viernes, octubre 22, 2021

Carlos I (5): Un Imperio por 850.000 florines

 El rey de crianza borgoñona

Borgoña, esa Historia que a menudo no se estudia
Un proyecto acabado
El rey de España
Un imperio por 850.000 florines
La coalición que paró el Espíritu Santo
El rey francés como problema
El éxtasis boloñés
El avispero milanés
El largo camino hacia Crépy-en-Lannois
La movida trentina
El avispero alemán
Las condiciones del obispo Stadion
En busca de un acuerdo
La oportunidad ratisbonense
Si esto no se apaña, caña, caña, caña
Mühlberg
Horas bajas
El turco
Turcos y franceses, franceses y turcos
Los franceses, como siempre, macroneando
Las vicisitudes de una alianza contra natura
La sucesión imperial
El divorcio del rey inglés
El rey quiere un heredero, el Papa es gilipollas y el emperador, a lo suyo
De cómo los ingleses demostraron, por primera vez, que con un grano de arena levantan una pirámide
El largo camino hacia el altar
Papá, yo no me quiero casar
Yuste

En efecto, nada más salir Carlos de España, o casi nada más, se produjeron los primeros actos de lo que conocemos como rebelión de los comuneros. Los comuneros, como Juana la Loca, como tantas otras cosas de nuestro pasado y del pasado de cualquiera, suelen ser pasto de las visiones presentistas de aquéllos para los cuales el pasado no es más que un instrumento para discutir el presente; por no mencionar aquéllos que, obsesionados con obtener un acercamiento de sus alumnos hacia la materia histórica, se refieren a la Historia como algo regido por las mismas fuerzas telúricas que gobiernan el presente.

Carlos había dejado en España un regente que era un perfecto tuercebotas. Adriano de Utrecht, digámoslo elegantemente, era un memo, y la poca inteligencia que tenía la invertía en sus intereses personales. Con el nombramiento de Adriano, por lo demás, Carlos se había miccionado y defecado sobre la promesa solemne hecha ante las Cortes en el sentido de que los castellanos nunca serían gobernados por un extranjero. Ahora, sin embargo, su rey era un indiferente flamenco, que se había quitado de en medio a su hermano español para poner el país bajo la bota de otro flamenco. La rebelión de los comuneros, por lo tanto, no fue una rebelión en favor de las libertades y bla, sino, fundamentalmente, en favor de la idea de que Castilla ni de coña necesitaba un regente, teniendo como tenía una reina. Y los propios comuneros, cuando visitaron a Juana, y puesto que ésta estaba como las maracas de Machín, se quedaron con un palmo en las narices cuando ellos mismos se dieron cuenta que esa señora no se podía gobernar ni a sí misma.

Como siempre y en toda edad, las noticias más o menos fake jugaron su papel en todo aquella. En Castilla de dijo, y se creyó a pies juntillas, que Chièvres había forzado la celebración de las Cortes en Galicia para tener una guía de escape casi inmediata para todas las riquezas que se llevaba (todo ello a pesar de que Carlos había aceptado que la ley prohibiese la salida de oro y de plata de las fronteras). Junto con la rebelión de los comuneros, se produjo la de la Germanía en Valencia.

Las rebeliones castellana y valenciana, como es bien sabido, fueron sofocadas, no sin dificultades. Sin embargo, eso está muy lejos de significar que no triunfase de alguna manera con el tiempo. Cuando Carlos regresó a España, dos años después, su actitud había cambiado. El orgulloso noble centroeuropeo había comprendido que no podía tratar a los habitantes de aquella distante península en el suroeste de Europa como si fueran uno de esos condados cuyo control llevaban disputándose Francia y la propia Borgoña. Carlos I de España, en paralelo con su propia madurez, había resuelto convertirse precisamente en eso. Y España iría en los años siguientes, poco a poco, convirtiéndose en su patria, convirtiéndolo en un rey más español que otra cosa.

Durante el primer viaje de Carlos a España, ciertas cosas habían pasado que serían de gran importancia para el futuro de la monarquía. La primera ella fue la muerte de Le Sauvage, el 7 de junio de 1518, sustituido, como ya hemos apuntado, por Mercurino Gattinara. Fue también durante esa estancia que murió el emperador Maximiliano (12 de enero de 1519); hecho éste que abrió definitivamente la posibilidad de que Carlos fuese elegido en Francfort, el 28 de junio de 1519, como rey de romanos.

La cuestión de la cabeza del Imperio era crítica para Carlos; y le era crítica como cabeza del ducado de Borgoña, no como rey español. El otro gran candidato a ser cabeza del Sacro Imperio era el rey francés, Francisco I. Pero si Paco llegaba al frente de la estructura imperial se convertiría en un súper poder continental europeo en el cual, la verdad, Borgoña no haría otra cosa que molestar. Reunidas la figura de rey de Francia y emperador en una sola persona, la tentación de obtener una total continuidad territorial a través de la partición de los terrenos borgoñones era lógica y, sobre todo, posible. En esas condiciones, la jugada que tenía que jugar Carlos era exactamente la misma, obteniendo continuidad para sus propios territorios borgoñones mediante el control del Imperio.

No lo tenía fácil el rey español. El Papa León X, en uno de los muchísimos movimientos de péndulo que siempre hacía (y hace) el Papado según se muevan las corrientes de la pasta, estaba pasando por un momento decididamente profrancés en lo que a la elección se refería.

Segismundo I de Polonia no era uno de los electores imperiales ni gobernaba una posesión imperial; pero, sin embargo, era el tutor de su sobrino, Luis II de Hungría y Bohemia que, por mor de su segunda corona, sí que era elector. Los otros electores eran los arzobispos de Colonia, de Maguncia y de Trier, y los electores laicos del Palatinado, de Sajonia y de Brandenburgo. Entre este grupo de electores no había una mayoría clara, por lo que las eventuales intenciones de Segismundo de vender el papel de Luis de Hungría eran muy relevantes. 

István Verböczi, el canciller húngaro y uno de los grandes diplomáticos de su época, viajó a Roma y a Venecia para buscar apoyos. Aunque ninguna de las dos capitales italianas participaba formalmente en la elección, sí que tenían mucha capacidad de influencia; sobre todo Roma, claro. Como es tradicional, en el Vaticano no perdieron ni medio minuto en guardar las formas y preguntarle al húngaro sobre la firmeza de las creencias católicas de su patrocinado, sobre sus opiniones teológicas, esas cosas. Le preguntaron lo que le querían preguntar: ¿cuánta pasta me vas as dar? Como quiera que Segismundo el polaco andaba corto de numerario (sobre todo a la hora de colmar los deseos de un Papa, que nunca han sido, ni son, baratos), la candidatura húngara capotó.

El fracaso del plan de Segismundo de hacer a su chaval emperador lo llevó a comenzar unas peligrosas negociaciones con Francisco I. Los Jagellon y los Habsburgo eran, teóricamente, aliados; pero, claro, en un mundo en el que el Papa se iba de vacaciones al yate del mismo Diablo por cuatro perras, esas cosas se hacían y deshacían con facilidad (y se siguen deshaciendo).

Para Segismundo, sin embargo, aquél era un paso no exento de peligros. Un rey polaco, por así decirlo, tenía que convivir diariamente con el poder imperial por simple dictado geográfico. Por lo tanto, si daba un paso que luego no resultare el ganador, las posibilidades de acabar en posición desabrida eran demasiadas. Así las cosas, el astuto rey polaco le comunicó al ambicioso francés (pleonasmo) que apoyaría su candidatura, pero sólo si el colegio de electores presentaba una situación de empate técnico; que si tenía que sostener en solitario la candidatura o ser su principal valedor, ni de coña.

A pesar de estos condicionamientos, lo cierto es que, días o semanas después de la muerte de Maximiliano, las perspectivas de Francisco I eran las mejores.

¿Cuál era el punto de vista de los electores? Se ha dicho muchas veces, sobre todo por parte de historiadores españoles, tan acostumbrados a puntos de vista de este calibre, que los electores imperiales, durante aquella elección, no atendieron a más argumento que el del mejor postor. Que aquella elección, pues, fue una almoneda. Algo hay, cierto; pero lo mejor es no sobrarse. Un elemento importante de la elección fue el anuncio hecho por parte de Federico de Sajonia en el sentido de que él mismo renunciaba a ser candidato a la elección. Luego, los dos votos que le correspondían a Bohemia, después de abandonar definitivamente la idea de votar a Luis y rompiendo así definitivamente el sueño de Segismundo, decidieron apoyar a un Hasbsburgo. 

Estando así las fuerzas de cada uno, es donde el tema comenzó a ser, efectivamente, un tema de pasta. Pero éste fue el momento en el que Carlos y sus asesores dieron un golpe de mano fundamental: cuando los emisarios de París se presentaron en los diferentes territorios electores y empezaron a repartir su pasta a diestro y siniestro, se encontraron con la desagradable noticia de que aquello que repartían no valía nada: los bancos alemanes no descontarían los billetes franceses. Más aún, los principales aliados financieros de Carlos, los Fugger, financiaron su campaña electoral, por así decirlo. Pero lo hicieron, además con una serie de transferencias condicionadas, que sólo se podían cobrar después de la elección imperial y, además, sólo si el resultado de la misma era el adecuado.

En total, parece que la corona imperial le costó a Carlos de Hasbsburgo unos 850.000 florines: 350.000 que puso porque los tenía, más medio millón que pusieron sus banqueros. Comenzó el poder imperial de Carlos de Habsburgo en una situación de endeudamiento que ya no se resolvería, cuando menos del todo.

Fueron estas estrecheces económicas las que provocaron que Carlos, a su vuelta de España, rindiese una corta visita a Inglaterra, pasando algunos días del mes de mayo de 1520 en Canterbury. Allí, De Croy se entrevistó con Thomas Wosley, Lord Canciller, y tejieron una alianza entre el rey español y el inglés.

Una vez que había conseguido ser emperador, a Carlos lo que menos le interesaba era la guerra. Todo se supeditaba en ese momento a la ceremonia de coronación, que se celebró en Aix-La-Chapelle el 23 de octubre de 1520; ceremonia que se vio seguida, días después, por la autorización del Papa para portar el título de emperador.

Desde Aix, Carlos viajó a Worms, la ciudad-gusano, adonde llegó el 28 de noviembre. Ya todo se estaba preparando para una reunión de la Dieta Imperial, que debía de prolongarse desde enero a mayo del año siguiente, 1521. Esta Dieta estuvo fundamentalmente encomendada de asuntos que podríamos llamar constitucionales, esto es, delimitar los poderes y obligaciones del Reichsrat, o Consejo del Imperio, y de la Reichskammer, o Tribunal Supremo so to speak. Era un debate de mucho calado pues, en el fondo del mismo, se encontraba la cuestión de quién dirigiría la política exterior del imperio. Carlos, cada vez más cerca de la figura del rey absoluto por influencia directa de su abuelo Maximiliano e indirecta, pero no menos importante, de su abuelo Nando, quería ser el único que la controlase. La Dieta, sin embargo, aplicando un concepto más medieval, pretendía una dirección colegiada.

Sin embargo, en realidad el elemento fundamental de aquella Dieta ya no podía ser la organización tradicional del Imperio, sino la gran novedad que se había producido en el mismo. En el curso de la reunión, Carlos firmó ya un decreto contra Lutero. El tema comenzó a dejar de ser exterior, para pasar a ser interior: poco a poco, la unidad de los electores se resquebrajaba.

En todo caso, durante la Dieta de Worms dos hechos no relacionados con la misma la marcaron fuertemente, como marcarían los tiempos siguientes. Ya he dicho que en la situación en la que estaba, acabando de ganar la corona imperial, lo que suponía salvar la integridad de Borgoña, Carlos, todo lo más, tenía que mantener una actitud pasivo-agresiva. Pero para Francisco de Francia las cosas eran exactamente al revés. Francisco tenía que mover ficha y, además, tenía la sensación de que el momento, con la rebelión de los Comuneros en plena ebullición y el poder imperial apenas estrenado, era casi irrepetible. Así pues, si una noticia invadió los trabajos de Worms, ésa fue la declaración de guerra de Francia.

La segunda noticia de gran importancia fue la muerte de Guillaume de Croy. El señor de Chièvres se murió, lo acabo de decir, en el peor de los momentos posibles. Justo en el momento en que el tigre francés enseñaba sus garras, el verdadero partidario que había en la Corte de Carlos de tratar de apaciguar al felino echándole algún que otro trozo de carne fue, y la roscó. Vaya por delante que, cuando menos en mi opinión, la supervivencia de Croy durante dos, tres o cinco años más, no habría cambiado las cosas, porque el problema no estaba en Carlos, que era la parte que él controlaba, sino en Francisco. El rey francés, sabiendo que su gran oponente continental acababa de birlarle la colonia imperial y, además, estaba en tratos con el rey inglés, no podía esperar ni un momento más antes de tratar de colocar las cosas en su sitio; y ninguna de las cucamonas de Guillaume habría cambiado aquello.

Lo verdaderamente importante es que, además, ahora estaba al frente de la asesoría gubernamental de Carlos un hombre, Mercurinio Gattinara, que, primero, era un belicista; y, segundo, consideraba que todo aquel enfrentamiento de dimensiones continentales se acabaría dirimiendo en el teatro italiano.

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