lunes, diciembre 23, 2024

Vaticano II (20): Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla



El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie


[Con esta toma, el blog se toma vacaciones. Volveremos al alborear el 2025]


Desde la primera sesión, Sigaud venía convocando una serie de conferencias para hablar de sus mierdas. Sin embargo, recibió un duro golpe cuando los clérigos italianos que atendían a sus movidas decidieron no hacerlo, ante el rumor de que el secretario privado de Juan XXIII, Loris Capovilla, había dicho que Sigaud no consideraba que los ataques a la Curia pudieran ser considerados ataques al propio Papa. Sin embargo, cuando se produjo la discusión en torno al esquema de la Virgen, el grupo fue insuflado de nuevo interés y de nuevos participantes. Ya he dicho en estas notas que, en la discusión de aquel esquema, cuando menos en mi opinión, los progres estuvieron cortos y muy poco estratégicos. Su estrategia, aunque probablemente al inicio no lo intentasen, acabó por quintaesenciarse en una especie de tentativa de emascular a la Virgen de la Iglesia. Para ello, se encastillaron en temas que, en realidad, eran bastante chorras, como el hecho de que se la calificase de Mediatrix. En realidad, consiguieron bastante poca cosa, pues el acercamiento a los protestantes, que ambicionaban, nunca podría llegar por este flanco, puesto que la devoción mariana católica nunca desaparecerá; y, sin embargo, lo que consiguieron fue malquistarse con sus colegas conservadores, y animarlos a organizarse. Por lo demás, ya en septiembre de 1964, durante la tercera sesión, el grupo de padres hizo un fichaje muy importante cuando el cardenal Rufino Jiao Santos, arzobispo de Manila, aceptó ser el organizador.

En ese momento, el grupo adquirió una pequeña imprenta, alquiló una oficina y contrató personal. Se anunció que el Grupo Internacional de Padres iba a celebrar una conferencia todos los martes por la tarde, abierta a todos los padres conciliares. Aquellas conferencias comenzaron a trabajar para conseguir un grupo conservador tan cohesionado como el de los progresistas. Fueron su Fulda, por así decirlo.

Recordaréis al obispo Luigi Maria Carli, que se había hecho amigo de Sigaud y le había presentado a Marcel Lefevre. Este Carli le escribió una carta al Papa el 9 de noviembre de 1963. En dicha carta, Carli le solicitaba a su boss que se pusiera en contacto con los moderadores y les instara a no hacer comentarios personales durante los debates y también fuera de la sala del concilio. Un moderador conciliar, decía en la carta, es un intérprete de la voluntad del Santo Padre. Y, decía, los moderadores venían mostrando “ideas en una dirección definida y concreta”, lo cual era peligroso. De haberse enviado, la carta habría sido bastante escándalo; aunque, la verdad, mal tirada no iba ni de lejos, pues ya hemos visto que el final de la segunda sesión atestiguó ciertos cambios en la operativa del concilio que no hicieron sino responder a las presiones de los progresistas. Sin embargo, el cardenal Ernesto Ruffini, probablemente acojonado ante las consecuencias que podría tener el conocimiento público de la misiva, consiguió pararla.

Como ya os he dicho, los liberales o progres se encontraban muy sobrados y convencidos de su poder. Tanto es así que Joseph Ratzinger, el perito teólogo del cardenal Frings, se permitió decir, durante un almuerzo semipúblico, que los progresistas tenían plena libertad para desarrollar sus estrategias en el concilio tras haber conseguido la mayoría en las comisiones. Sin embargo, dijo, empezaban a notar que había ciertas resistencias en las votaciones, por lo que las comisiones tendrían que tomar nota al revisar los esquemas. En otras palabras: vino a decir que, si los padres conciliares no se avenían a votar lo que los alemanes querían que votasen, entonces lo que harían serían cambiar los textos para que no pudieran votar otra cosa. La de Ratzinger fue una chulería totalmente inapropiada e innecesaria; pero, sobre todas las cosas, fue una torpeza enorme, porque el padre Sigaud estaba escuchándolo, a unos pocos puestos de donde él estaba comiendo.

En fin, cuando comenzó la tercera sesión, y según las previsiones hechas públicas en su día por Felici, había que pasar a discutir el capítulo 7 del esquema sobre la Iglesia, titulado La naturaleza escatológica de la Iglesia peregrina y su unión con la Iglesia en el Cielo. De nuevo, nos encontramos ante un texto de contenido bastante intrincado e incluso oscuro, que podría hacer pensar al lector de estas notas que se trataba de algo lo suficientemente “particular” como para no recabar grandes discusiones. Pero, en realidad, no es así. El esquema concitó, por ejemplo, las críticas del patriarca latino de Jerusalén, Alberto Gori. ¿Por qué? Pues porque no decía nada del Infierno. En efecto, una de las grandes consecuencias de la iluminación progresista de este esquema es, precisamente, la eliminación de ese lugar para pecadores, sustituido por una referencia constante de los beneficios de la santidad; como si todos pudiéramos alcanzarla, algo que a Gori le parecía, lógicamente, demasiado optimista. El arzobispo maronita Ignace Ziadé, por su parte, se quejó del escaso papel del Espíritu Santo en el texto; dicho de otra manera, a los inquisitivos, e inquisidores, ojos de más de un padre de la Iglesia, no se escapó el detalle de que el esquema venía desbastado de algunas de las cosas de la escatología católica que, oh casualidad, menos gustan a los protestantes.

Y, ya, detrás del capítulo 7, estaba el capítulo 8. Es decir: el temita de la Virgen.

El texto sobre la madre de Jesús había perdido su carácter de esquema propio y se había convertido (allí sigue) en un capítulo del esquema de la Iglesia. El texto que llegó en la tercera sesión a las nervudas manos de los padres conciliares era un texto de compromiso elaborado por dos teólogos, uno progresista (monseñor Philips) y el otro más conservador (monseñor Balic). Philips hizo un arco de iglesia (nunca mejor dicho) de su pretensión de eliminar del texto la referencia a la Virgen como “Madre de la Iglesia” y, sobre todo, como Mediatrix o mediadora. Tratando de sintonizar con los protestantes, quería defender, pues, la idea de que no hay más mediador entre el hombre y Dios que el Hijo de éste y su wifi (o sea, el Joligós). La Comisión Teológica, sin embargo, dejó la referencia de Mediatrix, ante la convicción de que, de otra forma, el texto no conseguiría nunca los dos tercios que necesitaba.

Como era de esperar, el debate del texto fue apasionado y largo. Hasta 32 padres conciliares pidieron la palabra. Una defensa cerrada de la Virgen, un hecho que no puede sorprendernos a la luz de los hechos que llegarían con los años, venía de Polonia. El cardenal Stefan Wyszynski, titular de la sede de Varsovia, que hablaba, además, en nombre de 70 obispos de su país, recordó que, apenas unas semanas antes, el propio Francisquito Pablo había publicado una encíclica, la Ecclesiam suam, en la que hablaba y no paraba de la importancia de María para la Iglesia y la llamaba madre de la misma; o sea, justo el apelativo que ahora se le había retirado por el bien del buen rollito ecuménico. Los progresistas, sin embargo, no se amedrentaron. El cardenal Paul Léger, de Montreal, dijo que el culto de la Virgen debía ser “renovado”; una forma elegante de decir que se había convertido en cosa de la fachosfera. Renovación, dijo, que debía pasar por “usar palabras adecuadas y precisar en términos sobrios para expresar el papel de María”; o sea, éste se va a Andalucía y ve a la gente gritarle “¡Guapa!” a la Virgen, y se hace budista.

El debate fue tan enconado que la Panzerdivisionen tuvo claro que mejor ir con todo lo gordo. Todo lo gordo fue, como casi siempre, el eterno cardenal Döpfner, que habló en nombre de 90 obispos germanoparlantes (que, vaya, para entonces no hacía falta ni que lo dijese; ya todo el mundo sabía que Döpfner, Frings y demás reata hasta defecaban en nombre de los 90 obispos germanoparlantes). En realidad, el alemán pidió la palabra para repetir, punto por punto, lo que se había acordado en Innsbruck, es decir, trató de convencer a sus compañeros de que el texto no entrase en “cuestiones discutidas” sobre la Virgen. Por supuesto, dijo que no le gustaba nada que a la Virgen la llamase el texto Mediadora; como también hizo otro conspicuo progre: Augustin Bea, el cardenal que presidía el Secretariado para la Promoción de la Unidad Cristiana. El papel de la Virgen como mediadora, dijo, es algo que discuten diversos teólogos, y por eso no debía de estar en el texto.

Los conservadores, sin embargo, empujaron. Como ya ha quedado claro al hablar de la actitud de los polacos, sabían que contaban con un aval muy valioso, que era el profundo perfil mariano del Francisquito Montini. Pablo VI, en efecto, sin llegar a ser Juan Pablo II y su Totus tuus, era un PasPas que yo creo que era bastante consciente de la importancia fundamental que jugaba y juega el culto de la Virgen dentro del montaje sicosocial católico que asimismo sostiene el business model; que es, al fin y a la postre, de lo que se trata. Sus tomas de posición decididamente marianas habían sido muchas, y lo seguirían siendo; y los conservadores lo sabían. Tanto era así que no sólo querían que el calificativo de Mediadora se quedase, sino que presionaban para recuperar el de Madre de la Iglesia. Uno de los que intervino en este sentido fue, por cierto, el entonces titular de la sede de Ciudad Real, monseñor Juan Hervás y Benet. Hervás, al igual que otros de su cuerda, tuvo muy duras palabras para la Comisión Teológica; el titular de Granada, Rafael García y García de Castro, habló en el mismo sentido, representando a 80 prelados españoles, exigiendo una total revisión del texto. Y debo decir que no le faltaba razón. A los padres conciliares, cuando se devolvió aquel toro al corral, se les había dicho que el texto regresaría a la Comisión, donde conservaría todas sus esencias. Pero, como se ocuparon de denunciar, y como digo tenían bastante razón, la verdad es que el texto de compromiso había hecho una labor de poda bastante brutal. El debate, de hecho, fue tan tórrido que incluso algún conspicuo progresista, como Leo Suenens, titular de la sede belga de Mechelen, pareció hacer hilo con los conservadores al quejarse del poco caso que hoy en día se hacía al culto de la Virgen.

El gran problema para el concilio se daba en el flanco reputacional. Lo que estaba pasando, como acertadamente dijo el obispo auxiliar de Lyon, Alfred Jean Félix Ancel, era que la Prensa estaba interpretando las cosas como los padres conciliares decían que no debía, pero en realidad debía. La Prensa, efectivamente, interpretaba aquel debate en el sentido de que no había el mismo nivel de fe y de creencia en la Virgen dentro de la Iglesia católica. Los padres conciliares, como digo, rechazaban de plano esa interpretación; pero lo cierto es que en el campo progresista había personas con convicciones extraordinariamente tibias en torno a la santidad de la madre de Dios.

A los dos días de discusión, los moderadores decidieron que ya estaba bien con la purria de la señora ésa que parió al niño. Las posiciones estaban muy enconadas. El padre Balic, es decir, la “parte facha” del texto de compromiso, trataba de que el poderoso cardenal Frings asumiese la tarea de conseguir que fuese aprobado como estaba, puesto que consideraba que así se podría orillar el problema (que ni de coña). Frings vio el cielo abierto en esta actitud, creo yo que un tanto narcisista, por parte de uno de los autores del borrador del capítulo. Inmediatamente, defendió la idea de que no había nada en el borrador que fuese en contra de la doctrina católica (cosa totalmente cierta) ni que pudiera ser ofensivo para los no católicos (cosa no del todo cierta); y que, en consecuencia, era una propuesta mediana interesante. Argumentó, además, que cualquier cambio tendría dificultades para conseguir un voto de dos tercios. Por lo tanto, dijo, lo mejor sería que todo el mundo diese algo de su brazo a torcer, y que se aprobase el texto borrador con alguna que otra enmienda de mierda.

El siguiente que habló fue Alfrink, en nombre de 124 padres conciliares de su país, de África, Latinoamérica, Alemania, Italia y otros países (en otras palabras: en nombre del backbone de la progresfera). Por supuesto, dijo amén Jesús (nunca mejor dicho) a los argumentos de Frings y abogó por votar el texto como estaba; aunque volvió a insistir en que lo de Mediatrix había que quitarlo, porque planteaba muchos problemas. Después de él, el obispo Laureano Castán Lacoma, de la sede de Sigüenza-Guadalajara, habló, en nombre de 80 obispos españoles, abogando, no sólo por el mantenimiento del apelativo de Mediatrix, sino por la recuperación del de Madre de la Iglesia. Después de eso, el texto fue enviado de nuevo la Comisión Teológica para un recauchutado.

Los hechos son tercos. Estas líneas las está escribiendo alguien que duda mucho, pero mucho, de que Jesús de Nazaret existiera nunca; así que imagino que os podéis hacer una idea de lo mucho que creo en su mamá la Mari. Pero, sinceramente, puedo confesar, y por la presente confieso, que antes de ponerme a estudiar el Vaticano II nunca pude pensar que algún día os contaría que en la Iglesia Católica, Apostólica y Romana pudo haber una vez un nutrido grupo de obispos, arzobispos, cardenales y teólogos empeñado en negarle a la Virgen la condición de Madre de la Iglesia y Mediadora entre Dios y los hombres, pretextando unos “enormes problemas” que yo, la verdad, no veo por ningún lado en el mundo real; pues nunca he conocido a nadie, y nadie es nadie, ni prelado, ni laico, ni tonto, ni listo, a quien este tema le preocupe ni un tantito.

De hecho, esta resistencia, una vez más y ya van mil, nunca la vas a lograr entender si no te das cuenta de que, en el fondo, todas estas discusiones, que parecen sesudos debates entre teólogos, son, en el fondo, discusiones por la pasta. Los enemigos de la Virgen en la Iglesia católica no es que le tengan tirria por tía, o cualquier cosa de éstas. El problema viene de que el culto a la Virgen, cuando se extiende, muestra en seguida muestras de autonomía. Los creyentes en la Virgen, muy a menudo, creen, en realidad, más en ella que en Dios mismo; y aquí reside el centro de la crítica que los protestantes siempre han blandido contra el culto mariano, que consideran casi (o sin casi) herético. Pero aquí no estamos hablando de herejía. Aquí estamos hablando de personas que son capaces de vender sus camisas si hace falta para reparar la ermita de Almonte, pero en una iglesia más normalita, más de Dios por así decirlo, dejan pasar el cepillo sin dar un duro.

El debate en torno a la Virgen es un poco sentido de inferioridad de los teólogos católicos alemanes frente a los protestantes, y un mucho de business model. Y, la verdad, si no pillas eso, no pillarás nada.

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