lunes, mayo 11, 2020

El ahorcado de Black Friars (2: Sindona)

Estos son todos los capítulos de esta serie. Conforme se vayan publicando, irán apareciendo los correspondientes enlaces.

Los inicios de un tipo listo
Sindona
Calvi se hace grande, y Sindona pequeño
A rey muerto, rey puesto
Comienza el trile
Nunca dejes tirado a un mafioso
Las edificantes acciones del socio del Espíritu Santo
Gelli
El hombre siempre pendiente del dólar
Las listas de Arezzo
En el maco
El comodín del Vaticano
El metesaca De Benedetti
El Hundimiento
Ride like the wind
Dios aparece en la ecuación
La historia detrás de la historia


Como ya he dicho, el IOR vaticano presentaba una gran ventaja (que ya no tiene, por cierto) que lo hacía único en el mundo: no tenía autoridad supervisora. Todos los bancos del mundo, incluso los que están radicados en auténticas cuevas de bucaneros, tienen una autoridad supervisora, que podrá ser más o menos lenitiva, pero tiene que cumplir al menos algunos estándares internacionales. El Vaticano, sin embargo, es un Estado que nunca ha creado, entre sus estructuras, la supervisión financiera. Así pues, la limpieza o suciedad de los actos del IOR sólo los controlaba, literalmente, el Espíritu Santo (dado que ni el Padre ni el Hijo estudiaron Finanzas). Además, como ya se ocupó una vez de recordar un célebre periodista financiero italiano, a ningún Papa lo han elegido nunca por su capacidad para entender las sutilezas de una curva swap.

A finales de los años cincuenta, un sacerdote amigo de Sindona le presentó al príncipe Massimo Spada, un prominente aristócrata y hombre de negocios católico que era, de hecho, el principal elemento no tonsurado en el IOR. En 1954, además, Sindona le hizo un favor de la hostia (nunca mejor dicho) al entonces arzobispo Montini, allegándole recursos para financiar un hogar de ancianos. Fue una inversión muy rentable, pues, como también he recordado, Montini llegaría a Papa.
En 1960, Sindona ya tenía suficientes recursos por sí mismo para convertirse en hombre de negocios propiamente dicho. Compró la Banca Privata, un pequeño banco milanés. Sus amistades comenzaron a funcionar, pues su primer impositor de peso fue, precisamente, el IOR. Tres años después, su amigo Montini, amigo además de ignorante en todo lo financiero, fue elegido Papa.

Sindona sabía muy bien quién tenía que ser, y seguir siendo, su amigo. A la jubilación de Spada en el IOR, le ofreció un puesto en su banco. Y cuando el que se retiró fue el sucesor del príncipe, Luigi Menini, hizo exactamente lo mismo. No por casualidad, el IOR se convirtió en accionista de un banco de Sindona, la Banca Unione; y, más tarde, de un banco suizo conocido como Finabank (Le Banque de Financiement).

Con estas credenciales, Sindona se vendía a sí mismo como alguien que podía invertir por sí mismo pero que, sobre todo, tenía amigos a los que podía convencer para que invirtiesen aquí o allá. Éste es un canto de sirena al que no hay banco en el mundo que se pueda resistir, y por eso los contactos internacionales de Sindona comenzaron a multiplicarse: el Hambros Bank en Londres, el Continental Illinois National Bank en los Estados Unidos, o la Banque de Paris et des Pays Bas en Francia, todos ellos bancos importantes. Durante toda la década de los sesenta, todas estas respetabilísimas instituciones financieras internacionales se convirtieron en accionistas de empresas de Sindona, aportándole, pues, el mejor pedigree posible. David Kennedy, presidente del Continental Illinois, lo introdujo en los vericuetos del Partido Republicano estadounidense, una maquinaria siempre ávida de financiadores. Dentro de estos contactos, Sindona conoció, a mediados de los sesenta, a Richard Nixon; el eterno candidato republicano que, por cierto, cuando ganó las elecciones del 68 nombró secretario del Tesoro precisamente a Kennedy. John Connally, sucesor de Kennedy en la secretaría, también era buen amigo de Sindona.

El siciliano, además, supo aprovechar muy bien la creciente debilidad en Italia del brazo político del Vaticano, el Partido Demócrata Cristiano. La hegemonía hasta entonces disfrutada por el partido católico comenzaba a resquebrajarse, y eso amenazaba con costarle dinero a la Iglesia, pues diversos partidos comenzaban a hablar de cosas como, por ejemplo, retirarle al Vaticano la (inexplicable) exención en el pago de impuestos por los rendimientos de las inversiones que disfrutaba. Periódicos y televisiones comenzaron a descubrir, de tanto en tanto, que la Iglesia católica, apostólica y romana invertía en cosas como empresas de armamento, de editoriales que publicaban revistas subidas de tono e, incluso, en el escándalo moral más importante de la época, en una empresa farmacéutica llamada Serono, cuyo principal producto eran las píldoras anticonceptivas. Unos 1.300 años después de su fundación, pues, los fieles de la Iglesia en Italia y el mundo descubrieron algo que es obvio desde el minuto uno para cualquiera que estudie la Historia: que la Iglesia se montó por, para y desde la pasta, que todo lo que le importa es la pasta, y que por la pasta se dirá y se desdirá de lo que haga falta; y, sobre todo, que la Iglesia, a pesar de ser una institución moral, ejercita constantemente la estrategia consistente en no dejar que sus ideas sepan lo que sus actos practican.

En 1968, finalmente, el gobierno italiano eliminó el tratamiento preferencial de las inversiones vaticanas. A partir de ese momento, por lo tanto, los curas, si querían seguir forrándose como se estaban forrando, tendrían que hacer lo mismo que el resto de los inversores del mundo: diversificar y echar mano de la ingeniería financiero-fiscal.

Pero para eso necesitaba a sus uomini di fiducia.

Sindona fue nombrado uno de los principales asesores financieros del Vaticano. Todo parece indicar que el Papa Montini lo consideraba un Messi de las finanzas. Así pues, Sindona comenzó a trabajar con el muñidor del IOR, un cardenal (entonces obispo) estadounidense llamado Paul Casimir Marcinkus, y del que hoy sabemos menos de la mitad del cacho de un trozo de todo lo que deberíamos saber porque bien que se ha ocupado el Vaticano de que así sea; sin que a Francisquito, a quien se le llena la boca hablando de los pobres y otras mandangas propias de su cargo, se le vea un detalle.

Nacido en Cicero, un suburbio de Chicago, hijo de emigrantes lituanos, en 1964 labró su carrera cuando acompañó a Pablo VI en un viaje por la India. Os diré una cosa: a mí, Montini nunca me pareció mal tipo. Para ser Papa, tenía una moral bastante bien enderezada, y sus actos en el seno de la geopolítica mundial, por lo menos, no fueron enteramente repugnantes. Tuvo el problema de que fue Papa a la sombra de uno excepcionalmente popular, Juan XXIII, a veces me da un poco la sensación que éste y aquél son un poco como el Miño y el Sil; ya sabéis, el Miño lleva la fama, y el Sil y el agua. Juan se lo montó muy bien, supo atraer a quien hay que atraer para ser un Papa popular (es decir: a los que no son creyentes), montó el concilio Vaticano II, bla. Pablo, por su parte, remató dicho concilio, lo bajó al día a día, y se ocupó de un mundo cambiante en el que supo mantener el peso de la Iglesia, cosa que no era fácil.

Dicho esto, la verdad es que a Pablo VI, como a todos, le pasaba que para según qué cosas era un minusválido conceptual. Y si una cosa se le atragantaba, era ser proactivo a la hora de organizar cosas. Marzinckus era todo lo contrario. Era grande, musculoso, deportista, algo no muy normal entre los curas. Tenía un charming natural que aplicaba sobre todo con los niños, que lo adoraban. Y era un organizador nato. En India, llevó a su jefe entre algodones y sin un error, y Pablo se prendió de sus capacidades. Al año siguiente, cuando Pablo VI se entrevistó con Lyndon Baines Johnson, el presidente, Marcinckus actuó de intérprete; eso lo consolidó como organizador de los viajes papales.
Durante una visita de Pablo a Manila, en 1970, un hombre se lanzó contra el pontífice con un cuchillo en la mano; Marcinckus y el secretario del Papa, monseñor Pasquale Macchi, lo interceptaron. Fue el último servicio que necesitaba dar el obispo; al día siguiente, Pablo VI lo nombró presidente del IOR.
Dicen que una de las frases preferidas de Marcinckus era: “la Iglesia no funciona a base de avemarías”. Una frase que, como he dicho, resume muy bien los catorce siglos que lleva el momio funcionando, con mejor o peor suerte; pero que, también define muy bien el espíritu con el que el obispo de Illinois se tomó el cargo que pusieron en sus manos. Había que hacer que la Iglesia tuviese recursos; y si para eso había que aliarse con el Diablo, pues a ello.

El sacerdote estadounidense empoderó a Sindona, quien comenzó a hacer inversiones en nombre del IOR, comprando y vendiendo participaciones en empresas aquí y allá. Ambas partes estaban ya tan entrelazadas que, muchas veces, incluso los propios socios que culminaban un negocio negociado con el siciliano no sabían si lo que estaban comprando o vendiendo se lo estaban comprando o vendiendo al Vaticano, a Sindona, o a alguna mezcolanza de ambas realidades. El Vaticano y el hombre de negocios sicilianos habían llegado a la homousios, la figura inventada por Osio de Córdoba para su jefe, el emperador Constantino, que buscaba resolver las querellas de la Iglesia: personas distintas que comparten la misma naturaleza.

Sindona, sin embargo, tenía otros amigos. Siendo como era siciliano, la cosa era hasta de esperar. Conocidos de Sindona tenían, de cuando en cuando, la necesidad de lavar dinerillo de ése que tenían por ahí y que tal vez habían conseguido de forma un tanto ilegal; y el banquero les ayudaba. De hecho, aquello no era nada que el siciliano ocultase. Había llegado a la conclusión que insinuar sus relaciones con el mundo del crimen organizado le daba pote y le generaba respeto por parte de sus interlocutores, sobre todo políticos. En cuanto al Vaticano, si estaba invirtiendo en empresas de armamento, ¿qué leches le iba a importar que su principal asesor financiero laico tuviese amistades peligrosas? La ostentación de poder en las áreas oscuras de la sociedad llegó a ser tan fuerte que en cierta ocasión un banquero británico, tras una reunión en la que mantuvo una fuerte discusión con Sindona, llegó tan azorado a su hotel que entró en la habitación reptando hasta que llegó a la ventana y pudo correr las cortinas.

Como a Sindona no le faltaba de nada, también tenía contactos en otro elemento importante de la política italiana de finales del siglo XX: la masonería. Los masones italianos llevaban interviniendo en política desde la fundación de Italia; pero ahora su influencia era muy superior, y se concentraba sobre todo en una logia secreta que se ha hecho tristemente famosa: la logia Propaganda 2, o P2 como se la conoce mejor, liderada por Licio Gelli.
Gelli era un hombre de negocios procedente de la Toscana muy bien relacionado en las altas esferas económicas, pero también en el ejército y en los siempre difíciles de aprehender servicios de inteligencia.

Éste era el nivel de contactos que exhibía Sindona y que, ahora que había trabado amistad con Calvi, podrían llegar a estar a disposición del banquero de Milán. Entre 1969 y 1971, como consecuencia de esta relación, Calvi conoció tanto a Marcinckus como a Gelli. Puso ser en el despacho de Umberto Ortollani, que era socio de Gelli en la logia. Si esta reunión existió, en ella estuvo también Sindona, y su objetivo fundamental fue discutir la promoción de la carrera de Calvi. Sindona le ayudaría en las gestiones mercantiles, mientras que los miembros de la P2 le proveerían de protección política si tenía alguna vez problemas. En la reunión no estuvo Marcinckus y, por lo tanto, el Vaticano puede aducir que no tuvo nada que ver en aquella movida. Pero lo cierto es que el Ambrosiano era un banco católico con fuertes vinculaciones con la Iglesia; es muy difícil que ésta no estuviese, como poco, informada de lo que había pasado.

Y lo que había pasado es que Calvi se  había apuntado a la red de especuladores de Sindona. A la red de los que iban a prosperar como fuese, y no rezando avemarías.

2 comentarios:

  1. Excelente post como siempre. Sin embargo, me gustaría comentar un par de cositas:

    1) ¿Por qué colocas el comienzo de la Iglesia católica romana como institución en el siglo VII y no antes, como hacen muchos (que por ejemplo, se remontan a León I, el que supuestamente detuvo a Atila)? Hay buenas razones para hacerlo, y supongo que me mentarás a Gregorio I al respecto, pero la verdadera razón de peso es otra: es en el siglo VII, con el surgimiento del Islam, cuando de verdad muere el Imperio romano como entidad mediterránea (el "Mare Nostrum"), y los emperadores de Constantinopla se ven obligados a dejar a su suerte a Occidente (y por ende, también al obispo de Roma) mientras luchan por su supervivencia entre la espada y la pared.

    De no ser por el Islam, jamás habría existido una civilización occidental realmente independiente y capaz de siquiera plantearse el objetivo de la dominación global. Tal y como demostró Pirenne, Constantinopla seguiría siendo la capital de la civilización cristiana, y no París o Londres, meros villorrios bárbaros en tiempos de Heraclio y Mahoma.

    Y claro está, el Papa nunca podría haber alzado vuelo. Hubiera seguido sometido al yugo temporal (y espiritual) de Constantinopla, tal y como pasó con cierto Papa de ese siglo que terminó desterrado en Crimea por oponerse a la política religiosa del basileo.

    2) Dices que los actos de Pablo VI en la geopolítica mundial "no fueron enteramente despreciables". En ese caso, ¿qué opinas del tan famoso Juan Pablo II? De paso, como venezolano, debo comentar que he sufrido en carne propia lo deplorable que puede ser la geopolítica del papa Paquito.

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    1. Bueno, Pablo, la cuestión que planteas es muy interesante y, desde luego, carente de una verdad universal. Yo creo que la Iglesia católica, hasta el siglo VII, era más bien un cúmulo de creencias, en ocasiones bastante diferentes entre ellas y desde luego enfrentadas. Para mí, una Iglesia existe en el momento en que tiene una estructura suficiente, y un nivel de consenso interior suficientemente razonable, como para poder decir que es una institución más estable que los Estados con los que interactúa. Pero, como digo, son opiniones.

      Yo creo que Juan Pablo II es el producto de una transacción. La Curia necesitaba un Papa que no pudiera tener tentación alguna de ir por el camino por el que yo creo que quería ir su sucesor, escandalizado con alguna cosa que vio. Y buena parte de la Iglesia europea quería que Roma fuese un agente activo contra las dictaduras comunistas, de las que veían el final, final que les provocaba cierto temor, pues un dragón suele morir matando.

      En lo que no le salieron bien los cálculos a la Curia, creo yo, es que nunca pensaron, ni que aquel tipo llegase a dominar el márquetin como lo dominó; ni que viviera tanto.

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