miércoles, octubre 27, 2021

Carlos I (7): El rey francés como problema

 El rey de crianza borgoñona

Borgoña, esa Historia que a menudo no se estudia
Un proyecto acabado
El rey de España
Un imperio por 850.000 florines
La coalición que paró el Espíritu Santo
El rey francés como problema
El éxtasis boloñés
El avispero milanés
El largo camino hacia Crépy-en-Lannois
La movida trentina
El avispero alemán
Las condiciones del obispo Stadion
En busca de un acuerdo
La oportunidad ratisbonense
Si esto no se apaña, caña, caña, caña
Mühlberg
Horas bajas
El turco
Turcos y franceses, franceses y turcos
Los franceses, como siempre, macroneando
Las vicisitudes de una alianza contra natura
La sucesión imperial
El divorcio del rey inglés
El rey quiere un heredero, el Papa es gilipollas y el emperador, a lo suyo
De cómo los ingleses demostraron, por primera vez, que con un grano de arena levantan una pirámide
El largo camino hacia el altar
Papá, yo no me quiero casar
Yuste

Los cambios operados en la política internacional por el fracaso de la Liga patrocinada por Carlos le llevaron a la conclusión de que ya no tenía gran cosa que ganar gastando la trump card de su matrimonio con una miembra de la familia real inglesa. La razón era geopolítica pero, sobre todo, crematística. Tanto Carlos como Gattinara tenían muy claro que habría guerra en Italia, que sería larga y costosa y, por lo tanto, hacía falta pasta. Dominar Castilla después de la revuelta de los comuneros le había supuesto una mejora importante en materia presupuestaria; pero no era suficiente. Carlos necesitaba ligarse a alguna nación que tuviese una buena situación económica, y ésa era, fundamentalmente, Portugal; un país que disponía de importantes recursos derivados de que había estado varios años ajeno a los grandes enfrentamientos bélicos.

Isabel, la prima de Carlos, tenía la capacidad de llevar al altar un millón de ducados de dote. En realidad, si nos queremos poner estupendos, la cantidad aportada por los carmihos fueron 900.000 ducados, incluso sujetos a alguna que otra deducción, derivada de cosas como la dote impagada de Eleanora de Austria. Aparentemente, Carlos recibió 200.000 ducados antes de los esponsales, más otros 200.000 en los dos años siguientes.

Aun con todas esas reducciones, la dote de Isabel de Portugal era una puta bestialidad de dote. Más que suficiente para hacer una exhibición de capacidad financiero-bélica delante del Papa que le hiciese replantearse la que era su idea de fondo, que no era otra que favorecer a París hasta el punto que la influencia de Viena en la península se debilitase (para, de esa manera, convertir a los Estados Pontificios en la entidad de referencia en la zona; lo que significa, no te olvides, ríos de pasta).

El plan de Iván Redondo-Gattinara era claro: Carlos recibiría las coronas que le tocaban en Italia e, inmediatamente después, enviaría un email a Londres para pactar con Enrique VIII una acción contra Francia, país con el que ambos estaban formalmente en guerra. El objetivo de estas hostilidades sería recuperar el ducado de Borgoña para así, ésta era la retórica bruselense, recuperar el equilibrio en Europa; aunque, si le preguntamos a los franceses, nos dirán, y no les faltará razón, que lo que se pretendía era un desequilibrio proimperial. Todo este tema sería adecuadamente maquillado por el emperador romano germánico a base de sacar a pasear el objetivo imposible de retomar Constantinopla.

En medio de estos mejunges, el 10 de marzo de 1425 un mensajero llegó a Madrid y se fue disparado a la Moncloa a ver al presi. Una vez delante de Carlos, le comunicó que en una batalla producida en Pavía sus soldados habían infligido una derrota sin paliativos sobre los franceses, tan sin paliativos que incluso habían apresado a la persona del rey Francisco. Ojo, porque es bastante habitual leer y escuchar eso de que Carlos apresó a Francisco; pero lo cierto es que el emperador no estaba en Pavía.

Era la primera vez en la que un máximo mandatario había sido apresado en una batalla desde 1356, cuando el Príncipe Negro había capturado a Juan el Bueno. Era una novedad tan importante que automáticamente movió las fichas de las mayorías de las cancillerías europeas que, de repente, querían ser todas amigas del imperio. El 1 de abril, apenas tres semanas después de la conclusión de la batalla de Pavía, tanto Enrique VIII como el Papa concluyeron sendas alianzas con el Imperio. Londres envió una misión a Toledo en la que ofreció controlar la corona de Francia siempre y cuando Carlos respetase el tratado de Windsor y se casara con María. Carlos, sin embargo, no estaba ya en condiciones de dar marcha atrás en sus planes de matrimonio, puesto que la posición que llevaba a los ingleses a solicitar el matrimonio con la hija del rey era, en una parte importante, la consecuencia de las mejoras económicas conseguidas por Carlos a través de su compromiso con Isabel de Portugal. El dato realmente importante para la Historia es que, con esta respuesta, Enrique VIII se sintió preterido y se apresuró a firmar con los franceses un tratado bilateral, el de Moore (6 de septiembre de 1525).

En julio, el rey francés quedó enjaretado en Madrid, en la torre bien conocida de la plaza de la Villa. Muy poco tiempo después, Carlos tuvo una audiencia con la que era regente de Francia en ausencia de su hijo, Luisa de Saboya. Poco después de aquella entrevista, Margarita de Alençon llegó a Madrid para dirigir las negociaciones de rescate y de paz.

La negociación propiamente dicha empezó en octubre, en Toledo, en una reunión en la que los franceses explicaron sus expectativas, y los diplomáticos de Carlos explicaron sus demandas. A pesar de que Gattinara estaba a favor, Carlos rechazó una oferta francesa consistente en tres millones de coronas, el abandono de Italia y la renuncia de cualquier pretensión parisina sobre Flandes y el Artois. Carlos, que en ese momento se sentía un súper heroe, quería el ducado de Borgoña y, como quiera que no estaba en el paquete, dijo que no.

El Consejo de Carlos se dividió claramente entre los partidarios de decir que sí a los franceses y los partidarios de apoyar la posición del rey. Gattinara, ya lo he dicho, era partidario de aceptar la oferta de los gabachos. Sin embargo, para su sorpresa él, que estaba acostumbrado a dominar la asesoría del rey y emperador, se encontró con un problema inesperado. En el Consejo había entrado un miembro nuevo venido del Franco Condado, Nicolás Perrenot, recientemente hecho señor de Granvela, que se demostró muy hábil con la palabra y mucho más difícil de convencer que otros de sus compañeros.

En el verano inmediatamente anterior a esas deliberaciones de octubre, los reunidos en España, supieron que un milanés, Girolamo Morone, estaba haciendo movimientos orquestales en la oscuridad, con la complicidad del Papa, maniobras cuyo objetivo parecía ser arrancar Nápoles de las manos imperiales.

El otoño pasó sin alcanzarse un acuerdo, en medio de la desesperación de Gattinara. Sin embargo, he de decir que, cuando menos en mi opinión, era el italiano el que se estaba haciendo pajas, y Carlos el que tenía los pies en la tierra. La promesa francesa de no volver a tener intereses en Italia era papel mojado desde el momento en que se hubiera firmado; es algo que suele pasar, por lo general, con las promesas de un francés; pero cuando ese francés se llamaba Francisco I, la verdad, el tema alcanzaba dimensiones, más que estratosféricas, napoleónicas. Por otra parte, ni siquiera la oferta en numerario tenía solidez. Los franceses estaban ofreciendo tres millones de coronas que no tenían; y, precisamente por eso, decían que, una vez alcanzado el acuerdo, su rey debería ser liberado, puesto que sólo él podía allegarlos. En consecuencia, acordar con el francés venía a significar, por lo tanto, hacer artículo de fe de que un tipo que nunca cumplía su palabra ahora la iba a cumplir; y resulta tan sorprendente que Gattinara lo creyese que es inevitable plantearse si los astutos negociadores franceses no le tentarían personalmente con alguna escondida gabela.

En el primer Consejo que se reunió después de la prisión de Francisco en Madrid, el obispo de Osma, García de Loaysa, pronunció un discurso que situaba el problema desde el momento de Pavía. Según él, había tres alternativas: mantener al rey francés prisionero de por vida; liberarlo sin condiciones, “por amor fraternal”; exigir condiciones para su liberación. El obispo se afirmó claramente en favor de la segunda de las opciones, no tanto por amor fraternal sino porque consideraba que era la única manera de evitar la guerra.

Loaysa dijo en su discurso que, puestos a desmentir la liberación sin condiciones, era incluso mejor la prisión de por vida para el rey francés. Liberarlo con condiciones, dijo, sería labrarse un enemigo de por vida. En este punto, hay que decir que yo creo que el buen obispo carecía de la visión que yo creo que nos ha dado la Historia a los españoles, que nos ha llevado, por lo menos a algunos, a la conclusión de que rara vez son los intereses de Francia y de España coincidentes y que, por lo tanto, el conflicto con Francia siempre existirá, porque Francia es un país acostumbrado a llevarse siempre el gato al agua. Loaysa, en ese sentido, tirando de cierta conciencia tardomedieval, todavía pensaba en la posibilidad de que Francia y España pudieran ser amigos, como había ocurrido entre Castilla y París en los no tan lejanos tiempos del Cisma.

En lo que sí tenía razón el cura osmero era al decir que el gran peligro para los intereses de su rey y del emperador, que eran la misma persona, era que la enemiga permanente de Francia respecto de él provocaría, rápidamente, que París buscase aliados; y consideraba que no le costaría encontrarlos. Se refería al Papa, a Venecia y a la propia Inglaterra; y una alianza de esas características vendría a significar que toda Italia se levantaría en contra de los intereses del Imperio, de Castilla y, ojo, de Aragón, que se convertiría en el gran pagafantas de esta movida.

El discurso de Loaysa levantó fuertes oposiciones, sobre todo las del duque de Alba quien, según los indicios, se lanzó a la yugular de su colega sotanudo. Carlos, aparentemente, no participó en los debates pero, cuando éstos acabaren, tuvo palabras buenas para casi todas las posiciones expresadas, salvo las de Loaysa (porque, claro, pretender, en el siglo XVI, que un rey en guerra con otro rey fuese a soltar a ese segundo rey por razones de que en el fondo son parientes, nadie lo habría entendido; por eso es por lo que digo que Loaysa debía de ser una cacatúa enfangada en conceptos entonces superados).

El rey de Francia, finalmente, firmó solemnemente los términos del tratado de Madrid, por el cual se comprometía a entregar el ducado de Borgoña y a casarse con la archiduquesa Eleanora, reina viuda de Portugal con una dote de un millón de coronas.

Tras llegar al acuerdo de Madrid, Carlos se fue a Sevilla, para centrarse en los esponsales con Isabel la portuguesa. Como era bastante costumbre entonces, cuando los novios se plantaron el uno delante del otro para casarse, en realidad era la primera vez que se veían. Isabel de Portugal, sin embargo, era mujer dulce y atenta y era, además, eso que a veces llamamos en España una profesional en términos de familias reales y esas movidas. Hizo todo lo que pudo por placer a su futuro marido, y le plugo. Sin embargo, aquello era un bisnes, y poco más que un bisnes. Carlos e Isabel estuvieron casados algo más de trece años, durante los cuales cinco y pico no estuvieron juntos; la razón, que Carlos, como el mayorista Antonio Recio, nunca sacó de viaje a su mujer. Isabel, por otra parte, le daría a Carlos tres vástagos viables: Felipe, María y Juana. Por su parte, fuera del campo de fútbol, Carlos tuvo, como mínimo, tres bastardos: Margarita, que lo sería de Parma; Juana, nacida, como su hermana, antes de que Carlos se casara; y Jerónimo, el futuro Juan de Austria, que nació ocho años después de la muerte de la emperatriz.

Carlos e Isabel se casaron el 10 de marzo de 1526. El 17 de abril, Francisco I pasaba de la orilla española del Bidasoa a la francesa, jurando que respetaría el tratado de Madrid; tratado que, sin embargo, repudió inmediatamente, con el argumento de que lo había firmado bajo presión; o sea, nada más entrar en Francia, comenzó a macronear. De hecho, Francisco se dio prisa al formar la Liga de Cognac, que no es una reunión de alcohólicos anónimos sino de enemigos, estructurales y accidentales, del Imperio. Allí estaba Francia; estaba, cómo no, el Papa, estaba Venecia, siempre a pelo y a pluma porque los venecianos hacen en Italia un poco el papel de los nacionalismos periféricos en España; y Francisco Sforza, que barruntaba que bajo el poder imperial su capacidad de mandar en Milán y trincar pasta se reduciría en escala logarítmica. Carlos, en un gesto creo yo que un poco rancio para su época, declaró que el rey francés había faltado a su palabra y lo retó a un combate singular.

Por todas estas razones, es importante relativizar las consecuencias positivas que para Carlos tuvo la batalla de Pasvía. Es obvio que Pavía es oro puro para los amigos de quintaesenciar las glorias de España; nada menos que la victoria de un rey que se quiere español (aunque en realidad era más emperador que rey de Castilla y Aragón) en el que el rey francés quedó preso, y tal. Lo cierto, sin embargo, es que Pavía no resolvió las cosas, que por el camino acabó suponiendo la formación de una liga antiimperial a la que se sumó la defección, o más bien la decepción, de Londres respecto de Carlos; y que, en medio de todo esto, el Tesoro de Carlos estaba exhausto.

Para colmo, en estricto cumplimiento de la Ley de Murphy, los turcos comenzaron a moverse también (tal vez porque no eran tontos y olieron la tostada). El 29 de agosto de 1526, Luis II de Hungría y de Bohemia, que era, por cierto, cuñado de Carlos porque estaba casado con María, hermana del emperador, es humillantemente derrotado en Mohacs. Carlos seguía en España, pero para entonces su correo electrónico echaba humo. En la primavera de 1527, el ejército imperial, que en ese momento es un grupo de hooligans cabreados porque llevan bastante tiempo sin cobrar, se dirige hacia Roma junto al duque de Borbón. El 6 de mayo, para escándalo de todos los cristianos católicos del mundo, esa abigarrada tropa de borrachos indignados perpetra el saco de la ciudad con una violencia tal que a su lado Alarico parecería el integrante del conjunto musical Enrique, Ana y Alarico. Poco tiempo después, llega a los oídos de Carlos que Enrique VIII, después de haber estado acumulando agravios como un condensador, ha decidido repudiar a Catalina de Aragón. En agosto, los embajadores ingleses le comunican a Francisco I la renuncia definitiva de Londres a sus derechos sobre la corona de Francia. El 22 de enero de 1528, Francia e Inglaterra le declararán la guerra a Carlos.

Eso sí, por lo menos el 21 de mayo de 1527, en Valladolid, llega una buena noticia: la reina Isabel ha dado a luz a un niño, Felipe, cuya presencia garantiza la sucesión de las coronas que ciñe su paspas.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario