lunes, noviembre 18, 2024

Mao (53): El año que negociamos peligrosamente

Papá, no quiero ser campesino
Un esclavo, un amigo, un servidor
“¡Es precioso, precioso!”
Jefe militar
La caída de Zhu De
Sólo las mujeres son capaces de amar en el odio
El ensayo pre maoísta de Jiangxi
Japón trae el Estado comunista chino
Ese cabronazo de Chou En Lai
Huida de Ruijin
Los verdaderos motivos de la Larga Marcha
Tucheng y Maotai (dos batallas de las que casi nadie te hablará)
Las mentiras del puente Dadu
La huida mentirosa
El Joven Mariscal
El peor enemigo del mundo
Entente comunista-nacionalista
El general Tres Zetas
Los peores momentos son, en el fondo, los mejores
Peng De Huai, ese cabrón
Xiang Ying, un problema menos
Que ataque tu puta madre, camarada
Tres muertos de mierda
Wang Ming
Poderoso y rico
Guerra civil
El amigo americano
La victoria de los topos
En el poder
Desperately seeking Stalin
De Viet Nam a Corea
El laberinto coreano
La guerra de la sopa de agujas de pino
Quiero La Bomba
A mamar marxismo, Gao Gang
El marxismo es así de duro
A mí la muerte me importa un cojón
La Campaña de los Cien Ñordos
El Gran Salto De Los Huevos
38 millones
La caída de Peng
¿Por qué no llevas la momia de Stalin, si tanto te gusta?
La argucia de Liu Shao Chi
Ni Khruschev, ni Mao
El fracaso internacional
El momento de Lin Biao
La revolución anticultural
El final de Liu Shao, y de Guang Mei
Consolidando un nuevo poder
Enemigos para siempre means you’ll always be my foe
La hora de la debilidad
El líder mundial olvidado
El año que negociamos peligrosamente
O lo paras, o lo paro
A modo de epílogo  

 

Mao Tse Tung había querido tener relaciones con los EEUU desde que Stalin no le miraba con ojitos. Era por ver de acceder a su tecnología nuclear; máxime cuando otros líderes de la misma reata, como el rumano Nicolae Ceacescu, lograron abrir ventanucos en la cerrada muralla de la Guerra Fría. Washington, sin embargo, contestó que no hablaba bien el chino. En 1969, cuando Nixon llegó a la Casa Blanca, expresó su voluntad de tener contactos con Pekín; pero esa vez fueron los guerreros de terracota los que le dijeron que no mamase. En junio de 1970, sin embargo, era claro que el manifiesto de Tiananmen del 20 de mayo no había servido para nada. China caminaba hacia la inanidad mundial, y Mao tenía ya 76 palos. Había que hacer algo. Así que el líder de la revolución mundial decidió invitar a merendar en su casa al líder del mundo libre.

Esa invitación, sin embargo, había que hacerla con cuidado. Como cuando le mandas un Whatsapp a la tía buena del instituto; no puedes parecer desesperado. En octubre, Chou utilizó a los rumanos, quienes desde que se habían posicionado contra la URSS en el tema de Checoslovaquia (véase aquí y aquí) tenían bastante buen rollo con Washington, para transmitir la idea de que, si Nixon visitaba China, podría pedir pato laqueado y todo. El 11 de enero de 1971, la invitación llegó a la avinguda de Pensilvania. El 29, Kissinger contestó que agradecía mucho el mensaje y tal; pero que una visita del presidente sería algo prematuro y, añadió, embarazoso.

Este atasco de las cosas fue lo que activó lo que entonces se llamó “diplomacia del ping-pong”, en la que participa Forrest Gump en la película del mismo nombre.

La revolución cultural había cortado en seco la presencia de deportistas chinos fuera de China. Uno de los primeros que rompió esa regla, en el marco de la moderación creciente del régimen, fue el equipo chino de tenis de mesa, en marzo de 1971, puesto que viajaron a Japón para el campeonato mundial. A los jugadores, además, se les liberó de la obligación de agitar ante el público el Libro rojo; gesto que era como el saludo fascista que tenían que hacer toreros y jugadores de fútbol al principio del franquismo.

Los chinos llevaban instrucciones precisas sobre los jugadores estadounidenses, que también estaban allí. Se les prohibió estrechar sus manos ni iniciar conversaciones con ellos. Sin embargo, el 4 de abril, en un gesto que, en mi opinión, tuvo de espontáneo lo que Gonzalo Miró de epistemólogo, un jugador estadounidense, Glenn Cowan, entró en el autobús de los chinos; y el campeón chino Zhuang Ze Dong decidió pegar la hebra con él. La foto de los dos jugadores estrechando sus manos dio la vuelta al mundo, y gustó enormemente a Mao, quien opinó que Zhuang era “un gran diplomático”, Aún así, cuando el equipo USA expresó su interés de ser invitado, como lo estaban siendo otros, a ir a Pekín, Mao vetó la oferta.

Esa noche, Mao cenó con su asistente y más que probable amante, Wu Xu Jun. Estaba totalmente empastillado, como siempre que tenía mucho estrés. Al levantarse de la mesa, más dormido que despierto, le balbuceó a Wu que llamase al ministro de Asuntos Exteriores; y añadió: “que invite a los americanos”.

Aquello causó una gran duda en el cuartel general del líder. ¿Eran sus instrucciones sinceras las que había dado horas antes, totalmente despierto; o las que había dado ahora, medio comatoso? Así que Wu le preguntó varias veces, en todas las cuales Mao confirmó que lo que quería era que fuesen invitados. De hecho, empastillado como estaba, esperó despierto hasta que Wu regresó y le dijo que la orden había sido cursada.

La decisión crepuscular de un Mao drogado se reveló como la más acertada. Nixon se enfrentaba a una campaña presidencial en 1972, y aquello era el tipo de gesto que necesitaba para dar el último golpe de riñones (bueno, eso y espiar a los demócratas; pero ésa es otra historia). Secretamente, en el mes de mayo ambas partes ya habían acordado que el presidente Nixon visitaría China.

Henry Kissinger estuvo en secreto en Pekín en julio de 1971, para elegir las pastas del cofee break. Llevaba la orden de Nixon de ser súper amable; de hacer ofertas sin reclamar pagos. Kissinger ofreció, por ejemplo, abandonar al viejo socio taiwanés y reconocer diplomáticamente a la República Popular de China en enero de 1975, siempre y cuando Nixon ganase las elecciones del 72. El paquete incluía la entrada de China en Naciones Unidas, con veto en el Consejo de Seguridad. Kissinger también aseguró que los estadounidenses informarían a los chinos de los acuerdos que negociasen con los soviéticos, en un momento en que estaban comenzando las negociaciones SALT. El vicepresidente, Nelson Rockefeller, le dio a los chinos montones de información clasificada, entre otras cosas los datos precisos de los movimientos de tropas soviéticas en su frontera. Kissinger, además, prometió que los estadounidenses se irían de Viet Nam en doce meses; y que abandonarían al gobierno de Viet Nam del Sur. Los diplomáticos estadounidenses ni siquiera preguntaron por lo básico (garantías chinas de que no habría una segunda invasión de Corea). Tampoco pidieron ni que los chinos rebajasen la ayuda a Viet Nam, ni que cambiasen su discurso público mundial rabiosamente antiamericano.

Tal nivel de comepollismo funcionó. Cuando Mao fue informado de las conversaciones, se dejó llevar por una corriente de optimismo. La verdad, quedó convencido de que Nixon era un idiota al que podría manipular a placer.

Nada más regresar Kissinger a los EEUU, se anunció oficialmente tanto la invitación de los chinos al presidente USA, como su aceptación. En octubre, Kissinger regresó a Pekín, esta vez ante los ojos del mundo. El día 25, la RPC entró en la ONU.

Nixon llegó a China el 21 de febrero de 1972. Nueve días antes, Mao sufrió un nuevo desmayo que lo dejó casi en coma. Pero cuando llegó, estaba bien, y muy excitado. De hecho, tenía tantas ganas de ver al presidente que, según recordó Kissinger, cuando Nixon estaba a punto de darse una ducha, apareció Chou En Lai diciendo que se diera prisa, que el chairman esperaba.

Mao y Nixon se vieron una sola vez en esa visita, y relativamente poco tiempo: una hora; lo cual, si descontáis la interpretación consecutiva, verdaderamente no es mucho. Fue un encuentro durante el cual Mao evitó entrar a fondo en todos los temas espinosos. Nixon preguntó por Taiwan, Corea y Viet Nam; Mao reaccionó como si fueran futesas sin importancia, y contestó que eso eran cosas del primer ministro. En un detalle muy importante, que Nixon aceptó, los chinos se empeñaron en que en el encuentro no hubiese intérpretes estadounidenses.

El resultado de la reunión fue que Mao salió de ella convencido de que podía presionar a Nixon; de que el americano era un hombre debilitado por las obligaciones de su democracia (un sentimiento bastante común entre los fascistas comunistas). Los chinos, de hecho, forzaron la máquina para que el comunicado final no fuese un comunicado conjunto, sino un texto en el que cada una de las partes dijo lo que le pareció. Los chinos usaron su mitad para insultar a los Estados Unidos. Los estadounidenses se cuidaron mucho de criticar a Mao en su parte.

Aquello, sin embargo, no terminó de funcionar para Mao. Por mucho que intentaba evitarlo, se hacía bastante evidente que estaba en buenos términos con su otrora enemigo. De hecho, su gran amigo en el bloque comunista, Enver Hoxha, le escribió una carta de nueve páginas poniéndolo a parir por sentarse a hablar con según qué gente. Pero, con todo, el principal problema fueron los comunistas vietnamitas. En Viet Nam pensaban que Mao los podía usar de moneda de cambio (como EEUU usó a Taiwan). Inmediatamente después de marcharse Nixon, Chou fue a Hanoi para dar explicaciones, y allí Le Duan le pudo hablar más alto, pero no más claro: “Viet Nam es nuestra nación, y vosotros no tenéis ningún derecho a discutir nuestro futuro con los Estados Unidos”. Para poder mantener su imagen de país buen rollo revolucionario, China multiplicó su ayuda a otras naciones del mundo, por supuesto, a costa del esfuerzo de sus propios ciudadanos (los dirigentes siguieron bebiendo vodka y puliéndole putas). Los años 1973-76 regresó el hambre al campo chino.

En esencia, lo que había pasado era que un candidato a presidente de los Estados Unidos había puesto por delante los intereses de su campaña electoral sobre la política exterior de su país. El resultado fue que Nixon blanqueó la imagen de Mao ante el mundo occidental, en una operación tras la cual yo creo que Mao ya nunca ha vuelto a estar en el puesto de Gran Hijo de Puta donde debería estar. Exactamente igual que pasó en Yalta, importantes prohombres estadounidenses comenzaron a decir cosas muy positivas del desarrollo de China, algunos sin conocer el país y otros, aún peor, conociéndolo.

La actitud de Nixon fue tan pastueña que Mao, que vivía obsesionado con la idea de ser atacado por la URSS, comenzó a coquetear con la idea de acceder a la tecnología nuclear estadounidense. Llegó a proponer una alianza mundial entre EEUU. China, Japón, Pakistán, Irán, Turquía y Europa; todo ello bajo la dirección de Washington. En su histeria por “demostrar” que China y EEUU no es que pudieran ser aliados, es que eran aliados naturales, Mao le dijo a a Kissinger que ambas naciones tenían un enemigo común en Asia. ¡Viet Nam! Un gobierno unificado y comunista en Indochina, dijo Mao, era “una pesadilla estratégica para China”.

El 16 de marzo, Nixon le escribió una carta secreta a Mao en la que le decía que, para la política exterior estadounidense, era fundamental la integridad territorial china; fue todo lo lejos que llegó Washington a la hora de sugerir que podría defender a China de un ataque de la URSS. Kissinger le dijo que a los chinos que un súper selecto grupo de trabajo secreto en Washington estaba trabajando en aquel tema, buscando alternativas que suponían el emplazamiento de armas nucleares estadounidenses en territorio chino. La colaboración efectiva que surgió de aquellas conversaciones prácticamente creó la industria aeronáutica civil china, que hasta entonces no existía.

En junio de 1973, Leónidas Breznev le advirtió a Nixon y a Kissinger que, si seguían haciendo la cucharita con los chinos, la URSS tomaría “medidas drásticas”. Esto lo dijo Breznev estando en la Casa Blanca; lo que no sé si sabía era que un enviado chino estaba, mientras él hablaba con Nixon, en el Ala Oeste, esperando noticias. De hecho, la conversación de Breznev le fue referida por Kissinger; cosa que ni el secretario de Estado, ni su jefe, hicieron con el propio gobierno estadounidense, ni por supuesto los países aliados.

A mediados de mayo de 1972, tras la visita de Nixon, a Chou En Lai le diagnosticaron cáncer de vejiga. El tumor estaba en las primeras fases, y era operable. El 31 de mayo, Mao ordenó tres cosas. La primera, que ni Chou ni su mujer fuesen informados. Dos, que cesasen los reconocimientos. Tres: nunca habría cirugía. Chou, literalmente, acabó sufriendo, y muriendo de, un cáncer del que se podría haber curado. Mao no quería que Chou le sobreviviese bajo ninguna circunstancia.

Aunque los doctores obedecieron, Chou se empezó a coscar de que no paraban de decirle que se hiciera análisis de orina. Se puso a leer libros de medicina, y acabó por imaginarse el mojo. A partir de ahí, le llegó la obvia angustia de desear un tratamiento. Mao decidió explotar eso, y le dijo a Chou que, si quería tratamiento, debería realizar una profunda autocrítica de su labor ante 300 altos dirigentes del Partido.

Chou obedeció. Redactó un discurso monstruo (invirtió tres tardes en leerlo entero) de un patetismo tal que hubo gente en su audiencia que no lo soportó. La tesis final de la confesión era que nunca había querido, y nunca querría, sustituir a Mao.

A pesar de una mamada de esas proporciones, Mao no quedó contento, y siguió negándole tratamiento. A principios de 1973, Chou meaba sangre; fue entonces cuando los doctores le informaron, por primera vez, de lo que ya sabía. Aun en esta situación, el 7 de febrero Mao prohibió un reconocimiento exhaustivo porque, dijo, Chou ya era suficientemente viejo para morir. Aquel mes, sin embargo, Kissinger estuvo en Pekín, y Chou lo hizo tan bien presentando adecuadamente el deseo de Mao de una alianza, que el líder finalmente aceptó que fuese tratado. Sin embargo, impuso que el tratamiento debería tener dos etapas, y que la solución quirúrgica sólo se podría plantear en la segunda. Es decir: en la práctica, le negaba al enfermo la única, ya remota, posibilidad de curación. El jefe de cirugía, sin embargo, tenía claro que no habría segunda etapa. Así pues, en marzo, durante la revisión de Chou, le extirpó el tumor. Mao, ante el fait accompli, lo felicitó.

El buen rollo, sin embargo, no duró. En junio de 1973, Breznev y Nixon firmaron un acuerdo para prevenir la guerra nuclear. Kissinger le había dicho a Mao que Washington quería acabar con “la bipolaridad del mundo”. Pero, a todas luces, había mentido. El mundo volvía a ser cosa de dos, y ninguno de los dos tenía los ojos rasgados.

Incapaz de encontrar culpables dentro de su cuerpo, Mao decidió que la culpa era de Chou. En julio, le arrancó al Politburo una condena del ministro, quien fue sometido a una nueva sesión de autocrítica. En noviembre, Kissinger, ya secretario de Estado, regresó a China. Llegó para decir que las condiciones en Estados Unidos impedían totalmente el abandono del apoyo a Taiwan y el reconocimiento de China. Los EEUU, de hecho, nunca reconocieron a Mao. Kissinger traía también otra mala noticia: no habría, nunca, armas nucleares estadounidenses en suelo chino. Bajo ninguna circunstancia.

¿Qué había pasado? Pues el escándalo Watergate, nada más. Un caso de desafío presidencial a la Constitución estadounidense que acabaría con la presidencia de Nixon en diez meses, y que acabó, en paralelo, con toda posibilidad de acuerdo entre Nixon y Mao; aunque yo creo que, de todas formas, lo que prometió el Kissinger asesor de un candidato a presidente no se habría parecido mucho a lo que hubiese ofrecido un Kissinger secretario de Estado. Sea como sea, el escándalo Watergate acabó con Mao, y con sus sueños de ser una súper potencia mundial.

Y ya estaba. Ochenta años, cada vez más débil; y la meta que se había marcado ni siquiera se veía aún. Mao Tse Tung moriría sin ver el mundo a sus pies.

Por supuesto, la frustración del anciano cabrón se vertió sobre Chou Tolai. Nada más marcharse Kissinger de China, todos los altos funcionarios de Exteriores fueron aleccionados de que deberían criticar abiertamente y en su cara a su jefe, Chou En Lai, por ser un Tolai. Fueron sesiones de crítica en las que Chou estuvo, a menudo, pinchado a una bolsa de plasma sanguíneo; el tumor había vuelto. Incluso la mujer de Chou lo acusó de ser un “vendido a los estadounidenses”.

En un determinado momento, sin embargo, Mao ordenó que dejasen a Chou en paz. Lo necesitaba. El último gran servicio que rindió el ministro a su viejo jefe (porque eso de que eran amigos supongo que no lo tendría muy claro) fue cuando los EEUU se marcharon de Viet Nam, el Estado de Viet Nam del Sur colapsó, y Chou consiguió la ocupación china de las islas Xisha, que también querían los vietnamitas. Para entonces, Chou recibía dos transfusiones a la semana. La sangre a veces se le concentraba en la uretra, impidiendo que orinase. En esos casos, un desesperado Chou En Lai se ponía a saltar o a dar vueltas en el suelo, para tratar de mover la sangre coagulada y poder orinar.

El 9 de mayo, los doctores le propusieron a Mao una nueva operación. Contestó: “no más operaciones, y no quiero volver a oír hablar del tema”. Chou se lo pidió de rodillas y, finalmente, Mao aceptó que, después de que viese al primer ministro malayo Tun Razak, lo pudiesen tratar. Chou recibió a Razak, estableció relaciones diplomáticas con Malasia, e ingresó en el hospital el 1 de junio. Finalmente, tuvo la cirugía que dos años antes le habría salvado la vida. Murió 19 meses después. Antes que Mao, por supuesto.

Un mes después de la operación, en el hospital, Chou En Lai recibió una información muy reservada: Mao Tse Tung, quien para entonces apenas veía, tenía una enfermedad rara e incurable (según a quien leas, Mao tenía Parkinson o ELA). Le quedaban dos años de vida.

Decidió guardársela. Lo que no sabemos es si fue por sentido de Estado, o porque pensó: “donde las dan, las toman. Yipi ai yei, hijo de puta”.

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