El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie
Cuando el trabajo de revisión del texto estuvo concluido, el arzobispo de Quebec, Maurice Roy, anunció que sería votado como un todo. Se votó el 29 de octubre y consiguió 1.559 votos afirmativos, 521 votos afirmativos cualificados (que venían acompañados de algún tipo de enmienda o matización por escrito) y 10 negativos. Tres semanas después, el 18 de noviembre, se votó de nuevo el texto, una vez introducidas modificaciones derivadas de las enmiendas incluidas en los votos cualificados. El 99% de los padres estuvo de acuerdo con el resultado.
El gran logro político de la revisión fue orillar el tema
de la Virgen como madre de la Iglesia. El término no fue incluido, pero el
parágrafo 53 dice: “La Virgen (…) es reconocida y honrada como verdadera Madre
de Dios y del Redentor”; expresión que se vendió como más o menos equivalente.
En cuanto al tema de la Mediatrix, la solución se abordó
en el parágrafo 62, muy trabajado por el cardenal, Ruffini y el obispo Ancel,
con el texto: “La Bienaventurada Virgen es invocada en la Iglesia con los
títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora. Sin embargo, se entiende
de manera que no quite ni añada nada a la dignidad y eficacia de Cristo, único
mediador”. Con esta frase, los conservadores quisieron dorar un poco la píldora
de los progres; pero la cosa es que la progresfera no tragó. Todavía después de
celebrado el concilio, uno de los expertos del bando progresista, el profesor
Óscar Cullmann, teólogo protestante que estaba en Roma paniaguado por el
Secretariado para la Promoción de la Unidad entre los Cristianos, expresó
públicamente su decepción por que la Virgen hubiera sido calificada de
mediadora, indicando que todo el culto a la Virgen de la Iglesia católica iba
en la dirección contraria.
El concilio siguió con el que fue, sin duda alguna, el texto más complicado de todos los que discutió: el relativo a la libertad
religiosa. Este texto no sería aprobado hasta, literalmente, el último día de
concilio, y conoció seis versiones diferentes; algo por lo que no tuvo que
pasar ninguna otra formulación conciliar.
Inicialmente, el texto incluía algunos parágrafos sobre la
relación entre la Iglesia y los Estados. Sin embargo, ya en la primera reunión
de la Comisión Coordinadora, en enero de 1963, se lo cargaron. Fueron, sin
embargo, varios los obispos los que, durante la segunda sesión, habían
intervenido para decir que algo tendrían que decir las futuras constituciones
del Vaticano II sobre la relación entre Iglesia y Estados. En buena medida,
esta demanda llegaba de los países con fuerte presencia protestante, puesto que
esta definición era otra de las demandas que los reformados hacían en relación
con la reforma de la ICAR. Sin embargo, a muchos obispos les daba miedo meterse
en ese berenjenal, que consideraban muy peligroso.
La madre del cordero era la libertad religiosa. Muchos
padres conciliares, de tendencia progresista, consideraban que abordar el tema
de la relación entre Iglesia y Estado era avanzar en el ecumenismo, en decir,
en el acercamiento a otras Iglesias separadas. Ese acercamiento, sin embargo,
pasaba por posicionarse claramente en el asunto de la libertad religiosa; pero
ése era un tema en el que estaba muy lejos de respirarse un consenso en la
sala.
El Secretariado para la Promoción de la Unidad entre los
Cristianos del cardenal Bea, de hecho, llevaba trabajando desde su fundación en
1960 en una doctrina sobre la libertad de cultos. El texto elaborado fue
estudiado por la Comisión Preparatoria del concilio en el verano de 1962; y de
nuevo por la Comisión Coordinadora en enero de 1963. Ésta última autorizó la
introducción del texto del secretariado en aquel escrito que se considerare más
adecuado. El texto, sin embargo, tenía que pasar por la Comisión Teológica,
donde mataron el partido. Se dijo, y yo creo que es bastante verdad, que
Ottaviani, el presidente de dicha Comisión, no tenía ninguna gana de sacar
aquel tema a la palestra, y que lo retuvo; pero, finalmente, ante las presiones
desde dentro y fuera del concilio, tuvo que hacerlo. De esta manera, el
cardenal Bea distribuyó su texto el 19 de noviembre de 1963, integrado como
capítulo V en el esquema sobre el ecumenismo.
Las intervenciones, inmediatamente comenzaron a dar una de
cal y otra de arena. Porque, veramente, el tema de la libertad religiosa tiene
dos caras. Una cara, que es la que todo el mundo ve, es la de la libertad que
cada individuo tiene de creer o de no creer lo que le dé la gana. En ese punto,
las intervenciones comenzaron a destilar rápidamente la impresión de que los
padres de la Iglesia católica finisecular entendían bien el mundo en el que
vivían y que, por lo tanto, los tiempos en los que se podía aspirar a imponer
la creencia en Cristo habían pasado. Pero luego estaba, también, la otra cara
de la moneda, es decir: no sólo el hombre es libre de creer; también lo es la
Iglesia. Y, consecuentemente, en materias como la interpretación de los
Evangelios, el Estado secular no toca puto pito.
Por otra parte, la Iglesia tampoco podía estar ciega a la realidad de la represión religiosa. Como recordó el obispo Émile de Smedt, encargado de presentar el texto al concilio, en aquel mundo de 1963 la mitad de la Humanidad “está siendo privada de la libertad religiosa por varios tipos de ateísmo materialista”. Aquí, evidentemente, la Iglesia se estaba metiendo en un fregado importante. Un fregado del que, en buena parte, era y es culpable. La Iglesia, en efecto, debería haber entendido en su momento procesal (sobre todo, el siglo XIX) que el librepensamiento no era su enemigo; pero no lo hizo. “Librepensador” era, en el siglo XIX, uno de los peores insultos que se podían manejar en una sacristía. Este tipo de posturas no hizo sino exacerbar el anticlericalismo, que ya venía muy rellenito de varios siglos de aguantar chorradas; y, al fin y a la postre, generó la situación que todavía vivimos hoy en día: una situación en la que ateísmo y laicismo se confunden de manera, a veces ignorante, a veces interesada. Porque el caso es que, como acertadamente venían a denunciar los padres conciliares ahora, ser ateísta (que no ateo) y ser laicista son cosas diferentes. Una persona laicista no se mete en temas religiosos; se limita a cerciorarse de que un gobierno y una Administración no son religiosas, y todo lo demás le da igual. Un ateísta tiende a ser enemigo de la religión: la quiere limitar, la quiere prohibir. No es lo mismo el vegano que no come carne que el vegano que quiere prohibir que quienes comen carne la puedan comer. El ateo no vive el sentimiento religioso, o no lo comprende, o lo ha abandonado. El ateísta lo odia; y es curioso porque, hoy en día, apenas quedan ya ateístas que vengan de la religión, o que puedan decir que la religión les haya hecho algún mal.
El ateísmo es una religión más, con todos sus defectos. Obviamente,
también tenemos que tener en cuenta que, en los años que relatamos, estaba en toda
su sazón el bloque comunista europeo y asiático, en muchos de cuyos países se
practicaba una política antirreligiosa cerrada; esa realidad era, de hecho, la
referencia más directa de las palabras de De Smedt.
El texto, en todo caso, despertó muchas oposiciones. Como
casi todo lo elaborado en el concilio con un ojito puesto en el ecumenismo, es
decir, buscando ser aprobado por los protestantes, despertaba muchos recelos
entre los padres más tradicionales. A causa de esta oposición, los moderadores
decidieron no poner a votación el capítulo V.
El 2 de diciembre de 1963 se celebró la última reunión de
la segunda sesión del concilio. El último de los oradores ese día fue el
cardenal Bea. En un gesto para la galería, dijo estar convencido de que el
texto no se había votado por falta de tiempo, y no por la hostilidad de los
conservadores. 24 horas antes, sin embargo, el cardenal Suenens, uno de los
moderadores, lo había desmentido. En una conferencia, había confesado que los
moderadores habían decidido no pasar a votación ni el capítulo sobre los judíos
(el cuarto) ni el relativo a la libertad de culto (el quinto). De una forma un
tanto inocente, confesó que, según los moderadores, “un periodo de
enfriamiento, de discusión a través de la Prensa les daría a ambos capítulos
una mayor posibilidad de verse aprobados”.
Suenens medio comprometió que ambos textos estarían en el
frontispicio de la tercera sesión. Y lo cumplió. El 23 de septiembre de 1964,
nueve días después de la apertura de la tercera sesión, volvieron a pasear los
temas. Monseñor De Smedt presentó un informe en el que dijo que, en los meses
anteriores, se habían presentado nada menos que 380 observaciones escritas. Esto
recomendó a la Comisión darle al capítulo V del esquema sobre el ecumenismo el
estatus de esquema en sí mismo.
El debate comenzó bien. El cardenal de Boston Richard
Cushing dijo que la Iglesia Católica “debía mostrarse como la campeona de la
libertad en el mundo moderno” (qué valor…) Ottaviani, quien ya sabéis tenía un
perfil claramente conservador, intervino para decir que la Iglesia siempre había
reconocido el principio de que nadie podía ser forzado en sus creencias (qué
valor 2.0…) Pero, dijo, el texto, literalmente se pasaba. Argumentó Ottaviani
que el texto venía a decir que en todo caso en el que una persona siguiese a su
conciencia ello era digno de admiración; él consideraba que una cosa es
respetar a alguien, y otra distinta admirarla. Y yo, la verdad, creo que en
esto no le faltaba razón. Es lógico que la ICAR respete a quien crea que el
mundo fue creado por un gato primigenio que salió del culo de Satán; pero otra
cosa es que diga que creer eso es admirable. Sentenció, por lo tanto: “el
principio de que cada individuo tiene el derecho de seguir su propia conciencia
debe suponer que dicha conciencia no es contraria a la ley divina”. Es decir,
el típico principio de “te doy libertad de pensar lo que a mí me gusta que
pienses” que ha defendido la ICAR de toda la vida de Dios. También atacó el
principio de que “toda religión tiene el derecho a propagarse”, principio que
“sería muy dañino en todos aquellos países donde el catolicismo es la religión
prevalente”; es decir, se quedó a medio metro de decir “aquellos países donde
nos estamos llevando la pasta”. Más o menos en la misma línea, el
cardenal Ruffini atacó el principio de que un Estado no puede favorecer a una
religión; si eso dijera el concilio, argumentó, diversos concordatos (entre
ellos, el español) deberían revisarse.
El cardenal y arzobispo de Santiago de Compostela Fernando
Quiroga Palacio se unió al coro conservador proponiendo una total revisión del
texto. La redacción del mismo, dijo, dejaba bien claro que su principal
intención era la reunión de los católicos con los separados de la Iglesia, sin
considerar adecuadamente los riesgos a los que, según él, se sometía a la
religión católica (léase, a la pasta de la religión católica). La armada
española se completó con el cardenal José Bueno y Monreal, titular de la sede
sevillana, quien acusó al texto de ser ambiguo. Sólo la Iglesia católica, dijo,
era depositaria de la orden de Cristo de enseñar a todas las naciones.
Consideraba Bueno y Monreal que el resto de las religiones no tenían el mismo
derecho de propagación. En su opinión, el derecho a predicar las ideas propias
era inalienable para aquéllos que libremente decidiesen escuchar; pero no para
los demás. Aquellos que no quisieran atender a la propagación de religiones
falsas o enseñanzas morales dañinas estaban en su derecho de demandar que dicha
predicación pública no se produjese. Otros padres de la Curia argumentaron que
el texto subordinaba los derechos de Dios a los derechos de los hombres. Otro
español, el dominico Aniceto Fernández Alonso, hizo hilo con estos
planteamientos.
La discusión fue lo suficientemente enconada como para que
quedase claro que el texto sobre la libertad de fe no estaba maduro. El
Secretariado para la Promoción de la Unidad entre Cristianos fue de nuevo
encomendado para revisarlo.
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