miércoles, octubre 09, 2019

Isabel al poder (5: el follón del matrimonio de Enrique y Juana)

Otros escalones de esta escalera:

El Consejo Real de Castilla, reunido en Segovia, consideró la carta de los nobles rebeldes a las ciudades como un ultraje en toda regla, y exigió del rey un castigo ejemplar. Pero eso era demasiado pedir para Enrique, el rey acomodaticio, que prefirió la estrategia del avestruz. Eso sí, se avino a arreglar otra reunión con los rebeldes, esta vez en la planicie entre Cigales y Cabezón. Este encuentro sí que se produjo, y en el mismo el ciclotímico rey, siguiendo su guión vital, le dijo a los rebeldes lo que querían oír: que exiliaría a Beltrán de la Cueva de la Corte; que le devolvería la orden de Santiago a Alfonso; y que lo designaría su heredero.

Eso sí, en una jugada que, creo yo, trataba de cerrar todo problema presente o futuro, Enrique sólo puso una condición: Alfonso sería heredero de la corona castellana siempre y cuando aceptase los esponsales con Juana, la hija del rey. La Beltraneja, pues, no sería reina de Castilla pues su padre venía a reconocer que no tenía derecho a ello; pero sería reina consorte que, supongo que pensaba el Trastámara silbando a Silvio Rodríguez, no es lo mismo, pero es igual.

Este pacto pareció bien a las partes, que por lo tanto quedaron en el mismo sitio en noviembre de 1464 para sellar el acuerdo. Enrique juró delante de Alfonso, un niño de once años, que sería su heredero, y luego se lo entregó a Pacheco para que lo cuidase.

Obsérvese que, en el pacto de 1464, de Isabel no se decía nada. Nada. Los nobles rebeldes, conscientes de lo esquiva que era la vida en aquellos tiempos, querían guardar a aquella adolescente en la recámara por lo que pudiera pasar; pero, la verdad, su intención no era usarla para gran cosa. Esta es la razón de que en el pacto de Cigales ni siquiera se acordasen de impugnar la presencia de Isabel en la Corte para que pudiese volver a Arévalo con su madre (como ella deseaba).

En aquel acuerdo también se pactaron reformas demandadas por los nobles, y entre ellas se creó un consejo que debía estudiar la reforma del reino. Este consejo debería tener cinco miembros: dos de cada facción y un quinto neutral. Este equilibrio se rompió pronto. Con las semanas, los miembros del Consejo se fueron decantando por el bando rebelde y, de hecho, al alborear el año 1465 publicaron un documento tremendo que la Historia conoce como la Sentencia de Medina del Campo. Esta sentencia suponía una victoria sin paliativos de los planteamientos de los rebeldes, o si se prefiere, de la alta nobleza castellana que se resistía a darle poder a una monarquía centralizada; y, de hecho, se dictaban una serie de normas que convertían a Enrique en un rey apenas formal que, entre otras cosas, no podía decretar ni siquiera la prisión de un miembro de la nobleza sin la aquiescencia del propio Consejo. Asimismo, en una especie de Tratado de Versalles tardomedieval, al rey se le imponía una reducción del volumen de sus tropas que las dejaban en menos de un tercio.

En la Sentencia de Medina del Campo, por lo tanto, Castilla retrasaba el reloj de la Historia, caminando hacia una prelación feudal que nunca había sido la norma en el reino (pues Castilla es una de las naciones más tenuemente feudalizadas de toda la Edad Media europea); aprovechando la figura de un rey asténico, cobardón y demasiado pactista quien, sin embargo, tiene muy buena prensa en la historiografía moderna porque era muy cool, no iba a la guerra y le caían bien los moros.

Hasta Enrique el conciliador, sin embargo, se percató esta vez de que tendría (este es el verbo, y esa la forma verbal, correctos) que ir a la guerra, y ordenó a Beltrán de la Cueva que organizase a sus ejércitos. En febrero de 1465, declaró la nulidad de la Sentencia de Medina y también se desdijo del juramento de Cigales en el que había designado a Alfonso como su sucesor. Se encastilló en Segovia, adonde hizo trasladar el tesoro real, que dejó bajo la protección de los hermanos Arias Dávila (Juan, obispo de Segovia; y Pedro). Otros “activos” que fueron trasladados desde Madrid a Segovia fueron su esposa Juana, la niña de mismo nombre, y, de rondón, también la infanta de Castilla, Isabelinchi.

La primavera de 1465  fue para las ciudades castellanas un constante pasar de mesnadas, bien del rey, bien de los rebeldes, buscando siempre la complicidad de cada villa con su causa. Los rebeldes trajeron a su causa a ciudades como Plasencia, Ávila, Medina del Campo o Valladolid. Lo que sabemos de lo que hicieron en Ávila nos da la medida de cómo se las gastaban los rebeldes. Construyeron una plataforma detrás de la catedral en la que sentaron a un muñeco vestido de rey, sentado en su trono, ante el cual leyeron un largo memorial de agravios. El arzobispo Carrillo, teatralmente, le quitó la corona de la cabeza al muñeco, y declaró que Enrique era indigno de la dignidad real. Luego le quitaron la espada y el cetro y, agarrando el pelele, lo arrojaron al suelo.

Allí donde llegaban y eran razonablemente aceptados los rebeldes, procedían a proclamar al infante Alfonso como rey de Castilla, esto es como Alfonso XII. Este gesto, que iba más allá de lo que hasta aquel momento había intentado la oposición a Enrique, que había partido siempre de la legitimidad del rey y, por lo tanto, no negaba su derecho a serlo hasta la muerte, hizo sonar en toda Castilla los tambores de guerra civil: rey contra rey. Algunos de los apellidos más sonoros de  Castilla, antes y después de aquello, estaban con Alfonso: Enríquez, Mendoza, Guzmán, Stúñiga, Girón. Asimismo, las tres grandes órdenes militares (Santiago, Calatrava y Alcántara) estaban básicamente con el nuevo rey, bastante escocidas, sobre todo, por el importante recorte a la posibilidad de obtener glorias (y tierras, y pasta) que había supuesto la guerra anestesiada contra el moro que practicaba aquel rey que, por no ser conquistado, tampoco quería conquistar.

No hemos de olvidar, sin embargo, que Enrique no estaba solo. La mayoría de la alta alcurnia eclesial castellana, acostumbrada a estar muy cerca de la Corte desde que, con el cisma, los poderes temporales en los obispados quedasen adverados, estaba con él. También estaban con él la mayor parte de los Mendoza, los eternos Alba, y otros grandes nobles. Este cuerpo de nobles y servidores, digamos, legalistas o constitucionalistas (pues la Constitución, en la medida en que podemos pensar que existía, lógicamente estaba con el rey al mando, que no había cometido ninguna traición como para poder ser reo de impeachment) hizo con el acto de Ávila algo muy parecido a lo que, en los últimos meses, han hecho las izquierdas españolas con la manifestación en la plaza de Colón. Igual que éstas bautizaron el acto como La Foto de Colón, éstos bautizaron la promenade abulense como La Farsa de Ávila, y consiguientemente la trataron, y de una forma muy parecida: como una unión de fuerzas heterogéneas a las que sólo les unía el deseo de derribar al poder legítimamente constituido. Como se ve, en la vida, y mucho menos en la vida política, rara vez nos encontramos con algo que, en realidad, no esté ya inventado.

El rey Enrique preparó a sus mesnadas para defenderle en los campos castellanos, pero reservó una parte sustancial para sustantivar uno de sus movimientos de álfil previstos, que era el viaje de su mujer, la reina Juana; y su medio hermana, Isabelinchi, a Portugal. No es, claro, que tuviesen antojo de bacalao o de toallas; la cosa es que Enrique tenía prisa por soldar y templar el matrimonio de su medio hermana con Alfonso V, operación con la que esperaba matar literalmente dos pájaros de un tiro.

Los rebeldes, sin embargo, no se estuvieron quietos. La escolta que le puso Enrique a su mujer y a su hermana fue tan fuerte que ni soñaron con atacarla. Sin embargo, prosiguieron su campaña de prensa. El 4 de julio, Carrillo firmó personalmente una carta a las ciudades de Castilla, que era el equivalente a lo tuits de hoy en día aunque con mayor valor jurídico (y más caracteres). En esa carta Carrillo, desde su autoridad arzobispal, insistía en la ilegitimidad de la princesa Juana; pero no lo hacía con la historia de Beltrán de la Cueva, sino aduciendo que el matrimonio entre Enrique y Juana de Portugal era nulo a los ojos de la Iglesia.

La cosa era medio cierta. Como era bastante habitual en los enlaces entre casas reinantes, en realidad Enrique de Trastámara y Juana de Portugal eran parientes muy cercanos, primos en primer grado para ser exactos (la condición de primo era tan común entre reyes y príncipes que entre ellos se acabaría haciendo habitual apelarse de primos incluso sin serlo literalmente).

La Iglesia, en aquella época y prácticamente durante todas las que ha tenido autoridad en la materia, prohibía by default los matrimonios hasta el cuarto grado de consanguinidad. Así las cosas, en el 1455, cuando Enrique y Juana se habían casado, habían tenido que realizar la gestión habitual en las modas dinásticas del momento, esto es: solicitar la dispensa papal para poder casarse; dispensa que los papas, habitualmente, siempre a cambio de pasta, han sido bastante proclives a conceder.

No había sido el caso de la boda de Enrique, sin embargo. Nicolás V, CEO (Chief Earth Officer) de la Paloma Muda en el momento en que el rey castellano se casó, no estaba nada convencido de la anulación del matrimonio anterior del rey. Castilla había enviado a Roma un ejército de prelados que fueron relatando la milonga cubana ésa de que la churri del rey era medio bruja y que le había metido el pito para dentro y tal; pero el tema, la verdad, tenía poco pase. Dado que la clerecía católica siempre ha mostrado una importante capacidad de entender cosas que no practica, a Nicolás todo aquello del embrujo de Enrique le sonaba un poco a que el castellano se estaba escaqueando de la verdad de que se ponía más morcillón que erecto delante de las mujeres, por así decirlo. Por esa causa, dictó una bula en la que hacía una cosa muy rara que, la verdad, el conocimiento bulítico no me llega a decir que es la única dictada nunca por un Papa en estos términos, pero no me extrañaría: autorizaba al rey castellano a casarse pero no le extendía la dispensa, que sólo le sería dictada en el caso de que demostrase que se había tirado a su nueva mujer. O sea, si no interpreto mal del Derecho canónico, el Papa se marcó un escrito en el que le negaba al matrimonio de Enrique y Juana la condición de tal mientras estuviese rato, esto es, no consumado. Es un tema extraño, ya digo, porque yo creo que el Derecho canónico concede al matrimonio rato no consumado la firmeza como tal desde el momento de su celebración. Dadas las especiales circunstancias del caso, pues, el Papa dijo: no estarás casado hasta que no te la lleves por delante y te la pulas comme il faut.

La bula así signada exigía que el Vaticano comprobase la virilidad del rey Enrique. Para esta misión el Papa ni se planteó designar tres médicos, que tal vez habría sido lo lógico, sino que designó a tres sacerdotes (porque los sacerdotes, todo el mundo lo sabe, son súper expertos en virilidad). Éstos fueron: Alfonso Carrillo, titular de Toledo como sabemos; Alfonso Fonseca, obispo de Ávila y otro personaje fundamental para la época; y Alfonso Sánchez de Valladolid, obispo que lo era de Ciudad Rodrígo. La cosa tenía que ir rápida pero, como sabemos, no fue así. La noche de bodas de los reyes fue cervantina (la reina fuese, y no hubo nada); y la única prueba de virilidad en la que podían creer los prelados de la comisión, esto es el embarazo de la reina, tardó siete años en producirse; y para cuando se produjo, todo el mundo decía que el padre era otro. Como consecuencia burocrática fundamental, los documentos que los tres prelados debían enviar a Roma adverando que habían comprobado que el rey era un macho man con borlas, nunca fueron redactados, nunca fueron remitidos al Vaticano y éste, por lo tanto, nunca emitió formalmente la dispensa para que Enrique y Juana pudieran casarse. Una historia que Carrillo conocía al dedillo, pues lo acabamos de ver implicado en la comisión comprobatoria de las turgencias penianas del rey.

Hay que decir que el titular de la sede toledana supo esperar para jugar este comodín. Para cuando lo hizo, la popularidad de Enrique en la Castilla central estaba bajo mínimos (mientras, sin embargo, tendía a ser más popular en los territorios más periféricos); y, lo que es más importante, el Papa Nicolás ya había muerto, por lo que deducir su testimonio ya no era posible.

Castellanos y portugueses se habían reunido en 1465 en Zamora. No lograron ponerse de acuerdo sobre los términos del matrimonio entre Alfonso e Isabel, pero aun así acordaron seguir hablando, al juzgar que la operación merecía la pena ser explorada. Con esos mimbres, Isabel regresó a Segovia, donde siguió viviendo bajo la tutela del rey Enrique, quien la tenía a buen recaudo por considerarla una buena moneda de cambio si las cosas se ponían feas en algún momento. El bando rebelde, sin embargo, era consciente de que si Isabel se casaba con el rey de Portugal, perderían un comodín que les podía llegar a ser muy útil. Por lo tanto, creyeron llegado el momento de empezar a negociar un poco más en serio el futuro de la niña.ó

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