jueves, marzo 27, 2025

Tenno Banzai (4): Planes desesperados



Una vieja introducción al tema (2008)

Las sutilezas de una civilización muy suya
Un día estás aquí, y otro día estás aquí
De Pearl Harbor al sacrificio de Attu
Planes desesperados
Un poema de Norinaga Nootori
El 25 de octubre de la escuadrilla Yamato
Nace el mito
Victorias, derrotas y dudas
El suicida-acróbata
Últimos coletazos filipinos
De Formosa a Iwo Jima
De Ohka a Ohka, fracaso porque me toca
… o eso parecía
El gran ataque
Últimas boqueadas
 

  

El 20 de noviembre de 1943, el Estado Mayor estadounidense decidió abrir un nuevo frente en el Pacífico, al desembarcar en el islote o atolón Tarawa, en el archipiélago Gilbert. Fueron tres días de lucha encarnizada, que terminaron, de nuevo, con el suicidio de los japoneses. En junio de 1944, los estadounidenses desembarcaron en las Marianas. Abordaron la conquista de Saipan, una acción en la que se encontrarían con unos combatientes japoneses que rozaban la histeria. El 6 de julio, los marines habían conseguido dominar dos tercios de la isla. Al alba, cuando se preparaban para avanzar hacia el norte, fueron atacados por 3.000 japoneses que cantaban el Umi Yakaba, himno bélico nipón. Una canción bastante bonita en su solemnidad. En la carga participaron incluso los heridos de la enfermería japonesa (quizás convencidos por el hecho de que unos 300 que no se podían mover habían sido apiolados en la cama). A los estadounidenses la bromita les costaron casi 700 bajas.

El día 8, última jornada, a los japoneses ya sólo les quedaba Marpi Point. Conforme se acercaba el enemigo, los centenares de civiles y militares nipones del enclave de suicidaron.

Estamos ya hablando del verano de 1944. En la primera mitad de aquel año, como ya os he dicho, la eficacia del ejército japonés había sufrido una rebaja considerable, y sus medios comenzaban a escasear gravemente. Éste fue el caldo de cultivo en el que fue cociéndose el fenómeno kamikaze. En primer lugar, hay que decir que, en términos generales, los ingenieros japoneses, buscando que sus aviones tuviesen mucha maniobrabilidad, solían diseñar aviones que no ponían demasiado hincapié en la protección del piloto. Por lo tanto, para los aviadores japoneses la posibilidad de terminar heridos en un combate aéreo era bastante elevada, lo que hacía que para ellos el jibaku, o último descenso en picado, fuese un elemento estratégico relativamente lógico. Ya no se pensaba en ganar la guerra; pero sí se pensaba en generar en el enemigo la perspectiva de unas pérdidas enormes, difícilmente asumibles, causadas por un tipo de combate que era dificilísimo de prever o de contestar; lo que les podía conducir a aceptar unas negociaciones de paz honorables.

La primera operación suicida planificada se produjo en el verano de 1944, pero fue desconocida de los mandos japoneses. En ese momento, la principal preocupación del Estado Mayor nipón era que, si los EEUU conseguían dominar las Islas Marianas, tendrían el camino expedito para llegar a la isla de Iwo Jima, a unos 1.100 kilómetros al norte de Saipan. En ese momento, Iwo Jima era una isla débilmente defendida; sin embargo, el Estado Mayor estadounidense no juzgó importante tomarla; una decisión estratégica que habría de costarle gravísimas pérdidas, puesto que dio tiempo a los japoneses para corregir su primigenia falta de efectivos allí.

El 20 de junio de 1944, la denominada escuadra de cazas de Yokosuka fue despachada a Iwo Jima para mejorar las defensas aéreas de la isla. Era una treintena de aparatos de la clase Zero; el avión japonés de la segunda guerra mundial por excelencia, y se acercaron a la isla unas 48 horas después de que una escuadra al mando del almirante Joseph James Jocko Clark tratase de aislarla. Se trataba del denominado Task Group 58-1, formado por los portaaviones Hornet, Yorktown, Belleau Wood y Bataan; y del TG 58-4, formado por los portaaviones Essex, Langley y Cowpens, al mando del contraalmirante W. K. Harrill.

Al aproximarse a la isla, los destructores Charrette y Boyd habían hundido un carguero japonés, el Tatsugawa Maru. En el primer raid aéreo de los estadounidenses sobre la isla, se llevaron por delante diez cazas japoneses en el aire, y 7 bombarderos más habían quedado seriamente dañados en tierra. Al día siguiente, a las 13,30, 54 aparatos estadounidenses hicieron una nueva incursión y atacaron a los aviones japoneses en las pistas. Los americanos afirmaron haber destruido 63 aviones con el coste de tres propios, algo en lo que probablemente exageraron. Sin embargo, las pérdidas del enemigo debieron ser muy importantes.

Los japoneses enviaban casi cada noche a grupos de bombarderos Betty (bimotores Mitsubishi de la Marina) a hostigar a los invasores, buscando con ello quitar presión sobre las Marianas. Pero sufrían pérdidas muy importantes, como también los torpederos Jill (monomotores de clase Nakajima).

El 24 de junio, los estadounidenses realizaron un nuevo ataque de envergadura. En la defensa participaron hasta 80 aparatos japoneses que se hicieron al aire. Aproximadamente la mitad fue abatida. El 3 de julio, los estadounidenses realizaron un nuevo ataque. Los bombarderos Avenger realizaron una masacre entre los aparatos en las pistas, mientras que los cazadores de la Marina Hellcat abatieron a la mitad de los 40 Zero que se les enfrentaron. Al día siguiente, 4 de julio, 11 aparatos japoneses más acabaron destruidos.

En la tarde del 4 de julio, pues, en Iwo Jima los japoneses no contaban ya más que con 8 bombarderos-torpederos Jill y 9 cazas Zero; y la mayor parte de los mismos estaba más para el taller que para otra cosa. El Estado Mayor convocó una reunión para estudiar la resistencia. El capitán de fragata Tameichi Nakajima, un veterano de Midway entre otras batallas, se reunió con sus pilotos y compartió con ellos el análisis desesperado que hacían sus mandos. Aquella asamblea, aparentemente, decidió por unanimidad la realización de un ataque masivo (bueno, masivillo, porque la verdad para entonces eran cuatro y el de la guitarra) a la flota americana, a 830 kilómetros al sur de Iwo Jima.

Nakajima designó personalmente a los pilotos que debían ir a la misión (porque, para entonces, había más pan que chorizo, lógicamente). Es evidente que informó a su superior, jefe de la aviación de Iwo Jima, capitán de navío Kanzo Miura, puesto que éste les soltó a los designados un encendido discurso patriótico. Les dijo que, para Japón, la era de las batallas defensivas se había acabado. Que no iban a volver. Y que sólo debían pensar en atacar y causar el mayor daño posible. Que renunciasen a los combates individuales; que lo que tenían que hacer era permanecer en formación cerrada, para lanzarse todos juntos contra los portaaviones americanos.

Fueron finalmente 17 aviones los que partieron. Para no ser avistados, aprovecharon las zonas de nubes y turbulencias, por lo que conservaron la formación así, así. Los cazas enemigos comenzaron a perseguirlos a unos 100 kilómetros de su objetivo. Pero ellos permanecieron impasible el japonés.

Como siempre, sin embargo, una cosa es lo que dijo Miura en la tranquilidad de su sala de conferencias (la posturita fácil); y otra distinta la realidad. Los Hellcat eran muchos, y bastante cabrones. Venían de todas partes y, de hecho, se ocuparon de dos bombarderos con bastante rapidez. A partir de ahí, puesto que la formación japonesa hubo que romperla para no verse afectados por los restos de los compañeros reventados, aquello fue Diez Negritos en el Aire.

Los pocos aviones japoneses supervivientes se refugiaron en una fuerte turbulencia, a la que no les siguieron los Hellcat; quizá pensaron que les resultaría más caro el collar que el perro. Sin embargo, aquella huida los alejó de su objetivo y, cuando quisieron volver a buscar a la flota estadounidense, caía la tarde.

Así que cuatro Zero y un Jill, cinco aparatos, todo lo que quedaba de la orgullosa expedición, acabaron aterrizando en noche cerrada en Iwo Jima. Puesto que la acción suicida no había sido aprobada por el alto mando, y también porque, para qué lo vamos a decir de otra manera, no había ni un puto éxito que comentar, Tokio no se enteró de aquella movida hasta mucho tiempo después.

Aunque los grandes estrategas japoneses no estuviesen en el secreto de la acción de Iwo Jima, lo cierto es que ellos mismos estaban evolucionando en un sentido muy parecido. Las órdenes del Alto Mando a los comandantes de unidades eran buscar medidas más eficientes de defensa; pero nadie osaba poner por escrito la idea de misiones suicidas. Sin embargo, por parte de esos mismos comandantes que estaban a pie de obra, cada vez eran más comunes esas propuestas. Eran casos como los del capitán de navío Eiichiro Jo, al mando del portaaviones Chiyoda, quien, tras la batalla de las Marianas, comunicó con el Alto Mando para decir que la superioridad estadounidense era ya imposible de contestar y que, por lo tanto, hacía falta una operación suicida que solicitó permiso para comandar (Jo no tardó mucho en encontrar lo que buscaba; murió en la batalla del cabo Engano, el 25 de octubre de 1944).

Lo lógico es pensar que dentro del Alto Mando japonés hubiese división de opiniones sobre esta movida.

A finales de agosto de 1944, los estadounidenses adquirieron el control total de las Islas Marianas. Para Japón, la situación comenzaba a demandar contraataques desesperados. Todos los comandantes recibieron notificaciones en las que se les instaba a desarrollar nuevas formas de ataque más efectivas.

El hecho de estar perdiendo la guerra afectaba muy negativamente a algunas porciones del ejército. En el del aire, por ejemplo, la moral de los pilotos de bombarderos era manifiestamente mejorable. Eran aparatos pesados y con menor maniobrabilidad, muy afectados por la inferioridad de medios. Pilotos y tripulantes, por lo tanto, eran bien conscientes de que, cualquiera que fuese la misión que se les encomendase, las probabilidades de no regresar de la misma eran muy grandes. Los pilotos de cazas, sin embargo, por lo general conservaban su moral. En ese entorno de cosas, el jefe de la flota aérea del área de Filipinas, almirante Kimpei Teraoka, decidió tentar el desarrollo de un proyecto de bombardeo con cohetes.

Se trataba de equipar los cazas con bombas de unos 250 kilos. Los pilotos fueron entrenados para hacer pasadas sobre sus objetivos lo más bajas posible, con el objeto de soltar las bombas y aprovechar las altas velocidades de una maniobra de estas características para tratar de escapar de la artillería antiaérea y de los aviones enemigos. El objetivo primordial eran los cascos de los barcos.

Los pilotos de caza recibieron el plan con entusiasmo. El teniente de navío Tadashi Takahashi, fue el gran muñidor técnico del proyecto. Las unidades elegidas fueron entrenadas en el estrecho de Bohore, en la isla de Cebú.

El entrenamiento, sin embargo, descubrió pronto que la maniobra teórica, que en la pizarra era casi hasta sencilla, requería, en la realidad, de una precisión técnica y de ánimo difícil de conseguir. La bomba debía lanzarse entre 250 y 300 metros de distancia del objetivo; eso, en un ataque aéreo, es como acertarle a una diana a 25 metros con un alfiler. Los pilotos apenas contaban con dos segundos para poder librarse de las defensas enemigas, así como del mordisco de su propia bomba, amén de evitar la colisión con el navío. Por lo demás, el método era imposible de aplicar en mar picada.

Al problema que suponían las dificultades objetivas del proyecto vino a unirse el hecho de que en septiembre de 1944, Estados Unidos comenzó a preparar la invasión de Filipinas; lo cual quiere decir que comenzó a bombardear las bases japonesas en las islas. El 9 y 10 de septiembre, atacaron Mindanao; luego vinieron Cebú, Legaspi y Tacloban. El 21 y el 22, las atacadas fueron las bases en los alrededores de Manila. La mitad de la fuerza aérea japonesa en Filipinas fue destruida, y otros muchos aparatos sufrieron serios daños.

Aquellos ataques supusieron el final del entrenamiento de aquellas operaciones semi-kamikazes. Las decenas de cazas que le quedaban a los japoneses ahora eran necesarias para defender las islas. Además, el Estado Mayor, juzgando que los aparatos situados en las bases del sur eran básicamente como patos de feria, decidió reagruparlos en las bases del norte. Pero con ello no hicieron otra cosa que distanciar a los aviones de la isla de Leyte, claramente designada por los estadounidenses para ser su puerta de entrada a las Filipinas.

Para tomar el área, EEUU necesitaba hacerse con el control de algunas islas importantes. El gran problema para Japón era que los estadounidenses contaban con muchas alternativas diferentes para esa estrategia. Por eso decidieron lanzar la operación Sho-go: necesitaban plantear una guerra total.

El 15 de septiembre, tropas estadounidenses desembarcaron en Peleliu, en el archipiélago de las Palaos, más o menos a medio camino entre las Marianas y las Filipinas. Acto seguido, los estadounidenses extendieron sus operaciones aéreas al norte de las islas, donde los japoneses, hasta ese momento, se habían sentido más seguros.

Las Filipinas eran la última estación importante que quedaba antes de llegar al mismo Japón. El día 6 de octubre, el Alto Mando nipón tuvo conocimiento de informes de su inteligencia que hablaban de un ataque en el centro del archipiélago en los días finales de aque mes. El almirante Soemu Toyoda, jefe de la flota combinada, viajó inmediatamente a Manila para reunirse allí con los principales comandantes en la zona. Mientras tanto, los aviadores estaban fundamentalmente centrados en la idea de obligar al enemigo a ceder el avance en las Palaos. El contraalmirante Masabumi Arima, jefe de la XXVI flotilla aérea, se convirtió en el líder natural de una serie de ataques a los estadounidenses en esas islas. Sin embargo, cada vez más los pilotos japoneses luchaban menos para ganar. Cada vez más su obsesión era no perder; no perder, cuando menos, ellos. No ser testigos de lo que vendría. Era el preludio moral de la filosofía de la inmolación.

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