lunes, enero 28, 2019

Carlos III (9: lo del gobierno)

Rigodones que ya hemos bailado:

El infante sin posibilidades que llegó a ser rey por ser un Farnesio
De Varsovia a Nápoles
María Amalia
En España
El rey viudo
Lo de los jesuitas
Lo de América
Lo de Marruecos

Uno de los elementos más claros en los que Carlos de Borbón se mostró como un rey moderno, en el sentido que nosotros le podemos dar a ese término, fue en el definitivo rompimiento del monopolio aristócrata del poder en España. A decir verdad, ya con los Austrias existe toda una tradición que veía en el absolutismo regalista lo que en buena parte era, esto es: la erección de un poder natural competidor, no pocas veces opuesto, al poder histórico de las castas nobles del país. Éste es uno de los aspectos del absolutismo que demasiadas veces se obvia y que hace que tanta gente tenga, por lo general, un cacao maravillao de conceptitos por todo bagage de conocimiento sobre todo lo que pasó antes de la Revolución Francesa.

A los embajadores y viajeros ingleses que recalaban en Madrid, por lo general personas pertenecientes a viejas y rancias familias con sitial en la Cámara de los Lores desde los tiempos de Mari Castaña Estuardo Tudor Boolingbrooke de Falconetti, lo primero que les llamaba la atención al interactuar con las estructuras de gobierno españolas es que estaban formadas por, dirían ellos, commoners. Burgueses, gentes de medio pelo, putos monos. Los tipos a los que el inglés de pura cepa reservaba el papel de morir por él en las batallas y, mientras tanto, servirle el té, en España eran los padres de los secretarios de Consejo; y eso les llamaba poderosamente la atención. La casta noble existía, claro (de hecho, sigue existiendo); pero, cada vez más, eran como peces en un acuario llamado Corte. La inmensa mayoría de los grandes de España de la segunda mitad del siglo XVIII, si no estaban en sus casas y fincas tomando chocolate (la bebida de moda) y montando tertulias, estaba en la Corte ostentando cargos de antiguo abolengo, mayordomías y esas cosas; pero sin tocar pelo en lo tocante al Poder con mayúsculas. Para ejercer dicho Poder, Carlos se había traído a un pringao de Nápoles, el famoso Esquilache; y, cuando a éste lo echó el personal, no por eso cedió en su tendencia a confiar en las noblezas menores y eso que llamamos los plebeyos.

Carlos III es el primer rey de España del que yo tengo noticia que tiene un gesto inusitado; un gesto que, de nuevo, contado a un inglés de su época podría provocar un estupor total: en quedándose libres puestos en el Consejo de Castilla, los cubrió con personas que no necesariamente procedían de las principales familias de la nación. Lejos de seguir confiando en los grandes de España, Carlos comenzó a reclutar a sus hombres de gobierno entre los entonces conocidos como manteístas, así llamados por el manto con que se cubrían casi en todo momento, que eran los estudiantes universitarios que acudían a las facultades sin poder ser miembros de ningún colegio mayor dados sus escasos recursos y, consecuentemente, malvivían en los barrios pútridos de las ciudades universitarias, prolongando existencias como la que describe el clásico La Casa de la Troya. A Alcalá putas, que viene San Lucas, dice un refrán castellano; y lo dice por la mala vida que se daba en las ciudades universitarias (como Alcalá de Henares) desde el día de San Lucas (habitual fecha para el comienzo de las clases), a causa de esta troupe de embozados que llegaba de todas partes.

A fuer de ser sinceros, Carlos no fue el primero de los reyes de España que echó mano de la gente con mérito, pues ya su padre había tenido algunos ministros, como Patiño y Ensenada, procedentes de la grey de los malolientes; pero Carlos fue, sin duda, quien primero hizo de esta excepción, regla.

En 1771, el rey creó la Orden de Carlos III, que nacía con el mismo perfil e importancia que las grandes órdenes militares tradicionales de España. En éstas, que eran las de Santiago, Calatrava y Alcántara, y por bula papal, no podían entrar a formar parte ni comerciantes, ni pintores, ni quienes descendieren de ellos. Se habían garantizado estos exclusivos clubes, pues, la legitimidad permanente de los ocho apellidos vascos de los cojones. El rey Borbón pensó en cambiar esos estatutos para abrir las ventanas de las órdenes a la gente normal; pero le pareció a sus asesores tan enorme  el gasto que habría que hacer, tan elevado el conflicto que se generaría, que optó por crear una orden propia, y dotarla de unas normas según las cuales, en la práctica, lo único que cerraba las puertas de la misma era ser o descender de moro o de judío (que todavía hay clases).

El siguiente paso que dio el rey para bajarle los humos a la casta noble fue reformar los colegios mayores. En aquella época, como ya he dicho, los colegios mayores universitarios eran instituciones extremadamente elitistas y tontopollas, al estilo de los colegios de alto standing ingleses, tipo Eaton y esas gilipolleces. El rey se propuso, efectivamente, convertirnos en instituciones auxiliares a la enseñanza universitaria que verdaderamente ayudasen a dar acceso a dicha enseñanza a quien no podía pagarse la estancia, en lugar de a aportar un lugar exclusivo para quien podía comprarse él sólo calles enteras de Alcalá de Henares. La reforma de los colegios mayores se tomó seis años, lo cual nos da la medida de lo difícil que fue; y tuvo episodios realmente chuscos, como la procesión fúnebre que los estudiantes manteístas de Salamanca organizaron, en plan entierro de la sardina, por el alma de las viejas instituciones que ahora morían.

La reforma tenía su sentido. Al haberse convertido los colegios mayores en condominios de pijos, la que había salido perdiendo era la enseñanza. La falta de estudiantes, pues los nobles de los colegios mayores vivían la vida loca y los manteístas no siempre podían pagarse la universidad, hacía que los estudios cada vez se desarrollasen menos; poco a poco, la universidad se había ido poblando de profesores acomodaticios, que estaban allí porque probablemente no podían estar en otra parte (creo que en este punto se hace necesario recordarle al lector que estamos hablando de los tiempos de Carlos III...)

La llegada de los plebeyos a la administración de España, que fue notablemente beneficiosa y no seré yo quien lo niegue, tuvo, sin embargo, como todo, sus consecuencias no demasiado buenas. La llegada de hombres procedentes del pueblo llano a la administración del país, en tiempos de Carlos III, y con una corriente que no ha hecho desde entonces sino ensancharse y hacerse más intensa, trajo a España el pecado de la híperregulación. Aquellos hombres de Carlos III para todo querían dictar una cédula. Los mercados actuales de manuscritos antiguos están petados de cédulas de Carlos III y reyes posteriores regulándolo todo: el comercio, los espectáculos, la vestimenta, las danzas que se pueden bailar y las que no, la forma de colocar imágenes en los altares, la mano con la que has de rascarte el testículo izquierdo... Prurito ilustrado, en efecto, es ése de considerar que toda la vida civil de un país ha de pasar por las oficinas de quienes la administran; porque, si te paras a pensarlo, esta manía de elaborar Boletines Oficiales del Estado con decenas de páginas, que lo legislan absolutamente todo, se asienta, en su fondo filosófico, sobre la idea de que el ciudadano es tonto del culo, y necesita que sus reguladores le cambien el pañal cinco veces al día. A muchos, a su modo, herederos de aquella España carlina los llamaremos, en el siglo siguiente, liberales. Pero, la verdad, de toda la vida de Dios, llamarle a un político español liberal no ha dejado de ser, grosso modo, una licencia poética.

Carlos III fue un rey que podríamos denominar los españoles contemporáneos como Rajoy-style, por cuando compartía con el ex presidente del Gobierno una característica muy marcada, que era la ambición de permanencia absoluta para las personas a las que añadía a su gobierno. Sus nombramientos tendían a serlo para siempre porque el Borbón era un gran amante de la estabilidad; y sólo las oposiciones muy elevadas (léase Esquilache) le obligaban a cambiar de opinión, y eso arrastrando el escroto; tanto es esto cierto, que a Carlos III se le llegaron a morir nada menos que seis ministros en el cargo: Campo del Villar, Arriaga, Múzquiz, Ricla, Muniain y Gálvez. Otro elemento que se aprecia en el estudio meticuloso de las personas en las que depositó su confianza como administradores de España es que siempre tuvo una cierta intención de colocar en sus consejos a personas de sensibilidades o, diríamos hoy, señas ideológicas diferentes, para que se contrapesasen.

El gran cambio de idea tomado por Carlos durante su mandato, aparte del de Esquilache que no lo contamos porque no lo impulsó él, fue el que afectó a los asuntos de Estado, o Asuntos Exteriores como decimos ahora. Al inicio de su reinado, Carlos confió en Ricardo Wall, aunque luego lo mutaría por Grimaldi y, aun después, por Floridablanca. Además, de los cuatro ministros que nombró en su primer gobierno (Wall; Alfonso Muñiz, marqués de Campo del Villar; fray Julián de Arriaga; y Esquilache) todos, salvo el que se trajo de Nápoles, ya eran ministros de Fernando VI.

En realidad, conservando en sus puestos a estos hombres de gobierno, el rey tiraba un poco piedras contra su propio tejado. Teniendo como tenía ínfulas reformadoras, poco podía aspirar a llevarlas a cabo mediante estos políticos, de corte más bien conservador. Sin embargo, en la complicada estructura de gobierno de la época, el rey contaba con una institución, el Consejo de Castilla, que era prácticamente, o sin prácticamente, tan importante como el nuevo gobierno a la hora de impulsar innovaciones. Éste fue el órgano que, como hemos visto, renovó aceptando que entrasen en él gremlins burgueses. El Consejo de Castilla tenía sobre todo competencias en materia de justicia, operando como una especie de Supremo; pero, a la vez, también era el cuerpo que preparaba las nuevas leyes y que tenía bajo su responsabilidad el nombramiento de servidores públicos.

El Consejo, a la llegada de Carlos, lo presidía Diego de Rojas, obispo de Cartagena y hombre poco amigo de meterse en líos. En 1763, mediando un conflicto relativo a legislación eclesiástica entre el rey y él, Wall dimitió; aunque esto es una forma moderna de decirlo, porque en realidad lo que pasaba entonces era más bien que el ministro afectado le solicitaba a Su Majestad que lo cesase. Ese fue el momento en el que entró en el gobierno de España el genovés Grimaldi, un hombre que informaría la política exterior española por su decidida francofilia. Su posición se hará muy débil tras el motín de Esquilache, pues cuando éste se produjo, Carlos no tenía uno (Esquilache) sino dos ministros extranjeros (éste, y Grimaldi). Así las cosas, el Palacio Real esperó el tiempo que consideró prudente para no asustar a París y, en cuanto pudo, nombró a Floridablanca.

La gran consecuencia del motín de Esquilache, sin embargo, fue el nombramiento del conde de Aranda para la presidencia del Consejo de Castilla. Aranda era todo lo que no era el obispo Rojas: charco que veía, charco que pisaba. No había otro como él para el puesto. Aportaba su rancio abolengo noble, que paraba los pies a la aristocracia tradicionalista, que si no animó el motín de Esquilache desde luego se subió a él para lanzarse una señal muy clara al rey; pero, al tiempo, él, personalmente, era un reformista declarado, un ilustrado de corte francés, un admirador de Voltaire.

El gran problema que presentó siempre el conde de Aranda era su carácter sanguíneo, que le hacía decir y escribir cosas que, normalmente, deben quedar en el terreno del pensamiento. Decía Aranda, por ejemplo, que España debía declarar blasfemos a los Reyes Católicos y a Torquemada; así como que en la fachada de todas las iglesias había que labrar un escudo que reuniese las imágenes de Lutero, de Calvino, deWilliam Penn, de Mahoma y de Jesucristo. Este carácter lenguaraz y provocador, del que al parecer el propio conde se solazaba, le costó los últimos peldaños de su carrera política. La primera señal (que no quiso notar) fue su salida del Consejo de Castilla y su envío a la embajada española en París; la segunda señal, definitiva, llegó en 1776, cuando Carlos quiso sustituir a Grimaldi y, en lugar de pensar en él, se fijó en un oscuro leguleyo del Consejo de Castilla, un pringao que había trabajado a las órdenes del propio Aranda: Floridablanca. A partir de ese día, Carlos tuvo que ingeniárselas para que estos dos nunca pusieran sus manos a la vez sobre el mismo asunto, pues eso garantizaba, sin duda, el conflicto.

Ambas partes hicieron uso de artes muy poco recomendables para sacar adelante sus ambiciones en este sentido. Floridablanca, por ejemplo, siendo ministro de Estado, a menudo intimaba a los hombres de la Corte de París para que no le hiciesen confidencias ni le diesen información al embajador español en París (o sea, Aranda). De hecho, por ejemplo, le dice a lo ministros franceses, en el momento en que Carlos III ya ha decidido romper con Inglaterra e ir al conflicto, que no le informen de esto a Aranda; y, sin recato alguno, afirma en la carta que la razón de mantenerlo desinformado es à fin quil ne puisse par se flatter d'y avoir contribué; para que no se pueda chulear de haber tenido algo que ver.

En 1783, con la conclusión de la Paz de París, ambos políticos habrán llegado al punto más alto de sus carreras, cada uno a su manera. Ese año, Aranda todavía será timbre de escándalo una vez más. Anciano ya de 65 años, toda una gran edad para su época, ve fallecer a su esposa, y no sólo no tiene recato en casarse de nuevo, sino que lo hace con una sobrina nieta suya. A partir del momento en el que ya no tendrá lugar en el gobierno de Su Majestad, dedicará sus fuerzas a contrarrestar la tendencia que considera más perniciosa para España: el ascenso de las clases medias. Porque Aranda, a pesar de que era un ilustrado, era un aristócrata ilustrado, y no tenía por buena la tendencia de igualación social que se empezaba a ver. Para él, la quintaesencia de esta evolución será la persona de Floridablanca, a quien dedicará un libelo en términos muy mordaces. En 1792, ya provecto, le llegará la gran alegría de su vida cuando, tras la detención de Floridablanca, sea él quien sea llamado para sustituirlo. Pero le durará poco. Dos años después Godoy, quien en sus memorias no esconde las opiniones nada buenas que tenía hacia este hombre, lo hace detener también.

Si en España se estudiase de verdad Historia (bueno, seamos más ciertos: si en España se estudiase algo de Historia), los maestros se detendrían en uno de esos puntos de fricción que crean partidarios de un lado y del otro, y que es la división entre arandófilos y floridablancófilos. Hay motivos para ambos lados: Aranda tiene muchos elementos por los cuales puede, y debe, ser defendido; y a Floridablanca le pasa lo mismo. En términos generales, suele ser el segundo, en todo caso, el que concita más simpatías; pero ésa es la simpatía del perdedor, porque la verdad que Floridablanca fue muy maltratado en sus últimos años. Aunque Carlos IV lo mantuvo en su cartera (siguiendo el consejo en tal sentido de su padre), con el tiempo Godoy le cogió tirria y le montó un escándalo por corrupción (básicamente falso) por el cual el viejo político fue encarcelado y desterrado. El último minuto de gloria de Floridablanca, que podemos estar seguros ni él mismo esperaba, se produjo el 25 de septiembre de 1808 cuando, en una España alzada contra el pérfido francés, fue nombrado presidente de la Junta Central. Murió tres meses después.

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