lunes, junio 12, 2023

El otro Napoleón (42: La Expo)

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica


 


El Cuerpo Legislativo recibió las palabras de su emperador con extremada frialdad. Lo aplaudieron menos que la Salchipapa. Lo que siguieron, aquel día y los siguientes, fueron debates un tanto rudos que apenas eran cortados por Walewski, quien cada vez tenía más dificultades a la hora de esconder sus simpatías por la oposición. Finalmente, él mismo acabó por tener claro que debía dimitir. Luis Napoleón lo sustituyó por alguien más neutral, el industrial Eugène Schneider, creador del mayor grupo industrial de su tiempo en Francia, la factoría Creusot. El hombre coloquialmente conocido como le lapin blanc. Rouher, en todo caso, siguió haciendo de las suyas, e hizo votar una ley municipal que centralizaba todo el poder local en las manos de alcaldes y prefectos.

En esa situación de preguerra larvada se habría de abrir la primavera de aquel 1867 la Exposición Universal de París. Mucho más grande que la de 1855, esta vez no cupo en el Palacio de la Industria y, por eso, hubo de moverse al Campo de Marte.

En otro gesto muy propio del político moderno, Luis Napoleón concibió la Exposición de 1867 como la ocasión para un político como él, venido a menos y cada vez más acorralado por los problemas y las decepciones, para labrarse una nueva imagen internacional. Como no podía ser de otra manera, a la cita fueron invitados todos los estadistas del mundo, así pues por allí se dejaron caer el rey de Grecia, Leopoldo II de Bélgica, así como Federico, el príncipe heredero de Prusia.

Finalmente, arribó a París el Zar, acompañado de Gortchakov y de sus dos hijos. Para Napoleón, el principal problema era que el autócrata ruso pudiese tener algún tipo de encuentro con el káiser Guillermo si aparecía, o con su hijo. El emperador puso a disposición del monarca ruso el palacio del Elíseo. Todo tenía que salir bien, porque el proyecto de Luis Napoleón era aprovechar la visita para reconstruir la relación con San Petesburgo. El zar se dejó ver. Fue a la ópera, a la propia exposición, visitó los muchos museos de París. Un día, cuando estaba entrando en la Sainte Chapelle, de un grupo de personas que estaba viendo la escena, al parecer abogados, surgió un “¡Viva Polonia!” El zar se volvió y se les enfrentó.

Nunca se ha sabido, al menos que yo sepa, quién fue el autor del grito. Desde luego, fue francés, no polaco. Se especuló en su momento si sería Charles Thomas Floquet o Gambetta; ambos, de hecho, se acusaron mutuamente de haberlo hecho. El mismo día del incidente polaco llegó a París el káiser Guillermo. Los prusianos habían advertido por activa y por pasiva a los franceses de que se anduviesen con cuidado con las manifas y las protestas; pero la verdad es que el pueblo de París sentía por aquel tipo solemnemente vestido con un brillante uniforme blanco de coracero más curiosidad que rechazo.

El 6 de junio se celebró una gran demostración militar en el hipódromo de Longchamps. Se había anunciado la participación de 60.000 efectivos; alguien en las Tullerías, sin embargo, debió caer en que tantos efectivos podrían ser interpretados como un intento de acojonar al káiser, así que fueron reducidos a la mitad. Todo se hizo, como hoy en día, por la foto. Luis Napoleón se situó con los otros dos monarcas a sus lados, ruso y prusiano. Eso es lo que quería, su propia foto de Colón.

Guillermo, el rey prusiano, quiso felicitar personalmente al general Canrobert, mando supremo de la demostración. Como soldado, le vino a decir, no podía sentir sino admiración por lo que acababa de ver. Pero, acto seguido, y puesto que un prusiano nunca da hilo sin puntada, se aprestó a recordar, con precisión de cronista periodístico, sus vívidos recuerdos de cincuenta años atrás, en Buttes-Charmont, 30 de marzo de 1814, después de la batalla de París.

Para regresar del hipódromo, Luis Napoleón, en gesto totalmente estudiado, invitó al zar a meterse en su calesa. Como he dicho, lo fundamental era evitar los encuentros en privado entre rusos y prusianos. Iban por el buá de buloñe cuando se escuchó una explosión. El atentado no produjo más heridos que el caballo de uno de los mandos que les acompañaban. El terrorista fue rápidamente detenido; se trataba de un joven obrero polaco llamado Antoni Berezowski.

El zar llegó al Elíseo vivamente cabreado. Su idea, y no le culpo, era que los partidarios de la causa polaca se movían libremente por París; que aquello era un escándalo. Parece ser que el autócrata ruso pensó en marcharse de Francia aquella misma noche. Sin embargo, recibió la visita de La Euge, quien supo presentarse ante el zar con humildad y promesas. De esta manera, consiguió tranquilizarlo un poco. Pero lo que ni la emperatriz española conseguiría ya fue borrarle de la cabeza la idea de que lo que verdaderamente tenía que hacer Rusia era entenderse con Prusia. Y, la verdad sea dicha, Bismarck era totalmente capaz de invitar al zar a Berlín y, dos semanas antes, expulsar a todos los polacos de la provincia. Recuérdese que, un siglo después, eso es prácticamente lo que hizo el gobierno alemán con los iraníes residentes en Berlín cuando lo visitó el sha, en  aquellas jornadas en las que murió Benno Ohnesorg. A decir verdad, el emperador intentó tener una conversación privada con el zar antes de que se fuese; pero, al parecer, a La Euge le dio por entrar en la sala a dar por culo con sus mierdas, y se cargó la entrevista.

De regreso a San Petesburgo, el zar le comunicó a su fiel Gortchakov la decisión que había tomado sobre el cambio en la orientación de la política exterior imperial. A pesar de lo mucho que había protestado contra los cambios territoriales operados en Alemania por Prusia, ahora dijo que no tenía nada que objetar a ellos. Para colmo, el tribunal francés que juzgó a Berezowski prestó atención a circunstancias atenuantes que lo condenaron a la perpetua, pero le ahorraron el cadalso; algo que, lógicamente, el zar no entendió.

Otto von Bismarck regresó a París por la Exposición con la mejor de sus sonrisas. Incluso asistió a una representación de La Grand Duchesse, una obra diseñada para ridiculizar los modos de habla y vida alemanes, y se rio como el que más, destacando que los alemanes eran exactamente como la obra los describía. En el terreno más serio, se mostró claro, sincero, desafiante. Le dijo a todos los prohombres franceses que se le acercaron que Luis Napoleón había cometido graves errores en Sadowa; que el movimiento inteligente de Francia habría sido aliarse con Prusia. “Vuestro emperador”, le decía a sus interlocutores, “no supo leer bien la situación de 1866. De haber sido listo, se habría hecho con Bélgica porque, siendo esta anexión fruto de la alianza con Prusia, Inglaterra no habría dicho nada”. También se jactó repetidas veces de la existencia en Prusia de un fuerte movimiento político que quería la guerra, y se presentó a sí mismo como el único garante de que ésta no llegase. A Madame de Portalès, una aristócrata alsaciana, le dijo en la cara que Alsacia formaba parte de la nación alemana.

El 1 de julio, ya con la mayoría de los visitantes extranjeros habiendo dejado Francia, el emperador y la emperatriz presidieron la ceremonia de entrega de premios a los mejores expositores. Ambos aparecieron taciturnos y ausentes. No era para menos. El día anterior les había llegado la noticia del fusilamiento de Maximiliano en Querétaro.

Desde finales de mayo de aquel año de 1867, en Francia se sabía que el otrora emperador de México era un prisionero de Juárez. Como ya sabemos, Maximiliano, tras la marcha de las tropas francesas, presionado por su deber, por la vergüenza de volver a Europa para tener una existencia de paria, y con la sensación de todo perdido ahora que sabía que su mujer se había adentrado en el pozo de la locura, había querido refugiarse en Querétaro. Para entonces, ya sólo tenía unos cientos de soldados, al mando de generales mexicanos.

Los juaristas asediaron la ciudad durante dos meses. Los defensores mostraron coraje, pero les faltaba, sobre todo, una buena logística. Muchos estaban enfermos, el primero de ellos Maximiliano, torturado por la disentería. Finalmente, trató de buscar una salida y a través de un coronel mexicano llamado López inició conversaciones con los republicanos para evitar un baño de sangre. El 15 de mayo, la villa fue entregada al general juarista Escobedo (Mariano Antonio Guadalupe Escobedo de la Peña). Maximiliano, que según muchas crónicas pudo huir, decidió no hacerlo. Fue encerrado en un convento de capuchinos.

Desde San Luis de Potosí, Juárez ordenó que tanto Maximiliano como sus generales fuesen adecuadamente juzgados. Claramente, los quería ejecutados, en venganza por los republicanos que antes habían muerto en el paredón. Maximiliano, poco informado de estas intenciones o tal vez no queriendo creerlas, pidió una entrevista personal con su adversario. Juárez rechazó la oferta, así pues el austríaco seleccionó a sus abogados y trató de colocarse bajo la protección del embajador prusiano, juzgando que el francés o el austríaco estaban quemados.

En realidad, el único que podía salvar a Maximiliano eran los Estados Unidos y, la verdad, lo intentaron, dado que tanto Francia como Austria e Inglaterra así se lo pidieron. Sin embargo, el negociador estadounidense primero se quedó en Nueva Orléans y, después, cuando fuese intimado de mover el culo hacia Marte, dimitió.

El proceso de Maximiliano comenzó el 13 de junio. La estrategia de sus abogados fue tratar de librar a su defendido a base de acusar a Francia. El tribunal respondió condenando a muerte a los tres encausados: Maximiliano, el general Miramón y el general José Tomás de la Luz Mejía Camacho.

Las fiestas de la Exposición fueron suspendidas. Quien peor llevó la noticia fue la emperatriz, que nunca perdonó a Bazaine por considerarlo el responsable de todo lo que había pasado. Porque los mandatarios modernos, ya lo sabes, nunca tienen la culpa de nada. La culpa siempre es de otros.

La Exposición Universal de 1866 fue un éxito. Pero un éxito de reputación, y nada más. Una cosa es quedar cojonudamente a base de invitar a una serie de señores a cenar en el Museo del Prado, y otra muy distinta, que esa cena de verdad cambie las cosas. Francia era un país que estaba perdiendo poder a marchas forzadas en Europa; y eso es algo que el gesto de haber reunido a todos los reyes de Europa en París haciéndose cucamonas no había cambiado ni un milímetro. Poco tiempo después de terminar la Exposición, Francia le exigió a Prusia la devolución de Slesvig a Dinamarca. Bismarck casi ni se molestó en contestar.

A decir verdad, el proceso, cada vez más claro, de formación de Alemania, tenía sus partidarios en Francia. El príncipe Napoleón, Emille Olivier, Favre y, en general, los políticos más liberales lo aceptaban como algo natural y lógico. Era consecuencia de sus ideas, así como de su convicción de que era la mejor forma de garantizar la paz en Europa. Sin embargo, la ideología mayoritaria en Francia, de corte imperialista y dominadora, exigía que su gobierno le pusiera frenos a Sadowa. Incluso Thiers, en la oposición, era belicista. Y la mayor parte del Ejército estaba en eso.

El emperador sabía, pues, que la mayoría de los franceses, con ese espíritu tan de las democracias modernas en el que siempre tiendes a pensar que lo que reclamas lo pagará otro, le reclamaba, si no la guerra, sí, cuando menos, la exhibición clara de una capacidad bélica. Francia necesitaba, para eso, soldados pero, sobre todas las cosas, necesitaba alianzas geoestratégicas. En el entorno europeo y tal como había evolucionado en los últimos años, las únicas esperanzas de Francia eran Italia y, sobre todo, Austria. Viena era, de hecho, la gran esperanza del partido más conservador, cuya lideresa era la emperatriz. En la capital austríaca, de hecho, Beust trabajaba en favor de un montaje de estas características, convencido de que la pinza austrofrancesa bastaría para colapsar el bismarckianismo. El 18 de agosto, en Salzburgo, dos parejas imperiales se encontraron: Luis Napoleón y Eugenia por un lado, y Francisco José con Sissi, por la otra.

El encuentro, sin embargo, apenas llegó a algunos acuerdos basados en el entorno pacífico; es decir, acuerdos de base defensiva basados en que otros atacasen. Así, ambas partes acordaron que si, en alguna ocasión, Rusia rebasaba el Pruth, Austria ocuparía Valaquia, y lo haría con la ayuda de Francia. Sobre Alemania, ambas partes acordaron mantener la sacralidad del tratado de Praga, es decir, no se atrevieron a retar el proyecto de Bismarck; si bien acordaron que Austria trataría de ganarse simpatías en los Estados alemanes del sur, considerados más diferentes, y diferenciados, respecto de Prusia.

Muchas veces en la vida pasa que las partes de un pacto lo rebajan hasta la insustancialidad, pero en realidad se equivocan, porque lo importante de las cosas no es lo que son, sino lo que parecen. En la segunda mitad del siglo XIX, un momento en el que ya había en Europa eso que llamamos opiniones públicas colectivas, esto ya empezaba a ser importante, pero el único que lo entendió, una vez más, fue Bismarck. Francia y Austria debieron ir mucho más lejos en sus pactos, o no hacerlos en lo absoluto. La medianía que habían acordado, sin ninguna convención militar por medio, no sirvió para otra cosa que para que Bismarck, en sus comunicaciones oficiales, y, sobre todo, la Prensa alemana lo convirtiesen en poco menos que una agresión extranjera. Literalmente, los dos amigos se habían hecho un pan con unas tortas.

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