miércoles, marzo 26, 2025

Tenno Banzai (3): De Pearl Harbor al sacrificio de Attu



Una vieja introducción al tema (2008)

Las sutilezas de una civilización muy suya
Un día estás aquí, y otro día estás aquí
De Pearl Harbor al sacrificio de Attu
Planes desesperados
Un poema de Norinaga Nootori
El 25 de octubre de la escuadrilla Yamato
Nace el mito
Victorias, derrotas y dudas
El suicida-acróbata
Últimos coletazos filipinos
De Formosa a Iwo Jima
De Ohka a Ohka, fracaso porque me toca
… o eso parecía
El gran ataque
Últimas boqueadas
 

  


Al final de la guerra, Japón había perdido toda capacidad de abastecerse de las materias primas más esenciales. Por ello, puso en marcha un draconiano plan de defensa que, en realidad, era un contraataque a la desesperada. El citado plan implicaba a todo lo que quedaba de la orgullosa marina nipona, y una gran parte de la aviación. Ampulosamente, fue denominada Sho-go, es decir, la operación de la victoria (lo cual recuerda un poco al gobierno Largo en la GCE bautizado "gobierno de la victoria").

De todas las opciones que racionalmente tenían los estadounidenses para atacar Japón, la más probable, a juicio del Estado Mayor de Tokio, era atacar desde Filipinas. El 6 de octubre de 1944, estas sospechas se hicieron ciertas, cuando el embajador japonés en Moscú consiguió recibir de los diplomáticos soviéticos la confesión de que así iban a ser las cosas. La confidencia, que no deja de ser una traición entre aliados, sirvió, sin embargo, a los planes de Stalin. La URSS estaba entonces todavía enfangada en el frente occidental, allí donde luchaba contra los alemanes; y quería el frente asiático tranquilo, cuando menos para sus intereses. A Stalin no le interesaba una rápida victoria estadounidense en el Pacífico, y por eso trabajó contra ella.

En ese entorno fue donde tomó cuerpo la idea de que diversos combatientes nipones se inmolasen en sus aviones. Pero yo creo que ya hemos desgranado algunos párrafos en estas notas, y todavía podemos desgranar algunos más, para demostraros que la idea, en realidad, no tenía nada de nueva.

Durante la guerra ruso-japonesa de 1904-5, una primera derrota naval de los rusos provocó una retirada en Corea y en Manchuria que, en la práctica, hizo que Port Arthur se convirtiese en la única relapsa aldea gala de los rusos en la zona. El asedio parecía que iba a durar mucho; pero un grupo de soldados japoneses, con granadas y explosivos adheridos al cuerpo con cinturones, se lanzó contra las casamatas y las líneas de alambre de espino, abriendo inesperados boquetes.

A estos precedentes cabría añadir la esforzada vida de los tripulantes de submarinos japoneses. Japón se había mostrado interesada por los avances franceses e italianos en la construcción de naves que podían ir por debajo de la línea de superficie. Estratégicamente, los nipones prefirieron apostar por submarinos pequeños, con uno o dos torpedos, dependientes de un submarino-madre de mayor tamaño, pero también de menor movilidad. En el verano de 1941 comenzaron a producir un aparato de unos trece metros de eslora, capaz de llevar dos torpedos.

En otras palabras, el desarrollo de los submarinos fue contemporáneo de los trabajos del Estado Mayor diseñando el ataque de Pearl Harbor. Los mandos de la pequeña flota submarina reclamaron estar presentes en la acción; pero los generales de Estado Mayor siguieron en su idea de que se tratase de una operación 100% aérea. A los estrategas nipones les preocupaba que los submarinos fuesen localizados en la zona y los estadounidenses se coscasen. El jefe de la flota, almirante Isoroku Yamamoto, argumentó que la entrada de los submarinos no era indispensable y, sobre todo, que no había manera de diseñar un plan para que pudiesen regresar.

Los responsables de la flota submarina, sin embargo, siguieron dando por culo; y lo hicieron esgrimiendo el argumento de que eso de que los submarinos no pudieran volver no era algo que les preocupase mucho. Yamamoto, sin embargo, exigió que los primeros submarinos no entrasen en la rada hasta que se hubieran producido los primeros ataques aéreos, para no cargarse la sorpresa; lo cual enviaba a los tripulantes de los submarinos a una doble muerte segura. Yamamoto, ciertamente, exigió que se hiciesen previsiones para el salvamento de los submarinos después de la operación; pero él tenía que saber que todo aquello era wishful thinkingYamamoto tenía que saber, como seguro que lo sabía el comandante de la flota submarina, Naoji Iwasa, que, si los submarinos pequeños trataban de regresar sanos y salvos, no iban a hacer otra cosa que delatar a los grandes submarinos-nodriza que los esperarían, poniendo en peligro las vidas de todos.

Las tripulaciones de los submarinos fueron plenamente informadas de la situación. No se les escondió que, si iban, iban a una misión suicida. Todos ellos reaccionaron con excitación y alegría; al fin y al cabo, el fin último de la ética samurai se iba a hacer realidad en ellos. El plan definitivo, no obstante, estableció que los submarinos-nodriza no abandonarían la zona; permanecerían allí, pero no para recibir a los submarinos pequeños, sino para captar los mensajes de radio en los que éstos iban a informar de la situación en el puerto. El texto del plan de ataque establecía el salvamento de las tripulaciones; pero todo el mundo sabía que era como cuando Pedro Sánchez dice que habrá Presupuestos.

Los cinco submarinos-nodriza partieron de la base de Kuré el 18 de noviembre de 1941. En la noche del 6 al 7 de diciembre, arribaron a su posición sin incidentes, en la isla Oahu.

En medio de la noche, a la hora prevista, cuatro de los cinco submarinos enanos fueron desenganchados de la panza de sus nodrizas, y pusieron proa a Pearl Harbor, a unas ocho millas. El quinto, que iba en el submarino I24, tenía el giróscopo roto y no pudo salir hasta dos horas más tarde. Su comandante era Kazuo Sakamaki. Sería el único superviviente de los diez hombres que conformaron la misión suicida.

Cerca de la boca de la rada, tres navíos estadounidenses hacían su patrulla habitual. A las 3,42 de la mañana, el oficial de guardia en el Condor apreció una espuma sospechosa en el agua; espuma que, además, se desarrollaba en una dirección concreta. Inmediatamente, pensó que tal vez había observado la estela de un periscopio en fase de sumergirse. Un cuarto de hora después, el Condor transmitió un mensaje de alerta al destructor Ward.

Comandaba el Ward el teniente de navío William Outerbridge, quien se puso inmediatamente a buscar al submarino. Estuvo patrullando una hora, pero sin éxito. A las cinco de la mañana, las medidas anti torpedos de la bocana fueron retiradas para dejar pasar al dragaminas Crossbill, que había terminado turno y entraba diez minutos tarde. Otro dragaminas tenía que salir.

En ese momento, nadie había emitido alerta alguna. Aquella era una de esas típicas situaciones en las que, si empezabas a tocar la sirena por lo que hasta el momento se había visto, en realidad te tirarías toda la guerra lanzando alertas. A las 5,32, el Condor entró por la bocana. De nuevo las medidas anti torpedo quedaron sin poner porque, total, se esperaba el paso de otro barco a las 6,15 y, no se olvide, estaban en tiempo de paz.

Durante ese tiempo, el Ward estaba realizando una segunda patrulla, pero sin éxito. Un poco después de las seis, el remolcador Keosanqua abandonó el puerto para ir al encuentro del navío-taller Antares. A las 6,30, desde el Antares, que no estaba lejos del Ward, se avistó un objeto entre el navío-taller y la embarcación que estaban remolcando. Les dio la impresión de que era un submarino intentando entrar en el puerto. Outerbridge le metió caña a su sala de máquinas y salió detrás del submarino. A las 6,45, abrieron fuego contra él y comenzaron a tirar cargas de profundidad.

El cablegrama informando del ataque fue remitido por el barco, y comenzó a pasar por ese interminable número de escalones que hay en el ejército. Tardó casi tres cuartos de hora en llegar a la mesa del segundo comandante de Pearl Harbor, almirante Claude C. Bloch. Bloch ordenó a los destructores Monaghan y Helm ir a ayudar al Ward. Sin embargo, probablemente dos submarinos japoneses habían logrado ya entrar en el puerto.

El ataque aéreo japonés comenzó a las 7,55 horas. Obviamente, la prioridad de los estadounidenses cambió radicalmente. Sin embargo, el Helm había tenido tiempo de salir de puerto y se encontraba en aguas abiertas. Allí, a eso de las 8,17, avistó la “cresta” de uno de los mini submarinos. Sin embargo, no logró darle. Otro submarino japonés maniobró por la rada hacia la isla Ford. A las 8,30, tres navíos estadounidenses: el Breese, el Curtis y el Medusa, avistaron, casi al mismo tiempo, su torreta. Avisaron al Monaghan, que se presentó en la zona y comenzó a tirar cargas de profundidad, hasta que le dieron. Los japoneses, antes de morir, lanzaron sus dos torpedos, pero no le dieron a nadie.

Horas después, el primer submarino, el que había escapado de las garras del Helm, comenzó a tener problemas. Su motor eléctrico se apagaba y encendía, casi caprichosamente, con el problema añadido de que las baterías estropeadas dejaban escapar gases tóxicos. El submarino fue renqueando hasta Bellows Field, donde dijo basta (allí lo recuperaron los estadounidenses, que lo expondrían después de la guerra; ignoro dónde está ahora). Sakamaki perdió el conocimiento, y su compañero falleció pronto asfixiado por los vapores. Al caer la tarde del 7 de diciembre, el submarino fue descubierto por una patrulla estadounidense. Los americanos encontraron a Sakamaki dentro, inconsciente pero respirando. Esto lo convirtió en el primer prisionero de guerra japonés, algo que lo perseguiría toda su vida. Durante su internamiento, solicitó suicidarse (cosa que hicieron otros de sus compañeros); pero al final decidió trabajar para los estadounidenses como traductor. A pesar de que su acción había sido heroica, Sakamaki fue muy mal recibido en Japón tras su liberación, por considerar muchos conciudadanos que no debería haber sobrevivido. Sakamaki se dedicó a los negocios en la Toyota, empresa cuya filial brasileña llegó a presidir. Murió en 1999 con 81 años.

Se considera que los submarinos no “controlados” por los estadounidenses debieron de naufragar, quizás dentro de la rada, quizás en aguas abiertas.

El capitán Pardines de Santa Ana, Cáceres, nos solía decir en las teóricas: un tercio de las batallas es la estrategia, otro tercio los medios, y el último la moral. Desde Guadalcanal, en 1942, la moral de batalla cambió para los japoneses. Por primera vez, se hubieron de enfrentar a una guerra de posiciones, en la que cada parte atacaba y contraatacaba, pero sin conseguir grandes conquistas de terreno; en un entorno general en el que, poco a poco, iban ganando los estadounidenses. La reacción de los japoneses, sin embargo, fue temeraria. En Guadalcanal mismo, donde tenían la desventaja estratégica y su infantería se veía seriamente diezmada por la artillería enemiga, realizaron un ataque tras otro, mostrando un absoluto desprecio por la muerte, al grito de Banzai, que quiere decir algo así como “10.000 años de vida”, deseo que se dirigía al emperador. Fue, por otra parte, durante la campaña de Guadalcanal cuando empezó a producirse el fenómeno del luchador japonés que, desconectado de sus compañeros, comenzaba a hacer la guerra por su cuenta, negándose en casos a ser rescatado por navíos enemigos; lo que, con el tiempo, y dado que la lucha se desarrollaba a menudo en islas poco concurridas, provocó que quedasen aislados y, finalmente, no se enterasen de que la guerra había terminado.

Por lo demás, durante las batallas aeronavales de Guadalcanal ya hubo ejemplos de aviadores suicidas. Sin embargo, se considera que se trató de casos de pilotos gravemente heridos, o que pilotaban aviones que ya no podían regresar. Se trató, por lo tanto, de iniciativas individuales no organizadas.

A las 9,10 de la mañana del 26 de octubre de 1942, durante la conocida como batalla de las islas de Santa Cruz, el portaaviones estadounidense Hornet fue atacado por un grupo de bombarderos del tipo Aichi 99 Val. La escuadrilla soltó sus mierdas lanzándose en picado, para después iniciar la subida. Sin embargo, desde el barco se hizo evidente que el primero de los aviones de la flotilla, seriamente averiado, daba la vuelta y se dirigía de nuevo contra el buque. Chocó con la chimenea del barco y cayó sobre la cubierta, donde dos bombas que llevaba explotaron.

Tras aquel ataque, el Hornet comenzó a renquear por la mar, gravemente averiado. Estando así, apareció en el horizonte un escuadrón de torpederos Nakajima 97 Kate. Además de atacar el barco, uno de los pilotos de los Nakajima, que al parecer estaba seriamente herido, enfiló el morro hacia el barco. Chocó contra una batería antiaérea y luego se deshizo.

A partir de esas fechas, finales de 1942 pues, el fanatismo de los combatientes japoneses se pudo hacer bien evidente para sus enemigos estadounidenses. El 11 de mayo de 1943, fuerzas anfibias estadounidenses desembarcaron en la isla de Attu, en las Aleutianas. Avanzaron bastante deprisa, porque esta vez los japoneses decidieron replegarse y aprovechar la orografía montañosa de la isla para dominar Chichagof Harbor, uno de los principales enclaves de Attu. La táctica de los estadounidenses fue cercar a los japoneses y dejarles que se cociesen en su propia salsa. A finales de mayo, efectivamente, los nipones llegaron a una situación desesperada, tanto desde el punto de vista de los víveres, como de las municiones. El 28 de mayo, el millar de combatientes fue reunido por su comandante, quien les instó a realizar una última carga Banzai. Los soldados, efectivamente, se declararon Kesitai, es decir, dispuestos a morir por su emperador. Horas después, los heridos e inutilizados fueron objeto de una extraña eutanasia, entre activa y pasiva. En la noche, los japoneses descendieron la montaña, armados ya sólo con cuchillos, que utilizaron para degollar a los centinelas que encontraron. En la madrugada, se reagruparon y atacaron el destacamento estadounidense, matando en sus sacos a las personas que estaban durmiendo; incluso entraron en la enfermería, donde hicieron una masacre.

Cuando los estadounidenses reaccionaron y fueron capaces de contraatacar, no tardaron mucho en embolsar a los japoneses supervivientes. De los 2.000 que defendían Attu, unos 1.000 habían subido a la montaña; y ahora eran 500 los asediados. Cuando fueron conscientes de su situación, los soldados comenzaron a suicidarse. Por el camino, sin embargo, habían causado 600 muertos y 1.200 heridos entre los estadounidenses.


Inciso para los más jóvenes: una película sobre Pearl Harbor hoy básicamente olvidada que, sin embargo, en su momento, fue todo un suceso: Tora, tora, tora!




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