martes, marzo 25, 2025

Tenno Banzai (2): Un día estás aquí, y otro día estás aquí



Una vieja introducción al tema (2008)

Las sutilezas de una civilización muy suya
Un día estás aquí, y otro día estás aquí
De Pearl Harbor al sacrificio de Attu
Planes desesperados
Un poema de Norinaga Nootori
El 25 de octubre de la escuadrilla Yamato
Nace el mito
Victorias, derrotas y dudas
El suicida-acróbata
Últimos coletazos filipinos
De Formosa a Iwo Jima
De Ohka a Ohka, fracaso porque me toca
… o eso parecía
El gran ataque
Últimas boqueadas
 

 


Japón fue, de hecho, una de las estrellas diplomáticas del periodo de entreguerras. En 1926, presionó para la creación de Manchukuo, es decir, el Estado independiente de Manchuria que, sin embargo, no era sino un protectorado japonés. Años después, en 1931, descontentos con la situación, los japoneses decidieron invadir Manchuria. En 1934, Japón denunció los tratados internacionales de limitación de fuerzas navales, dejando claros sus objetivos belicistas.

El 7 de julio de 1937, en medio de negros presagios en las cancillerías occidentales, Japón abrió nuevas hostilidades con China. Ocupó diversas provincias orientales e instaló un gobierno pelele. En 1939, Tokio pasó a controlar la isla de Hainan, que es una isla que, si te pones a mear en ella, lo mismo el chorro cae en Hong Kong.

Para los japoneses, aquella expansión era un orgullo, pero también un problema. Era la suya una economía fuertemente dependiente de las importaciones de acero y, sobre todo, petróleo estadounidense. Durante toda la década de los treinta, Washington estuvo mandando notas diplomáticas a Tokio, de ésas que parece que son muy importantes pero que sólo sirven para apañar los rebordes del ojete. En julio de 1940, sin embargo, la marea cambió. El Congreso americano, despertando momentáneamente de sus ensoñaciones aislacionistas, votó la contingentación de las exportaciones de petróleo.

Japón, automáticamente, se encontró en una fuerte necesidad de conseguir territorios petroleros. Y es por eso que se fijó en las posesiones holandesas en Asia. Ésta es una de las razones fundamentales de que Japón se apuntase al Eje, y no tanto la identificación ideológica como creen los licenciados en Historia y, en general, todos aquellos para los cuales la IIGM fue una cosa de fascistas contra antifascistas. No por casualidad el Pacto Tripartito se firmó algunos meses después de la resonante victoria alemana sobre Francia. En el momento en que Hitler tuvo controlados a los franceses, para Tokio el Eje ofrecía unas ventajas incomparables a la solidaridad aliada. El Eje era el control de Francia, y el control de Francia era la posibilidad de emplazar tropas japonesas en el norte de Indochina; algo que el gobierno de Vichy ni se planteó discutirle a los japos. Con este paso, Japón consiguió controlar la China meridional; y eso no era, recordadlo, nada más que un trampolín para llegar a donde quería llegar, que era a Indonesia y su zona de influencia. El control de parte de China terminó por alejar a Washington y Tokio; pero los japoneses, para entonces, ya se habían resignado a ello y, además, contaban con que EEUU, embaucado por sus teorías aislacionistas, no daría ningún paso bélico.

Hitler le haría otro favor al Tenno: allegar el pacto Molotov-Ribentropp. Stalin acordó con los alemanes buscando su estrategia de lograr una guerra en la que los occidentales se desgastasen entre ellos; y en parte, también, para estabilizarse geopolíticamente en su frontera oriental. Efectivamente, en abril de 1941 Japón y la URSS alcanzaron un pacto de no agresión de cinco años.

Washington esperaba que todo quedase ahí. Los estadounidenses, en efecto, confiaban, con esa capacidad innata que tenía Roosevelt de creer en chorradas, que la amenaza de una actuación americana sería tan efectiva como la actuación en sí, y que los japoneses dejarían Asia como estaba. Pero, claro, no fue así. En julio de 1941, en lo mejor de la guerra europea desde el punto de vista alemán, Japón anunció la conclusión de un acuerdo que apuntaba a una defensa común de Indochina; un acuerdo que le permitió ocupar todo el territorio de las posesiones francesas, el establecimiento en Viet Nam de la Kempentai o Gestapo japonesa; y el alimento nipón de las formaciones nacionalistas antifrancesas, en un proceso que os cuento en otra serie de posts, no publicada en el momento de redactar este párrafo.

Estados Unidos respondió congelando las relaciones económicas con Japón, es decir, tratando de secarla de petróleo.

En Tokio, el príncipe Fumimaro Konoye, entonces primer ministro, intentó negociar con los americanos para que se dejasen de pelotudeces. No lo consiguió, lo que hizo caer su gobierno. Konoye era japonés, lo cual quiere decir que estaba imbuido de todos los deseos e ideas que aquí os he descrito; pero era de carácter básicamente pacifista. Fue sustituido por Hideki Tojo, que era justo todo lo contrario, como buen Kodo ha.

Toda esta sucesión de acontecimientos debe llevarnos a entender un hecho: la comprensión que nosotros tenemos del estallido de la guerra del Pacífico no es la que tienen los japoneses, o cuando menos tuvieron entonces. Lo que nosotros vemos, sobre todo a través de la épica de Pearl Harbor, como una traición, ellos lo ven como una reacción que no podía haber sido de otra manera; porque ellos fueron, dicen, los que fueron primeramente traicionados, al ser abandonados en su pobreza energética. Tenían, sobre todo los ultranacionalistas, la sensación de que la diplomacia internacional lo había dado ya todo de sí, pero que ellos seguían necesitando territorios que no tenían. Fueron a la guerra porque se convencieron de que no tenían más remedio.

Los estrategas japoneses especularon con el hecho, que en 1941 era palmario, de que los dispositivos militares occidentales en Asia eran manifiestamente mejorables. La importantísima presencia francesa había quedado obviamente en muy poco. Ingleses y estadounidenses, por otra parte, contaban con bases pequeñas y no muy bien pertrechadas. Japón decidió prepararse para una guerra en el otoño de 1941; lo que la Historia todavía tiene que dilucidar, y es probable que no lo haga nunca del todo, es qué sabía Washington de todo aquello. Pero ésa es otra movida.

Fue el almirante Isoroku Yamamoto quien propuso un ataque sobre Pearl Harbor. La acción se preparó durante semanas y fue fijada para el 8 de diciembre de 1941.

Japón atacó Pearl Harbor convencida de que tenía una enorme capacidad bélica que sus enemigos no podrían contrarrestar; y los hechos no la desmintieron. Japón se lanzó sobre el sudeste asiático en una serie de ataques que fueron poniendo en sus manos diversos establecimientos y posesiones occidentales. En menos de seis meses, hicieron suya el área que va de las Aleutianas al norte a Nueva Guinea al sur, y de la frontera-birmana al oeste al archipiélago Gilbert al este. Esto supone Hong Kong, Wake, Guam, Filipinas, Malasia, Java, Sumatra, Bali, Timor, Birmania, las islas Andaman, Borneo, las Célebes, las Molucas, la Nueva Bretaña, la Nueva Irlanda o las Islas Salomón. A esto, recordad, habéis de sumar un tercio de China, Formosa, Manchuria e Indochina.

Estamos hablando de una serie de victorias consecutivas con escaso parangón en la Historia. Mucho más amplias que las del propio Hitler, desde luego y, en mi opinión, casi comparables con las de Alejandro, y hechas en mucho menos tiempo. Por lo tanto, a nadie debe extrañar que la reacción social en Japón fuese la creencia general en que había llegado la parousia; el momento de la dominación nipona del mundo. Esto, sin embargo, tampoco volvió locos a los estados mayores japoneses. Tokio, de hecho, se negó a atender la petición alemana de invadir Siberia para crearle una pinza a Stalin; como también desechó la idea de entrar en la India, consciente de que aquello era el barrio de las 3.000 viviendas británico.

Pararse en la India, sin embargo, tenía la consecuencia de que los japoneses abandonaban la idea de llegar a planicies persas, con su petróleo. Por ello, tuvieron que centrarse en otro proyecto, que era más o menos terminar lo que habían empezado tomando Indonesia: invadir Australia.

Para Japón, izar la bandera del sol naciente en Sidney hubiera supuesto una victoria histórica y, sobre todo, de un fuerte valor moral. Australia no era una posesión occidental, sino que era occidental ella misma. La intención nipona de controlar Australia fue la razón última de la producción de la batalla del Mar de Coral, en mayo de 1942, de resultado incierto, pero sí lo suficientemente incierto como para que Tokio se diese cuenta de que en el objetivo australiano le iba a salir más caro el collar que el perro.

Japón, sin embargo, no renunciaba a su hegemonía asiática. Y, para confirmarla, necesitaba que la creciente presencia militar occidental en el Pacífico recibiese otro golpe mortal como el de Pearl Harbor. Es por esto que el almirante Yamamoto concibió la idea de provocar a la flota estadounidense en una batalla en la que, esperaba, resultaría destruida.

En el mes de mayo de 1942, la flota japonesa puso proas hacia las Hawai. El objetivo militar primario de aquella operación era conseguir el control de la pequeña isla de Midway; pero, en realidad, se trataba de desequilibrar para siempre la relación de fuerzas naval en el Pacífico; ahora que, cuando menos sobre el papel, los japoneses tenían una notable diferencia a su favor.

La inteligencia estadounidense, esta vez, funcionó, y tuvo noticia a tiempo de los planes japoneses. Logró completar una pequeña flota al mando de los almirantes Chester Nimitz y Raymond Ames Spruance. Conscientes de su debilidad, ambos sabían que el ejército objetivamente más débil sólo tiene tres opciones: rendirse, huir o atacar el primero, seleccionando con ello los objetivos y tratando de llevar la voz cantante en la batalla. Esta tercera opción fue la que se eligió, y les salió bastante bien a los estadounidenses. La flota japonesa fue sorprendentemente derrotada, lo que habría de provocar consecuencias muy diversas. Japón perdió cuatro portaaviones, un crucero pesado y casi toda su aviación naval.

Animado por la victoria, Estados Unidos comenzó en agosto de aquel año de 1942 la larga campaña de Guadalcanal. La intención principal: dejar claro a propios y extraños, pero sobre todo a extraños, que en el Pacífico había ahora un equilibrio de fuerzas.

La estrategia de EEUU en Guadalcanal fue clara: intercambiar golpes y provocar la pérdida de efectivos por ambas partes. Eran conscientes de que, una vez que tanto Oriente Medio como Australia le habían quedado vedados a los japoneses, éstos se veían obligados a proteger un área del mundo amplísima con relativamente escasos recursos. Buscaban, por lo tanto, construir la misma ventaja que, sobre todo desde 1937, tuvo Franco respecto de la República durante la Guerra Civil: los efectivos, humanos pero sobre todo materiales, que el enemigo gastaba en cada acción, le resultaban cada vez más difíciles de reemplazar.

El 30 de junio de 1943, los estadounidenses lanzaron una doble ofensiva sobre el Pacífico suroeste. El principal objetivo era la base aeronaval japonesa de Rabaul, en Nueva Bretaña; una base que, una vez reconquistada, tenía que servir de activo para la reconquista (ya que no hay españoles fluzo concostrináceos de por medio, aquí sí se puede hablar de reconquista, ¿no?) de Filipinas.

La ofensiva fue larga: hasta el mes de octubre. Las fuerzas del sanguíneo general Douglas MacArthur llegaron hasta el norte de Nueva Guinea; mientras que el almirante William F. Halsey orientaba las suyas a las Islas Salomón septentrionales. Otras fuerzas estadounidenses le arrebataron a los japoneses las islas de Attu y Kiska, en las Aleutianas.

Conforme las nuevas levas estadounidenses y el material de guerra recién construido fue llegando al teatro del Pacífico, los aliados se fueron fijando más objetivos: la Birmania occidental, Nueva Guinea, las islas Gilbert al este, luego las Marshall, luego las Carolinas.

Estamos a finales de 1943 y, a pesar de que la sociedad japonesa vive en los Mundos de Yupi merced a la censura de prensa y la opinión sincronizada, los hombres mejor informados del Ejército y del gobierno nipón saben que las cosas se están empezando a poner sobaco de grillo. El principal problema ni siquiera es militar: es la asfixia económica. Los aliados han sufrido en sus carnes la exitosa estrategia submarina del almirante Dönitz; pero, al fin y a la postre, lo que han hecho es copiarla. Japón, un país que, entonces como ahora, necesita del transporte por mar para abastecerse de casi todo, comenzó a ver cómo sus líneas de aprovisionamiento quedaban cortocircuitadas. Japón comienza a emitir órdenes por las cuales su flota, por defecto, permanecerá surta en sus bases, y sólo saldrá cuando sea estrictamente necesario. Otro de los efectos que se van produciendo es la creciente falta de experiencia y profesionalidad por parte de muchos combatientes; muy particularmente, los aviadores.

En junio de 1944, los Estados Unidos procedieron a realizar una ofensiva sobre las Marianas, islas que eran la última trinchera antes de llegar a lo que los japoneses, de una forma un tanto ampulosa y que recuerda al lenguaje de Pedro Sánchez, llamaban la Esfera de Coprosperidad; es decir, el núcleo duro de sus posesiones imperialistas. Japón no podía dejar aquello sin respuesta y, por ello mismo, desplazó gran parte de su flota a las Marianas; sólo para resultar derrotada de nuevo, con la inclusión de la pérdida de tres portaaviones que, como os he dicho, ya casi no podía soñar con sustituir.

En las Marianas, en todo caso, fue la aviación japonesa la que sufrió una gran hecatombe. Aquello fue demasiado incluso para un país imperialista que se creía la polla de Montoya. El gabinete de Hideki Tojo dimitió. Mucha gente esperaba que esta dimisión generase un nuevo tiempo, presidido por las negociaciones de paz. Sin embargo, para sorpresa de todos, la dimisión de Tojo no hizo a Japón sino entrar en una fase de guerra todavía más fanática.

En el otoño de 1944, MacArthur era el dueño de la costa norte de Nueva Guinea, las islas del Almirantazgo y de Morotai. Halsey controlaba el Pacífico sudoeste, creando pues con MacArthur un círculo sobre Japón cuyo centro eran las Filipinas. En Birmania, tras las batallas de Imphal y Kohima, el almirante Louis Mountbatten empujaba a los japoneses hacia el sur, restableciendo la ruta de Birmania, necesaria para aprovisionar la China nacionalista de Chang Kai Chek.

2 comentarios:

  1. Golias2:42 p.m.

    Sólo un pero al texto: no creo que en los planes japoneses entrase realmente la conquista de Australia. La distancia es demasiado grande, y el desafío de mantener a un ejército a semejante distancia era algo que el mando japonés conocía. Mi impresión es que se trataba de asegurar Nueva Guinea como parte del cinturón defensivo y provocar una derrota naval a Estados Unidos de tal calibre que aceptasen las conquistas niponas. Una campaña en Australia, realmente, no aportaba nada más que nuevos esfuerzos a Japón sin que compensasen en absoluto.

    Por otro lado, figurémonos que Gran Bretaña hubiese aceptado el ofrecimiento de Hitler y hubiese hecho la paz en 1940. Fuera del teatro europeo, hubiese tenido unas consecuencias muy importantes, si los ocupados Países Bajos comenzaban de nuevo a comerciar con el petróleo de las Indias Orientales, vendiéndoselo a Japón en lugar de los Estados Unidos. Me da la impresión (que puede ser equivocada) de que los japoneses, asegurado su suministro de petróleo (y, por qué no, acero, con la apertura de los océanos al comercio y la posible llegada de importaciones alemanas), simplemente podrían no haber atacado ni a americanos ni a británicos, y mantenerse en su proyecto imperial en China. Es, claro, una especie de ucronía, pero resulta curioso planteárselo.

    Gracias por el trabajo y un saludo de un paisano.

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    1. Anónimo8:46 a.m.

      Excelentes apreciaciones, que se me hacen perfectamente válidas. Se me ocurre argumentar, únicamente, que mientras Australia no estuviese controlada, todo el montaje indonesio estaba en peligro. Pero ciertamente hay más vías que la invasión.

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