Tiberio Graco
Definición de un enfrentamiento
Malos tiempos para la lírica senatorial
Roma no paga traidores
La búsqueda de un justo medio
Ese hombre (hoy casi desconocido) llamado Publio Sulpicio Rufo
La hora de Cinna
El nuevo hombre fuerte
La dictadura del rencor
Lépido
Pompeyo
Éxito en oriente
Catilina
A Catilina muerto, Pompeyo puesto
El escándalo Clodio (y una reflexión final)
La llegada de Pompeyo a Hispania, en efecto, dejó bien claro hasta qué punto las ilusiones que se habían hecho los populares eran ilusiones vanas. Quinto Metelo, también presente en el teatro bélico, obtuvo una serie de victorias contra Hirtuleyo en la Hispania Ulterior que le permitieron unir sus fuerzas a las del propio Pompeyo. Los años 74 y 73 se caracterizaron por vivir una serie de victorias senatoriales seguidas. En el año 73, Sertorio se vio cada vez más rodeado y, además, en el seno de su propio Senado surgió una oposición liderada por Perpena. El conflicto abierto entre Sertorio y Perpena acabó con el asesinato del primero de ellos. Luego Pompeyo venció a Perpena, y lo ajustició.
Las muertes combinadas de Lépido y Sertorio supusieron la desarticulación de un movimiento popular que había llegado a estar más que decentemente establecido. Tras la desaparición de estas dos figuras, muy especialmente la primera de ellas, la política popular hubo de refugiarse en la figura de los tribunos de la plebe, y la reivindicación constante de que la institución recuperase los privilegios que un día había tenido.
En el año 76 sabemos que era tribuno Cneo Sicinio. Sicinio se planteó como labor devolverle al tribunado todo su poder. Sicinio, de quien los relatos nos dicen que era un orador brillante, convocó una asamblea popular en la que se dedicó a poner a parir a los cónsules en el cargo, Cneo Octavio y Cayo Escribonio Curión, y vino a decir que eran unos nenazas que no eran capaces de presentarse ante el pueblo. Aunque no sabemos bien lo que pasó, todo parece indicar que, a la mañana siguiente, Sicinio se despertó con una cabeza de caballo en su cama; porque la cosa es que quedó bastante tocado.
En el año 75 fueron elegidos cónsules Lucio Octavio y Cayo Aurelio Cota. Éste último, a quien las fuentes consideran una especie de popular moderado, era sobrino de Publio Rutilio Rufo, por lo que se lo considera cercano a Livio Druso y Sulpicio Rufo; de ahí que se considere probable que se sintiese atraído por un reformismo controlado, por llamarlo de alguna manera. La Lex Varia de maiestate lo había exiliado; pero había podido regresar con Sila. Sin embargo, era un decidido partidario de la idea de que, para que la República recuperase el equilibrio, más que Luc Skywalker, lo que necesitaba era un tribunado fuerte.
Así las cosas, impulsó la Lex Aurelia de tribunicia potestate, por la que eliminó la limitación introducida por Sila según la cual el tribuno de la plebe, tras terminar su mandato, no podía ya optar para ninguna otra magistratura.
Aquello fue como una señal. En el año 75, Quinto Opimio, que era tribuno, hizo uso del veto tribunicio, a pesar de que Sila lo había eliminado. El Senado acabaría por abrir un proceso contra él del que resultó condenado, y vería todo su patrimonio confiscado.
La marea, sin embargo, era ya muy difícil de parar. El tribuno del año siguiente, Lucio Quintcio, exigió la restitución de los privilegios de los tribunos y animó una revisión global de la legislación silana. Cuando se produjo el juicio y condena de Opimio, que era cliente suyo, se dedicó a convocar asambleas diarias en las que no paraba de elaborar acusaciones de lawfare. De hecho, abrió un proceso extrajudicial contra el presidente del tribunal, Cayo Junio. Los cónsules, encargados de iniciar la investigación de esta acusación, que era de prevaricación por soborno, nunca la iniciaron. Quintcio, sin embargo, no se quedó quieto. Cuando terminó su mandato como tribuno, denunció a otro juez, Cayo Fidiculanio Falcula, por soborno pasivo. Falcula fue inicialmente declarado inocente; pero con posterioridad se lo condenó a pagar una multa por haber sido ilegalmente elegido y haber ejercido el cargo. En el 73, fue Cayo Licinio Macer quien siguió con la brasa de los poderes tribunicios. Licinio pronunció un discurso ante la asamblea de los ciudadanos en la que criticó duramente el concepto de dominatio paucorum, gobierno de unos pocos; y, lo que es más importante, expresó su deseo de que Pompeyo, a su regreso de Hispania, asumiese como propia la reivindicación del poder de los tribunos.
El último gran defensor de los poderes de los tribunos fue el titular del puesto el año 71, Marco Lolio Palicano, al parecer amigo de Pompeyo. Esto, en mi opinión, fue crucial para el proceso que habría de venir. El general venía de Hispania con el deseo de presentarse a las elecciones consulares; y, a mi modo de ver, fue Lolio Palicano quien le hizo ver que defender la reforma, recuperación más bien, de los derechos tribunicios, era el gesto que le daría los apoyos finales que necesitaba para salir con bien del embroque. Cuando menos en mi imaginación, Lolio fue capaz de hacer que su amigo entendiese que las divisiones senatoriales, unidas al hecho de que los optimates, en realidad, temían a Pompeyo más que lo admiraban, eran factores que conspiraban en favor de la idea de que nunca le permitirían tener todo el poder que quería tener. Pompeyo entendió y, consecuentemente, anunció ante el pueblo que apoyaría la restitución de los derechos tribunicios y la reforma de los tribunales. El año 70, la Lex Pompeia Licinia de tribunitia potestate cumpliría lo comprometido.
En ese momento, en todo caso, la gobernación de la República dependía, en mayor medida que cualquier otra cosa, en el precio del grano. Grano es pan, y pan es vida. Escaso como pocas veces hasta entonces, el precio del grano condenaba a la plebe a vivir vidas de mierda. El senatus consultum contra Lépido, además, había supuesto la eliminación de su Lex Aemilia frumentaria, por lo que los precios volvían a estar en free float.
El problema no era que no hubiese grano; el problema era que se lo llevaban los del Alakrana. Desde que los romanos habían roturado los campos de Asia Menor y habían convertido a Egipto en su granero, los amigos de lo ajeno habían aprendido que lo que tenían que hacer era cortocircuitar sus líneas de pase y quedarse con la comida. Roma envió a Publio Servilio a la zona para limpiarla de piratas; pero el problema se demostró demasiado grande para un genio militar más bien modesto como el suyo. En el año 75, la okupación masiva del trigo romano alcanzó tales proporciones que vivir en la Subura se convirtió en un lujo; comenzaron los disturbios violentos, pues la gente, cuando no tiene ya ni para comer, entra en fase me la pela todo.
En el año 74, un Senado cada vez más presionado le confió al pretor Marco Antonio (padre) el mando absoluto sobre toda la flota mediterránea durante tres años. MA no sólo no consiguió lo que buscaba, sino que se comió una hostia terrible frente a las costas de Creta. La situación se puso tan compleja que el Senado se dio cuenta de que tenía que tomar rutas hasta entonces inexploradas por el constitucionalismo republicano.
Fueron cónsules el año 73 Marco Terrencio Varrón Lúculo y Cayo Casio Longino. Ambos presentaron una ley frumentaria, la Lex Terentia Cassia frumentaria. Por medio de esa ley, el Estado se comprometió a comprar el grano necesario; labor para la que mandató a Cayo Verres. El tema se financió con los ingresos extraordinarios que se derivaban de la integración como provincias romanas de los antiguos reinos de Cirene (donado por Ptolomeo Apión a su muerte) y Bitinia (cuyo rey también había muerto poco tiempo antes).
La ley sirvió para abastecer a unos 60.000 romanos; lo cual es poco. Pero lo verdaderamente importante es que había supuesto un episodio en el que los optimates habían aceptado un modo de hacer las cosas que siempre habían rechazado. El plan, sin embargo, no había funcionado muy bien. Una de las razones estribaba en que las compras se debían realizar por parte del propretor de Sicilia; y el sur de Italia, desde el año 73, estaba convulso por la guerra de los esclavos dirigidos por Espartaco. Una vez producida la rebelión, Espartaco tenía el plan de cruzar Italia hacia el norte con sus 120.000 hombres. En el Piceno derrotó a los ejércitos al mando de los dos cónsules anuales del 72, Cneo Cornelio Léntulo Clodiano y Lucio Gelio Publícola. En Módena, triunfaron de nuevo contra las tropas del procónsul Cayo Casio Longino. Sin embargo, enfrentado a la labor de cruzar los Alpes, Espartaco decidió dar la vuelta y regresar al sur.
En el otoño del año 72, en una situación de crisis generalizada, el Senado le retiró los poderes militares a los cónsules y se los entregó a Marco Licinio Craso, que acababa de ser pretor. Craso, con diez legiones, realizó una maniobra de cerco sobre los esclavos. Espartaco rompió la línea y se dirigió hacia el Adriático, buscando quizás emigrar a Grecia. En ese momento, el Senado ordenó a Licinio Lúculo, que regresaba de conquistar el Ponto en Asia, que se uniese a Craso. Y también le dio la misma orden a Pompeyo, que estaba a punto de regresar a Hispania. Así las cosas, la batalla decisiva de la rebelión de Espartaco tuvo lugar en Apulia. Los esclavos fueron derrotados. Seis mil de ellos fueron hechos prisioneros y crucificados a lo largo de la Vía Apia. Unos 5.000 siguieron hacia el norte, donde se encontraron con Pompeyo quien, siguiendo sus costumbres, no dejó ni uno.
Aquello, sin embargo, no hizo sino alimentar la hoguera con gasolina. Con 100.000 esclavos menos, en el sur de la península tendrían que haber recogido la cosecha con robots. Eso, por no mencionar que la guerra de los esclavos había arrasado muchos campos.
Inteligentemente, y de acuerdo con los planes que tenía y que ya conocemos, Pompeyo decidió, en el año 71, que se quedaría unos diitas cerca de Roma. Quería presionar, utilizando su enorme popularidad. Primero, quería un triunfo. Y, segundo, quería la modificación de las reglas silanas de la carrera política, porque quería ser cónsul, pero no había sido antes ni cuestor ni pretor. Sus terminales entre la plebe urbana movieron hilos, y las asambleas comenzaron a darle por culo al Senado con el tema, hasta que los optimates doblaron la cerviz. Cneo Pompeyo Magno, junto a Marco Licinio Craso, fue elegido, más por aclamación que por otra cosa, cónsul para el año 70.
A pesar de que los niños que tuvieron la suerte de recibir una buena educación clásica aprendieron muy pronto a decir los nombres de Pompeyo y Craso, la verdad es que estos dos titanes de la política republicana se llevaban tirando a como el culo. Craso no era un gran militar. Su fuerza la basaba en tener más soldados que el enemigo e intercambiar golpes con él, consciente de tener más banquillo. Pompeyo, sin embargo, era el Patton de su tiempo. En esas circunstancias, era casi imposible impedir que el segundo acumulase una justa mayor fama militar; algo que la victoria sobre Espartaco no había hecho sino intensificar. Craso estaba bastante amargado por eso.
Y luego estaba la diferencia política. Craso era un optimate total. Su padre y su hermano habían muerto durante los periodos de Mario y Cinna. Craso, en todo caso, ha pasado a la posteridad como sinónimo de riqueza, porque eso es lo que era: inmensamente rico. Esto es lo que lo convertía más en un hombre de negocios que en un militar. Y luego estaba Pompeyo. Las campañas militares de su padre le legaron dos nutridas clientelas, en el Piceno y en Asia Menor. El hecho de que Pompeyo se hubiese movido tanto, y con tanto éxito, le procuró un sólido equipo de apoyos: Lucio Gelio Publícola, Tito Labieno (que haría carrera con Julio), Marco Terencio Varrón, Marco Lolio Palicano, Aulo Gabinio, Marco Petreyo, Cayo Licinio Macer... Asimismo, en una subpiña de la piña, Lucio Aurelio Cota, que fue pretor en el año 70 y como tal llevó a cabo la reforma de los tribunales prometida por el cónsul Pompeyo, aglutinó a su alrededor a los viejos partidarios del reformismo drusista, poniéndolos un poco al servicio de la nueva estrella rutilante republicana.
Pompeyo tenía la virtud de estar cercano a las sensibilidades populares; pero también era extremadamente atractivo para capas de la nobleza y el ordo equester. Yo supongo que muchas de las fortunas de Roma, sobre todo las más inteligentes, habían captado en la mirada de aquel hombre el brillo de las personas que no tienen más límite que la muerte. Supongo que no pocos pensaban que Pompeyo el Magno sería capaz, con el tiempo, de emular a Alejandro Ídem, y realizar más o menos las grandes conquistas para Roma que con el tiempo harían Julio, o Trajano. Y todo eso era pasta.
Tras la muerte de su segunda mujer, Emilia, Pompeyo se casó con Mucia, hermanastra de Metelo Celer y de Metelo Nepote. Con ello, pues, emparentó con el clan optimate más sólido y poderoso.
Durante su consulado, Pompeyo labró una alianza con la tendencia popular que duraría unos 18 años, hasta que decidiera pactar con el Senado. Como ya os he comentado, restituyó a los tribunos el derecho a elevar propuestas sin pasar por el Senado. También restituyó el cargo de censor, que recayó en los cónsules del año 72, Léntulo Clodiano y Lucio Gelio. Estos censores expulsaron a 64 miembros del Senado. Mucho más importante fue la labor de estos censores en la racionalización de la ciudadanía romana, integrando a las personas que habían sido aliadas de la República en años anteriores.
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