lunes, enero 21, 2019

Carlos III (8: lo de Marruecos)

Rigodones que ya hemos bailado:

El infante sin posibilidades que llegó a ser rey por ser un Farnesio
De Varsovia a Nápoles
María Amalia
En España
El rey viudo
Lo de los jesuitas
Lo de América

El reinado de Carlos III, que se tiene, y cuando menos en parte con razón, como origen de algunas de las políticas modernas del Estado español, sí que lo fue, desde luego, en un aspecto que no se cita muy a menudo cuando se habla de este reinado, que es la política marroquí.

En verdad, España no podía iniciar una política mínimamente racional hacia Marruecos hasta que no llegase el espíritu ilustrado. Como bien dejaría escrito el conde de Aranda, ya no estamos en los ignorantes siglos de las Cruzadas; si bien cabe recordar que, cuando menos durante unas décadas y hasta entrado el siglo XIX, esa España que no estaba ya en los tiempos de las Cruzadas seguiría cobrando un impuesto que cuando menos formalmente estaba ligado a su financiación, que tiene tela. En todo caso, el considerarse en una etapa superior, en la que la Razón ocupaba un lugar preeminente, es lo que hizo valer el argumento general de la soberanía estatal y, detrás de ella, el derecho de cada nación a sostener la creencia que le pareciese; sólo admitiendo este principio, en efecto, podía aspirar España a dejar de considerar a Marruecos como un rebaño de infieles brutos e incultos con los que no había nada que negociar. España, de la mano de Aranda, asumió, finalmente, el principio general de que con los marroquíes había que negociar como si fuesen ingleses o portugueses.

Marruecos tenía nuevo sultán desde 1757 en la persona de Sidi Mohamed, un hombre del cual lo más descollante resultaba su tez muy morena, dado que su madre era guineana. Había sido criado por un cristiano maronita, lo cual lo alejaba de la imagen del musulmán abiertamente contrario a las creencias cristianas. De hecho, ante visitantes europeos, como pudieron comprobar los enviados de Madrid, tenía a gala afirmar la grandeza de la religión católica, de la que, decía, lo único que no admitía era el relato de la pasión y resurección de Jesús (era, pues, más de Dios que de Cristo, como de hecho lo son todos los musulmanes).

Sin embargo, tanto Mohamed como Carlos III tenían poco interés en tomar la iniciativa del deshielo entre ambas naciones, pues ambos consideraban que dicho gesto sería un signo de debilidad. Así pues, pasaron varios años haciendo el pollas hasta que al final fue el sultán quien se decidió a hacer algo, probablemente porque era el que objetivamente estaba más necesitado. Aún así, el marroquí regateó el gesto de enviar un embajada formalmente constituida, por no dar los mentados signos de debilidad. Había alcanzado un cierto nivel de intimidad el sultán con un misionero residente en Fez, fray José Boltas. Aunque Boltas no tenía ninguna intención de volver a España, el sultán le sugirió que lo hiciera y, aprovechando dicha vuelta, lo convirtió en emisario oficioso y lo dotó con gruesa documentación para el rey español, amén de un pequeño grupo de tigres y leones que iban como regalo a Carlos. Carlos pasó semanas pensándose la movida y consultándola con sus asesores, aunque finalmente optó por comunicar al sultán que estaba de acuerdo en iniciar conversaciones.

Era ya 1765 cuando fray Bartolomé Girón, franciscano como Boltas y también conocedor de Marruecos, fue enviado al país como enviado oficioso de la Corte española. Girón, que se encontró en la corte marroquí con los movimientos orquestales en la oscuridad de enviados de Londres, pues Inglaterra no quería que España dominase la otra orilla del Estrecho, consiguió sin embargo con cierta rapidez que se certificase el fin de las hostilidades contra los navegantes y pescadores españoles que pasaban por delante de las costas de Marruecos.

Así de maduras las cosas, el sultán consideró llegado el momento de abrochar la situación mediante la labor de un enviado oficial. Éste fue Sidi Ahmed el Gazel, que llegó a Madrid el 11 de julio de 1766 y quedó alojado en el Palacio del Buen Retiro. El Gazel era el primer emisario plenipotenciario enviado por alguna de las dos partes, con la misión de alcanzar un sólido tratado de paz y amistad entre España y Marruecos, con notables ventajas comerciales para España. Hay que recordar, en este punto, que el protagonista de las Cartas marruecas de José Cadalso se llama Gazel y es un moro que, según cuenta al inicio del libro, ha conseguido quedarse en España tras la marcha de mi embajador. Es claro que Cadalso utilizó la gran fama que debió adquirir en toda España la llegada de un moro para escribir su best seller.

Las negociaciones que se verificaron en Madrid, en todo caso, no fueron fáciles. El acuerdo estaba llamado a incluir las regencias de Argel y Trípoli, y, en general, lo diplomáticos españoles no se fiaban ni de la situación en Argel ni de las intenciones de los locales del país. Además, Gazel vino a Madrid en expresión de honda amistad hacia el rey español, pero no por ello se abatió de su reivindicación de tener Ceuta y Melilla como partes integrantes de su dominio.

Tras medio año de estancia de Gazel en Madrid, era España quien tenía que tener un gesto negociador hacia Marruecos, y lo hizo en la persona del marino Jorge Juan y Santacilia, que era director de la Escuela Naval en ese momento y que viajó a Marruecos en compañía del embajador de aquel país. En intercambio de los leones y tigres, se llevó Jorge Juan a Marruecos paños de Segovia, piezas de loza, té, azúcar, pañuelos, espejos, arañas de cristal, armas repujadas con joyas, y otros muchos lujos que llenaron 54 baúles. Llegó a la Corte marroquí en mayo de 1767.

El 28 de aquel mes, las partes ya habían llegado a un pacto en torno al texto de un acuerdo. Acordaba dicho acuerdo la paz perpetua entre ambos reinos, el socorro mutuo en la mar, las bases para unas relaciones comerciales y el establecimiento de un consulado general español en el país africano, que gestionaría Tomás Bremond, también integrante de la expedición de Jorge Juan.

En el Tratado ente ambas naciones, Marruecos había dejado de lado sus pretensiones territoriales; pero eso no quiere decir, en modo alguno, que las olvidase. De hecho, poco tiempo después de haberse llegado al acuerdo, las cábilas vecinas de Ceuta y Melilla comenzaron a alborotarse, y no fue por casualidad. Se iniciaron los asaltos a las zonas más periféricas de ambos establecimientos. En 1769, el sultán lanzó un ataque en toda regla contra los portugueses en el puerto de Mazagán, que controlaban, y lo hizo suyo. Aprovechaba Mohamed un periodo de clara excitación nacionalista y religiosa por parte de los marroquíes que, sólo por casualidad, vino a coincidir con un periodo en el que tanto Inglaterra como Holanda comenzaron a proveer al país de armamento barato. En estas circunstancias, que comenzasen a escucharse soflamas en los mercados afirmando que lo mismo que había pasado en Mazagán podía ocurrir en Ceuta y Melilla, era casi inevitable.

Hay que añadir, además, que, llegada la madurez del sultán, cada vez tenía más poder dentro del país su heredero, Muley Alí, musulmán radical y declarado enemigo de todo lo cristiano. Pero no hemos de culpar de todo al fogoso Muley, pues hay que decir que ya su padre era zapaterilmente aficionado a ese deporte consistente en decir un cosa y practicar la contraria. Así, en 1773 realizó un envío de regalos para el rey español, en prueba de amistad (regalos entre los que incluyó a cristianos cautivos) mientras, con su otra mano, atacaba Melilla. España, sin embargo, sufrió lo justo con aquel asedio pues, dueña casi absoluta del Estrecho en ese momento, pudo abastecer a la plaza de todo lo que necesitó, y no sólo eso, sino que ejerció un bloqueo efectivo por mar de los barcos marroquíes que secó su comercio. El 13 de febrero de 1775, sin embargo, Muley Alí se colocó al frente de sus combatientes para asaltar la plaza africana. El asalto le salió como el culo, y los dos siguientes que intentó, como la rana. Entonces los marroquíes lo intentaron, absurdamente, contra el peñón de Vélez de la Gomera. Más sencillo todavía de aprovisionar y a la vez más lejano de los cuarteles generales marroquíes, la acción sobre los gomeros salió peor aun.

El rey Carlos, en cuanto percibió el cansancio de guerra de los marroquíes, dio la orden de parar la máquina de dar hostias y tratar de allegar una paz. La cosa tenía su lógica pues la verdadera preocupación bélica de la España carlina no era Marruecos, sino Argel, por no decir que sonaban tambores de guerra con Inglaterra, y España quería su entrepierna mediterránea bien protegida en ese caso; así pues, Madrid no tenía ningún interés en enquistar el conflicto con el voluble sultán. Gazel regresó a Madrid.

El verdadero sostén de la paz que se firmó fue el sultán Mohamed. A su muerte, siendo ya rey el pígnico Carlos IV, estalló en Marruecos una guerra civil, pues el sultán tenía nada menos que ocho herederos, de la que saldría ganador Muley Eliacid, probablemente el más antiespañol de todos.

Como ya he dicho, sin embargo, una buena parte de la política mediterránea de España en la época, sobre todo de la bélica, mira hacia Argel más que hacia Marruecos. España tenía entonces hacia Argel esa sensación que tienes hacia un problema que siempre has tenido y que nunca has sido capaz de resolver. A finales del siglo XVIII, los piratas berberiscos afincados en esas costas llevaban casi medio milenio dando por culo. Fernando el Católico, el cardenal Cisneros y el propio emperador Carlos se habían estrellado en ese muro. Así las cosas, a todo militar de la época siempre le quedaba, en la parte de atrás de la cabeza, la idea de que, algún día, habría que enderezar el tema argelino como es de ley. Fue, tal vez, por esa razón por la cual Carlos, quien como hemos visto había supervisado los preparativos de una expedición contra Marruecos para defender las plazas africanas de España, cuando vio que no hacía falta arrear ese sopapo, inmediatamente pensó desviar el objetivo hacia Túnez y Argel. La verdad es que fue un calentón borbónico-hausburgués, pues hay que reconocer que, en este punto, el rey Borbón recogía como suya la tradición de los Austrias, que eran los que la habían cagado en el territorio varias veces. ¿Merecía la pena la expedición? La verdad, no sólo no merecía la pena, sino que era una imbecilidad. Marruecos había demostrado sobradamente su capacidad de deshacerse de sus propias promesas y tratados, por lo que los riesgos de verse enfangados en una guerra a gran escala en el norte de África eran muchas. Para colmo, como ya hemos dicho, eran muchos los indicios de que estábamos a punto de entrar de nuevo en guerra con Inglaterra; ¿no hubiera sido más racional guardar fuerzas?

Carlos, sin embargo, en uno más de sus ejemplos de ausencia de esa ponderación que con demasiada alegría se le abona, quería triunfar donde sus antecesores, ésos de cuya grandeza tenía que oír hablar constantemente en la Corte (pues la España predecimonónica tenía en un altar a Felipe II y lo grandes reyes Habsburgos, y sus nobles no se recataban de decirlo), y tiró para delante, como los de Alicante. Le encargó al brigadier irlandés O'Reilly el mando de las tropas, con Pedro González de Castejón al mando de los barcos.

Los españoles desembarcaron en costas argelinas el 8 de julio de 1775; para entonces, los moros tenían sus móviles petados de whatsapps avisándoles de dicha llegada. Así pues, poner los españoles pie en la playa y comenzar los argelinos a disparar fue todo uno, generándose con ello un desembarco caótico en el que un montón de peña se dejó la vida, las piernas o los brazos. La cosa estaba tan clara que O'Reilly, al día siguiente, ordenó retirada. Dicha retirada fue tan caótica que los argelinos se volvieron a poner las botas. Tal fue la vergüenza de la expedición que, a su regreso a España, su comandante irlandés, hasta entonces una joya del ejército español a los ojos del rey Carlos, fue destinado a las Chafarinas.

El fracaso de Argel provocó todo un terremoto en el gobierno español que, en la práctica, se resolvió con la ascensión del conde de Floridablanca a la condición de, diríamos hoy, ministro de Asuntos Exteriores. Floridablanca tomó una senda pacifista, basada en la idea de arreglar el tema de Argel acordando con su metrópoli (algo teórica), esto es: Turquía. El sultán de la Sublime Puerta no le hizo ascos a las peticiones de los españoles y de hecho hizo algunas gestiones ante las regencias argelina y tripolitana, pero la verdad es que pasaron de él.

En 1784, una vez que pasaron los riesgos de una guerra con Inglaterra, se retomó el tema de Argel. Sin embargo, escaldados por la primera expedición, los gobernantes españoles decidieron enviar a José de Mazarredo al frente de una potente escuadra española con la intención de parlamentar. Mazarredo consiguió un tratado de paz que, la verdad, tenía poco valor, dado que excluía a la plaza de Orán.

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