Tiberio Graco
Definición de un enfrentamiento
Malos tiempos para la lírica senatorial
Roma no paga traidores
La búsqueda de un justo medio
Ese hombre (hoy casi desconocido) llamado Publio Sulpicio Rufo
La hora de Cinna
El nuevo hombre fuerte
La dictadura del rencor
Lépido
Pompeyo
Éxito en oriente
Catilina
A Catilina muerto, Pompeyo puesto
El escándalo Clodio (y una reflexión final)
Tras su dictadura sin paliativos del año 81, nadie dudaba de que en el año 80 el consulado sería ejercido por Sila y por quien eligiese. Eligió a Quinto Metelo Pío. Con ello, el dictador no hacía otra cosa que reconocer que los Metelos Píos eran el backbone de su poder. Pero tras ejercer el poder ese año, y tras la elección del cónsules del 79 (Publicio Servilio Valia Isáurico y Apio Claudio Pulcher), Sila convocó una contio en la que anunció su retirada politica.
En previsión de las leyes, recordaréis, el cónsul saliente debía aceptar algún proconsulado provincial. A Sila le ofrecieron la Galia Cisalpina, pero lo rechazó y se retiró a Puteoli, donde habría de morir en el 78.
La abdicación de Sila en todo lo gordo de su poder siempre ha mesmerizado a los historiadores. Es una de esas cosas que no podemos saber por qué ni cómo ocurrieron porque, en mi opinión, carecemos de fuentes suficientes, y suficientemente fiables, como para poder adelantar una hipótesis que pueda imponerse sobre las demás. En lo que se refiere a mis opiniones, yo creo que en la abdicación de Sila pesaron tres factores.
El primer factor fue la debilidad física. Que falleciese a los muy pocos meses de haber dejado el poder nos sugiere que, tal vez, y a despecho de que la medicina estuviese mucho menos desarrollada que ahora, Sila supiese o sospechase algo sobre su propio cuerpo que lo llevase a pensar que debía marcharse; o que, directamente, se encontrase muy débil.
El segundo factor que yo creo que operó fue la sensación de que no había resuelto las cosas. Antes lo he dicho: Sila no sólo no dejó el tema agrario solucionado, sino que casi lo dejó peor de como había estado en el pasado. El gobierno de Sila era un gobierno de pura cepa optimate; y los optimates, las cosas como son, basaban su ideología en sostener la idea de que no existía problema agrario. Consecuentemente, que los disturbios y los problemas no cediesen, que el descontento de las dos plebs, la urbana y la rural, se hiciesen sentir de una manera u otra, yo creo que le hizo darse cuenta de que su proyecto original de poner el reloj a cero en el pasado tal vez no sería posible. En ese entorno, es lógico que temiese a figuras emergentes como Pompeyo o Julio, a los que, probablemente, hubo de asumir que no podría vencer. Sila, según este planteamiento, abdicó para poder ganarse el derecho de morir en la cama.
El tercer y último factor, íntimamente ligado al segundo, fue la decepción que imagino respecto del bando aristocrático. Uno de los building blocks de la creencia silana en un retorno al orden del pasado es la consideración del bloque aristocrático como un todo organizado y vertebrado, capaz de gestionar Roma. Los hechos anteriores y contemporáneos a la dictadura silana, sin embargo, son demostración bien clara de que el partido aristocrático estaba muy lejos de ser una fuerza unificada, capaz de presentar una oposición eficiente y unida y, sobre todo, de gobernar unida. Siempre nos quedará, pues, la duda de en qué medida Sila avizoró los tiempos que, cuando menos en parte, habrían de venir.
Sila dejó una República en la que el tribunado de la plebe había perdido buena parte de sus potestades, y en la que los tribunales volvían a estar monopolizados por los senadores. En otras palabras: barnizó la Constitución romana con una capa de apego a las viejas esencias que yo creo que casi todo el mundo en Roma sabía ya que eran inútiles. Tanto es así que, las cosas como son, el último año de poder de Sila, el dictador hubo de ser testigo de multitud de tumultos y disturbios provocados por un partido popular que había sido desarmado, pero no había desaparecido. El pueblo de Roma quiso dar una señal de cambio bien clara en el año 78 eligiendo a Marco Emilio Lépido (junto a Quinto Lutacio Cátulo o Catulo) como cónsul. En un momento en que el tribunado de la plebe no tenia capacidad de articular un liderazgo popular eficiente, Lépido se convirtió en ese líder carismático en quien todo el mundo (popular) quería ver la respuesta a sus deseos y reivindicaciones. La elite, sin embargo, colocó a Lutacio a su lado, siendo como era un partidario cerrado del partido aristócrata.
Lépido era un miembro de la aristocracia muy bien conectado con los populares. Su matrimonio con Apuleya lo emparentó con Saturnino. Lépido, sin embargo, siempre fue más de Mario, y cuando éste y el tribuno se separaron, en realidad se convirtió en uno de los perseguidores del líder popular. En los tiempos de Cinna era edil curul. Luego aceptó la dictadura silana y, de hecho, se forró con ella. Sin embargo, supo lanzarse de esa barca a tiempo. En el año 81 fue pretor y, después, aceptó la administración de Sicilia. Cuando regresó de Sicilia, el partido optimate parecía tener ya muy claro que aquel tío era peligroso. Por eso mismo, Metelo Celer y Metelo Nepote intentaron abrir una acusación contra él. Lépido había decidido optar por el consulado, y había concitado el apoyo de Pompeyo; no cabe descartar que fuese el propio Sila el que ordenase ir a por él en los tribunales, claramente para impedir su candidatura. Lépido consiguió aglutinar un interesante, y variopinto, grupo de apoyos, en el que estaba Pompeyo, pero también estaban viejos políticos que habían probado con Mario o con Cinna, como Marco Junio Bruto padre. Bruto padre había sido pretor en el año 88 y tribuno de la plebe en el 83, institución desde donde le garantizó a Lépido el control de la Galia Cisalpina. Lo único, que el hombre andaba un poco preocupado porque tenía un hijo que se pasaba las tardes en el jardín de casa acuchillando gallinas.
Otro elemento importante del partido popular era Marco Perpena Veiento, miembro de una sólida familia republicana, con enormes simpatías populares o de izquierdas que decimos ahora, sería el hombre que, a la muerte de Lépido en Cerdeña, tomaría el control de sus tropas y las llevaría a Españita, donde pretendía hacerle la guerra a los optimates. También colaboraron con Lépido Lucio Cornelio Cinna, de quien su filiación lo dice todo; o el propio Julio. Otro elemento importante es Quinto Sertorio. Había sido cuestor en la Galia Cisalpina en el año 90. Políticamente se hizo en el círculo de Sulpicio Rufo, pero era muy amigo de Papirio Carbón. Fue expulsado de Roma en el 87 junto con Cinna; su capacidad de allegar tropas le granjeó un puesto en la jefatura del partido mariano junto al propio Mario, Cinna y Carbón. En el año 83, durante el gobierno popular, fue nombrado propretor de la Hispania Citerior, desde donde daría por culo en modo experto al régimen silano, aprovechando que consolidó un importante equipo de colaboradores con Lucio Hirtuleyo, Cayo Tarquinio Prisco, Cayo Herenio, Julio Salinator u Octavio Graecino.
Lépido, por lo demás, tenía una trump card: el modo bastante torpe como había abordado Sila el problema agrario. La actitud silana, muy optimate por otra parte, se puede resumir en el gesto que darle tierras a sus veteranos a base de quitárselas a otros que, por lo tanto, se quedaban con el culo al aire. Esas personas, que muchas veces no habían hecho nada para ser represaliadas, y que de repente se encontraban sin modo de vida, se radicalizaron obviamente, e hicieron mucho por cohesionar todo un movimiento político bajo el culo de Lépido.
Al iniciarse el año 78, quedó bien claro para todos que los dos cónsules de la República, Lépido y Cátulo, apenas compartían la naturaleza proparoxítona de sus cognomina. Lépido inició los actos y acciones contra el régimen silano cuando todavía Sila estaba vivo, es decir, en el puto principio de su mandato. A la muerte del dictador, trató, sin éxito, de negarle un funeral de Estado. Aquel año 78, por otra parte, los tribunos del pueblo iniciaron un proceso de revisión de las leyes silanas que les cortaban las patillas para que, así, tuviesen que andar con los cojoncillos. La nobleza ecuestre, considerando que aquella tendencia era la mejor vía para que ellos recuperasen el control de los tribunales, se posicionó claramente a favor del cambio. Lépido, por último, se colocó al frente de la manifestación. Y, para ganarse a las clases bajas de Roma, impulsó una Lex frumentaria que resucitaba las distribuciones de trigo que Sila se había cargado.
La propuesta de Lépido pilló al Senado desunido y un tanto sonado por la marcha de Sila. Cátulo no era el hombre más indicado para ponerse al frente de un gran movimiento de oposición de derechas. Cuando yo quiero imaginármelo, convoco la imagen de Félix Bolaños, lo pongo a decir el tipo de imbecilidades que suele soltar ese hombre, y simplemente las cambio de signo político, y le pongo una toga. Con ello quiero decir que los optimates hablaban mucho, en realidad demasiado; pero a la hora de conseguir que la gente los siguiese, se atascaban con bastante facilidad. Su desunión y su desánimo lubricó la Lex frumentaria. Esta ley, como todas que vienen a suponer una subvención, en este caso de un bien de primera necesidad como el cereal, presentaba el problema de que había que pagarla. Ésta es, de hecho, la razón de que la aristocracia siempre, desde los Gracos, se opusiera a las leyes frumentarias. Ellos estaban ahí para aprovecharse de la República, no para hacer algo de provecho para ella.
Esta vez, como digo, la situación era distinta. Lépido había conseguido armar un partido popular sólido; y, lo que es más importante, lo había hecho desde el consulado, no desde el tribunado. Las izquierdas republicanas, por lo demás, habían aprendido de pasados errores, y habían sabido generar mensajes atractivos para una plebe urbana que, convenientemente encabronada, sería imparable. Sobre todo, en la hipótesis, en modo alguno desechable, de que Pompeyo decidiese no ponerse del lado del Senado. Los aristócratas, pues, aceptaron una retirada estratégica. Dejaron que el Estado financiase los nuevos subsidios y aceptaron el regreso de los exiliados de Sila y la ilegalización de las medidas contra sus descendientes.
El problema estriba en que Sila había dejado un rastro demasiado largo de enemigos; enemigos que, ahora, se sentían con derecho a reclamar lo que era suyo, sin esperar a que lo hiciese la legalidad lépida. Una situación un poco como la de España en febrero de 1936, cuando muchos grupos de izquierdas abrieron las cárceles sin esperar a que se decretase una amnistía. En Etruria, los propietarios rurales que habían perdido sus tierras en favor de los soldados de Sila decidieron retomarlas. En Fessulae, o sea Fiésole, los propietarios fueron finca a finca, echando a los veteranos de sus granjas. El movimiento fue cogiendo momento de una manera tan brutal que el Senado tuvo que mandar a los dos cónsules allí a poner orden. Fue un movimiento mal calculado, porque Lépido subió a Etruria a inflamar a la gente, más que a tranquilizarla. Envió a Marco Junio Bruto hacia tierras de la Galia fronteriza para reclutar tropas. Con parte de este ejército personal, al que se le unieron otros como el del hijo de Cinna, marchó sobre Roma. El Senado dictó un senatus consultum ultimum, declaró a Lépido enemigo del pueblo y otorgó plenos poderes a Cátulo. Otorgaron un imperium a Pompeyo que, las cosas como son, era el único que les podía enderezar aquello.
Así lo hizo. Pompeyo, efectivamente, derrotó a Marco Junio Bruto y, una vez hecho esto, lo tuvo relativamente fácil para llevarse por delante a las tropas de Lépido en Etruria. Bruto fue ejecutado, mientras que Lépido consiguió huir a Cerdeña, donde moriría pronto, en el año 77. Marco Perpena, que quedó al mando de los restos del ejército que sobrevivió, se llevó a los soldados a Hispania, para aliarse allí con Sertorio.
Efectivamente, tras todos estos sucesos, y en realidad ya antes, Hispania se había convertido en el principal teatro de la fricción entre esas dos grandes capas tectónicas de la Historia de la República romana que son la aristocracia y las clases populares. Sertorio, que no dudó en aliarse con grupos lusitanos de resistentes frente a Roma, logró derrotar a los gobernadores que Sila había nombrado en el área. En vida del dictador, Sila envió a su compañero de consulado, Quinto Cecilio Metelo Pío, para llevarse por delante a aquellos pringaos. Sertorio ordenó a Hirtuleyo abrir un segundo frente en el Ebro, con lo que obligó a las tropas senatoriales a dividirse ellas mismas.
El año 77 antes de Cristo fue el año de Sertorio. Ese año, Perpena logró llegar a Hispania con los retales de ejército que había rescatado en Etruria. Su situación era tan positiva que pensó en la idea de crear un gobierno propio en Hispania. Diseñó un Senado con 300 miembros, y nombró cuestores y pretores. En el invierno de aquel año, envalentonado por el resultado de sus políticas, inició negociaciones con Mitrídates del Ponto; le prometió asumir sus derechos sobre gran parte de los territorios asiáticos en conflicto con Roma si llegaba a gobernar la República, a cambio de que el Ponto le ayudase ahora con pasta y barcos. La oferta nunca llegó a nada, que sepamos.
Pero, claro. Sertorio era un genio militar. Pero Pompeyo era más.
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