miércoles, julio 16, 2025

Ensayos soviéticos: Gulag (2): El PIB soy yo

Ladrones de plusvalía
El PIB soy yo
Esto hay que pararlo


La auditoría de 1940 fue impulsada por el Comisariado de Finanzas, ésta es cuando menos mi opinión, con un objetivo mucho más importante que valorar la posibilidad de adelgazar el Gulag. Lo que verdaderamente querían saber los rectores de la política económica soviética era cuánto de largo, y de ancho, era el brazo industrial que controlaba la policía secreta. En 1940, en efecto, todo el mundo sabía que la mano de obra forzada era fundamental para la maquinaria económica soviética; pero nadie, en puridad, sabía a ciencia cierta en qué medida. El tema se hizo más perentorio cuando la NKVD se convirtió en la MVD, es decir, se convirtió, ella misma, en un ministerio.

Cuando el Comisariado de Finanzas solicitó información al de Interior, recibió respuesta de 42 agencias diferentes de éste. Pero, para que nos hagamos idea de las proporciones, de ese total sólo dos agencias estaban directamente relacionadas con las labores del Gulag; el resto eran agencias económicas e industriales, dedicadas al papel, a la madera, combustible, agricultura; todo tipo de contenidos económicos.

En el momento en que Hitler lanzó su Operación Barbarroja, todo este entramado industrial-penitenciario estaba en un punto muy alto que, de todas formas, tendría la oportunidad de seguir superando. El estallido de la guerra, puesto que redujo el volumen de la población reclusa, supuso un freno para el Gulag como actor económico. Muchos internos en prisiones fueron movilizados en batallones de castigo a los que se encomendaban misiones especialmente peligrosas; en todo caso, aquéllos que sobrevivían solían ser rehabilitados de sus culpas, por lo que nunca regresaban al campo de internamiento. De hecho, esta relativa densidad de soldados que, en realidad, eran ladrones, asesinos o violadores en la vida civil, explica una parte importante de las brutalidades que cometieron los soviéticos en aquellos territorios que “liberaron”.

Al terminar la guerra, llegó el momento del Gulag otra vez. En 1952, el MVD invertía 12.180 millones de rublos, lo que suponía un impresionante 9% del PIB soviético. Imaginemos, pues, un sistema penitenciario español, que tuviese a sus reclusos trabajando forzadamente en fábricas propias, y que movilizase, él solito, unos 100.000 millones de euros anuales. La estructura económica del MVD era más grande que la que controlaban los ministerios del petróleo y del carbón juntos. Se estimaba su producción anual en más de 17.000 millones de rublos, aproximadamente el 2,3% de la producción total del país. Los presos soviéticos eran el primer productor del país de cobalto, producían un tercio de todo el níquel y en torno al 15% de toda la madera.

El MVD era, probablemente, una de las instituciones más rentables del socialismo, Producía grandes cantidades con unos costes muy bajos, ya que los trabajadores no eran retribuidos; en realidad, su problema no era recibir un salario, sino ser adecuadamente alimentados. Algo que ocurría muy pocas veces, porque todo el mundo, y las agencias de suministros fueron las primeras, se acostumbró pronto a la idea de que si había un flanco de la URSS en el que se podían incumplir compromisos de provisión, ése eran las cárceles.  Con el tiempo, pues, todo el mundo, no sólo los vigilantes del Gulag, se acostumbró a matar de hambre a los presos.

Y ahí estuvo la contradicción básica que llevó el modelo al colapso. Muchas veces, cuando alguien explica un sistema esclavista, como por ejemplo el romano, o el de los Estados confederados de EEUU, se para mucho en la épica de la agresión, es decir, en el dato de que el amo, como dueño del esclavo, podía hacer con él lo que quisiera: podía pegarle, podía violarlo, podía matarlo. Esto, sin embargo, es un hecho las más de las veces más teórico que práctico, puesto que los esclavos siempre fueron activos económicos; como una máquina cosechadora, por ejemplo. Una persona que ha ahorrado, o se ha endeudado, para comprar una cosechadora, no se levanta una mañana y la quema "porque es mía y hago con ella lo que quiero". Lejos de ello: la cuida, la engrasa, pasa todos los mantenimientos que puede pagar. Trata, pues, de que la máquina no se le estropee. De la misma manera, un esclavista racional trata de que sus esclavos "no se le estropeen". Putear a tus esclavos es la mejor forma de cargarte la rentabilidad de tu plantación de algodón; tanto es así como que hay diversos episodios esclavistas, como la Valencia renacentista, sobre los que existen testimonios sobrados de que, en realidad, eran los esclavos los que mandaban, dada su escasez. 

Por todo ello, matar de hambre a tu esclavo es la peor de las opciones, sobre todo cuando no la practicas sobre uno o dos, sino sobre todos. Pero eso mismo es lo que hizo la URSS; y por esa misma razón acabó por colapsar como modelo productivo.

Tan pronto como 1940, un personaje tan poco sospechoso de ser un empatizador con las desagracias ajenas, no digamos las de los presos, como Lavrentii Pavlovitch Beria, ya había caído en que existía este problema. Dicho año, Beria redactó un informe dirigido a Viacheslav Molotov en el que venía a decir que no terminaba de ver claro que aquello del Gulag como potencia económica tuviese futuro a largo plazo.

En aquel año, Beria le hacía notar a Molotov la cantidad de cosas que dependían del trabajo forzado: carreteras, puertos, viviendas, factorías, aserraderos, incluso instalaciones militares. Sin embargo, los gestores del Gulag estaban comenzando a detectar fallas en la productividad. Los presos cada vez trabajaban peor, dado que eran muy deficientemente alimentados, por no hablar de lo que se les facilitaba para luchar contra las condiciones climáticas, en ocasiones muy duras. Beria anotaba que aquel año de 1940 había 123.000 presos que habían sido declarados inútiles para el trabajo por estar en las raspas, y varias decenas de miles más por carecer de las ropas necesarias. Y os aseguro que, si ésos eran los números oficiales de los que el Gulag se había avenido a clasificar de baja, los que estaban en condiciones inhumanas eran muchos más. Beria hacía notar que las agencias de suministros, por ese efecto de costumbre que antes he descrito, cada vez enviaban menos provisiones a los campos. De la comida necesaria enviaban la mitad y, en el caso de la ropa, menos de un tercio.

El gasto diario por cada zek, como eran conocidos los presos, era de 4,86 rublos. Pero el gasto presupuestario proyectado eran 5,38. En otras palabras, a los presos se les escamoteaba un 10 % de las prestaciones que estaban previstas para ellos, y que ya de por sí eran magras.

Para que nos hagamos una idea de la racanería con que el sistema soviético se portaba con sus presos, en el mismo momento en que el Estado soviético se estaba gastando 4,86 rublos en un preso, se gastaba 34 diarios en cada uno de sus guardias. Un múltiplo de seis, pues. De donde hemos de deducir que vendría a ser como si un funcionario de prisiones español ganase 2.500 euros al mes mientras en toda la manutención de cada preso se estuviesen gastado 13 euros diarios. Y eso, con los presos teniendo que rendir en jornadas de trabajo interminables.

Mola el marxismo, ¿eh?

Esta situación totalmente desesperada generó muchísimos problemas a los que apenas nos podemos acercar porque, las cosas como son, esta ideología que se pasa el día reclamándole transparencia a todo el mundo no es lo que se dice muy dicharachera cuando de sus “logros” se trata. Sabemos, sin embargo, que los problemas en las cárceles y campos fueron muchos, y frecuentes. Lo lógico cuando abocas a tanta gente a una muerte a cámara lenta, con cero expectativas de cambiar su suerte. Hubo crimen, y está por escribir la Historia del sexo en aquellos lugares; sexo, en ocasiones, buscado y consentido, pero en otras muchas bastante lejos del concepto de sexo aceptable que defendería una feminista siquiera epidérmica. Por la razón que sea, sin embargo, cada vez que el feminismo se dedica a hacer notaría de los tiempos en los cuales la mujer fue especialmente menospreciada y repugnantemente penetrada sin consentimiento, nunca se acuerdan de la URSS ni del Gulag. 

Exactamente igual que ya he escrito en el caso de Rumania, los campos soviéticos tuvieron un gran problema con los llamados dokhodiagi: los presos que, por efecto del tiempo, las privaciones, la falta absoluta de esperanzas y, en no pocos casos, el hecho de no tener ni puta idea de por qué estaban allí, unido a las agotadoras jornadas que debían trabajar a cambio de una patada en los cojones y un vaso de agua, simplemente colapsaban. Auténticos zombies en vida, comían mierda, bebían meados, se humillaban más que las cucarachas y, si podían encontrar una escalera lo suficientemente empinada, por ahí que se tiraban. Nunca sabremos a ciencia cierta cuántos de éstos pudo haber, porque ni los que podrían saberlo quieren contárnoslo; ni nosotros, en puridad, queremos saberlo. Como diría Loles León: "¡Los comunistas no hacen esas cosas, y punto en boca, hombre ya!"

Lo más humillante del Gulag, por lo demás, es la asimetría, el contraste. Ser un huésped del Gulag suponía descender a las últimas categorías de repugnancia que puede soportar un ser humano. Pero, al mismo tiempo, ser un miembro de la administración del Gulag era morir e ir al Cielo en vida; era alcanzar una de las variadas cúspides del Estado mafioso del vodka y las putas que fue la Unión Soviética. El Gulag era un Estado dentro del Estado; un entramado que tenía sus propios intereses económicos, que manejaba con mano larga, con todas sus corruptelas normalmente cubiertas bajo un espeso sudario de silencio. Además, nadie en la URSS olvidaba que, aunque el Gulag era, propiamente hablando, una mezcla de Dirección General de Instituciones Penitenciarias y de Instituto Nacional de Industria, sus papás eran los policías secretos; ésos que te podían cagar la vida en cero coma. A más a más, como dicen los catalanes, el MVD, para no dejar hilo sin puntada, también se hizo con el control de la policía normal de toda la vida y la guardia fronteriza.

En la práctica, esto acabó por generar una situación en la cual cualquier órgano de la Administración soviética, se dedicase a lo que se dedicase, acababa por encontrarse al Gulag en algún punto del camino. El Gulag tenía prisiones, tenía minas, tenía fábricas, tenía granjas, tenía responsabilidades en materia de educación y propaganda… Como digo, cualquier cosa que hicieses en la URSS dependiendo de cualquier ministerio u oficina del Comité Central, lo normal es que acabases por encontrarte con un miembro del Gulag que tenía las mismas misiones y responsabilidades que tú; y que, además, te venía a decir que, si le tocabas los cojones, más te valía tener un padrino poderoso que te protegiese.

El Gulag, por lo demás, se sabía tan poderoso que se dejó ir. Poco a poco, los casos de robo, de corrupción, la elaboración de informes falsos, el maltrato o incluso asesinato impune de presos, fueron siendo tan frecuentes que las alcantarillas de detritus del comunismo soviético comenzaron a hacerse imposibles de esconder. Este proceso, sin embargo, fue muy lento, y costó muchas vidas inocentes antes de hacerse ni medio patente. La gran ventaja del Gulag es que la inmensa mayoría de sus latrocinios se cometían en lugares a los que ningún ciudadano soviético en sus cabales querría viajar; y luego estaba el manto de secretismo que, por definición, cubría toda la acción del Directorio.

Por lo demás, el sistema soviético, sobre todo en los mejores años de Stalin, no tenía ningunas ganas de hacer preguntas. En aquel país que estaba por construir, si había alguien capaz de poner en apenas unos días 10.000 obreros en un valle para construir un tramo de carretera, ése era el Gulag; y eso es todo lo que el régimen defensor del proletario quería saber.

El sueño de los hombres del MVD en aquellos tiempos, recién acabada la guerra, era el mismo que el de todos los demás soviéticos: ser lo suficientemente valorados por Stalin como para que Stalin no se plantease matarlos. Por eso, el Ministerio del Interior se ofreció, sin ambages, para ser el “constructor del socialismo”; el agente capaz de levantar todos los edificios e infraestructuras que el camarada secretario general quería ver construidos y epatando al mundo.

Ocurre, sin embargo, que el Gulag no estaba sólo en el mundo. Otros probos militantes y dirigentes del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas aspiraban a lo mismo: el favor, más o menos sincero, de Stalin; y, con ello, el salvoconducto para poder llenar los paradores de putas, y ahogarlas en vodka y semen. Esos comunistas, normalmente situados en agencias y organismos que podríamos decir genuinamente económicos, comenzaron a protestar. Al principio, vinieron a decir que eso de que un directorio de prisiones produzca cobalto vendría a ser como si un directorio de minería poseyese prisiones. Pero mucho caso no les hicieron. Sin embargo, conforme llegaron los tiempos en los que, como os digo, el intenso olor a mierda en el culo del Gulag comenzó a hacerse aparente, esos dirigentes y funcionarios comenzaron a atacar el flanco de su ineficiencia. Para entonces, hablamos de la segunda mitad de los años cuarenta, Sergei Nikiforovitch Kruglov, un nota de puta madre que el 1 de enero de 1946 había sustituido a Beria al frente del MVD, ya había tenido que reconocer en un informe un dato acojonante: a pesar de que a los presos se les mataba de hambre y de frío, los cálculos indicaban que producían menos que lo que costaban.

Escándalo mayúsculo: el Estado soviético les estaba regalando plusvalía. El propio dato, y el hecho de que el MVD se viese obligado a reconocerlo, nos da la medida de hasta qué punto el propio MVD se había olvidado, en los diez años anteriores, del objetivo de tratar de promover un trabajo efectivo y productivo. En su informe, Kruglov recomendaba reequilibrar la relación incrementando las jornadas de trabajo y aumentando la norma de producción a cumplir. O sea, venía a recomendar echar mierda sobre la poza séptica, a ver si así dejaba de oler. 

Ya os dije que era un nota.

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