viernes, diciembre 20, 2024

Vaticano II (19): Todo atado y bien atado



El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie




La publicación del Motu Proprio provocó un terremoto en la Iglesia. Obispos a decenas comenzaron a enviar telegramas a la Secretaría de Estado diciendo eso de John McEnroe: ¿Bromea o qué? ¡La bola entró! Las cosas no mejoraron, que se diga, el 31 de enero, cuando L’Observattore publicó el MP en italiano, en una versión que no coincidía con la versión en latín de unas horas antes.

El Motu Proprio, por lo demás, fue un gesto de Pablo VI que, en mi humilde opinión, demuestra lo desconectado que estaba este Papa de la realidad, es decir, la poca cuenta que se daba de que ya no era el teócrata que habían sido sus antecesores, y que su capacidad de imponer su voluntad era relativa. Pablo VI había decidido aplazar de facto el uso de la lengua vernácula en la liturgia. Pero los franceses anunciaron que iban con ello de todas maneras. Los alemanes enviaron a uno de sus liturgistas, el padre Johannes Wagner, a Roma, para que le explicasen qué mierda era aquello.

Finalmente, el Vaticano, como la nenaza cobarde que es y siempre ha sido, se jiñó. Las conferencias episcopales de todo el mundo acabaron por recibir a sus correspondientes nuncios francisquitales, quienes les explicaron que el texto del MP publicado por el periódico había sido revocado, y que se estaba preparando una nueva versión. Vinieron a decir los nuncios que la única publicación oficial para esas cosas eran las Acta Apostolicae Sedis; que, bueno, no se lo cree ni Dios.

El 2 de marzo, un nuevo texto del MP, tal y como iba a salir en las Acta, fue editado como folleto y distribuido entre los obispos. Se habían hecho nada menos de quince enmiendas sobre el texto original. Dos días después, en L’Ossservatore se anunció la creación de la comisión para la implantación de la liturgia. Se formó con 46 miembros de 26 países, bajo la presidencia de Lercaro. El secretario era un conocido reformador litúrgico, el padre Annibale Bugnini. No todo, sin embargo, era impulsión para la reforma. Entre los miembros, Pablo VI colocó a Pericle Felici, a pesar de que era buen conocedor de su hostilidad hacia las novedades. Los conservadores, por su parte, trataban de bloquear el esquema sobre la liturgia por la vía de presionar al cardenal Gaetano Cicognani, hermano del secretario de Estado y presidente de la Comisión Preparatoria sobre la Liturgia, para que matase el partido. Pablo VI acabó llamando a su secretario de Estado y ordenándole que visitase a su hermano, y no se molestase en volver hasta tener el esquema firmado.

De hecho, para entonces, con la segunda sesión del concilio ya terminada, el gran temor que sentían los progresistas, quienes ya no dudaban de su capacidad de ganar las votaciones, eran las estrategias dilatorias de los conservadores; pues, en efecto, los menos partidarios de paralizar los desarrollos del concilio llegaron a la conclusión de que, si no podían ganarlo, por lo menos podían eternizarlo. Eternizar un concilio ha sido una medida universalmente utilizada, durante toda la Historia de la Iglesia, para cargarse avances que se consideran excesivos. Los obispos y arzobispos no pueden estar desplazándose eternamente a Roma; tienen sus asuntos que controlar y, además, llega un momento en que la cosa se pone cara. Al enemigo, pues, se le puede vencer por convencimiento, pero también por cansancio.

A principios ya del año 1964, un obispo alemán, Franz Hengsbach, titular de la sede de Essen, hizo unas declaraciones públicas en las que dijo que, una vez que el concilio hubiese apañado “los cinco o seis esquemas esenciales”, que no dijo cuáles eran, todo lo demás podía encargarse a órganos menores. De alguna manera, pues, los progresistas estaban tratando de que el concilio se focalizase en tres o cuatro cosas, y dejase todo lo demás, vista la experiencia de las dos sesiones ya pasadas, en las que las discusiones, los peros, las opciones, el porculismo en general, había aparecido casi en todas y cada una de las cosas que se habían abierto a la discusión.

La cosa es que la propia Comisión de Coordinación emitía en la misma onda. También a principios de año, dicha comisión se reunió en Roma, en una reunión que fue un auténtico puñetazo sobre la mesa. Dio orden, por ejemplo, a la Comisión sobre Iglesias Orientales para que dejase su esquema en un texto súper sincrético, sólo con los puntos fundamentales. De repente, el ecumenismo no importaba una hostia (y es que no era ése el ecumenismo que buscaba el concilio, dado que las iglesias orientales, por lo general, están trufadas de fachas). Asimismo, ordenó a la Comisión sobre la Disciplina de los Clérigos y los Creyentes a que redujera su texto a unos bullets. A la Comisión de Estudios y Seminarios le dijeron que escribiese sobre lo suyo empezando lo más cerca del final que pudiese; asimismo, se le dijo que redujese su esquema sobre la enseñanza católica. A la Comisión sobre los Religiosos le dijeron que tomase su esquema de 34 páginas y que la dejase en “sus puntos esenciales”. La Comisión de Sacramentos recibió instrucciones muy parecidas para su texto sobre el sacramento del matrimonio. Se trataba, pues, de inventar el primer concilio Power Point de la Historia.

Y lo que es todavía más revolucionario; que es una forma muy elegante de decir que fue una cacicada de la leche: la Comisión decidió que todos estos esquemas que ahora se reducirían a su mínima expresión serían votados, pero no discutidos.

La sensación general que dejaron estas decisiones fue que la Comisión Coordinadora estaba siguiendo al pie las instrucciones del obispo de Essen. Ahora ya se sabía cuáles eran las materias que cabía considerar menores: aquéllas que habían sido objeto de la orden de reducción. Esto convertía a los esquemas sobre la revelación divina, la Iglesia, los obispos, el ecumenismo, el apostolado de los laicos, y sobre la Iglesia en el mundo moderno, en los contenidos “pata negra”.

A fuer de ser sinceros, Hengsbach no había sido el único que se había quejado del paso de tortuga conciliar. Eran muchos los obispos, y conferencias episcopales, en pleno incluso, que se quejaron en esas semanas y meses de que el concilio iba como la mierda. Sin embargo, a nadie se le escapa que, dado que la alianza europea progresista había logrado la mayoría de los sitiales en las comisiones, aquella decisión lo que estaba haciendo era colocar en sus manos el contenido de una parte bastante importante de los productos conciliares; en esas circunstancias, el riesgo era evidente de que las decretales, constituciones y otros productos del concilio no fuesen ya la voz de la Iglesia, sino sólo de una parte de ella; que es algo que yo creo que finalmente pasó, y que atufa demasiado en muchas de sus páginas.

Finalizando el mes de abril de 1964, el siempre maniobrero cardenal Döpfner le envió una carta a los obispos alemanes, austriacos, luxemburgueses, suizos y escandinavos, invitándolos a una conferencia para discutir mierdas conciliares, que se celebraría en Innsbruck, desde el 19 hasta el 22 de mayo; estaba, pues, convocando Fulda 2.0.

Allí, Döpfner se encontró con que a algunos de los asistentes, a pesar de estar encuadrados en el ala progresista, eso de que hubiese esquemas que se votasen pero no se discutiesen no terminaba de gustarles. Así pues, recogió un poco de sedal, y les dijo que eso no estaba del todo decidido, que era una cuestión abierta; pero vino a advertir que se trataba de que no hubiese una cuarta sesión.

El 26 de junio, la Comisión Coordinadora se reunió de nuevo y, lejos de considerar antiguas decisiones como tema abierto (o sea, Döpfner mintió como el cura que era), decidió ir más allá. Se abordó una nueva reforma de las normas de actuación del concilio (el enésimo cambio de caballo en medio de la carrera) que serían aprobadas por el Papa Montini el 2 de julio. A partir de ese momento, todo padre conciliar que desease intervenir en un debate debía facilitar al secretario general un sumario previo de lo que pretendía perpetrar, al menos cinco días antes de su intervención. Lo que se buscaba con esta norma era acabar con las contestaciones y, consiguientemente, con los debates. Las normas aprobadas por Juan XXIII decían que todo aquél que quisiera contestar a los conceptos rebuznados por algún prelado anterior sólo tenía que informar al secretario general de su voluntad de hablar, lo que lo colocaba en la lista de intervinientes y le daba derecho a hablar cuando los que estuviesen ya previstos hubieran hablado. Ya en la segunda sesión, este tema se endureció exigiendo cinco firmas o avales para cada respuesta; pero ahora se hacían ya casi imposibles. Entre otras cosas porque la necesidad de avales pasó de cinco a setenta.

El 7 de julio, con todo este crocanti ya montado, el secretario general Felici le escribió a todos los padres conciliares para informarles del orden de esquemas que se discutirían y votarían en la tercera sesión. Eran: el esquema sobre la Iglesia, el de los obispos, el del ecumenismo, el de la revelación divina, el del apostolado de los laicos, y el del papel de la Iglesia en el mundo moderno. Todo, como se ve, atado y bien atado.

La segunda sesión del concilio, que ya os he descrito, fue una sesión en la que, cuando menos según mi criterio, los miembros del grupo progresista, y muy particularmente aquéllos que estaban en la cúpula de las comisiones que movían el cotarro, se desplegaron con cierto sobradismo que les daba la convicción que lo llevaban ya todo sobre carriles. Este optimismo, sin embargo, yo creo que les jugó una mala pasada. Se les olvidó ser lo suficientemente humildes como para no alimentar al tigre, que era lo que habían intentado hacer al principio; y, con ello, acabaron animando los procesos de organización de grupos opositores.

En el curso de la tercera sesión, el arzobispo John Carmel Heenan, titular de la sede de Westminster, fundó la llamada Conferencia de San Pablo, que era un grupo de prelados de habla inglesa, provenientes de sedes de la Commonwealth, de Irlanda y de los Estados Unidos. Otro grupo importante era el formado por 35 cardenales y cinco superiores generales; este grupo estaba especialmente preocupado por el tema de la colegialidad, es decir, del poder compartido entre PasPas y obispos.

Asimismo, hay que citar al arzobispo de Nueva Orleans, Philip Hannan, que fundó un grupo, ya muy al final del concilio, con el objetivo fundamental de hacer lobby en el texto sobre la guerra que figuraba en el esquema sobre la Iglesia en el mundo moderno.

Entre las fuerzas puramente conservadoras de la Iglesia italiana, el cardenal Siri de Génova, apoyado por un profesor del seminario mayor de dicha ciudad, monseñor Luigi Rossi, impulsó la redacción y edición de numerosos comentarios a textos de los diferentes esquemas, que fueron ampliamente distribuidos entre los padres más conservadores, sobre todo entre prelados italianos, españoles y portugueses, y también del continente americano.

Mucho más conocido fue el Coetus Internationalis Patrum o Grupo Internacional de Padres, considerado desde entonces como el auténtico portavoz de los puntos de vista más conservadores, junto con la propia Curia. El grupo fue fundado e impulsado por el arzobispo Geraldo de Proença Sigaud de Diamantina, Brasil, y nunca tuvo, ni tiene, muy buena prensa. De hecho, atizarle a este grupo de prelados se convirtió en deporte nacional en muchas redacciones, pues ya se sabe que los periodistas suelen ser auténticos titanes del juicio de intenciones. 

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