lunes, julio 14, 2025

Ensayos soviéticos 1: Lenin y Stalin (y 3)

 




Ensayos soviéticos: Lenin y Stalin (1)
Ensayos soviéticos: Lenin y Stalin (2)
Ensayos soviéticos: Lenin y Stalin (y 3)




Al día siguiente, 28, hubo reunión del Politburo. En dicha convocatoria, Kamenev fue, según todos los indicios, los ojos, las orejas y la boca de Lenin. Le mandó una nota a Stalin en la que le decía que Lenin estaba dispuesto a “ir a la guerra” con el tema de las nacionalidades; es más, le dijo que Lenin le había pedido a él (Kamenev) que fuese a Tibilisi para templar gaitas con los líderes caucásicos a los que Stalin había encabronado. La contestación de Stalin, también escrita, es puro Stalin: cuando no te den la razón, inventa una conspiración: “Tenemos que poner pies en pared frente a Illitch en esto. Si unos pocos mencheviques georgianos van y consiguen influir en unos pocos bolcheviques georgianos, y éstos en Lenin, uno debe preguntarse qué tiene que ver todo este follón con el asunto de la independencia”. Kamenev contestó: “Si Vladimir Illitch persiste en su actitud, oponerse a él [y subrayó “oponerse”] sólo va a empeorar las cosas”.

En el momento de intercambiar esos mensajes, esto lo tenéis que tener en cuenta, Kamenev y Stalin y eran uña y carne. No son las notas intercambiadas entre personas enfrentadas, por mucho que sean ambas miembros del Politburo. Son notas intercambiadas entre dos personas que tenían, siquiera formalmente, una destacada identidad estratégica e ideológica. Simplemente, Kamenev trataba de ser más cauto que Stalin, y llevarle a ese terreno. Pero Stalin no tragó. Respondió a la última nota escribiendo algo así como “Dejemos que [Lenin] actúe como le parezca”.

La prioridad para Stalin, en ese momento, no era profundizar la discusión con Lenin. Lo que tenía que hacer en ese momento era apartar el tema Vladimir Illitch, como se aparta la cebolla ya pochada en una receta, y aplicarse a darle la vuelta a la evidente derrota que acababa de sufrir, para hacerla parecer otra cosa. Así que le escribió a todos los miembros del Politburo informándoles de que estaba preparando una versión “más resumida, a la par que más precisa” de su memorando. Y entonces, claro, presentó el texto “de Lenin”, por así decirlo, como suyo. Todas las repúblicas, la Federación Rusa entre ellas, pasaban a unirse a la URSS, reteniendo el derecho a abandonarla. Una previsión casi inocente que, sin embargo, fue una bomba de espoleta retardada que habría de estallar setenta años después. Por encima de esa realidad, se creaba un Comité Ejecutivo de la Unión, con representantes de cada república en proporción a la población, que habría de elegir un Consejo de Comisarios (consejo de ministros) de la Unión.

La jugada de Stalin (que, cuando menos en mi caso, no creo que se pueda negar que fuese también, en el fondo, la de Lenin) era conservar un derecho de secesión formal (de hecho, con el estallido del prusés, se ha señalado repetidas veces que la única constitución que contempla el derecho de autodeterminación es la de la URSS); mientras, sin embargo, por la vía de los hechos esto se hacía imposible. Porque, efectivamente, mientras la URSS, por ejemplo, obligaba a los moldavos a escribir su idioma en cirílico, la teoría constitucional nos dice que los moldavos podrían haber reaccionado marchándose de la URSS. Pero, claro, si el máximo dirigente de Moldavia resultaba ser Leónidas Breznev, asistido por Konstantin Chernenko, parece bastante obvio que estamos ante un derecho teórico, de cartón-piedra. Como otros muchos derechos de la URSS.

El principal ariete utilizado por Stalin para conseguir este status quo fue regar de poderes al colegio de comisarios, es decir, a los ministros de la Unión. La jugada era tan eficiente que el mismo 28 de septiembre de 1922, cuando la tinta del nuevo memorando de Stalin todavía no se había secado, Christian Georgievitch Rakovsky (nacido Krastyo Georgiev Stanchov), cabeza del gobierno de Ucrania, ya estaba advirtiendo por escrito de ese peligro. El borrador de Stalin, venía a decir Cristiano el hijo de Jorge, no decía nada sobre los derechos de las repúblicas, sobre sus propios comités y órganos, sobre sus consejos de ministros; y, obviamente, al no decir nada de ellos, no detallaba su nivel de poder de decisión. La de Rakovsky difícilmente era una reacción nacionalista; no era ucraniano, ni siquiera ruso, sino búlgaro. La suya era una reacción pragmática. A su modo de ver, los gobiernos propios de las repúblicas estaban haciendo muchos esfuerzos para sacar a sus territorios del marasmo económico y social; y temía, con razón, que si todo eso pasaba a ser controlado y ordenado por unos ministros residentes en Moscú, la mayoría de los cuales serían rusos, todo eso quedaría en peligro. Rakovsky veía la necesidad de una estructura federal; pero exigía que la definición de los derechos de los territorios superase el estatus de brindis al sol que tenía en el nivel constitucional.

Lenin tenía inquietudes muy parecidas a las del búlgaro. Pero, aun siendo el padre del comunismo soviético, la gran vaca sagrada viva de la revolución, tenía poco margen de maniobra para actuar contra una persona que estaba adquiriendo cada vez más cuotas de poder dentro del Partido, y que amenazaba con pilotar todo el proceso mientras él miraba (algo que está implícito en el famoso “dejemos que Lenin vaya a su bola” que le escribió a Kamenev). Lenin, como Arquímedes, necesitaba una palanca. Y, de forma inesperada, se la encontró. Es lo que conocemos como “el incidente georgiano”.

El Comité Central del Partido en Georgia se reunió para estudiar, fundamentalmente, la incorporación forzosa de la república a la Federación Transcaucásica. La discusión, como suele ocurrir entre georgianos, subió pronto de tono. El hombre que estaba allí para defender el punto de vista de Stalin (la integración) era Ordzhonikidze; un tipo que nunca fue precisamente muy eficiente a la hora de controlar sus emociones y sus gestos. Corolario: le acabó arreando unas hostias a uno de sus contertulios.

El resultado de ese gesto, del que cualquier persona inteligente se hubiese arrepentido rápidamente, fue que el Comité Central georgiano dimitió en bloque, en medio de declaraciones totalmente opuestas a la formación de la URSS. Aquello amenazaba con enquistarse y emponzoñarse.

Lenin, inicialmente, se enteró malamente de lo que había pasado. Sin embargo, pronto se enteró de que Stalin había enviado a Dzerzhinsky y otras dos personas para investigar el asunto. Aquella era claramente una comisión de parte que no tardó ni dos minutos en ponerse totalmente del lado de Ordzhonikidze. Más o menos como si estuviesen investigando un apagón, o si Dzerhinsky fuese un Conde Pumpido (que lo era).

La conclusión de Lenin fue que Stalin estaba actuando en la cuestión de las nacionalidades y las repúblicas de una forma abiertamente dictatorial. Se ve que el chico era listo. El 6 de octubre de 1922, le escribe una carta a Kamenev en la que le dice que le va a declarar la guerra “al gran chovinismo ruso”; y defiende la idea de que el Comité Ejecutivo Central de la Unión esté presidido por turnos por personas de diferentes nacionalidades. Y le dice a Kamenev que ésa no la considera una idea negociable.

En consecuencia, durante los días 30 y 31 de diciembre de 1922, Lenin le dictó a sus secretarias un nuevo texto programático sobre las nacionalidades, en el marco de la redacción de su famoso testamento; un texto que se aparta bastante de lo que él mismo había sostenido en otros momentos de su vida. De hecho, la primera cosa que dice ese texto es que Lenin se siente contrito por no haber defendido suficiente y adecuadamente el tema de las nacionalidades y la autonomía de los territorios.

La nueva teoría leninista es tal que así: el aparato del Partido debe permanecer unido; pero lo que es importante es reformar el aparato. La URSS no puede limitarse a heredar el aparato zarista. Es necesario hacer que las estructuras partidarias evolucionen, porque de otra forma los derechos formalmente reconocidos a las nacionalidades serán papel mojado.

Lo escrito y leído suena muy bonito, pero tampoco hay que sobrarse. Lenin era Lenin, y en sus escritos es muy habitual que diese una de cal y otra de arena, a veces incluso en la misma frase; dando la impresión de que, a veces, se dejaba llevar por su tracto reflexivo, para luego acojonarse con las consecuencias de lo que estaba diciendo, momento en el que comenzaba a recoger sedal. De hecho, su famoso testamento no es sino un ejemplo fundamental de este tipo de yenkas argumentales.

La cosa es que Lenin, acto seguido de decir que a las minorías hay que protegerlas contra el embrutecido ruso (al que dedica epítetos muy fuertes) y que el derecho de autodeterminación debe ser algo más que una mera formulación jurídica inútil, comienza a desplegar frases en las que dice que la formación de la URSS es necesaria e irrenunciable (es decir: una cosa, y su contraria); aunque cierto es que dice que hay que “repensarla”. Contrapesa los temas con una reivindicación de que las lenguas minoritarias sean protegidas.

Lo más importante, a efectos de lo que aquí analizamos, es que Lenin llega en su escrito a la conclusión de que Ordzhonikidze debe ser castigado por su mano larga. Asimismo, considera que el rediseño de la URSS podría hacerse en el siguiente congreso de los soviets, apuntando líneas de decisión: el centro retendría las políticas militar y exterior, y el resto deberían ir para las repúblicas. Un cuarto de siglo después, cuando las naciones coloniales asiáticas aborden su independencia, su gran pelea será, precisamente, ganar frente a sus metrópolis francesas, inglesas o neerlandesas el derecho a tener su propia diplomacia y sus propias fuerzas armadas. Retener esos poderes significa que quien está en la Unión se somete a una disciplina de la que no se puede liberar. Lenin, el gran defensor en su texto de que el derecho de autodeterminación no sea papel mojado, en realidad lo está empapando a fondo.

El concepto central del dizque nuevo modelo de Lenin es que “la unidad del Partido es suficiente para mantener la unidad”. En otras palabras: Lenin está abogando por un derecho de autodeterminación, pero dentro de la ortodoxa obediencia comunista. En consecuencia, su defensa de las nacionalidades es tan de cartón piedra como la “apertura política” propugnada por el franquismo, que permitía la creación de partidos políticos… pero siempre dentro de los principios fundamentales del Movimiento.

En términos prácticos, el redactado de Lenin tenia dos objetivos: atacar el panrrusismo chovinista; y atacar a Stalin. El 5 de marzo de 1923, Lenin le envía a Trotsky una nota en la que le pide que asuma personalmente la defensa de los irredentos georgianos en el Comité Central.

¿Hasta dónde habría llegado esto? A ver, yo personalmente no soy muy optimista. Lenin era Lenin. Era alguien que, por el pragmatismo de un momento (la necesidad de tocarle los huevos a Stalin) era capaz de elaborar ideas sin reflexionarlas mucho; ideas que, consecuentemente, eran deslavazadas, incongruentes y, al fin y a la postre, débiles. En consecuencia, cuando menos en mi opinión, tras su decisión de implicarse en el incidente georgiano, Lenin se enfangó en una teórica compleja, difícil de entender y que, en la práctica, yo creo que le iba a generar muchos conflictos. Así las cosas, la posición de Stalin, que tenía la ventaja de ser sólida como una roca, quizás habría conseguido prevalecer sin grandes problemas. Pero el caso es que no hizo falta comprobarlo. Cuatro días después, el 9 de marzo, el cerebro de Lenin hizo bum chacachá, y se gripó para siempre.

En esas últimas horas de consciencia leninista, Trotsky había hecho su labor. El 6 de marzo había enviado un largo memorando al Politburo, en el que criticaba las teorías ultra-estatistas (¡qué valor!) y venía a decir que Stalin estaba errado. El 7, sin embargo, le escribe a Kamenev; y ya parece ser otro Trotsky. Seguía diciendo que era necesaria una propuesta nueva sobre las nacionalidades que sustituyese a la de Stalin; pero, al mismo tiempo, se declara contrario a dar publicidad a su derrota, mucho menos a castigarlo, a pesar de que, debo recordároslo, había unas hostias de por medio.

Yo creo que el día 7 de marzo, Trotsky ya sabía, o se maliciaba, que Lenin le iba a dejar solo con el marrón. Como era un tipo listo, comenzaba a nadar y a guardar la ropa. No así Kamenev, que era, básicamente, tonto del culo. El día 7 de marzo, Kamenev le escribe a Zinoviev encantado de la vida porque, dice, Lenin ha abandonado a Stalin, a Dzerzhinsky y a Ordzhonikidze, que ha decidido apoyar sin fisuras a Mdivani y que, más aún, ha decidido romper relaciones con Stalin por el tratamiento recibido por Krupskaya.

Stalin, de hecho, estaba reculando. Ese mismo día 7, le escribe a Ordzhonikidze, instruyéndole para que busque el buen rollo y algún acuerdo con los georgianos. Ese mismo día, le escribe a Trotsky aceptando sin ambages las enmiendas que ha propuesto; cambios que son, dice, “incontrovertibles”. Sin ninguna duda, para entonces Stalin conocía el texto de Lenin, pues se lo había enviado Fotieva. La secretaria también se lo envió a Kamenev y a Trotsky; el primero quería publicarlo, mientras que el segundo, más cauto, se limitó a enviarlo a varios miembros del Comité Central para conocer su opinión.

Kamenev, sin embargo, estaba, como casi siempre, reaccionando sin datos. 24 horas antes de que él recibiese el texto de Lenin, Fotieva ya le había dicho a Stalin que el propio autor no lo consideraba definitivo; y que María Ulianova, la hermana de Lenin, se había mostrado claramente en contra de su publicación.

Hasta qué punto Fotieva y Ulianova fueron meras marionetas de Stalin, ni lo sabemos ni lo sabremos. Lo que está claro es que el texto quedó encastrado en la capa freática secreta de las cosas que sólo conocen algunos miembros de la cúpula del Partido; lo cual quiere decir que la posición de Stalin sobre las nacionalidades no sería sometida a crítica pública en el XII Congreso.

El 16 de marzo, Stalin hizo un discurso ante los delegados en el que dijo que el artículo no podía publicarse porque era provisional; y se permitió el doble salto mortal de acusar de deslealtad a Trotsky por no habérselo distribuido a todos los delegados (cosa que Trotsky no había hecho para protegerlo). Acto seguido, se mostró firmemente partidario de que el texto se publicase; pero, claro, si Lenin no quiere, no quiere. Todo bullshit.

En la práctica, pues, si Stalin estuvo a piques de caer, que es algo que de todas formas a mí me cuesta creer, hubo dos cosas que lo salvaron: el ataque fatal del cerebro de Lenin, y la torpeza de Trotsky. Yo sé que Lev Davidovitch tiene bastante buena prensa, especialmente entre los trotskistas obviamente. Pero, la verdad, que alguien sea capaz de manejar conceptos y de escribir con gran productividad no le hace una persona inteligente. Trotsky lo era lo justo; era listo, pero no inteligente. No entendió que, en una situación como la que se encontró el 6 de marzo y siguientes, y sobre todo a partir del 9 cuando Lenin comenzó a babear, sólo hay dos opciones posibles: o aliarte con el enemigo para que te deba el favor; o ir con todo contra él. Lejos de ello, se quedó en un sí es no es que es, en realidad, la peor de las opciones.

Hay historiadores que consideran que la posición de Stalin era enormemente débil. Que si, en ese momento, Trotsky hubiese concentrado un grupo compacto de, digamos, “leninistas puros”, se lo habría cargado. Trotsky debería haber jugado la baza de presentar en el Congreso el testamento completo de Lenin, provocando un debate. Ésta es la teoría. Yo, sinceramente, no lo creo. Primero, porque no creo que la posición de Stalin fuese tan vulnerable. Los tiempos que habrían de llegar demostraron claramente que a la inmensa mayoría de los bolcheviques, viejos y nuevos, la idea de una URSS totalmente centralizada, de partidos comunistas locales totalmente colonizados por hombres de Moscú, les iba de perlas. Es, de hecho, por mucho que al Lenin crepuscular le diese por coquetear con otras ideas, la consecuencia lógica, el resultado dialéctico más probable, por así decirlo, del orden de cosas surgido de la revolución rusa y la guerra civil.

A Stalin, pues, y ésa es cuando menos mi idea, no le habría costado, al fin y a la postre, defender sus ideas. No estaba propugnando ninguna solución repugnante a los ojos del bolchevismo. El conflicto georgiano, por otra parte, no tenía entidad suficiente como para comprometer la estabilidad de toda la Unión; y eso los propios georgianos lo sabían.

Con todo, el segundo argumento que sustenta mi escepticismo es el hecho de que, en 1923, Stalin ya había tenido un éxito importante a la hora de estrecharle los calzoncillos a Trotsky. El hombre que se creía el sucesor de Lenin, en ese momento, sólo tenía dos apoyos claros contra Stalin en el Politburo, que eran Kamenev y Zinoviev. Dos tipos de inteligencia más que cuestionable, de habilidades conspiratorias absolutamente nulas, y cuyo enfrentamiento con Stalin, a aquellas alturas de la película, era más que cuestionable, pues ambos estaban deseando estar a bien con él.

Por todo esto, yo soy bastante escéptico al considerar que el testamento de Lenin podría haber supuesto la caída de Stalin; como lo soy de que la cuestión de las nacionalidades tenía fuerza suficiente como para desacreditarlo. Más bien me parece que esta manera de ver las cosas tiene que ver con cierta concepción de la Historia de la URSS, muy obsesionada con salvar un mueble: Vladimir Lenin, el hombre siempre bienintencionado que, lejos de ser el dictador despiadado que en realidad fue, era, en realidad, un amable demócrata avant la lettre que se vio traicionado por un hombre sólo formalmente comunista llamado Stalin.

Como creer, también se puede creer que las vacas vuelan.

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