viernes, febrero 05, 2021

Islam (8: Abu Bakr y los musulmanes catalanes)

 El modesto mequí que tenía the eye of the tiger

Los otros sólo están equivocados
¡Vente p’a Medina, tío!
El Profeta desmiente las apuestas en Badr
Ohod
El Foso
La consolidación
Abu Bakr y los musulmanes catalanes
Osmán, el candidato del establishment
Al fin y a la postre, perro no come perro
¿Es que los hombres pueden arbitrar las decisiones de Dios?
La monarquía omeya
El martirio de Husein bin Alí
Los abásidas
De cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda
Yo por aquí, tú por Alí
Suníes
Shiíes
Un califato y dos creencias bien diferenciadas
Las tribulaciones de ser un shií duodecimano
Los otros shiíes
Drusos y assasin
La mañana que Hulegu cambió la Historia; o no
El shiismo y la ijtihad
Sha Abbas, la cumbre safavid; y Nadir, el torpe mediador
Otomanos y mughales
Wahabismo
Musulmanes, pero no de la misma manera
La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros
Ibn Saud, el primo de Zumosol islámico
A los beatos se les ponen las cosas de cara
Iraq, Siria, Arabia
Jomeini y el jomeinismo
La guerra Irán-Iraq
Las aureolas de una revolución
El factor talibán
Iraq, ese caos
Presente, y futuro 

La muerte de Mahoma, cuya calidad como líder indiscutible de la grey musulmana nadie,  obviamente, osó discutir nunca, marca el inicio de las divisiones entre los musulmanes. Como acabamos de contar, el Profeta la cascó en el año 632 y, prácticamente sin solución de continuidad, desaparecer él y comenzar una guerra civil entre musulmanes fue todo uno. Las tribus islamizadas debían elegir un nuevo líder, partiendo desde luego de la base de que la elección se produciría, sí o sí, entre los compañeros del Profeta durante la vida de éste; es decir, el Islam se planteó una lógica, y estricta, estrategia continuista. Por otra parte, y puesto que entre los primeros musulmanes el elemento tribal tenía una gran importancia, la segunda gran condición fue que el nuevo lider fuese un coraichita, esto es, la tribu a la que el propio Mahoma había pertenecido.

Sin embargo, sobre esta posición, digamos, tradicional o más continuista, surgió otro punto de vista, más estrecho aun. Éstos eran los islamitas que defendían la idea de que el nuevo líder no debía ser un coraichita ni un compañero de Mahoma, sino un sucesor en el sentido más estricto: sangre de su sangre. Y, aquí el candidato más claro era el primo de Mahoma, Alí, quien además era su yerno por haberse casado con Fátima, hija de El Profeta. En la visión de los partidarios de Alí, la comunidad musulmana debería de ser comandada por los descendientes (masculinos, of course) de El Profeta.

En el fondo de esta polémica, pues, encontramos dos visiones del poder entre los musulmanes: por un lado, la visión más estrecha, más literal por así decirlo, que lógicamente tendía a convertir la comunidad musulmana en una monarquía, y que a través de Alí acaba destilando en el shiismo; y una opción, entonces, más abierta y, diría yo, posibilista, representada por aquéllos a cuyos tataranietos acabaríamos por llamar sunitas (bueno, la mayor parte los llama moros a secas; pero a ver si con estas notas logramos desasnar un poco ese tema).

Para los musulmanes, seguir el ejemplo del Profeta resulta fundamental. Esto es algo que debemos de entender los cristianos, puesto que nuestro Mahoma particular, que es esa imagen simbólica (sic) a la que llamamos Jesús, es persona de historicidad discutible, al contrario que Mahoma, de quien se saben muchas cosas; cosas que los musulmanes dan por ciertas aunque el análisis histórico a veces (incluso bastantes veces) sea dudoso; pero, insisto, eso no es algo que se les pueda reprochar, pues al fin y al cabo los cristianos viven convencidos de que Jesús se arreó de leches con el mercadillo del Templo, cuando en realidad no existe ninguna evidencia de que lo hiciera (ni siquiera, cuando menos en mi opinión, que existiese para poder haberlo hecho). 

Para los musulmanes, pues, su vida como personas religiosas y morales se rige por su libro de referencia, el Corán; la vida de Mahoma; y los preceptos litúrgicos, como ayunar en Ramadán, peregrinar a La Meca, esas cosas. En vida de Mahoma, la interpretación de todas estas movidas era fácil: se le preguntaba al boss, y punto pelota. Pero, a falta de la alta palabra del Profeta, los musulmanes, como todas las religiones, se tuvieron que enfrentar al reto de instaurar una serie de reglas que ya no podrían salir de los labios de quien estaba muerto; por no mencionar que, con el paso del tiempo, se tuvieron que enfrentar al problema de adaptar las palabras dichas por un señor en el siglo VII a las realidades de los momentos posteriores, en ocasiones muy distintos. Esta formulación es lo que conocemos como sharia o sharía, que creo que literalmente quiere decir algo así como el camino en el desierto para encontrar el agua (el islamismo, como el maniqueísmo medieval, tiene un montón de preciosas imágenes poéticas).

Mahoma, además, murió de una forma un tanto inesperada o, simplemente, nunca se planteó, o no tuvo fuerzas o ganas de plantear, que algún día no estaría y que, para ese día, lo mejor era dejar escritas unas reglas bien claras sobre cómo proceder. La verdad, esta falta de previsión hay que anotarla en el debe del Profeta, pues las fieras tribus árabes que lo seguían no engañaban a nadie, y menos a él; y estaba bastante claro que tenían la mano de hostias a flor de piel. Mahoma no dejó tras de sí ni un alto sacerdocio, ni un orden de prevalencia entre sus posibles sucesores; en otras palabras, aparentemente se murió confiado de que unos tipos que eran capaces de cortarse la epiglotis por una cabra iban a sentarse y a llegar a acuerdos por sí solos. Como digo, bad move.

A esto hay que unir otra cosa que, en mi opinión, ha estado siempre en la base de cierta ineficiencia de los sistemas musulmanes: nadie en el entourage de Mahoma, lo cual incluye al Profeta soi meme, pareció nunca entender que el liderazgo espiritual y el liderazgo temporal son cosas diferentes; que, por lo tanto, la persona mejor dotada para definir lo que un buen musulmán debe de hacer ante éste o aquél reto moral no es, necesariamente, la mejor dotada para coger el alfange e invadir tierra de infieles, o administrar el presupuesto del Ministerio de Administraciones Públicas.

La herencia, por otro lado, era jugosa. Mahoma había conseguido dominar en vida casi todo el subcontinente arábigo. Como ya sabemos, el Profeta era mequí pero, a causa de la oposición a su figura y sus ideas en su tierra se tuvo que marchar a Medina, creando con ello una clase importante dentro de los musulmanes: los muhajirun o emigrantes, a los que, conforme el Islam fue ganando adeptos, se les unieron los mediníes convertidos, normalmente conocidos como los ansar o “ayudantes”. Los ansar consideraban a Mahoma uno de ellos pues, al fin y al cabo, su abuela paterna era de Medina (lo cual, ahora que lo pienso, me convierte a mí en un segoviano de pura cepa). Allí, en Medina, se uniría un tercer grupo de conversos, hijo del momento en el que el poder del Islam se consolidó y se incrementó y, por lo tanto, hacerse musulmán comenzó a ser atractivo para los que no creían en nada o incluso creían en otra cosa. Se trata de los munafiqun, normalmente traducidos como “los hipócritas”; aunque no sé yo si sería más preciso escribir "los jetas". El Corán se despacha a gusto con los munafiqun, cosa que por cierto no hacen nuestras Escrituras, pero por la sola razón de que fueron escritas cuando el cristianismo no mandaba ni en los retretes; pues lo cierto es que el cristianismo, en la época del docetismo, se arreó unas leches de puta madre a causa de enfrentamientos muy parecidos a éste. Aun existe otra categoría de musulmanes primigenios, los tulaqa, o sea, los mequíes que sólo aceptaron el Islam cuando su capital cayó bajo el dominio del Profeta (podríamos llamarlos, pues, Los Oportunistas, o Los Tránsfugas). El principal Taliq (singular de Tulaqa) de entre todos es Abu Sufyan y su churri Hind, que era el líder mequí cuando la dominación de la ciudad cambió de manos, y a quien ya hemos leído atacando a los musulmanes con saña (¿tiene su figura puntos de conexión con Saulo el társica? Las tiene). A pesar de esto mismo, yo cuando menos doy por hecho que Abu Sufyan fue fundamental en la toma de poder por parte de Mahoma; toma de poder que se basa, cuando menos en parte, en un pacto entre ambos en el marco del cual Sufyan fue nombrado gobernador de Yemen. Sabemos por el tema de los clanes judíos que Mahoma tenía una fuerte vena pragmática que lo llevaba a conciliar antes que a pelear si podía. Abu Sufyan bien pudo ser una más de sus transacciones exitosas.

La fecha de la muerte de Mahoma, como ya he dicho, es muy prematura; el 632 se produce tan sólo dos años después del control definitivo de La Meca por los musulmanes. Además, todos los indicios son de que el Profeta murió de un chungo del que, por así decirlo, ni él ni nadie esperaba que se muriese. La comunidad musulmana no se había preguntado nunca qué hacer cuando les faltase su campeón; pero lo cierto es que la muerte fue un shock porque, como he dicho, además fue bastante inesperada. El problema no era sólo teológico; era también político. En la nación árabe había tribus que habían aceptado pagarle tributo a Mahoma, pero no se habían convertido al Islam; muy particularmente, había cristianos que habían conservado su fe.

La sucesión de Mahoma dentro del tronco coraichita era, por así decirlo, la opción que presentaba más posibilidades. Para cuando murió el Profeta, los mequíes otrora opuestos al pringao que se fue a Medina eran orgullosos musulmanes que llevaban muy a gala, no sólo seguir al Profeta, sino ser de su misma pata (el famoso demócrata de toda la vida de los tiempos de la transición política española). Sin embargo, lo que estos orgullosos mequíes tendían a olvidar, por así decirlo, era que la gran parte del apostolado de Mahoma se había producido en Medina; de Medina eran los ansar, gentes tan orgullosas de su fe islámica como el que más, y muy numerosos; los ansar, de hecho, le habían dado al Profeta buena parte de sus victorias militares.

Así las cosas, en cuanto las noticias de la muerte de Mahoma llegaron a Medina, los ansar, constituidos en catalanes islamitas, convocaron una asamblea para elegir un líder de entre ellos. Sin embargo, una aparición inesperada en el lugar de la asamblea cambió las cosas. Ante los ansar se presentaron Abu Bakr y Omar, además de Abu Ubaidah bin al Jarrah, otro importante converso de primera hora, y otros.

Tanto Abu Bakr como Omar eran personas del entorno estricto de Mahoma. El primero de ellos había sido colega del Profeta desde sus primeros días mequíes y, como ya he referido, sería conocido como al-Sidiq, algo así como “el que está pleno de verdad”. Tres años más joven que su amigo, se lo tiene por el primer adulto convertido al Islam. Entre su descendencia encontramos a su hija Aisha y a su hijo Mohamed, bastante importantes para la Historia del Islam. Abu Bakr había acompañado a Mahoma en su huida a Medina, lo cual no fue cualquier favor, puesto que puso en peligro muy importantes intereses comerciales en ello. Ya en Medina, cuando su familia se le unió, comprometió a su hija Aisha, que entonces tenía nueve años, para que se casara con su amigo y líder.

Omar, por su parte, entra en el conocimiento histórico como un fiero antimusulmán. Su hermana, sin embargo, se convirtió y, según la tradición, estando en casa de ella escuchó declamar algunos versos del Corán, y vio la luz. Omar se desempeñó, conforme pasó el tiempo, como un excelente organizador y jefe militar; y también dio una hija, Hafsa, para que se casara con el Profeta. Hafsa era viuda de un convertido que había fallecido en la batalla de Badr.

Éstas eran las dos fieras personas que entraron en la asamblea de los ansar para decirles que el nuevo líder de la grey islámica debería ser un coraichita (o sea, ellos). Que, vale, los ansar, como los inmigrantes de la Barcelona de los años sesenta del siglo XX, tenían derecho a gritar por las calles, con ocasión de la elección del nuevo obispo de la diócesis, “como somos mayoría, lo queremos de Almería”; pero que era lo que había, que aquello no era una democracia (de hecho, tardaría mucho en serlo, y sólo en algunos casos). Que los ansar tenían que entender que un mediní no sería aceptado por la totalidad de las tribus arábigas que estaban ya integradas en el proyecto musulmán.

Abu Bakr, en un gesto tal vez pactado de antemano, dijo entonces que él estaba dispuesto a jurar su alianza con cualquiera de los dos compañeros de El Profeta que estaban con él, es decir Omar y al-Jarrah. Omar respondió que para él era inconcebible afirmar lealtad a otro distinto de Bakr. Cuando Abu aceptó dicha alianza, ya todo quedó claro, pues cualquier líder que la asamblea de los ansar hubiese votado después habría sido mucho más débil.

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