miércoles, junio 30, 2021

Watergate (y 15): Barbara Jordan, Christine Chubbuck, y el final

    ... y, al final, alguien escuchó al juez John Sirica

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Barbara Jordan, Christine Chubbuck, y el final 


Después de una espera que a todos se les hizo excesiva, llegó la nota de prensa en la que el presidente reaccionaba a la decisión del Supremo. Nixon no escondía su decepción con la decisión, pero afirmaba que la respetaba y la acataba (otro clásico del lenguaje político: tratar de venderte como una concesión suya algo que tienen que hacer sí o sí).

Minutos después, el presidente Peter Rodino abría la sesión del Comité Judicial.

El comité tenía que discutir nueve posibles causas de impeachment. Estas alegaciones iban desde el papel de Nixon a la hora de aceptar dinero de la ITT o de la industria láctea hasta las actuaciones en las que se había negado a cumplir las órdenes judiciales y del Congreso. También estaban los bombardeos semisecretos de Camboya, la obstrucción a la Justicia, el abuso de poder en el uso de la CIA, el mal uso de fondos federales, las mentiras, todo. Y, sobre todo, la acusación de que, utilizando el IRS, el FBI y el Servicio Secreto en su estricto interés, habían “conculcado los derechos constitucionales de la ciudadanía”.

Edward Hutchinson, el portavoz de los republicanos en el comité, afirmó en su intervención de salida que no consideraba que hubiera evidencias suficientes como para sostener todas esas acusaciones. Los demócratas, sin embargo, contestaron afirmando la naturaleza extraordinaria de los hechos que estaban analizando, inusitados en los 198 años de existencia de la República.

La discusión fue larga, compleja, y apenas sirvió para ahondar las diferencias existentes en el comité en lo relativo al juicio político del presidente. William Hungate, congresista demócrata de Misuri, llegó a decir, en frase que yo creo que se acercaba bastante a la realidad, que si en ese momento un elefante entrase en la sala, los republicanos argumentarían que no existen pruebas de que no fuese un ratón con un problema glandular. Tuvo que ser una mujer tejana, Barbara Jordan, la que bajase todo aquel cafarnaún a la tierra de nuevo, al recordar que lo que se estaba planteando el comité no era si el presidente era culpable, sino si el Senado debía juzgar precisamente eso. Recordó que las cintas del 23 de junio 1972 demostraban con claridad que el presidente supo aquel día que dinero procedente de su comité de reelección había sido encontrado en posesión de uno de los ladrones del Watergate; que Howard Hunt había cometido ilegalidades en favor de Nixon; y que en las cintas se escuchaba a Nixon discutir la mejor forma de librarle del marrón. Y citó a Madison cuando dijo que “todo presidente que trate de subvertir la Constitución es impeachable”.

El discurso de Barbara Jordan, que tenía quince minutos para hablar y habló trece (porque esos políticos que, en la tele, se pelean con su cronómetro, suelen ser torcidos ejemplos de lerdez), que pespunteó de referencias a Madison, a The Federalist; que fue, por lo tanto, el discurso de una mujer representante parlamentaria que había hecho su trabajo, que en lugar, o además, de reunirse con éstos o aquéllos, también era leída, y reflexionaba, y tenía una idea de Estado; el discurso de Barbara Jordan, digo, es una de esas cosas que se olvidan y, en ese olvido, queda claro lo imbéciles que solemos ser, lo muy poco que nos interesa la política, y lo muy poco que valen nuestros políticos. Negra y tejana, diagnosticada de esclerosis múltiple más o menos un año antes de su discurso, lo tenía todo para la mierda; pero tocó el cielo con un discurso vibrante que, en mi opinión, debería estudiarse en cualquier aula de Derecho Constitucional, aunque la Constitución estudiada sea otra; suponiendo, claro, que el catedrático de turno no sea un tuercebotas.

Dentro del comité había ya movimientos que buscaban encauzar el partido en lo posible. Estaba, por ejemplo, el conocido como Sarbanes Substitute, un artículo de impeachment que acusaba al presidente de violar su juramento de preservar, proteger y defender la Constitución por obstruir la Justicia e impedir la investigación de los sucesos ocurridos en el complejo Watergate.

Esta acusación era el producto de la colaboración entre siete republicanos y siete demócratas, todos ellos cercanos a Nixon. Todos ellos, pues, eran personas naturalmente partidarias del presidente, pero que habían llegado a la conclusión de que Nixon debía ser juzgado políticamente, aunque de una manera, digamos, desapasionada. Los redactores se hicieron famosos como The Fragile Coalition.

Para entonces, estaba claro que de los 21 demócratas del comité, 18 votarían a favor del melocotoneo del presidente bajo cualquiera de los cargos que se habían propuesto. Entre los 17 republicanos, había 10 que parecían dispuestos a defender a Nixon en todo caso. La situación estaba tan enfrentada que dio argumentos a la Frágil Coalición en favor de un proceso tranquilo. Y se llevaron el gato al agua, 27 a favor, 11 en contra. Si el 71% del comité votaba a favor del impeachment, todas las apuestas eran de que se produciría.

Nada más votar, Rodino ordenó que se desalojase la sala a pelo puta. Habían llegado informes de que había despegado un avión que pretendía estrellarse contra el edificio Rayburn o, tal vez, el Capitolio (un tipo de atentado que, como sabemos, tardaría 27 años en producirse). Se hablaba de que había “unidades militares fieles al presidente”, en un lenguaje desconocido en un país que está acostumbrado a que todas las unidades militares sean fieles al presidente.

El país estaba como estaba. Inflación del 12%. El barril de petróleo, que menos de un año antes costaba 2 dólares con 70, valía entonces 11 pavos. Algunos días antes de los hearings del comité, una presentadora de televisión había hecho historia con un episodio que yo creo que tenía en la cabeza Sidney Lumet cuando filmó Network en 1976. La mujer, Christine Chubbuck, presentaba un programa de charlas llamado Suncoast Digest. El dueño de su cadena, sin embargo, había dado órdenes de dar prioridad a las noticias con sangre, por lo que el tiempo de su programa fue recortado porque había un tiroteo en un restaurante. Cuando pasó aquello, la presentadora dijo a cámara: “en coherencia con la política del Canal 40 de facilitarles lo último en sangre, van a ser ustedes testigos de un suicidio”; y se disparó en la cabeza.

Una semana después de la reunión del comité, John Connally, un prometedor político que parece ser Nixon esperaba que fuese su sucesor, fue encontrado culpable en el caso del dinero de los lecheros; asimismo, John Dean también fue sentenciado. Los cargos propuestos por la Frágil Coalición relacionados con la obstrucción a la Justicia y la desobediencia de órdenes judiciales fueron apoyados. El 66% de los estadounidenses apoyaba la expulsión de su presidente.

La Casa Blanca pospuso la reunión habitual de Prensa de los lunes a las 11. Ese mismo día, Woodward y Bernstein publicaron en el Washington Post que la razón era que en las nuevas transcripciones que tenían que facilitar había aparecido algo jodido. Un montón de periodistas que, debido a las fechas, se habían ido de vacaciones, fueron convocados de vuelta a pelo puta. Miembros de la Frágil Coalición que también se habían ido, regresaron aussi.

Tras mucho esperar y mucha rumorología, Ron Ziegler apareció por fin en la sala de prensa a mediodía. Tenía los ojos rojos y se limitó a anunciar que el presidente hablaría en televisión esa noche. Así, a la hora de los informativos de la tarde, se supo que Nixon había admitido que había guardado evidencias frente al Comité Judicial.

Woodward y Bernstein habían acertado. En las nuevas transcripciones, había una del 23 de junio de 1972 en la que Nixon hablaba con Haldeman, acerca de cómo usar a la CIA para bloquear la investigación del FBI sobre el blanqueo de dinero a través de México. That’s the way we’re going to play it, se escuchaba decir a Nixon: así es como lo vamos a hacer.

George W. Bush, presidente del Comité Nacional Republicano, hizo pública una carta abierta a Nixon: “querido presidente, es mi opinión que deberías dimitir ahora”.

El miércoles, 7 de agosto, todavía el Washington Post titulaba: Nixon says he won’t resign. A Nixon ya casi ni le quedaban partidarios aunque, eso sí, los que le quedaban eran para toda la vida. Earl Landgrebe, republicano de Indiana, declaró en la televisión: “estoy con mi presidente incluso aunque fuera para que nos sacasen a la calle y nos disparasen”; confrontado por su entrevistador con las evidencias del caso, se limitó a decir: “no trate de confundirme con datos”.

Finalmente, el jueves, 8 de agosto, Richard Nixon apareció a las nueve de la noche en la televisión. Era su trigésimo séptimo discurso televisado como presidente. En la calle, mucha gente esperaba un golpe militar. Pero el presidente le dijo a los estadounidenses que, aunque la dimisión era abhorrent to every instinct in my body, había llegado a la conclusión de que “ya no tengo una base suficiente en el Congreso que justifique continuar el esfuerzo”.

Su dimisión, dijo, sería efectiva a mediodía del día siguiente.

Lo que lo había terminado todo había sido el nuevo detalle de las transcripciones y, sobre todo, que horas antes Nixon había sido informado de que no contaba con el tercio de senadores necesario para esquivar los melocotones constitucionales.

Y así terminó la vida política de un presidente norteamericano que yo creo que casi nadie considera el mejor; pero que, probablemente, sí que está entre los más ambiciosos de entre todos los inquilinos de la Casa Blanca.

Richard Nixon, sin embargo, ha sido como el buen Rioja. Ha conseguido algo que han conseguido pocos presidentes estadounidenses, que es envejecer bien. La figura de Nixon plantea muchos problemas difíciles de resolver en la política estadounidense, y es por ello que resulta un personaje tan apasionante.

En primer lugar, Nixon plantea la polémica del hombre gris pero efectivo frente al político con carisma, con mucho frufrufrú, pero poco ñiquiñiqui. La personalidad contra la que siempre se compara a Nixon es John Fitzgerald Kennedy, su gran rival. Kennedy nunca será bajado del pedestal donde está porque cuenta con algo que es muy importante frente a la Historia, y es la muerte por martirio. Siendo JFK el Salvador Allende del capitalismo, so to speak, siempre serán más los que lo consideren mejor presidente de Nixon. Sin embargo, también es cierto que siempre habrá alguien que recuerde que Nixon, al fin y al cabo, fue quien cerró lo que Kennedy abrió y, además, no supo cerrar.

En segundo lugar, están sus indudables éxitos de política internacional. Es en este sentido en el que me parece a mí que comparar a Nixon con Kennedy es un error; en realidad, si hay un personaje con el que tiene bastantes paralelismos, es Milhail Gorvachov; otro político bastante odiado por los suyos y admirado por todos los demás. Canta Silvio Rodríguez en Playa Girón: si alguien roba comida/y después da la vida/¿qué hacer? Ésta es, un poco, la gran cuestión alrededor de Richard Nixon. Resulta escalofriante pensar que el hombre que estaba poniendo los cimientos de la economía internacional tal y como la conocemos (una economía fuertemente denostada, pero que puede exhibir más éxitos en la reducción mundial de la pobreza que ningún otro experimento en 3.000 años); que el hombre que estaba dando un tono más racional a la Guerra Fría; que el hombre que estaba iniciando la desnuclearización de la Tierra; que el hombre que estaba haciendo todo eso, al mismo tiempo, estaba discutiendo con sus más cercanos la mejor forma de usar a la CIA contra el FBI, la mejor forma de esconder crímenes al escrutinio de los jueces, la mejor forma de blanquear dinero de oscuros orígenes; la mejor forma de engañar, de mentir, de cometer crímenes.

Ésta es la gran duda que plantea la historia de Richard Nixon. El hombre que se miccionó conscientemente en la Constitución americana no fue, ni mucho menos, un presidente egoísta e inútil. Pero no está nada claro que sea buen negocio darle cuartelillo.

Y, desde luego, lo que nos queda es el caso Watergate. Una especie de Catón perfecto sobre la corrupción política. Un ejemplo impagable de lo que el político aún no pillado, medio pillado y totalmente pillado hace, y dice. La forma que tiene de tratar de convertir sus problemas particulares en problemas generales, en temas-país. Los métodos de que echa mano para tratar que los ciudadanos se sientan culpables por querer auditarlo. Un esquema de cosas que siempre sigue reglas muy estrictas:

1) Ante la acusación, negarlo todo. Después de negarlo todo, hacer un juicio de intenciones del acusador; procurar que la gente no se pregunte si lo hiciste, sino por qué el otro está tan interesado en acusarte de que lo hicieras.

2) Poner en marcha la fábrica de humo. Todo gobierno que de tal se precie tiene en el cajón proyectos normativos o políticos que ha descartado por caros, por imposibles, por irracionales, por ser, incluso, auténticas subnormalidades. Rescatémoslos. Convirtamos la corrupción en una transacción: yo robo, pero bajo los alquileres. Yo miento, pero te bajo la factura de la luz. La mala suerte de Nixon, de hecho, fue el escasísimo margen que la crisis del petróleo le dejó en este terreno. De haber ocurrido en Watergate en medio de un periodo expansivo, tal vez jamás habría estado el impeachment ni medio cercano.

3) Identificación colectiva. No se me ataca a mí. Se ataca a América, a Cataluña, a las clases modestas, a todos los guapos, a todos los homosexuales, a todos los que, como yo, bizquean. 

4) Constante apelación al estricto respeto de las decisiones judiciales, mientras se trabaja para descarrilarlas. 

5) Deshacerse progresivamente de todos los colaboradores molestos. Hoy pongo la mano en el fuego por mi asesor; en tres semanas, cuando lo imputen, lo apelaré de rata asquerosa y me quejaré de que me engañó.

6) Cuando ya sólo quedes tú; cuando ya no quede nadie a quien engañar, ni prueba con la que contestar las pruebas. Cuando estés acorralado, juega la baza del vértigo: detrás de mí, el Diluvio.

Conocer el caso Watergate es la mejor forma de vacunarse contra el engaño. Ahora bien, si, en el fondo, lo que pasa es que tú quieres ser engañado, ahí ya no podemos ayudarte. 

Te lo cantaba Rubén Blades: si nasiste p’a martillo, del cielo te lloverán los clavos

1 comentario:

  1. Me ha gustado mucho la serie. Me ha encantado cómo además has narrado el ambiente en que se descubrió el Watergate y cómo contribuyó a un verdadero momento nacional de vergüenza y decepción. Te lo comenté en una entrada anterior: a Nixon le ha tocado el sambenito de todo lo malo de entonces cuando, aunque desde luego hizo méritos para recibirlo, no todo fue culpa suya, como el suicidio de la pobre reportera. Desde entonces, en EEUU perciben que dejaron una Edad Dorada, esa de la que hablaba Trump con su famoso eslogan: Haced América grande otra vez.

    Por otro lado, siento total admiración por esos políticos, de un partido o del otro, que a la hora de la verdad antepusieron la honestidad frente a todo lo demás. Miedo me da pensar ver cuántos así hay hoy en día...

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