viernes, abril 04, 2025

Tenno Banzai (10): Últimos coletazos filipinos



Una vieja introducción al tema (2008)

Las sutilezas de una civilización muy suya
Un día estás aquí, y otro día estás aquí
De Pearl Harbor al sacrificio de Attu
Planes desesperados
Un poema de Norinaga Nootori
El 25 de octubre de la escuadrilla Yamato
Nace el mito
Victorias, derrotas y dudas
El suicida-acróbata
Últimos coletazos filipinos
De Formosa a Iwo Jima
De Ohka a Ohka, fracaso porque me toca
… o eso parecía
El gran ataque
Últimas boqueadas
 

     


El Alto Mando japonés tenía para entonces más nervios que un filete del Lidl. Se daba por seguro el ataque sobre Luzón. Era la isla fundamental de Filipinas; pero lo más importante era la situación desesperada que se encontraba desde el punto de vista de suministros de guerra nipones; apenas carburante y piezas para unos días. En materia aérea, los japoneses disponían sobre el papel de unos 100 aparatos, aunque en la realidad una veintena de ellos apenas volarían con dificultades.

En esas circunstancias, en la noche entre el 23 y el 24 de diciembre, un grupo de 13 cazas Zero, comandado por el teniente de navío Kanaya, salió del aerodromo de Genzan, en Formosa, y tiró para las Filipinas. Llegaron a Malabacat antes del amanecer. Los aviones fueron escondidos entre los árboles, en prevención de ataques enemigos. El 30, diversas misiones kamikaze atacaron a los barcos de avituallamiento en Mindoro. Ocho aviones consiguieron su objetivo, inundando cuatro navíos y dañando otros cuatro. El daño más impresionante fue el del petrolero Porcupine y un transporte de municiones, que comenzaron a arder con una llama de más de 100 metros de alto, con una mortandad total entre sus tripulaciones. Dos días después, otros transportes fueron atacados, y la operación de los grandes daños se repitió en otro navío que transportaba municiones.

Los japoneses tenían bien claro que la invasión de Luzón sería el 9 de enero. Hasta lo dijeron por la radio y todo. Lo que no tenían tan claro era el lugar del ataque. Podía ser por el golfo de Lingayen, pero también por Aparri, en el norte.

Por parte estadounidense, el 2 de enero enviaron una primera flota de aprovisionamientos, con 164 navíos, al mando del vicealmirante Jesse B. Oldendorf. Navegaron hacia el oeste de la isla, en el estrecho de Surigao. Un solitario vigilante que oteaba el mar desde lo alto de una iglesia en Mindanao los espoteó y lo comunicó a las fuerzas japonesas. Éstas enviaron a misiones kamikaze; pero las mejoras introducidas en la artillería antiaérea funcionaron, y ni un solo aparato tocó a un enemigo. Bueno, a fue de ser sinceros, un aparato impactó sobre un petrolero, pero apenas hubo dos bajas, y pocos daños.

A mediodía del 4 de enero, la escuadra Oldendorf estaba doblando la isla de Panay por el oeste, cuando avistó aviones japoneses. Eran bimotores de un tipo nuevo. La mayoría fueron abatidos antes de poder abordar el Jibaku, pero uno de ellos logró pasar y se dirigió a un portaaviones de escolta. Efectivamente, se estrelló contra el puente de vuelo del L'Ommaney Bay, provocando un gran incendio. Conforme el fuego fue alcanzando depósitos de munición, el tema se puso peor, por lo que el barco hubo de ser finalmente evacuado y quedó protegido por un destructor, para no caer en manos enemigas.

En Malabacat, como ya os he contado, estaba el teniente de navío Kanaya, que había llegado de Formosa. Kanaya, un tipo aparentemente con mucho carisma y piloto experimentado, se había ganado el respeto y la admiración de muchos. Sin embargo, como piloto experimentado que era, había visto cómo todas sus propuestas de unirse a una misión suicida habían sido rechazadas, pues era necesario para la formación de otros. Esto, sin embargo, cambió durante el día 4, conforme la situación se fue haciendo más desesperada. Finalmente, dicho día Kanaya recibió el OK a su deseo de partir en una misión suicida.

En ese momento, la VII Flota estadounidense estaba en movimiento, más o menos en el paralelo de Manila. El 5 de enero, Kanaya despegó de Mabalacat con 15 cazas Zero y dos Zero más de escolta.

Cuando esta formación tuvo a la vista a la flota americana, también reparó en una formación de Hellcat que la protegía. En esa batalla, el entrenamiento de Kanaya se demostró: apenas perdieron los japoneses un aparato.

En un determinado momento, Kanaya hizo bascular sus alas; aquélla era la señal habitual del comandante kamikaze en el sentido de que debía comenzar el ataque. Él mismo se lanzó en picado contra el portaaviones de escolta Manila Bay. En ese momento, se produjo un gran destello y una explosión de restos metálicos.

Los compañeros de Kanaya se lanzaron también; cuatro de ellos impactaron en el crucero pesado australiano Australia, el crucero pesado estadounidense Louisville, sobre un destructor más y sobre un transporte de desembarco tipo LCI. Otros cuatro fallaron por poco y se estrellaron en el mar.

En términos generales, el ataque de Kanaya no había sido gran cosa. Los daños eran modestos, y los aviones interceptados por la artillería, muchos. Sin embargo, los estrategas americanos estaban preocupados por el tono cada vez más “me suda la polla todo” que estaban tomando aquellos ataques. Y estimaban, con razón, que, conforme los japoneses tuviesen menos aviones, más se les intensificaría su talibanismo.

Efectivamente, en las bases japonesas de Filipinas, la sensación de impotencia era cada vez más evidente. El 5 de enero, los aviones de patrulla anunciaron la presencia de una gran flota enemiga entre Mindanao y la costa oeste de Luzón. Sólo uno de estos grupos tenía más de 700 barcos. Literalmente, Japón se quedaba sin pan para tanto chorizo.

Los mecánicos japoneses trabajaron toda la noche en un grupo de aviones de Malabacat que habían sido clasificados para ser desguazados. En la mañana, habían conseguido reparar suficientemente cinco Zero, que se sumaron a los disponibles.

El comandante Tamai, jefe de la base, convocó a los 30 pilotos que le quedaban, y les anunció una última misión suicida. Les pidió que fuesen muy cautelosos antes de presentarse voluntarios, pero todos lo hicieron. Se formaron dos secciones de ataque, al mando la primera de Yuzo Nakano, y la segunda de Kunitane Nakao.

Los cinco aviones, aprovechando un momento de calma en los ataques estadounidenses, despegaron a toda hostia. Era, como he dicho, el 6 de enero, y la escuadra Oldendorf estaba entrando en el golfo de Lingayen, preparando el desembarco y la invasión. En un momento dado, diversos aviones del II Cuerpo Kamikaze aparecieron en el cielo. Quince minutos después, el primero comenzó el picado. El resultado de la operación fue que los acorazados California y New Mexico habían sido impactados, cuando menos, por dos aviones cada uno. El crucero ligero Columbia, tres destructores y un barco de avituallamiento de hidroaviones habían recibido también impactos. El dragaminas Long fue tocado dos veces, y se hundió rápidamente. Otro dragaminas, el Hovey y el destructor-transporte rápido Brookis, seriamente dañados, se hundirían horas más tarde. Por último, los cruceros pesados Australia y Louisville fueron impactados por segunda vez.

El ataque terminó pronto, a eso de las cinco. Pero media hora después, cuando los marineros estaban reparando los daños y apagando los incendios, aparecieron nuevos aparatos: los cinco de Mabalacat. Fueron objeto de un fuego muy denso, pero los cinco fueron capaces de realizar sus jibaku, y tocaron a un crucero, un acorazado y tres transportes.

Aquél fue el mayor ataque kamikaze de toda la campaña de las Filipinas. Pero también había dejado a los japoneses, que diría Amador Rivas, completamente exhaustivos. Y dominados por la impotencia. Porque la batalla de Lingayen se había saldado con tres navíos hundidos y once dañados; teniendo en cuenta la magnitud de la Marina aliada, aquello era intentar derribar la muralla china a besos.

Al alba del 7 de enero, la VII Flota anfibia del contraalmirante Daniel E. Barbey estaba en ruta hacia Lingayen. Un avión japonés se las ingenió para engañar al radar y a las patrullas de escolta. Sorprendió a todos pero, finalmente, un disparo final de la artillería explotó tan cerca del aparato que lo hizo bascular y le hizo estrellarse en el mar, muy cerca del crucero ligero Boïse, donde por cierto iba el general MacArthur.

A mediodía, la misma flota recibió el ataque de otro kamikaze solitario, que se lanzó sobre un transporte LST, dejándolo inservible. Cerca de allí, otro lobo solitario se lanzó sobre el dragaminas Palmer, que se hundió.

El 8 de enero, a unas 100 millas de Bataan, otro avión japonés avistó a la VII Flota. Alcanzó al portaaviones de escolta Kardashan Bay (sin i; la bahía Kardashian es otro sitio bien distinto), dejándolo fuera de combate. Minutos después, otro kamikaze se tiró sobre un barco de transporte de tropas. Sin embargo, a pesar de estar el barco lleno de soldados, provocó pocas bajas y, de hecho, el navío siguió su ruta.

Esa misma jornada, otros aparatos aprecieron en Lingayen, pero la mayor parte fueron abatidos. Dos, sin embargo, consiguieron burlar a la artillería y los aviones enemigos, y lograron impactar sobre el infortunado Australia que, por esto, yo creo que se convirtió en el navío con peor suerte de todos los que sufrieron ataques kamikazes, más por la repetición de ataques que por las consecuencias. Por mucho que Oldendorf invitó al comandante del barco (que asumo debió ser Archie Brace, pero lo mismo hay plusfriquis que lo pueden confirmar, o desmentir) para que lo abandonara, éste se negó.

El 8 de enero, la flota de transporte de tropas del almirante Theodore S. Wilkinson fue atacada al sur del paralelo de Manila. En el crepúsculo, un kamikaze salió de las sombras se tiró sobre el portaaviones de escolta Kitkun Bay; el barco tuvo que retirarse de la formación.

Toda esta heroica parafernalia no impidió, sin embargo, que el 9 de enero el ejército aliado estuviese donde quería estar desde el principio, preparado para la invasión de Luzón y para mandar a los japoneses a tomar por culo de las Filipinas. Eso sí, los nipones permanecieron impasible el kamikaze. Apenas amanecido, tres aviones aparecieron en el golfo de Lingayen. El primero fue a por un destructor de escolta, pero falló a causa de la alta velocidad que llevaba, que lo hacía difícil de controlar. El segundo sí que tuvo éxito y se estrelló contra el crucero Colombia. Este navío ya había sido alcanzado el 6 de enero y se encontraba muy dañado. El tercero de los aparatos recibió un obús en toda la boca.

Cuando el desembarco estadounidense comenzó, la resistencia en tierra de los japoneses fue tenue. En el agua, sin embargo, las cosas fueron diferentes. Probablemente focalizados en la invasión, los barcos estadounidenses descuidaron algo su seguridad, lo cual le dio una oportunidad a un nuevo grupo de aviones japoneses. A mediodía, dos de estos aparatos alcanzaron sus objetivos. Uno se estrelló contra el acorazado Mississippi, con cerca de 100 bajas entre la tripulación. Y, cómo no, el acorazado Australia cantó línea y anotó su quinto kamikaze.

Desde el 9 de enero, los estadounidenses sabían que los japoneses habían extendido el modelo kamikaze a todas sus formaciones de combate. Los estadounidenses, temerosos de las consecuencias de estos ataques, hicieron todo lo posible por escamotear la flota a la vista del enemigo. Los japoneses, por su parte, estaban ya en un momento en que lo intentaban todo. El mismo día de la invasión, de hecho, intentaron un ataque con 70 canoas a motor fuertemente dotadas de explosivos, en una especie de versión marina del concepto kamikaze. Unas diez de estas canoas encontraron sus objetivos, dañando un transporte de infantería LCI y otros seis barcos menores.

El 10 de enero, nuevos aviones suicidas, construidos a partir de carcasas de aviones desechados, se presentaron en el golfo de Lindayen. Consiguieron estrellarse contra dos buques. El 11 de enero hubo un nuevo ataque, ya muy disminuido, que sólo consiguió un impacto de fuerza sobre el destructor-transporte rápido Belknap que, eso sí, lo dejó hecho unos zorros.

El 12 apareció una escuadrilla más importante, que causó daños a nueve barcos. El 13, los daños se produjeron en tres navíos más. A partir de ahí, ya no se vieron más que ataques de uno o dos aparatos, aislados. El 15, los ataques kamikaze cesaron por completo.

La aviación y la marina japonesas habían dejado de existir. La defensa de Filipinas quedaba totalmente en manos del ejército de Tierra, comandado por el conde Hisaichi Terauchi y su adjunto, el general Tomoyuki Yamashita.

Según los propios japoneses, en Filipinas se utilizaron 424 aviones en operaciones kamikaze, que causaron la muerte de 500 militares nipones voluntarios. Sin embargo, las bajas causadas al enemigo, por no hablar de los daños, eran, en la visión de los japoneses, muy superiores. La conclusión fundamental, pues, fue aquella estrategia era adecuada, y convenía mantenerla. Los defensores de la estrategia suicida no hacían sino recordar que, en la batalla de las Marianas, las pérdidas de aviones japoneses habían sido muy parecidas a las de las operaciones suicidas de Filipinas, con resultados mucho menores en términos de daños al enemigo.

Filipinas, sin embargo, dependía ahora totalmente de las fuerzas de tierra; tanto es así, que los marinos supervivientes a la batalla de Leyte habían sido incorporados a las mismas. El 24 de diciembre, el almirante Onishi, consciente de que ya no tendría aparatos suficientes para todos los aviadores voluntarios que querían morir estrellándose contra el enemigo, los ofreció, también, para las fuerzas terrestres. Esto hizo que Onishi, el vicealmirante Sugimoto, jefe de la II Flotilla, y el capitán de navío Toshiniko Odawara, jefe de Estado Mayor de Onishi, se implicasen de hoz y coz en las operaciones de defensa. Sin embargo, pronto llegó la convicción de que había que seguir con la estrategia kamikaze. Onishi comenzó a hacer lobby para que los mandos de la II Flota abandonasen las Filipinas para poder instruir nuevas unidades. Fukudome, siempre cauteloso, no quería tomar ninguna decisión.

El 6 de enero en la tarde, Onishi, Fukudome y sus oficiales se reunieron en Banban. Allí se despidieron. Aquella misma noche, dos bimotores Mitsubishi Tipo I aterrizaron en Clark. Venían de Formosa para llevarse a los mandos de la II Flota a dicha isla.

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