El PIB soy yo
Esto hay que pararlo
A finales de los años cuarenta, todo el mundo con algo de poder en el Partido y en la Administración soviética conocía perfectamente que el Gulag, organizativamente hablando, era un cubo de basura. Una cosa que hay que poner en el haber del comunismo soviético es que, aunque reprimió casi cualquier forma de protesta contra el régimen, siempre valoró en mucho el hecho de que las cartas de los ciudadanos eran un feedback necesario para saber si las cosas se estaban haciendo bien. En consecuencia, los presos, que apenas tenían derechos, sí tenían el de escribir cartas: a sus alcaides, al propio Gulag, al ministerio, al Comité Central, a Stalin incluso, quejándose de esto y de aquello. A finales de los años cuarenta, los dirigentes soviéticos braceaban apenas en un proceloso mar de cartas en el que unos presos que habían perdido toda esperanza enfrentaban la posibilidad de represalias denunciando a sus guardias, a sus administradores, a todos. No fueron los únicos. Hubo comunistas honrados, colocados en las administraciones territoriales donde estaban los campos o, en algún caso, en los propios campos, que escribieron las mismas cartas. Pero nada de eso sirvió. El Gulag seguía garantizando mano de obra barata (esclava en realidad), y eso era lo que importaba.
En democracia se dice mucho eso de que muchas veces el
ciudadano vota con los pies. Aquí, podríamos decir que los presos, que si no
podían cagar cuando querían menos iban a poder votar, votaron con su des-valor.
Su manera, no organizada, de cebar la bomba del Gulag, fue profundizar lo que
podríamos llamar “la asimetría Kruglov”. La falta de productividad de los
prisioneros del Gulag no hizo sino empeorar. Y esto hizo que hubiera gente en
los escalones altos del poder que, normalmente de forma muy discreta, comenzase
a defender la idea de que una productividad tan baja podría llegar a ser un
gran problema el día que la bomba estallase.
El Comité Central, en este sentido, recibió propuestas que,
casi siempre, iban en el mismo sentido: restringir los campos forzados a los
delincuentes verdaderamente peligrosos; y modificar la legislación de trabajo
forzado, para que fuese obligatorio pero no forzado, y se pudiese servir en la
misma localidad de residencia; algo parecido a los servicios a la comunidad a
los que hoy son condenados delincuentes leves, aunque algo más fuerte.
Sergei Kruglov reaccionó a estas cartas de forma coriácea.
Negó la mayor y siguió defendiendo que lo que había que hacer era aumentar el
ritmo de la boga. La realidad, sin embargo, era terca. Pronto se encontró con
que incluso directores de agencias económicas del Gulag, es decir las personas
directamente responsables de que los presos que tenían adjudicados fuesen
suficientemente productivos, comenzaron a proponer que se les pagase un pequeño
salario. El tema empezó en unos campos y en otros, no; pero el 13 de marzo de
1950, el gobierno decidió que esa prestación fuese universal.
Aquella decisión marcó el momento crítico para el MVD y el
Gulag. Muchos economistas y responsables de agencias económicas olieron la
sangre, detectaron la debilidad, y decidieron atacar. El problema era claro: la
mano de obra esclava había tomado una porción muy relevante de la estructura
productiva soviética; y con su viaje constante hacia la improductividad estaba
intoxicando todo el sistema y poniéndole plomo en las alas al PIB de la que
quería ser primera economía del mundo. Y había un dato que los avalaba: el
sistema de prisiones, a pesar de que el “salario” que había comenzado a pagar
era una absoluta miseria, no conseguía salir del déficit. No conseguía salir de
esa situación en la que te sale más caro el collar que el perro.
Los economistas soviéticos comenzaron a decir: si, como
parece, va a haber que profundizar en la medida de pagarles a los presos un
salario, entonces tendremos que reconocer que el salario es el elemento
fundamental para conseguir productividad (argumento con lo que casi acertaron;
en realidad, el salario tiende a ser, no el creador de la productividad, sino
su consecuencia; pero esa diferencia, en el marco de esta discusión, es un
rozamiento despreciable). Pero entonces, seguían razonando, la productividad la
trae el salario, entonces la industria civil, libre, en la que hombres libres
trabajan a cambio de un salario, es más capaz de ser productiva que una
industria basada en explotar a la población reclusa. Estos teóricos predecían
que, en este entorno, el Gulag no haría sino crecer hasta convertirse en una gigante
roja, y colapsar bajo su propia masa.
A la muerte de Stalin, y antes incluso de que el sistema soviético se consolidase de nuevo bajo el liderazgo de Nikita Khruschev, ya estaban comenzando a discutirse medidas posibles para conseguir motivar a los presos realizando trabajos forzados, para así incrementar su productividad. Como modelo, tenían ya una serie de prácticas que algunos campos habían comenzado a usar a través de sus alcaides. En efecto, en algunos centros se ofrecía a los presos la reducción de sus condenas a cambio de trabajar; un incentivo que, las cosas como son, en los casos de los presos políticos no era muy eficiente, porque Stalin había acostumbrado a sus represaliados a saber que sus términos de prisión eran periodos presididos por el puro y simple capricho. Así pues, los mismos alcaides que estaban ofreciendo la reducción de condena, en puridad, no podían garantizarla por mucho que el preso le diese al pico y la pala como un Stakhanov. Por lo demás, los presos sabían, como lo sabían los carceleros, que la redención de pena por trabajo ya había existido en la legislación penal soviética, hasta que en 1939 había sido abolida.
El 19 de enero de 1948, el vicepresidente
de la agencia de planificación Gosplan, Grigory Kosiachenko, le escribió una
carta a Molotov sobre la materia. No sabemos si fue la carta u otra cosa, pero
lo cierto es que poco tiempo después se abordó una reforma penitenciaria de
cierta ambición. Se eliminaron muchas condenas de prisión con trabajos
forzados, y los internos fueron empleados en sus puestos de trabajo como
asalariados. En abril de 1952, el Consejo de Ministros lanzó un decreto por el
que diversos prisioneros fueron liberados antes del cumplimiento formal de sus
condenas, como condición de que permaneciesen como asalariados en factorías y
lugares de trabajo controlados por el MVD. El MVD, por lo demás, comenzó a
trabajar muy frecuentemente con personas muy cercanas al concepto de asalariado
por cuenta ajena; lo que hizo pensar a muchos que los tiempos del trabajo
forzado estaban a punto de terminar.
La expresión “enviar a Siberia”, tan usada en relación con
la triste suerte de los presos y represaliados en la URSS, es totalmente cierta.
En el Dal’stroi, como los rusos conocían a los territorios del oriente
extremo del país, el MVD tenía unos 120.000 zeks trabajando
forzadamente. Estos presos siberianos se convirtieron en el benchmark de
la política de introducción de salarios entre los trabajadores forzados, por
presión del Ministerio de Minerales no Ferrosos, que necesitaba como el comer
que la productividad en las minas siberianas comenzase a alcanzar unos
estándares mínimos. Luego les siguieron los trabajadores del canal entre el Don
y el Volga. Con eso, se consiguió que los complejos penitenciarios del oriente
extremo comenzasen a ser entes auto financiados; esto fue lo que animó la
extensión del modelo a toda la URSS.
La reforma del Gulag, en todo caso, tuvo otra razón de ser:
la convicción, cada vez más grande en la URSS khruschevita, de que las
autoridades del sistema no podían con él. La muerte de Stalin, aunque no supuso
la muerte de la URSS, sí acabó con cierta URSS. Los tiempos del miedo
extremo a la represión se habían acabado. El régimen seguía siendo durísimo,
pero ya no era de diamante. A los campos del Gulag, por ello, cada vez llegaban
más internos con creciente capacidad retadora. El gran error de Khruschev fue
seguir enviando a las prisiones a mandos militares. Estos hombres, normalmente
muy curtidos y bastante echados para delante, no se cortaron en montar
auténticas rebeliones dentro de los campos, consiguiendo que grupos enteros se
negasen a trabajar; además, tenían una habilidad especial para localizar a los
membrillos que les colocaban de espías. Para colmo, en el momento en que los
actos de insubordinación comenzaron a hacerse frecuentes, y en parte a causa de
ello, la profesión de guardia comenzó a dejar de ser atractiva; cada vez el
Gulag tenía que ofrecer mejores salarios y gabelas para cubrir plantillas.
El Gulag cada vez funcionaba peor. El flujo de cartas a
Moscú se multiplicó, pero aun así el MVD decidió hacer de don Tancredo, y
simular que no pasaba nada. Sin embargo, no pudo evitar que los propios
guardias, y sobre todo los fiscales, se apuntasen a esta segunda ola de
protestas, después de aquella primera que habían sostenido casi en solitario
los propios condenados. En 1951, es decir antes incluso de la muerte de Stalin,
174 campos de prisioneros perdieron la friolera de un millón de días de trabajo
por huelgas encubiertas de los internos.
Lo que cambió de forma fundamental con la muerte de Stalin
fue que, en este entorno, comenzaron a alzarse voces en la cúpula del poder
soviético que ya no hablaban de reformar o mejorar la administración el Gulag;
sino que defendían la idea de que había que destruir el esquema de trabajo
forzado como elemento fundamental de la estructura productiva soviética. El 18
de marzo de 1953, Malenkov, en su condición de primer ministro, decretó la
transferencia de buena parte de los establecimientos económicos gestionados por
el MVD a instituciones civiles; y revertió, después de muchos años, los
establecimientos penitenciarios al Ministerio de Justicia. Pocos días después,
el 27 de marzo, otro decreto liberaba a un millón de internos, de un total
estimado de dos millones y medio. En las siguientes semanas se anunció la
parada de algunos proyectos faraónicos del MVD, en los que el ministerio estaba
obligando a los condenados a doblar el espinazo, literalmente, para nada.
Proyectos como el gran canal de Turmekistán, la red de canales entre el Volga y
el Mar Báltico, diversos saltos de agua y proyectos de irrigación.
En los 33 años de la edad de oro del Gulag soviético
(1921-1953), algo más de cuatro millones de personas fueron arrestadas bajo la
acusación de “prácticas contrarrevolucionarias”, es decir, básicamente delito
político. De estas, 800.000 fueron sentenciadas a muerte, 2,6 millones fueron
enviadas a campos y prisiones; casi 425.000 fueron objeto de vysylka (prohibición
de residir en determinados lugares) o de ssylka (obligación de residir
en determinado lugar). Para que nos situemos, éstas son las cifras aplicadas a
la España actual: 1,1 millones de detenidos por razones políticas, 225.000
fusilados, 734.000 internados en campos y 180.000 exiliados/confinados. Sobre
las cifras de la población reclusa en España en el momento de escribir estas
notas, éstas son las dimensiones: detenidos por motivos políticos, toda la
población reclusa multiplicada por 19; fusilados, toda la población
reclusa multiplicada por 3,8; internados en campos y prisiones, 12 veces la
población reclusa; exiliados y confinados, 3 veces la población reclusa. El
estalinismo, pues, arrestó por contrarrevolucionaria a toda la provincia actual
de Las Palmas; ejecutó a toda la provincia de Huesca; y metió en el maco a toda
la provincia de Guipúzcoa.
Que esta intensidad represiva estaba íntimamente ligada a la
persona de Stalin lo demuestra el frenazo en seco que se produjo tras su
muerte. En la primera mitad de 1953, hubo 8.400 arrestos, 198 condenas a
muerte, y 7.900 ingresos en el maco. A la muerte de Stalin, 800.000 presos
políticos se pudrían en los campos. A finales de 1954, eran 475.000.
Se estima que, entre 1934 y 1953, aproximadamente 1,6 millones de prisioneros, no todos ellos políticos desde luego, murieron en prisión. ^Pero esta cifra sólo se estima, puesto que una parte de la condena por delito político que aplicaba el estalinismo era envolver a menudo al detenido o detenida en un manto de silencio, de modo y forma que su familia nunca supo ni dónde estaba y, si murió, cuándo, dónde o de qué murió, y en qué fosa fue tirado (porque cuando oyes a los políticos españoles decir que España es el segundo país del mundo con más fosas sin documentar después de Camboya, te tienes que reír). De hecho, la política de silencio estalinista provocó, tras la caída de la URSS e incluso antes, un tsunami de búsquedas en documentos y testimonios en la que las familias trataban de conocer los detalles del destino final de sus maridos, de sus esposas, de sus padres, de sus hijos. Proceso que, por supuesto, a día de hoy no ha terminado.
Los prisioneros políticos fallecidos en aquel periodo fueron
medio millón; no fueron la mayoría, aunque lo que sí es cierto que murieron con
mucha más frecuencia y probabilidad que los presos comunes. El total de
condenados por delitos políticos en aquel periodo fue de cuatro millones, de
los que uno de cada cinco fueron fusilados.
Más allá de los centros penitenciarios, en el periodo
1930-1932, 1,8 millones de campesinos fueron reasentados en los kulakskaia
ssylka, es decir, emplazamientos específicos para ellos, donde eran
supervisados por la policía secreta. En 1932, la cifra de inquilinos de estos
lugares era de 1,3 millones, lo cual quiere decir que medio millón de ellos, o habían
huido, o habían muerto de hambre, de enfermedad, de tristeza o de todo un poco,
o incluso habían sido liberados tras revisarse su caso. Entre 1932 y 1940, en
aquellos campos de asentamiento se registraron 230.000 nacimientos y casi
390.000 fallecimientos. 630.000 personas se escaparon, de los cuales 235.000
fueron trincados y devueltos. Buena parte de los kulaks que huyeron de sus
pueblos acabaron empleados en los grandes proyectos de los planes quinquenales,
que muy a menudo andaban cortos de personal. Estas colonias se habían cerrado
ya en 1948.
Una realidad repugnante de la que apenas estamos todavía comenzando a conocer los detalles. Las razones son dos. La primera de ellas es que quien tiene que contar, o permitir que se cuente, no está muy por la labor. Es lógico que Vladimir Putin, al fin y al cabo un hombre curtido en las filas de la KGB soviética, no tenga demasiadas ganas de colocar a su país en el hall of fame de los hijos de puta.
La segunda razón es que quienes debiéramos saber, no queremos saber. La historia del Gulag apenas ha excitado el interés de los departamentos de Historia Contemporánea de las universidades, habitualmente poblados por personas, digamos, poco proclives a este tipo de enfoques cuando no se refieren a aleves potencias fascistas de derechas. Tampoco a los guionistas de cine, a quienes parece interesarles todo, parece haberles interesado esta historia. En el mundo, por hacer, hasta se hacen películas de cerditos cibernéticos que montan tiendas de torreznos de Soria en Ulan-Bator; pero esto de los Gulag, el trabajo forzado, las personas condenadas que no sabían por qué, ni por cuánto tiempo, que quedaban totalmente desconectadas de sus familias, familias que habitualmente eran convertidas en parias sociales cuando no terminaban ellas mismas en la cárcel (incluso los hijos adolescentes); las historias de violaciones, de esclavitud, de pérdida completa de la autoestima; las historias de vida en condiciones extremas, enfrentando temperaturas bajo cero con camisitas ibicencas. Todas estas historias no parecen ser de interés de las personas que escriben historias; ni la indignación de quienes se indignan cada vez que un tipo pondera el culo de una tía desde un andamio.
Siglo XXI. El siglo de los subnormales.
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