El infante sin posibilidades que llegó a ser rey por ser un Farnesio
De Varsovia a Nápoles
Para hablar del
matrimonio de Carlos debemos recordar de nuevo el problema de
Polonia; ese problema que, de haber cuajado las gestiones de su madre
Isabel de Farnesio, lo habría convertido a él en rey de esas
lejanas tierras. También sabemos, ya lo hemos dicho, que el tema de
la sucesión en el trono polaco abrió una nueva guerra en Europa. La
guerra fue relativamente corta y pronto provocó las inevitables
negociaciones, más o menos discretas, para llegar a algún tipo de
acuerdo; negociaciones de las que, todo hay que decirlo, España
estuvo básicamente ajena porque nadie, por decirlo de una manera
elegante, se acordó de ponernos en copia de los emails.
El caso es que la guerra y todo el enfrentamiento centrado en el tono polaco había terminado con una victoria estratégica de los aliados orientales. Como consecuencia, el elector de
Sajonia, Augusto III, se había colocado finalmente en el trono
polaco, protegido por los rusos y los austriacos, mientras los prusianos observaban la escena con indolencia. Todo este mamoneo tenía un gran perdedor: Francia, que ahora tenía un problema importante con el suegro del rey, Stanislas
Leszczynski, que hubiera sido el candidato obvio de París (y, tal vez, también el más lógico) para
ocupar ese puesto. Con las negociaciones de fin de la guerra, sin
embargo, Francia acabó por conseguir una indemnización para el
polaco, porque ya se sabe que si la música amansa a las fieras, no hay nada que nos acalle más a los humanos que un buen cubo de pasta.
Además de la pasta que recibió, las negociaciones entre franceses y austriacos acabaron por concluir que Estanis también recibiría el ducano de Lorena, mientras que al duque de Lorena se le ofrecía la Toscana; si lo estás pensando, sí: la Europa del siglo XVIII es un poco como un cubo de Rubik al que se le daba unas cuantas vueltas en cada tratado de paz. Dado que Toscana había sido incluida dentro de las posesiones italianas de Carlos de Borbón, el resultado final era que franceses, austriacos y rusos alcanzaron entre ellos un acuerdo que pagó España, que no recibió otra cosa que la confirmación de sus posesiones napolitanas y sicilianas, esto es, lo que ya tenía. O sea un poco la historia ésa de mire la bolita, mire la bolita, mire la bolita, ¡oh, qué pena, ha perdido, caballero!
Además de la pasta que recibió, las negociaciones entre franceses y austriacos acabaron por concluir que Estanis también recibiría el ducano de Lorena, mientras que al duque de Lorena se le ofrecía la Toscana; si lo estás pensando, sí: la Europa del siglo XVIII es un poco como un cubo de Rubik al que se le daba unas cuantas vueltas en cada tratado de paz. Dado que Toscana había sido incluida dentro de las posesiones italianas de Carlos de Borbón, el resultado final era que franceses, austriacos y rusos alcanzaron entre ellos un acuerdo que pagó España, que no recibió otra cosa que la confirmación de sus posesiones napolitanas y sicilianas, esto es, lo que ya tenía. O sea un poco la historia ésa de mire la bolita, mire la bolita, mire la bolita, ¡oh, qué pena, ha perdido, caballero!
El acuerdo, pues,
tenía dos perdedores: España y, en menor medida, el Imperio, quien
también había visto recortadas sus posesiones para así poder
contentar a Leszczynski (si bien eso era a cambio de mantener contento a Moscú, que era lo que Viena buscaba en ese momento). En ese ambiente, tiene plena lógica que las
ínfulas profrancesas en España se enfriasen rápidamente y que se
produjese cierto acercamiento hacia la corona imperial vienesa. De repente, nos molaban el chucrú, el rigodón y los chistes sin puta gracia.
Este acercamiento a
Viena hizo que Felipe V y su entourage de tecnócratas avant la lettre hubiesen deseado casar a Carlos con
María Teresa, primera hija del emperador Carlos VI; pero el tiempo
les había jugado en contra, ya que Teresa estaba ya casada. Así las
cosas, el Borbón envió a Viena al conde de Fuenclara, Pedro de
Cebrián y Agustín, para pedir la mano de alguien, o sea, de la segunda de las
hijas del emperador. Como quiera que al emperador la propuesta no le
gustó, Fuenclara siguió buscando candidatas entre las dinastías
reales centroeuropeas. Entre ellas estaba la sobrina-nieta
del emperador, hija de Augusto III de Polonia. Se llamaba María
Amalia de Sajonia y, la verdad, era un poco chuleta (chiste fácil). Resultó ser, de las candidatas agradables al Palacio
Real de Madrid, aquélla cuyas negociaciones fructificaron antes.
Carlos recibió la
noticia con disciplina. Era consciente de que su matrimonio buscaba,
fundamentalmente, enviar una señal de alta política a París.
Felipe V casaba a uno de sus hijos con una princesa de la órbita de
su otrora archienemigo para intimarle a Francia la idea de que los
apoyos de España no eran gratis, y que no podía hacer lo que le
diese la gana implicando a Madrid sin consultarle. El 5 de febrero de
1738 se anunció la boda en Madrid, que tuvo tres días de
celebraciones por la tal causa. El matrimonio, en todo caso, contó
desde el primer momento con la oposición francesa; París hizo todo
lo que pudo para impedirlo primero, y dilatar su celebración, después. Por esa
razón, a pesar de que María Amalia era poco más que una niña, los
españoles presionaron a la corte vienesa para que comenzase su
periplo hacia el matrimonio lo antes posible. Así las cosas, la boda
se celebró en Dresde el 9 de mayo de 1738. Carlos no estaba
presente, como era muy común en ese tipo de celebraciones que se
hacían por poderes. Lo representó Federico Augusto, padre de la novia y príncipe real
de Sajonia (por lo que se podría decir que
lo representó un chuleta de Sajonia; nunca hay que perder la oportunidad de reincidir en un chiste estúpido).
María Amalia de
Sajonia, a tenor de lo que sabemos de ella, era eso que los gallegos
llamamos un crollo, esto es, una mujer poco agraciada, por
decirlo con lenguaje correcto. La gente solía fijarse en su nariz,
que al parecer era una ñora, y sus ojos de sapo. Con todo, la
característica más evidente de la nueva reina de Nápoles era su
voz, atiplada y fuerte, que ella usaba, además de forma escandalosa,
pues era de natural gritona. Tanto es así que, en célebre anécdota
ocurrida años después, estaba María Amalia en los últimos
estadios de su gravidez cuando el rey Carlos ordenó a los
diplomáticos de su Corte napolitana que previesen acudir al parto
convenientemente vestidos con sus mejores galas. Pues bien: estando
en el almuerzo los reyes y los nobles, María Amalia comenzó a
protestar por un plato que no le gustaba, y uno de los condes se
levantó al punto; el rey le preguntó que adónde iba y él contestó
que a ponerse su mejor casaca, puesto que había tomado los gritos de
protesta de la reina por la angustia de las últimas contracciones.
Por anécdotas así podemos estimar que la señora debía de ser toda
una sirena de bomberos. Hay que tener en cuenta, además, que era
persona de muy mal carácter, que siempre estaba abroncando a la
gente a su servicio; incluso se le escapó algún que otro meco.
A esta mujer
bajita, chillona, protestona y fea, sin embargo, Carlos de Borbón le
profesó un amor sincero; tan sincero que, una vez viudo, ni se le
pasó por la cabeza casar de nuevo. A los embajadores extranjeros con
capacidad de entrar en las profundidades de la Corte española, por
ejemplo, los sorprendió, y mucho, que en la de Carlos no hubiese
cama en sus estancias, pues eso significaba que dormía todas las
noches con el congrio (claro que él tampoco era Brad Pitt; pero era el rey...) Algo, hemos de insistir, que no es que sea raro
en un Borbón; es que la norma en esa dinastía es más bien que el
rey se puliese los barrios cercanos a Palacio en busca de
interesantes montes que escalar.
María Amalia,
además, era una profesional de lo suyo. Llegada a Nápoles sin saber
ni papa del idioma, lo aprendió muy pronto y de hecho llegó a ser
capaz de escribirlo con soltura.
El 22 de junio de
1738, el nuevo matrimonio entró en Nápoles. El rey se dejó barba,
es probable que porque fuese deseo de su mujer; y la Corte napolitana
pronto se convirtió en un concierto de trinos, dado que a María
Amalia le gustaba mucho la cría de pájaros.
El paso del tiempo
hizo que París fuese digiriendo el fait accompli de la boda
del rey de Nápoles, lo que abrió la puerta a nuevas colaboraciones
entre Francia y España. Jaime de Guzmán-Dávalos y Spínola,
marqués de la Mina, embajador en París, se encargó de vender en el
Louvre la idea del casamiento del infante Felipe con la hija
primogénita del rey francés, Luisa Isabel. El 26 de agosto, dicho
enlace se celebró por poderes en Versalles; el 24 de octubre de
1739, Luisa Isabel se reunió en Guadalajara con su esposo.
Estamos ya en el 20
de octubre de 1740; la fecha en la que falleció en Viena el
emperador Carlos VI, lo que lógicamente planteaba el problema de la
sucesión imperial. La cosa estaba fundamentalmente entre los nobles
sajones, esto es los padres de María Amalia; y el elector de
Baviera. Madrid, lógicamente, se puso de parte de Augusto III de
Polonia, el padre de su nuera; pero Francia tenía otros
planteamientos, por lo que pronto se puso de lado del candidato
bávaro. Para España esto era un problema grave, ya que sin la
aquiescencia de París difícilmente podría mantener su status quo
en Italia. Así las cosas, Madrid fue cofirmante, el 28 de mayo de
1741, del conocido como tratado de Nymphembourg, por el cual se
creaba una alianza favorable a los intereses de Baviera; María
Amalia, pues, quedó desmentida, obligada a formar parte de una
alianza contra su propio padre.
Esta alianza, sin
embargo, enfrentó a España, Francia y (esta vez) Prusia con Austria, lo que de
nuevo provocó una guerra. Inglaterra, que en aquel enfrentamiento
jugaba la carta vienesa, olió que era el español el eslabón más
débil de la cadena, y envió una escuadra a las aguas napolitanas,
buscando con ello galvanizar a las fuerzas proaustriacas en el reino
y que se animasen a levantarse contra la dominación española.
España, la verdad, jugó con fuego en esa amenaza; buscando mantener tranquilo (y desinformado) al pueblo napolitano, desechó el inicio de obras de mejora en las defensas de las ciudades y costas, lo que la colocó bastante inerme ante el poder naval inglés. Carlos, sin embargo, habría de descubrir que tenía una flor en el culo. El 19 de agosto de 1742, cuando las naves inglesas eran esperadas ya, se produjo un violento terremoto en Nápoles que, hábilmente manipulado por los propagandistas eternos, esto es los curas, pronto se convirtió en seña de la ira de Dios contra los planes que se tramaban contra la Corona española. Si llegó a ser esa convicción total o parcial es difícil saberlo; pero lo que está fuera de toda duda es que, cuando llegaron los ingleses y anclaron en la rada del puerto de Nápoles, la agitación interior apenas encontró apoyos para su revolución.
España, la verdad, jugó con fuego en esa amenaza; buscando mantener tranquilo (y desinformado) al pueblo napolitano, desechó el inicio de obras de mejora en las defensas de las ciudades y costas, lo que la colocó bastante inerme ante el poder naval inglés. Carlos, sin embargo, habría de descubrir que tenía una flor en el culo. El 19 de agosto de 1742, cuando las naves inglesas eran esperadas ya, se produjo un violento terremoto en Nápoles que, hábilmente manipulado por los propagandistas eternos, esto es los curas, pronto se convirtió en seña de la ira de Dios contra los planes que se tramaban contra la Corona española. Si llegó a ser esa convicción total o parcial es difícil saberlo; pero lo que está fuera de toda duda es que, cuando llegaron los ingleses y anclaron en la rada del puerto de Nápoles, la agitación interior apenas encontró apoyos para su revolución.
No obstante lo
dicho, los barcos ingleses tenían una fuerte potencia de fuego, y
las defensas portuarias muy poca capacidad de réplica. Así las
cosas, la Corte de Carlos le recomendó ceder a la reivindicación de
los ingleses, que no era otra que declarar solemnemente la
neutralidad española respecto de las fuerzas británicas.
Durante todo este
tiempo, María Amalia de Sajonia, a pesar de que por sus cartas es
fácil seguir el rastro de las dolencias que se le fueron
cronificando y que tanto le agriaron el carácter, cumplía a la
perfección con su obligación primera, que era tener hijos. Cierta
angustia provocó en el rey el hecho de que mostraba cierta capacidad
de tener hijas, pues de hecho los cinco primeros vástagos fueron
niñas. El sexto, sin embargo, fue un niño. Carlos se apresuró a
ponerle un nombre que lo marcaba como caballo ganador: Felipe. Pero
el infante Felipe demostró pronto ser pasto del retraso intelectual.
Así las cosas, el hermano varón que lo siguió, Carlos Antonio, fue
siempre considerado como el heredero. Hubo un tercero, Fernando,
destinado a la carrera eclesiástica. Fernando llegó a obispo
aunque, paradójicamente, también él llegaría a ser rey (de
Nápoles).
María Amalia trajo
otras cosas que, con el tiempo, cuando menos algunos valoramos. Una
de ellas en Antón Rafael Mengs, excelente pintor. Este artista fue un obsequio del
elector de Sajonia a su hija cuando se casó: le hizo marchar a
Nápoles para hacer los retratos de la familia real. A Carlos le
gustó tanto su trabajo que se lo acabó llevando a Madrid, razón
por la cual sus trabajos en nuestro entorno se multiplicaron. Es por esta causa que hasta 20 cuadros del pintor se pueden admirar hoy en día en el Museo del Prado. Cada uno tiene sus preferencias en la vida; yo, personalmente, tengo dos. En primer lugar, el retrato de Fernando, rey de Nápoles. Siempre que voy al museo me paro a mirar un rato esa casaca azul, que me parece una lección maestra de pintura de luces, matices de color y texturas. Aquí la obra:
La segunda es el retrato de María Amalia de Sajonia, del cual lo más admirable me parece el rostro, en el que Mengs creo que trabajó mucho para tratar de disimular su fealdad. En el intento de esconder sus ojos saltones le acabó adjudicando los de Bob Esponja, cierto es; pero la obra es más que notable, a pesar de la austeridad del fondo.
Asimismo, un hermano de María Amalia, con ocasión de los esponsales, regaló a Carlos una taza de porcelana blanca, que se convirtió en la taza habitual del rey. Este hecho, unido al gusto de la propia reina por la porcelana sajona, hizo que Carlos ordenase que un químico experto en su producción, llamado Livius Scheper, se estableciese en Capodimonte junto con una serie de operarios directamente expatriados desde Dresde. Extendió el gusto por estas creaciones pues tomó la costumbre de que el excedente de producción de la fábrica de Capodimonte fuese vendido a la gente el día de San Carlos. Cuando Carlos se fue a Madrid, tanto él como su mujer le habían tomado tanto cariño y afición a la porcelana, que se llevaron consigo buena parte del personal que habían empleado en Nápoles; personal con el que se creó la en su día famosa fábrica del Buen Retiro.
La segunda es el retrato de María Amalia de Sajonia, del cual lo más admirable me parece el rostro, en el que Mengs creo que trabajó mucho para tratar de disimular su fealdad. En el intento de esconder sus ojos saltones le acabó adjudicando los de Bob Esponja, cierto es; pero la obra es más que notable, a pesar de la austeridad del fondo.
Asimismo, un hermano de María Amalia, con ocasión de los esponsales, regaló a Carlos una taza de porcelana blanca, que se convirtió en la taza habitual del rey. Este hecho, unido al gusto de la propia reina por la porcelana sajona, hizo que Carlos ordenase que un químico experto en su producción, llamado Livius Scheper, se estableciese en Capodimonte junto con una serie de operarios directamente expatriados desde Dresde. Extendió el gusto por estas creaciones pues tomó la costumbre de que el excedente de producción de la fábrica de Capodimonte fuese vendido a la gente el día de San Carlos. Cuando Carlos se fue a Madrid, tanto él como su mujer le habían tomado tanto cariño y afición a la porcelana, que se llevaron consigo buena parte del personal que habían empleado en Nápoles; personal con el que se creó la en su día famosa fábrica del Buen Retiro.
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