miércoles, junio 09, 2021

Watergate (6): Johnny cogió su fusil

 ... y, al final, alguien escuchó al juez John Sirica

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El testigo décimo noveno habría de de ser Jebbediah Stuart Magruder, quien se presentó en la sala el 14 de junio. Magruder, en todo caso, se presentó bajo la use immunity, una figura legal recientemente introducida en el Código Penal, según la cual un testigo no podía ser imputado de acuerdo con un testimonio prestado bajo inmunidad. Esta novedad, por cierto, había sido redactada en su día por John Dean.

Por capulla que pueda parecer esta regulación, tuvo el efecto de desatar la lengua de Magruder mucho más de lo que lo habría hecho si considerare que lo que diría le podía incriminar. Habló de las estrategias para infiltrarse en la campaña demócrata, del encuentro en el despacho del fiscal general en el que Gordon Liddy explicó la Operación Germstone, su plan de un millón de dólares para, entre otras cosas, incluso secuestrar convencionales demócratas para devolverlos después de haberse producido la Convención; así como para espiar la Convención a través de un yate anclado muy cerca de la sede de la misma, que debería hacer las veces de esa fragoneta camuflada que vemos en las pelis. Y, sobre todo, Magruder se extendió al describir los muchos trabajos que había realizado para escamotear el escándalo.

El 17 de junio, todo el país celebró el Día del Padre; aquel año, el regalo de moda era un albornoz con el nombre del Hotel Watergate, pero también había un juego de cartas Watergate (que se vendía con el eslógan “Nadie gana, todos son perdedores”), el disco Watergate Comedy Hour o las camisetas donde decía Don't bug me!

Las cosas, sin embargo, todavía se pretendía que estuviesen razonablemente controladas por parte de las gentes del Watergate. Magruder estuvo hablando ante el comité durante cinco horas; pero fueron cinco horas durante las cuales repitió, las veces que hizo falta, la afirmación de que Nixon no había tenido nada que ver con aquel montaje. Pero Magruder era sólo el telonero. El testigo más importante, John Dean, estaba citado para el día 19 de junio; si bien, finalmente, la llegada a Estados Unidos de Leónidas Breznev aplazó las cosas una semana más.

Conforme se desarrollaban estos actos oficiales de la presidencia, sin embargo, buena parte de la Prensa apartaba de un papirotazo casi toda la propaganda ligada al acercamiento entre los acérrimos enemigos de la Guerra Fría y seguía con lo suyo. La principal pieza periodística que los reporteros querían cazar esos días era el contenido del entonces futuro testimonio de Dean. La revista Time aseguró que Dean estaba dispuesto a declarar que había discutido con el propio presidente Nixon la posibilidad de concederle el perdón ejecutivo a Howard Hunt; que sabía de las prácticas de ocultación del escándalo por lo menos desde el 15 de septiembre de 1972; y que, tras la famosa carta del juez Sirica, Dean y Nixon habían discutido la posibilidad de que el presidente pudiese terminar melocotoneado. Eso, más algunas cosas que eran jodidas, pero que en aquel entorno parecían tonterías, como que Dean había tomado prestados 4.000 dólares de los fondos electorales de la candidatura de Nixon para pagarse la luna de miel. Este detalle, sin embargo, fue oro molido para los republicanos pro-Nixon, quienes se apresuraron a ponerse la venda antes que la herida y aseverar que quien es un corrupto, también es un mentiroso.

John Dean se presentó ante el comité acompañado de su mujer Maureen (sí, Maureen Dean, tiene nombre de timbre; una persona interesante, que escribió una novela, Washington wives, que ya os podéis imaginar de qué va). Se había cortado ostensiblemente el pelo, eliminando su imagen de hippie que tanto le gustaba a Nixon para dar la impresión, en según qué reuniones, de que también se rodeaba de gente así; al parecer, en la barbería, el peluquero, que no lo reconoció, le dijo que se iba a traer una tele al local ese día para poder ver “cómo le daban una buena patada en el culo a ese Dean”.

Leyó un largo comunicado en el que llevaba trabajando desde abril. Esa lectura duró toda la sesión de mañana, tras la cual Ervin disolvió la reunión hora y media para comer; Dean ni siquiera se movió de su sitio.

Explicó que, desde su llegada a los altos escalones de la Casa Blanca, aprendió que la obsesión del presidente no era, como se creía en la calle antes del Watergate, la política exterior ni la interior, sino las protestas contra él. Incluso, refirió, un día que un solo hombre colocó una pancarta en el parque Lafayette, Nixon, informado por Chapin de la movida, exigió que se enviase a unos policías a echarlo.

Nixon, efectivamente, era un hombre obsesionado con la popularidad. Su cisne negro, ya lo he dicho, era John Fitzgerald Kennedy, el hombre que le había ganado por la mano, el hombre que había logrado acuñar el concepto de una nueva presidencia, el hombre que había dado la sensación (absolutamente falsa) de que todo el país estaba con él; y el hombre, al fin y al cabo, cuyo martirio final había terminado por convertirlo en un mito y no en una persona. A Nixon le obsesionaba que hubiera gente que no lo quisiera, que lo combatiese; y, entre ellos, muy especialmente los demócratas. En multitud de casos, hasta en el caso de un soplapollas en el parque Lafayette, veía la larga mano negra de los conspiradores del Partido Demócrata; está claro que, en algún momento, se le acabó pasando por la cabeza la idea, no de controlarlos ni de vencerlos, sino de hacerlos desaparecer, si no física, sí, cuando menos, (anti)constitucionalmente hablando.

Sin embargo, sobre la presencia de conspiradores demócratas en cada movilización, we never found a scintilla of viable evidence, explicó Dean con su típico lenguaje de jurista. Así se lo explicaron a Haldeman, pero eso no evitó que Nixon cambiase de idea. El presidente había entrado en el terreno alucinógeno de las convicciones autoalimentadas.

Así las cosas, el commander in chief desarrolló una manía enorme respecto de las filtraciones. Uno de sus grandes proyectos era lograr hacer pública información comprometida sobre la actuación de la Administración Kennedy, algo en lo que su asesor Charles Colson le animaba. Pero había habido más casos, dijo Dean. La Casa Blanca, por ejemplo, jugueteó con la idea de establecer una vigilancia total de 24 horas sobre el senador Ted Kennedy. Dean aseguró que trató de pararlo, que trató de que sus interlocutores entendiesen que si algún día se descubría que el hermano de dos políticos asesinados estaba siendo espiado, el escándalo sería mayúsculo. Sin embargo, la vigilancia se llevó a cabo y, de hecho, Dean aportó un informe de 1971 sobre una visita de Kennedy a Honolulu; informe que, quizás con cierto tono de desánimo, informaba de que sólo había usado la habitación para dormir en ella.

Kennedy, sin embargo, no había sido una excepción, sino sólo una más de las acciones de espionaje. Habló, por ejemplo, de la Operación Sandwedge, que fue el intento de crear una empresa de seguridad pantalla, el Security Consulting Group, para llevar a cabo operaciones de seguimiento electrónico y de manejo de pasta. O la Operación Gemstone, en el marco de la cual Dean habló de una reunión en el despacho del fiscal general, el 24 de enero de 1972, en la que Gordon Liddy propuso que se alquilasen prostitutas para que se tirasen a políticos demócratas que luego pudieran ser presionados por ello.

Después de que los cubanos de Watergate, todos ellos hombres de Liddy, fueron detenidos, éste se quejó, según Dean, de que la culpa de todo la tenía Magruder, que les había recortado el río de pasta.

Dean explicó calmadamente sus intentos ante la CIA para que bloqueasen la investigación del FBI sobre el Watergate, y su acuerdo con Herbert Kalmbach (con el conocimiento, dijo, de John Mitchell, Haldeman y Ehrlichman) para pagar a los encausados en el juicio de Sirica y que se declarasen culpables.

Todo el tiempo, todo el rato hasta el momento en que John Dean declaró, Richard Nixon había seguido el catón del líder político al que salpica un sucio asunto de corrupción política. Todo el tiempo, todo el rato, había insistido que él no sabía nada sobre todas aquellas acciones de espionaje, y que tras estallar el escándalo había permanecido igual para no obstaculizar la labor de la Justicia. Pero la declaración de Dean apuntaba en otro sentido. Dean explicó, a lo largo de su declaración, no sólo lo que he escrito con antelación, sino la notaría meticulosa de toda una serie de encuentros que había tenido con su presidente, a través de los cuales su pretendido desconocimiento quedaba más que cuestionado.

Dean explicó que el 15 de septiembre de 1972 Nixon le había felicitado por haber conseguido que todas las sospechas en materia de Watergate se hubiesen mantenido en la persona de Liddy. Después de haber sido reelegido, en febrero de 1973, Nixon llamó de nuevo a Dean al despacho oval y, allí, le ordenó que, a partir de entonces, le informase personalmente sobre los temas Watergate. Nixon tenía en ese momento amplia confianza en Dean, después de que éste hubiera realizado varios trabajitos, como haber mantenido a la Casa Blanca lejos de las investigaciones en torno a un personaje con actuaciones nada claras durante la campaña electoral, Donald Segretti. Dean le dijo al comité que él trató de usar su nuevo estatus para avisar a Nixon de que lo que se había hecho en los últimos meses tenía ya calidad criminal, que por lo tanto él mismo era imputable por obstrucción a la Justicia, y que tal vez no quería tener a alguien así tan cerca. Pero Nixon no le permitió entrar en detalle.

El 3 de marzo, Dean le informó al presidente de que se había quedado sin pasta para untar a toda la gente a la que había que pagar para que se callara. Nixon preguntó de cuánto dinero estaba hablando; Dean estimó que un millón de dólares, más o menos. Nixon le contestó que no sería problema y, de hecho, le encargó la gestión a Haldeman.

El 21 de marzo, siempre según el relato de Dean, éste regresó a la carga: John Mitchell había sido el anfitrión de las reuniones de la Operación Germstone; tanto Haldeman como Mitchell habían recibido cintas de escuchas; Kalmbach había coordinado la distribución de dinero bajo la mesa; y Magruder lo había tapado todo. Estaban, dijo Dean, ante una montaña de delitos, el primero y más extendido de ellos, el perjurio. Cada vez necesitaban una manta más ancha para taparlo todo, y cada vez era más difícil encontrarla.

El 15 de abril, Nixon, quizás arrepentido de la tranquilidad, propia de un mafioso, con la que le había dicho semanas antes a Dean de que conseguir un millón de dólares no sería problema, le dijo que estaba de coña cuando lo dijo. Aquel día, Dean le dijo a Nixon que tendría que hablar con los fiscales, pero que el objetivo seguía siendo evitar el impeachment.

La declaración de John Dean dejó la sensación de que Richard Nixon se enfrentaba de forma inevitable, o bien a su dimisión, o bien al desarrollo de un segundo mandato que no sería otra cosa más que un infierno. La cosa, sin embargo, no había terminado.

Al comenzar el segundo día de declaración, el consejero de la mayoría, Sam Dash, preguntó directamente si el presidente había estado informado de todo. Dean contestó que era obvio que sí.

Este segundo interrogatorio cogió momento de nuevo cuando Lowell Weicker, senador republicano por el Estado de Conérica, comenzó a preguntar sobre el Intelligence Evaluation Committee, una unidad que, hasta el momento, no parecía estar implicada en el vertedero Watergate. Dean dijo no saber si el IEC había preparado “material político”. Pero continuó: “por supuesto, otras agencias sí que estuvieron implicadas en la búsqueda de información políticamente incómoda acerca de personas consideradas enemigas de la Casa Blanca”. De hecho, continuó, en la avenida de Pensilvania se mantenía una lista de enemigos, que era constantemente refrescada.

Aquello comenzó una nueva línea de espectáculo en Estados Unidos. Como pronto se sabría, conforme determinada documentación llegaba al comité, entre los miembros de la lista de enemigos de Nixon se encontraban nombres como Carol Channing, Paul Newman o Steve McQueen, Barbra Streisand o el compositor Leonard Bernstein. La lista continuaba con el secretario general del Consejo Mundial de Iglesias, diez senadores demócratas y los diez congresistas negros. También estaban el New York Times, el St. Louis Post-Dispatch o el Washington Post. De forma imaginable, también estaba en la lista Andy Warhol: al fin y al cabo, había donado al Partido Demócrata varios cientos de pósters en los que aparecía el propio Nixon con el eslógan Vote McGovern. Estaba el jefe de los estudios United Artists, Morton Halperin, un antiguo asesor de Kissinger. También estaba, shit you little parrot, Joe Namath, ¡el quarterback de los New York Jets!; su pecado había sido, aparentemente, oponerse a un plan público para sustituir el canto del himno al principio de los espectáculos deportivos por ceremonias de homenaje a los combatientes condecorados. La lista era tan obsesa que incluso había un caso, el de un periodista de Baltimore, que había entrado en la lista tres meses después de haber muerto.

Hubo gente, claro, que aquello lo encontró un timbre de gloria. Daniel Schorr afirmó que se sentía más orgulloso de estar en esa lista que de su premio Emmy.

La lista, al parecer, fue una idea de Charles Colson, quien trató de echarle agua a la sal, afirmando que era un documento meramente informativo para que los servicios de la Casa Blanca no se perdiesen. Sin embargo, la documentación aportada por Dean sugería con claridad que el objetivo era buscar mierda de toda esa gente para poder chantajearla o destruir su imagen. Pero algo debió haber. De hecho, tanto Warhol como el político Walter Mondale y un periodista que realizó una investigación sobre un extraño amigo de Nixon, Bebe Rebozo, afirmaron que, durante la época en la que la lista estuvo vigente, sufrieron profundas y meticulosas inspecciones de Hacienda.

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