lunes, diciembre 03, 2018

Carlos III (3: María Amalia)

Rigodones que ya hemos bailado:

El infante sin posibilidades que llegó a ser rey por ser un Farnesio
De Varsovia a Nápoles

Para hablar del matrimonio de Carlos debemos recordar de nuevo el problema de Polonia; ese problema que, de haber cuajado las gestiones de su madre Isabel de Farnesio, lo habría convertido a él en rey de esas lejanas tierras. También sabemos, ya lo hemos dicho, que el tema de la sucesión en el trono polaco abrió una nueva guerra en Europa. La guerra fue relativamente corta y pronto provocó las inevitables negociaciones, más o menos discretas, para llegar a algún tipo de acuerdo; negociaciones de las que, todo hay que decirlo, España estuvo básicamente ajena porque nadie, por decirlo de una manera elegante, se acordó de ponernos en copia de los emails.

El caso es que la guerra y todo el enfrentamiento centrado en el tono polaco había terminado con una victoria estratégica de los aliados orientales. Como consecuencia, el elector de Sajonia, Augusto III, se había colocado finalmente en el trono polaco, protegido por los rusos y los austriacos, mientras los prusianos observaban la escena con indolencia. Todo este mamoneo tenía un gran perdedor: Francia, que ahora tenía un problema importante con el suegro del rey, Stanislas Leszczynski, que hubiera sido el candidato obvio de París (y, tal vez, también el más lógico) para ocupar ese puesto. Con las negociaciones de fin de la guerra, sin embargo, Francia acabó por conseguir una indemnización para el polaco, porque ya se sabe que si la música amansa a las fieras, no hay nada que nos acalle más a los humanos que un buen cubo de pasta.

Además de la pasta que recibió, las negociaciones entre franceses y austriacos acabaron por concluir que Estanis también recibiría el ducano de Lorena, mientras que al duque de Lorena se le ofrecía la Toscana; si lo estás pensando, sí: la Europa del siglo XVIII es un poco como un cubo de Rubik al que se le daba unas cuantas vueltas en cada tratado de paz. Dado que Toscana había sido incluida dentro de las posesiones italianas de Carlos de Borbón, el resultado final era que franceses, austriacos y rusos alcanzaron entre ellos un acuerdo que pagó España, que no recibió otra cosa que la confirmación de sus posesiones napolitanas y sicilianas, esto es, lo que ya tenía. O sea un poco la historia ésa de mire la bolita, mire la bolita, mire la bolita, ¡oh, qué pena, ha perdido, caballero!

El acuerdo, pues, tenía dos perdedores: España y, en menor medida, el Imperio, quien también había visto recortadas sus posesiones para así poder contentar a Leszczynski (si bien eso era a cambio de mantener contento a Moscú, que era lo que Viena buscaba en ese momento). En ese ambiente, tiene plena lógica que las ínfulas profrancesas en España se enfriasen rápidamente y que se produjese cierto acercamiento hacia la corona imperial vienesa. De repente, nos molaban el chucrú, el rigodón y los chistes sin puta gracia. 

Este acercamiento a Viena hizo que Felipe V y su entourage de tecnócratas avant la lettre hubiesen deseado casar a Carlos con María Teresa, primera hija del emperador Carlos VI; pero el tiempo les había jugado en contra, ya que Teresa estaba ya casada. Así las cosas, el Borbón envió a Viena al conde de Fuenclara, Pedro de Cebrián y Agustín, para pedir la mano de alguien, o sea, de la segunda de las hijas del emperador. Como quiera que al emperador la propuesta no le gustó, Fuenclara siguió buscando candidatas entre las dinastías reales centroeuropeas. Entre ellas estaba la sobrina-nieta del emperador, hija de Augusto III de Polonia. Se llamaba María Amalia de Sajonia y, la verdad, era un poco chuleta (chiste fácil). Resultó ser, de las candidatas agradables al Palacio Real de Madrid, aquélla cuyas negociaciones fructificaron antes.

Carlos recibió la noticia con disciplina. Era consciente de que su matrimonio buscaba, fundamentalmente, enviar una señal de alta política a París. Felipe V casaba a uno de sus hijos con una princesa de la órbita de su otrora archienemigo para intimarle a Francia la idea de que los apoyos de España no eran gratis, y que no podía hacer lo que le diese la gana implicando a Madrid sin consultarle. El 5 de febrero de 1738 se anunció la boda en Madrid, que tuvo tres días de celebraciones por la tal causa. El matrimonio, en todo caso, contó desde el primer momento con la oposición francesa; París hizo todo lo que pudo para impedirlo primero, y dilatar su celebración, después. Por esa razón, a pesar de que María Amalia era poco más que una niña, los españoles presionaron a la corte vienesa para que comenzase su periplo hacia el matrimonio lo antes posible. Así las cosas, la boda se celebró en Dresde el 9 de mayo de 1738. Carlos no estaba presente, como era muy común en ese tipo de celebraciones que se hacían por poderes. Lo representó Federico Augusto, padre de la novia y príncipe real de Sajonia (por lo que se podría decir que lo representó un chuleta de Sajonia; nunca hay que perder la oportunidad de reincidir en un chiste estúpido).

María Amalia de Sajonia, a tenor de lo que sabemos de ella, era eso que los gallegos llamamos un crollo, esto es, una mujer poco agraciada, por decirlo con lenguaje correcto. La gente solía fijarse en su nariz, que al parecer era una ñora, y sus ojos de sapo. Con todo, la característica más evidente de la nueva reina de Nápoles era su voz, atiplada y fuerte, que ella usaba, además de forma escandalosa, pues era de natural gritona. Tanto es así que, en célebre anécdota ocurrida años después, estaba María Amalia en los últimos estadios de su gravidez cuando el rey Carlos ordenó a los diplomáticos de su Corte napolitana que previesen acudir al parto convenientemente vestidos con sus mejores galas. Pues bien: estando en el almuerzo los reyes y los nobles, María Amalia comenzó a protestar por un plato que no le gustaba, y uno de los condes se levantó al punto; el rey le preguntó que adónde iba y él contestó que a ponerse su mejor casaca, puesto que había tomado los gritos de protesta de la reina por la angustia de las últimas contracciones. Por anécdotas así podemos estimar que la señora debía de ser toda una sirena de bomberos. Hay que tener en cuenta, además, que era persona de muy mal carácter, que siempre estaba abroncando a la gente a su servicio; incluso se le escapó algún que otro meco.

A esta mujer bajita, chillona, protestona y fea, sin embargo, Carlos de Borbón le profesó un amor sincero; tan sincero que, una vez viudo, ni se le pasó por la cabeza casar de nuevo. A los embajadores extranjeros con capacidad de entrar en las profundidades de la Corte española, por ejemplo, los sorprendió, y mucho, que en la de Carlos no hubiese cama en sus estancias, pues eso significaba que dormía todas las noches con el congrio (claro que él tampoco era Brad Pitt; pero era el rey...) Algo, hemos de insistir, que no es que sea raro en un Borbón; es que la norma en esa dinastía es más bien que el rey se puliese los barrios cercanos a Palacio en busca de interesantes montes que escalar.

María Amalia, además, era una profesional de lo suyo. Llegada a Nápoles sin saber ni papa del idioma, lo aprendió muy pronto y de hecho llegó a ser capaz de escribirlo con soltura.

El 22 de junio de 1738, el nuevo matrimonio entró en Nápoles. El rey se dejó barba, es probable que porque fuese deseo de su mujer; y la Corte napolitana pronto se convirtió en un concierto de trinos, dado que a María Amalia le gustaba mucho la cría de pájaros.

El paso del tiempo hizo que París fuese digiriendo el fait accompli de la boda del rey de Nápoles, lo que abrió la puerta a nuevas colaboraciones entre Francia y España. Jaime de Guzmán-Dávalos y Spínola, marqués de la Mina, embajador en París, se encargó de vender en el Louvre la idea del casamiento del infante Felipe con la hija primogénita del rey francés, Luisa Isabel. El 26 de agosto, dicho enlace se celebró por poderes en Versalles; el 24 de octubre de 1739, Luisa Isabel se reunió en Guadalajara con su esposo.

Estamos ya en el 20 de octubre de 1740; la fecha en la que falleció en Viena el emperador Carlos VI, lo que lógicamente planteaba el problema de la sucesión imperial. La cosa estaba fundamentalmente entre los nobles sajones, esto es los padres de María Amalia; y el elector de Baviera. Madrid, lógicamente, se puso de parte de Augusto III de Polonia, el padre de su nuera; pero Francia tenía otros planteamientos, por lo que pronto se puso de lado del candidato bávaro. Para España esto era un problema grave, ya que sin la aquiescencia de París difícilmente podría mantener su status quo en Italia. Así las cosas, Madrid fue cofirmante, el 28 de mayo de 1741, del conocido como tratado de Nymphembourg, por el cual se creaba una alianza favorable a los intereses de Baviera; María Amalia, pues, quedó desmentida, obligada a formar parte de una alianza contra su propio padre.

Esta alianza, sin embargo, enfrentó a España, Francia y (esta vez) Prusia con Austria, lo que de nuevo provocó una guerra. Inglaterra, que en aquel enfrentamiento jugaba la carta vienesa, olió que era el español el eslabón más débil de la cadena, y envió una escuadra a las aguas napolitanas, buscando con ello galvanizar a las fuerzas proaustriacas en el reino y que se animasen a levantarse contra la dominación española.

España, la verdad, jugó con fuego en esa amenaza; buscando mantener tranquilo (y desinformado) al pueblo napolitano, desechó el inicio de obras de mejora en las defensas de las ciudades y costas, lo que la colocó bastante inerme ante el poder naval inglés. Carlos, sin embargo, habría de descubrir que tenía una flor en el culo. El 19 de agosto de 1742, cuando las naves inglesas eran esperadas ya, se produjo un violento terremoto en Nápoles que, hábilmente manipulado por los propagandistas eternos, esto es los curas, pronto se convirtió en seña de la ira de Dios contra los planes que se tramaban contra la Corona española. Si llegó a ser esa convicción total o parcial es difícil saberlo; pero lo que está fuera de toda duda es que, cuando llegaron los ingleses y anclaron en la rada del puerto de Nápoles, la agitación interior apenas encontró apoyos para su revolución.

No obstante lo dicho, los barcos ingleses tenían una fuerte potencia de fuego, y las defensas portuarias muy poca capacidad de réplica. Así las cosas, la Corte de Carlos le recomendó ceder a la reivindicación de los ingleses, que no era otra que declarar solemnemente la neutralidad española respecto de las fuerzas británicas.

Durante todo este tiempo, María Amalia de Sajonia, a pesar de que por sus cartas es fácil seguir el rastro de las dolencias que se le fueron cronificando y que tanto le agriaron el carácter, cumplía a la perfección con su obligación primera, que era tener hijos. Cierta angustia provocó en el rey el hecho de que mostraba cierta capacidad de tener hijas, pues de hecho los cinco primeros vástagos fueron niñas. El sexto, sin embargo, fue un niño. Carlos se apresuró a ponerle un nombre que lo marcaba como caballo ganador: Felipe. Pero el infante Felipe demostró pronto ser pasto del retraso intelectual. Así las cosas, el hermano varón que lo siguió, Carlos Antonio, fue siempre considerado como el heredero. Hubo un tercero, Fernando, destinado a la carrera eclesiástica. Fernando llegó a obispo aunque, paradójicamente, también él llegaría a ser rey (de Nápoles).

María Amalia trajo otras cosas que, con el tiempo, cuando menos algunos valoramos. Una de ellas en Antón Rafael Mengs, excelente pintor. Este artista fue un obsequio del elector de Sajonia a su hija cuando se casó: le hizo marchar a Nápoles para hacer los retratos de la familia real. A Carlos le gustó tanto su trabajo que se lo acabó llevando a Madrid, razón por la cual sus trabajos en nuestro entorno se multiplicaron. Es por esta causa que hasta 20 cuadros del pintor se pueden admirar hoy en día en el Museo del Prado. Cada uno tiene sus preferencias en la vida; yo, personalmente, tengo dos. En primer lugar, el retrato de Fernando, rey de Nápoles. Siempre que voy al museo me paro a mirar un rato esa casaca azul, que me parece una lección maestra de pintura de luces, matices de color y texturas. Aquí la obra:




La segunda es el retrato de María Amalia de Sajonia, del cual lo más admirable me parece el rostro, en el que Mengs creo que trabajó mucho para tratar de disimular su fealdad. En el intento de esconder sus ojos saltones le acabó adjudicando los de Bob Esponja, cierto es; pero la obra es más que notable, a pesar de la austeridad del fondo.



Asimismo, un hermano de María Amalia, con ocasión de los esponsales, regaló a Carlos una taza de porcelana blanca, que se convirtió en la taza habitual del rey. Este hecho, unido al gusto de la propia reina por la porcelana sajona, hizo que Carlos ordenase que un químico experto en su producción, llamado Livius Scheper, se estableciese en Capodimonte junto con una serie de operarios directamente expatriados desde Dresde. Extendió el gusto por estas creaciones pues tomó la costumbre de que el excedente de producción de la fábrica de Capodimonte fuese vendido a la gente el día de San Carlos. Cuando Carlos se fue a Madrid, tanto él como su mujer le habían tomado tanto cariño y afición a la porcelana, que se llevaron consigo buena parte del personal que habían empleado en Nápoles; personal con el que se creó la en su día famosa fábrica del Buen Retiro.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario