viernes, marzo 28, 2025

Tenno Banzai (5): Un poema de Norinaga Nootori



Una vieja introducción al tema (2008)

Las sutilezas de una civilización muy suya
Un día estás aquí, y otro día estás aquí
De Pearl Harbor al sacrificio de Attu
Planes desesperados
Un poema de Norinaga Nootori
El 25 de octubre de la escuadrilla Yamato
Nace el mito
Victorias, derrotas y dudas
El suicida-acróbata
Últimos coletazos filipinos
De Formosa a Iwo Jima
De Ohka a Ohka, fracaso porque me toca
… o eso parecía
El gran ataque
Últimas boqueadas
 

   



En aquel momento de planes desesperados, derivados de la impotencia con la que los japoneses habían de enfrentarse a las fuerzas del enemigo, se concibieron también planes para realizar abordajes en el aire. Si sois cinéfilos, para entender esta estrategia podéis inspiraros recordando la carrera de carros de Ben Hur, y la estrategia de Mesala. Recordaréis que el romano tenía en las ruedas sendos adminículos sobresalientes con pinchos, diseñados para acercarse lo suficiente a sus adversarios, y así destrozarles las ruedas. La estrategia de abordaje era parecida, y buscaba destruir partes importantes del avión enemigo (notablemente, el ala) dañándola con la hélice propia. Una idea que es mucho, pero muchísimo, más fácil de escribir, de dibujar o de reproducir en un videojuego que de realizar en la realidad. Hace falta una maestría en el pilotaje y una sangre fría poco comunes.

Para empezar, la física y la ingeniería aeronáutica demuestran con claridad, y mucho mejor que yo, que, cuando se realiza una operación de este tipo, el escenario más probable es el choque. Acercarse a otro avión con la sutileza necesaria como para rozarlo pero no impactarlo (que es de lo que estamos hablando) requiere de circunstancias que no estaban en juego en ese momento. Es cierto que los aviones repostan en el aire, por ejemplo; pero o yo estoy muy equivocado, o esa operación se hace en un entorno de colaboración, en el que ambos aparatos están comunicándose para coordinarse; y, en los tiempos actuales, con el concurso de los pilotos automáticos. Sin esas herramientas, y en un entorno en el que un avión quiere masacrar al otro, el tema es bien diferente. En consecuencia, para desplegar esta estrategia, los japoneses debían asumir fuertes pérdidas entre sus pilotos.

Desde principio del mes de septiembre, el Ejército japonés enviaba diariamente misiones de exploración aérea desde las Filipinas, para poderse hacer una idea de dónde estaba la flota estadounidense. El problema para los nipones fueron los muchos días, largos días también, que transcurrieron y en los que no supieron nada de los barcos enemigos. En esa situación, los nervios estaban a flor de piel y no se pensaba con claridad. Esto quedó claro el 10 de septiembre en Davao. Los estadounidenses hicieron una pasada con sus aviones, y la excitación de los japoneses allí les llevó a convencerse de que era inminente una invasión anfibia. Todos los mecanismos de defensa se pusieron en marcha, y la noticia se transmitió a todos los cuarteles de Filipinas. En realidad, no había nada de eso; todo provenía de la errónea interpretación de un mensaje interceptado. Sin embargo, los japoneses transmitieron datos sobre la existencia de carros de combate americanos en la zona que, en puridad, no habían visto. El incidente se aclaró pronto, pero habría de tener consecuencias muy duras para los japoneses. En aplicación del protocolo de defensa, diversos aviones fueron desplazados de unas bases a otras, lo que hizo que, días después, cuando EEUU bombardeó los emplazamientos de las Filipinas septentrionales, muchos de ellos se perdiesen.

Finalmente, a la una de la tarde del 12 de octubre, un avión japonés, patrullando como era su rutina, descubrió a la flota estadounidense. Sabiendo ya donde buscar, el día 15 otro avión avistó una flota estadounidense en las cercanías de la isla de Luzón. Tras conocer la noticia, el Alto Mando nipón decidió ordenar un ataque aéreo masivo. En la base de Clark, los japoneses habían fusionado aviones de la Marina y del Ejército de Tierra, llamados a realizar una primera pasada. La segunda oleada sería la de 13 bombarderos Suisei y 16 cazas Zero de la Marina, además de 70 cazas de diversos tipos. En el momento de salir los aparatos, en la pista se presentó el contraalmirante Masabumi Arima, jefe de la XXVI flotilla de la I Flota Aérea. El contraalmirante se arrancó las insignias de su mando, en un gesto que quería decir que iría personalmente en la segunda oleada.

A mediodía del 15, la formación aérea japonesa avistó a la flota estadounidense a unos 445 kilómetros al este noreste de Manila. En concreto, lo que habían avistado los japoneses era el Task Group 38-4, al mando del contraalmirante Ralph E. Davison. Evidentemente, tras avistar a los japoneses, los aviones americanos despegaron de los portaaviones para ir a su encuentro.

El combate era asimétrico. Los Hellcat eran, para entonces, mejores aviones; y eran, además, más. Los pilotos estadounidenses fueron claramente a por los bombarderos, que fueron seriamente diezmados, como lo fueron los cazas que los escoltaban más de cerca. Uno de los Sisei, sin embargo, logró escabullirse dentro de una formación nubosa, y pudo poner proa hacia la escuadra enemiga. Era el aparato del contraalmirante Arima. Arima se lanzó en picado contra los barcos, en lo que parecía un ataque clásico, de los que se han visto mil veces en las pelis; ése en el que, en el punto más bajo del picado, cagas la bomba, y luego subes. Pero no fue así. No hubo subida. Arima estrelló su avión contra el portaaviones Franklin, ante unas atónitas defensas antiaéreas estadounidenses, que no estaban esperando una maniobra así. Bueno, en realidad, era el mundo entero el que no esperaba, en ese momento, una maniobra así.



El Franklin, un portaaviones de clase Essex, quedó muy seriamente dañado por el choque. En cubierta se declaró un violento incendio. Arima, además, había escogido cuidadosamente su objetivo, puesto que el navío era el barco almirante donde estaba Davison.

En la peli de 1949 Task Force (que, si estáis siguiendo estas notas, ya sabréis por qué se llama así), protagonizada por Gary Cooper, se usan algunos cortes reales de combates desde el Franklin, que fueron aportados por la Marina.



Horas después de aquel incidente bélico, Radio Tokio lo estaba difundiendo con enormes toques patrióticos, elaborando un discurso encomiástico de la figura de Masabumi Arima. En lo tocante a los aviadores de la I Flota, la gloriosa muerte en combate de uno de sus jefes les supuso tener un nuevo mando. Pero aquello fue accidentado. Fue nombrado el contraalmirante Kakuji Kakuta; pero Kakuta se suicidó a mediados de agosto, por lo que fue nombrado el vicealmirante Kimpei Teraoka (el padre de Kimpei Gigaoka y abuelo de Kimpei Megaoka; vale, ya me callo). Pero Teraoka fue sustituido tras unas pocas semanas por el vicealmirante Takiiro Onishi.

Onishi era aviador él mismo y dirigía en Tokio la producción industrial aeronáutica del Japón. Tomó el mando de la I Flota el día 17 de octubre. Llegó, efectivamente, a la base de Nicholls el mismo día en que se supo que fuerzas anfibias estadounidenses se encontraban en la isla de Suluan, en el golfo de Leyte, dispuestas a darse de leytes. Aquél pretendían que fuese su trampolín para la invasión de las islas. Suluan estaba débilmente defendida, así pues sus pocos soldados japoneses radiaron que estaban quemando papeles y que, cuando terminasen, se iban a suicidar.

Las noticias de Suluan activaron la operación Sho-go y, consecuentemente, hicieron rugir los motores de la flota japonesa, que puso proa hacia las Filipinas, buscando la batalla definitiva. En los días siguientes al 17, los aviones estadounidenses realizaron diversos ataques, sobre todo en Luzón, provocando graves daños.

El almirante Onishi fue informado a las 8,30 de la mañana del 19 de octubre de que la flota estadounidense estaba a la vista. A lo largo de toda la mañana, diversos aviones de reconocimiento confirmaron la información. A mediodía del 19, Onishi y su oficial de ordenanza, Chikanori Moji, arribaron al aeródromo de Mabalacat, al norte de Manila. Allí, anunció que quería tener una reunión con todos los oficiales al mando. Así que todos se desplazaron al pueblo de Mabalacat. Allí, en una mansión embargada donde residía el mando de la 201 Escuadra, se reunieron.

En dicha reunión estuvo, obviamente, Takiiro Onishi, así como Moji, el capitán de fragata Asaichi Tamai, comandante interino de la escuadra, y Rikihei Inoguchi, subjefe de Estado Mayor de la I Flota, un tal Yoshioka, oficial de Estado Mayor de la XXVI flotilla; por último, dos jefes de escuadrilla: los tenientes de navío Yokoyama y Masanobu Ibusuki.

En dicha reunión Onishi dejó claro que el éxito de la operación Sho-go no era una opción. Que la I Flota Aérea tenía que proteger al almirante Takeo Kurita y garantizar el éxito de su ataque. Pero, dijo, era evidente que Japón carecía ya por completo de fuerza aérea suficiente para abordar un combate en el aire; el objetivo, por lo tanto, debía ser impedir que los aviones estadounidenses pudieran partir de sus portaaviones.

A continuación, y por primera vez en una reunión militar formal, Onishi explicó la que, para él, era la única alternativa disponible: cargar bombas de 250 kilos en los cazas y, así armados, estrellarlos contra las cubiertas.

Como ya sabemos, la idea, ser, ser, lo que se dice ser, no era nueva. El paso fundamental que se dio en la reunión de Mabalacat fue introducirla como una alternativa viable y planteable en el marco de una discusión estratégica. No obstante, no pasó tan fácilmente. Los militares que escuchaban a Onishi guardaron un largo y espeso silencio, hasta que Tamai tomó la palabra. Lo hizo para preguntar qué daño objetivo era esperable que generase un caza que se inmolase contra la cubierta de un portaaviones. El tal Yoshioka, que debía de ser ingeniero y por lo tanto experto en estas materias, opinó que la posibilidad de hundir un portaaviones con una iniciativa así era muy remota; pero que, sin duda, lo que sí ocurriría sería que el navío quedaría seriamente dañado durante días o incluso semanas.

Tras escuchar estas palabras, Tamai solicitó un pequeño receso, durante el cual quería reunirse con su jefe de escuadrilla Isubuki. Estuvieron unos largos minutos en conciliábulo y luego volvieron a la reunión. Tamai habló de nuevo. Tenía un prurito porque él, dijo, sólo era el subcomandante de la escuadra. Sin embargo, dijo estar dispuesto a sustituir a su comandante, Sakae Yamamoto, en la reunión. Y, consiguientemente, en su nombre y en el de Isubuki, solicitó para la escuadrilla 201 el honor de conducir la operación que se estaba diseñando en la reunión.

Desde 1943, Tamai había sido instructor de aviadores; todos los que tenía en la escuadrilla, de la IX promoción, habían sido alumnos suyos, así pues los conocía bien. Los convocó en plena noche tras la reunión. Eran 23 pilotos jóvenes. Tamai les explicó la situación, los objetivos de la operación Sho-go, y el papel sin retorno que les estaba reservado a ellos dentro de la misma. Todos los aviadores aprobaron con entusiasmo la estrategia; aunque, obviamente, hay que decir que, en este tipo de cosas, nunca podremos saber cuántas de las adhesiones fueron totalmente sinceras; pues el deshonor que hubiera acarreado posicionarse en contra era algo que ninguno de los presentes, en realidad, estaba en condiciones de afrontar.

Era la noche del 19 al 20 de octubre. Asaichi Tamai se volvió a reunir con otro asistente en la reunión, el almirante Rikibei Inoguchi, para informarlo del resultado de su encuentro con sus aviadores.

Ambos oficiales se aplicaron al siguiente escalón de la subida: nombrar un jefe para la partida. Necesitaban un aviador joven, que tuviese las cualidades morales necesarias para abordar una misión suicida pero que, al tiempo, tuviese una habilidad técnica suficiente como para conducir a todos sus compañeros en la ejecución de los jibaku. Tras mucho estudiar diferentes alternativas, se pusieron de acuerdo en la persona del teniente de navío Yukiho Seki. Lo despertaron en medio de la noche y le explicaron el mojo; Seki se presentó voluntario.

Una de las cosas que ahora estaban pendientes, que es común hoy en día también, era ponerle nombre a la operación bélica que se iba a iniciar. Como siempre suele ocurrir, fueron varias las alternativas que se presentaron. Entre ellas, Rikihei Inoguchi fue quien propuso el término kamikaze. Una palabra que quiere decir “viento divino”. Las dos pronunciaciones del japonés devienen en sonidos bien diferentes, bien que el significado sea el mismo. Esto quiera decir que viento divino lo mismo sea kamikaze que shin-fu. Pero casi nadie lo conoce por su segunda pronunciación. Entre otras cosas, porque acojona mucho más que alguien se te tire encima gritando "¡kamikaaaze!", que gritando "¡shin fú, shin fú!"

El nombre traía causa en el recuerdo del viento divino de la mitología shinto; un viento que, según la leyenda, soplado por los dioses, evitó una invasión del Japón. Como casi todas las leyendas, tenía su cierta base de verdad. El 14 y 15 de agosto del año 1281, Japón pudo ser invadido por una imponente flota mixta sino-mongola de 3.500 navíos, a las órdenes del famoso Kublai Kahn. Unos 100.000 guerreros habían sido levados para la acción. Los barcos, sin embargo, se enfrentaron a una galerna inesperada que destrozó la mayor parte de la flota. Aquél, pues, fue el primer kamikaze, el primer viento divino que salvó al Japón.

Antes de que despuntase la mañana, Onishi estaba dictando las normas para la creación del nuevo cuerpo Kamikaze. Eran 26 aviones, divididos en dos grupos. Una de las mitades debía guiar y proteger a la otra; mientras que los otros 13 aparatos eran los designados para proceder a estrellarse contra los navíos enemigos.

Los aviones fueron divididos en cuatro secciones que recibieron los nombres: Yamazakura, Yamato, Asahi y Shikishima. Estos nombres estaban extraídos de un celebérrimo poema, que la mayoría de los japoneses conoce bien, escrito por Norinaga Notoori.

Shikishima no Yamato Gokoro wo hito towaba Asahi ni niu Yamazakura Bana: “Si se me pregunta por el corazón del Japón, responderé que es el perfume de la cereza silvestre al sol de Levante”.

En otras palabras, es como si (en mi generación) los nombres de las escuadras kamikazes españolas se hubieran sacado de La canción del pirata de Espronceda. Hoy en día, sinceramente, ignoro de qué reguetón los sacarían.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario