lunes, marzo 10, 2025

La República moribunda (6): La hora de Cinna



Tiberio Graco
Definición de un enfrentamiento
Malos tiempos para la lírica senatorial
Roma no paga traidores
La búsqueda de un justo medio
Ese hombre (hoy casi desconocido) llamado Publio Sulpicio Rufo
La hora de Cinna
El nuevo hombre fuerte
La dictadura del rencor
Lépido
Pompeyo
Éxito en oriente
Catilina
A Catilina muerto, Pompeyo puesto
El escándalo Clodio (y una reflexión final)


La comprensión de los porqués de la introducción del ejército en la pelea política interior es una más de esas cosas de la Historia en la que hace falta que realices una descompresión. Es importante que te arrebates de muchas de las cosas que para ti son normales, porque entonces esas cosas no existían. Ahora, en concreto, te estoy hablando del patriotismo. El patriotismo, no digamos ya la ideología, no tuvo absolutamente nada que ver en el gesto de las legiones de Sila de no embarcar hacia el Ponto y tirar hacia Roma. No, no lo hicieron porque creyesen en la política que representaba su general, ni porque pensasen que Roma estaba en peligro. Lo hicieron porque sabían que, si se llevaba a cabo la orden de que Mario fuese el comandante de las legiones, éstas se llenarían con sus veteranos, para que fuesen sus veteranos los que, tras la victoria, se llevasen las recompensas en forma de tierras. Aquellos soldados seguían pensando en el Ponto y en sus riquezas; pero fueron a Roma para asegurarse de que fuesen sus riquezas.

El gesto, por otra parte, era abiertamente anticonstitucional. La legalidad republicana era sacrosanta. Sila la había violado, y que fuese cónsul no cambiaba las cosas, pues hasta un cónsul necesitaba un acto previo del Senado para hacer lo que estaba haciendo. De hecho, el Senado envió varios mandaderos a Nola para tratar de convencer a Sila de que se metiese el pito para dentro. Incluso en las propias legiones, casi todos los oficiales, con la especial excepción de Pompeyo Rufo, no querían dar el paso.

El anuncio de la llegada de Sila con las tropas hizo que Mario y Sulpicio Rufo saliesen de la ciudad. Una vez consumado el golpe de Sila, éste, en unión de su compañero cónsul, se cargó todas las leyes de Sulpicio, con el argumento, no exento de verdad, de que habían sido impuestas per vim, es decir, por la fuerza. Se presentó ante los comicios centuriados un nuevo cuerpo legislativo, las Leges Corneliae Pompeiae, claramente pro senatoriales. Una de esas leyes exigía que cualquier cosa votada por la asamblea debía de haber sido previamente aprobada por el Senado; y el propio voto popular se hacía girar en torno a los comicios centuriados, donde los aristócratas tenían un nivel de control prácticamente total.

Las leyes de Cornelio Sila y de Pompeyo Rufo supusieron una involución histórica. Detuvieron un proceso que venía produciéndose, con sus más y sus menos, en los últimos 200 años en la República. Eran como el sueño imposible de que todo podía regresar a los viejos tiempos sin problema. Y esto es lo que, de hecho, las hace tan inquietantes e, incluso, diría yo que actuales. Porque el caso es que supusieron una involución que, dependiendo del análisis que hagamos (porque esto depende muchísimo de cómo cada uno vea la Historia y sus hechos) se puede decir que se consolidó en las tendencias que se producirían a partir de la dictadura de Sila y que cristalizan en esa cosa que llamamos Imperio.

Las nuevas leyes suprimieron la distribución de Sulpicio de los nuevos ciudadanos en todas las tribus; por último, una ley económica redujo los intereses de las deudas, con la intención de tomar una medida muy popular que congraciase a los cónsules con el personal. Mario, Sulpicio y otros doce conmilitones suyos fueron declarados enemigos del Estado.

Sila quería eliminar físicamente a esos enemigos, y de hecho envió a ejecutores a buscarlos. Puso precio a sus cabezas y prometió la libertad a los esclavos que los delatasen. La medida funcionó. Un esclavo espoteó a Sulpicio y lo denunció; fue encontrado, enjaretado y finalmente ajusticiado. Mario, sin embargo, logró cruzar el Mediterráneo e irse al norte de África, donde era prácticamente inexpugnable por la protección de sus viejos veteranos.

Con los opositores huidos, Cornelio Sila se aplicó a organizar las elecciones consulares del año 88. Aquí fue donde se encontró con un problema inesperado. La tradición republicana, muy valorada por el Senado, era que los cónsules lo fuesen una única vez o, si acaso, tuviesen que esperar diez años para repetir. Era una medida básica en contra de la concentración del poder. Yo tengo por mí que Sila no creía en ello. Sin embargo, tenía el problema de que quien había roto aquella regla sacrosanta era aquél a quien apelaba de enemigo de Roma, es decir Cayo Mario. El hecho de que el apoyo de Sila fuese el Senado, cuando menos en ese momento procesal, ni le permitía ni le aconsejaba plantear un segundo mandato, que podría ser visto como una tentativa de dictadura y, en cualquier caso, presentaba el problema de parecer una guarrada: cometer el error cometido por el enemigo.

Así las cosas, Sila se aplicó a teledirigir las elecciones a su gusto. El resultado fue la elección de Cneo Octavio, que era un optimate convencido. Con la segunda marioneta, sin embargo, la cagó, pues Lucio Cornelio Cinna no le iba a ser, en modo alguno, tan pastueño.

Cinna no le caía nada bien a Sila. De hecho, quien él quería en el consulado era Publio Servilio Vatia Isáurico, que era nieto de Quinto Cecilio Metelo Macedónico. Sin embargo, Sila pronto comprobó eso que ya os he dicho de que el Senado era muchos Senados y tenía, en cualquier caso, sus intereses particulares. Importantes sectores de la aristocracia romana propugnaron la presentación de candidatos que se caracterizaban por no ser destacados amigos ni de Mario ni de Sila. Fue el Senado, pues, el que colocó a Octavio y a Cinna en la alta magistratura estatal; inicialmente, ambos eran una especie de transacción entre la sed de poder y control de Sila y el deseo del Senado de mantener el gobernalle de la República.

Sila no se fiaba de Cinna. Sabía que era un hombre muy ambicioso, y que se sabía importantemente respaldado. Así que, como primera providencia, le hizo jurar las Leges Corneliae Pompeiae; y, por otro, maniobró para que Quinto Pompeyo Rufo, uno de sus báculos en el golpe de Estado, obtuviese el mando de las legiones de Cneo Pompeyo Estrabón que estaban en Italia.

Alboreaba el año 87 AC cuando Sila comenzó el traslado a Asia con sus legiones. El hombre fuerte de Roma se iba a hacer las Américas. Poco tiempo después, ocurrió un suceso un tanto impresionante que dio muestra de lo endeble de la situación, mucho más endeble de lo que Sila había imaginado: Quinto Pompeyo Rufo, que recién acababa de tomar posesión de sus legiones, fue asesinado por sus propios soldados. Sila perdía el principal elemento de presión a su favor que había dejado en Italia; y eso fue la señal que alguien como Cinna estaba esperando para empezar a hacer las cosas a su puta manera. Marco Vergilio, un tribuno de la plebe muy conectado con sectores equites aliados de Cinna, se fue a la asamblea popular, ante la que acusó a Sila de perduellio, es decir, de alta traición.

La acusación no llegó a nada en sí misma; pero envalentonó a Cinna a la hora de enterrar la legislación silano-pompeyana. Rápidamente, el cónsul legisló la distribución de los ciudadanos en todas las tribus, resucitando la vieja medida; y, además, decretó la amnistía para los exiliados de Sila. Cinna convocó una contio, es decir una reunión informal entre ciudadanos y magistrados, para consolidar su legislación. Sabía bien que la subclase de los nuevos ciudadanos, y los equites, apoyaban claramente sus medidas. El otro cónsul, Cneo Octavio, y el Senado, sin embargo, estaban en contra.

El partido del Senado y la aristocracia sabía que lo que necesitaba para poder llevar a cabo sus planes contra Cinna era que sus leyes se convirtiesen en un problema de orden público. Por ello, excitó el trabajo de varios tribunos de la plebe contra sus leyes, lo cual, efectivamente, generó una serie de disturbios. Así que Octavio, con una pequeña tropa de hombres armados, irrumpió violentamente en el Foro, con el resultado de varias personas muertas. Cinna y seis tribunos de la plebe fueron obligados a abandonar la ciudad. Acto seguido, el Senado, en un movimiento anticonstitucional pues en modo alguno tenía poder para ello, lo destituyó como cónsul; en su lugar eligió al flamen dialis o sacerdote de Júpiter Lucio Cornelio Mérula.

Cinna se quedó en poblaciones cercanas a Roma. Presionado, decidió huir hacia Nola, tratando de tomar contacto con la legión que Sila había dejado allí al mando de Apio Claudio Pulcher. Tal y como esperaba, Cinna se encontró una tropa desmotivada porque Sila los había dejado fuera de la lucha en Asia, y consecuentemente de las recompensas, así que lo aclamaron. Por supuesto, Cinna tenía la simpatía de los nuevos ciudadanos romanos, pues se había convertido en su campeón. Este apoyo incluyó a los samnitas y a los lucanos, que nunca habían dejado de estar en guerra con Roma.

El Senado reaccionó a todo esto llamando a Roma a las mejores legiones que tenía en la península, que eran las que estaban emplazadas en el Adriático al mando de Cneo Pompeyo Estrabón, el padre de Pompeyo el Magno. Cneo Pompeyo no estaba nada convencido de las posiciones del Senado; pero dio igual, porque la roscó durante una epidemia.

En tiempos más o menos contemporáneos a la rebelión de Cinna, y quién sabe si animado por ellos, Mario desembarcó en Etruria; realizó la leva de una legión entre las capas más humildes, y acabó uniéndose a Cinna. Esta fuerza fue lo suficientemente fuerte como para realizar un bloqueo de facto de la capital; en los Primark de Roma comenzó a faltar de todo.

El Senado se apresuró a otorgar la ciudadanía a los Estados itálicos que habían guerreado contra la República, en un segundo intento (ya se había hecho durante las guerras itálicas) de aislar al enemigo y dejarlo sin aliados. Mario respondió otorgando la ciudadanía a los pendencieros samnitas.

La gran baza de Mario y de Cinna fue la muerte de Cneo Pompeyo Estrabón, quien como ya hemos visto controlaba la tropa más curtida y eficiente que tenía la República en Italia. En el año 87, la asamblea popular invalidó el exilio de Cayo Mario, y éste y Cinna entraron en la ciudad en loor de multitud.

Ninguno de los dos traía en el zurrón voluntad alguna de transar con la aristocracia. El cónsul Cneo Octavio fue asesinado. Como lo fueron los consulares Marco Antonio Orator, Publio Licinio Craso, y Lucio Julio César. Quinto Lutacio Catulo y Lucio Cornelio Mérula, el sustituto de Cinna en el consulado, se suicidaron. Apio Claudio Pulcher fue exiliado. Además, ahora fue Sila quien fue nombrado enemigo público. Su casa fue quemada, su patrimonio fue confiscado y todas sus leyes fueron a la basura. Publio Popilio Lenas, tribuno de la plebe en el año 86, acusó a aquéllos de sus compañeros de magistratura que habían huido con Sila. Los cónsules elegidos para el año 86 fueron Cayo Mario y Cinna.

Mario y Cinna eran aliados coyunturales, pero en modo alguno eran amigos y residentes en Roma. Mario quería mantener la tensión en la ciudad mediante el uso de su legión de perroflautas, a la que animó para que siguiese haciendo correr la sangre por las calles de Roma; Cinna, sin embargo, actuó decididamente contra aquellas patotas, en lo que fue la primera señal de que aquella sociedad política comenzaba a tambalearse. Ambos tenían objetivos diferentes. Para Mario, lo que era fundamental era obtener el mando de la guerra en Asia. Cinna, sin embargo, trataba de gestionar un proyecto a más largo plazo. El cónsul sabía que había logrado prevalecer sobre sus enemigos con unos apoyos manifiestamente mejorables, como eran los de los nuevos ciudadanos y los miembros de la clase de los caballeros. Hombre muy curtido en la política, Cinna era perfectamente consciente de que necesitaba al menos algún grado de apoyo en la aristocracia; porque la aristocracia, a través sobre todo de sus clientes (libertos y ciudadanos libres que eran profundamente dependientes de un patricio) tenía la capacidad de controlar muchas votaciones. Por ello, la ilusión de Cinna era poder llegar a algún tipo de pacto con el sector más moderado de la nobleza; ése que también había estado, de palabra, pensamiento, obra u omisión, con las viejas ideas de Druso y Escauro.

Cinna se convirtió en lo que Sila no se había atrevido. Ocupó el consultado cuatro veces (y su socio, Cneo Papirio Carbón, tres) hasta el año 84, lo que obviamente lo convirtió en el Pedro Sánchez de su tiempo. El 17 de enero del 86 falleció Cayo Mario, siendo cónsul; Cinna nombró cónsul suffectus a Lucio Valerio Flaco, un hombre de la nobleza.

En el año 87, Marco Mario Gratidiano, había acusado al enemigo de Mario Quinto Catulo. Luego fue tribuno de la plebe y pretor, siempre integrado en el grupo cinano. La familia Gratidia era paisana de Mario. Su movimiento fue uno más de los de las noblezas antiguas y nuevas de Roma que dejaban claro que habían entendido la situación y querían pactar con Cinna, convencidos como estaban de que sería un dictador de facto de larga duración. En esa época, Cayo Julio César fue nombrado flamen dialis (en sus novelas, Coleen McCollough insinúa que ese nombramiento pudo ser idea de Mario, que así intentaba que su ambicioso sobrino no pudiese mandar tropas); asimismo, Julio se casó con una hija de Cinna. Cneo Pompeyo, el futuro Magno, era hijo de uno de los peores enemigos de Cinna; así que fue llevado ante los tribunales, pero su caso fue sobreseído, so to speak.

De hecho, todo en este proceso rezuma deseo por hacer pelillos a la mar entre los viejos oponentes. El padre de Pompeyo, Estrabón, había sido acusado años antes de haberse quedado parte del botín destinado al Estado en Asculum. El juicio consistió en exigirle al hijo la pasta que se había llevado el padre. Pompeyo fue defendido por Lucio Marcio Filipo, un cinano convencido, por Cneo Papirio Carbón y por Quinto Hortensio, hombres de destacado pedigree metelo. Pompeyo no sólo fue declarado inocente, sino que tiempo después se casó con una hija de Antistio, que era el presidente del tribunal.

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