría la ocupaban los
que no estaban en ninguna de las cuatro anteriores; en su mayoría, se trataba
de explotaciones que ya habían sido embargadas en 1945.
Gheorghiu-Dej, que no pensaba
sino a través del hipocampo de Stalin, decretó, como los soviéticos, la
prohibición estricta de que los kulak pudiesen formar parte de las nuevas
granjas colectivas. Con todo, el principal problema no fueron los grandes propietarios,
sino ese campesino mediano cuya vida se iba a cambiar radicalmente. Las
protestas y resistencias comenzaron pronto, y obligaron a la Securitate a sacar
a pasear la munición de guerra. En Bihor, hubo tal nivel de disturbios que la
Securitate acabó ejecutando a 16 agricultores, y deportando a 200. Semanas
después, en el condado de Arad, 12 pasiegos fueron asesinados a tiros.
La responsable de dirigir la
Comisión Agraria era Ana Pauker. La dirigente comunista pronto se preocupó por
lo que estaba pasando; en parte por lo que podía suponer de resistencia para la
implantación del comunismo en Rumania; en parte porque sabía que todo aquello
podría ser usado por enemigos suyos en el Partido para ponerle la zancadilla.
Por ello, comenzó a dar instrucciones de que se procediese poco a poco, con
tacto. Pero, claro, en esta estrategia chocó muy pronto con los asesores
soviéticos, que querían colectivizar a toda hostia. Aun así, Pauker resistió
las presiones, y como resultado en el año 1949 la resistencia se redujo mucho,
dado que apenas se instauraron 56 granjas colectivas.
Eso, sin embargo, no iba a
durar mucho. En enero de 1950, tras escuchar a La Voz de su Amo, el Comité
Central del Partido de los Trabajadores Rumanos cesó a la Comisión Agraria y
creó una Sección Agraria, que tenía que ser más ágil. Pauker, sin embargo, seguía
implicada en el proyecto, y rechazó 655 de las 900 propuestas que recibió la
Sección.
Por ese tiempo, sin embargo, a
Pauker se le diagnosticó un cáncer de mama. En el verano de 1950, hubo que ir a
Moscú a recibir tratamiento, momento que fue aprovechado por los soviéticos
presentes en Rumania para escalar la colectivización. Sólo en julio y agosto se
crearon más de 1.000 nuevas granjas. El resultado fue que los disturbios
rurales se generalizaron en todo el país.
No se ha inventado todavía, sin
embargo, un problema de orden público que unos tipos tan poco comprometidos con
los derechos humanos como los comunistas no puedan resolver. La Securitate y la
Milicia fueron enviadas al campo, y no a comer tortilla precisamente. Entraban
en las aldeas en plena noche, sacaban a la gente en calzoncillos a la calle, y
les hacían ofertas que no podían rechazar para que se apuntasen a las granjas
colectivas. La colectivización, en todo caso, fue cualquier cosa menos
pacífica. En algunas zonas, sobre todo las de más difícil acceso, se montaron
partidas partisanas (porque, efectivamente, los comunistas también tuvieron su
maquis; y no lo trataron mucho mejor que lo trató Franco) cuyo objetivo más
querido eran los edificios de las granjas colectivas, que no pocas veces
ardieron como yescas.
A principios de julio de 1950,
en el condado de Vlasca, se montó bien leoparda. Los campesinos de una docena
de aldeas se unieron, cogieron las facas, los tridentes y lo que pillaron, y se
fueron de excursión, llevándose por delante las casas del pueblo y las sedes
del Partido que iban encontrando. En aquellos casos en los que encontraron
líderes comunistas en los edificios, los sacaron a la calle a empellones y les
dieron varias manos de hostias. Las fuerzas de seguridad, una vez enviadas a la
zona, sacaron las armas con munición real y mataron a diez campesinos.
En paralelo, por supuesto, los
kulak eran llevados a juicio y veían confiscadas sus tierras; aunque justo es
reconocer que, en ocasiones, se les ofrecía lavar su estigma “donando” las
tierras a las granjas colectivas. Hasta 80.000 personas terminaron sentadas en
el banquillo.
Como una de las características
propias de los comunistas es que son unos putos cobardes de mierda, conforme
fuera pasando el tiempo y las brutalidades cometidas contra los conciudadanos
rurales fueron siendo conocidas. Gheorghiu-Dej habría de decir y escribir que
las bajas producidas en los disturbios del verano de 1950 salieron todos de
órdenes de Ana Pauker. Y no es que el amanuense de estas notas le tenga mucho
cariño a esa hija de puta; pero, las cosas como son, estaba en Moscú más
dormida que despierta cuando todo eso pasó. Lo cual, como digo, revela lo mucho
que creen siempre los banderarroja en todo lo que hacen, que se pasan el día
buscando chivos expiatorios que se coman el marrón histórico. Quien instruyó la
política de la Sección Agraria aquel verano fue Alexandru Moghioros, que era un
tipo que ni se limpiaba las zurraspas del ojo del culo si Gheorghiu-Dej no le
había dicho que podía.
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