En este color también tenemos:
No pasaré del Mar Negro
Las cositas de Stalin
El lunes, 5 de febrero, comenzó realmente la conferencia de Yalta. En dicha fecha se produjeron tres reuniones. A primera hora, los ministros de Asuntos Exteriores desayunaron juntos; a mediodía, en el palacio Yusupov, como en realidad se llamaba la villa Koreis, se celebró una reunión tripartita de jefes de Estado Mayor, obviamente con temática meramente militar; y, finalmente, a las cuatro de la tarde comenzó la reunión plenaria. Cada delegación celebró también reuniones internas, y estadounidenses y británicos también se reunieron entre ellos en algunas ocasiones.
No pasaré del Mar Negro
Las cositas de Stalin
El lunes, 5 de febrero, comenzó realmente la conferencia de Yalta. En dicha fecha se produjeron tres reuniones. A primera hora, los ministros de Asuntos Exteriores desayunaron juntos; a mediodía, en el palacio Yusupov, como en realidad se llamaba la villa Koreis, se celebró una reunión tripartita de jefes de Estado Mayor, obviamente con temática meramente militar; y, finalmente, a las cuatro de la tarde comenzó la reunión plenaria. Cada delegación celebró también reuniones internas, y estadounidenses y británicos también se reunieron entre ellos en algunas ocasiones.
Este esquema, de
hecho, se mantendría durante casi toda la conferencia de Yalta, de
forma que cada vez que fuese necesario se repetirían estas tres reuniones.
Los militares
decidieron que la presidencia de sus reuniones sería rotatoria. Por
otro lado, la composición de las delegaciones fue siempre
prácticamente la misma:
Por Estados Unidos,
el almirante William Leahy y el también almirente Ernest Joseph
King; el vicealmirante Edward William Cooke, y los generales
Marshall, Lawrence S. Kuter, John Deane, Harold R. Bull, John E.
Hull, Frederick Anderson y A. J. McFarland.
Por la URSS, el
almirante Nikolai Kutnetsov, el vicealmirante Stepan Kucherov, el
mariscal Sergei Khudyakov, el general Alexei Antonov y el comandante
Milhail Illitch Kostrinsky.
Por los británicos,
el mariscal Alan Francis Brooke, el también mariscal Charles Portal,
el jefe del staff de la Marina Andrew Cunningham, el general Harold
Alexander, el general Hasting Lionel Ismay y el vicealmirante Ernest
Rusell Archer.
Curraban de
intérpretes el capitán Hugh Lunghi (británico); el capitán Henry
Ware, estadounidense; el teniente Joseph Chase, estadounidense; y
Milhail Milhailovitch Potrubach, oficial del Comisariado del Pueblo
para las Relaciones Exteriores de la URSS.
La discusión tuvo
un largo periodo de inicio dedicado al repaso de los efectivos, sobre
todo de artillería, que se estaban poniendo en juego en ambos
frentes. Una vez terminada la fase vamos a contar cañones, se pasó al asunto
verdaderamente crucial, que eran los contactos entre el comandante
del frente occidental, Dwight Eisenhower, y el del oriental, mariscal
Alexandr Milhailovitch Vassilievsky. Tras la sesión del día
anterior, en la que el propio Stalin se había mostrado generoso en
este punto y había mostrado su proclividad a que ambos comandantes pudiesen coordinarse sin necesidad de autorizaciones por arriba, los estadounidenses esperaban que aquello pasara sin más.
Sin embargo, para su sorpresa se encontraron con una de las celadas
preferidas por el camarada primer secretario general del Comité Central del PCUS, es
decir: aquélla en la que él se mostraba políticamente generoso,
pero sus inferiores se mostraban técnicamente intratables. Stalin, en efecfto, lo manejaba todo y, en sus momentos de pleno poder, en la URSS ni siquiera se tiraba de la cadena de un inodoro en Kazajstán sin que lo supiera; pero le gustaba quedar bien en según qué momentos y, además, consciente de que todo el mundo sabía que tenía el pleno mando, también le gustaba que sus inferiores se mostrasen dizque rebeldes con sus decisiones, porque así creía mostrar que en el ámbito soviético se respetaban las opiniones discrepantes.
Fue Antonov, concretamente, quien tomó la palabra para decir que eso de los contactos directos entre los dos comandantes era algo que había que pensar mejor. Los dos frentes, argumentó, todavía estaban demasiado distantes el uno del otro. Ni siquiera quiso apreciar la posibilidad de, cuando menos, establecer esa coordinación entre estados mayores en el frente sur, esto es, entre Alexander y el general Rodion Yakolvlevitch Malinovski, ya que éstos sí que estaban bastante cerca de darse un piquito.
Fue Antonov, concretamente, quien tomó la palabra para decir que eso de los contactos directos entre los dos comandantes era algo que había que pensar mejor. Los dos frentes, argumentó, todavía estaban demasiado distantes el uno del otro. Ni siquiera quiso apreciar la posibilidad de, cuando menos, establecer esa coordinación entre estados mayores en el frente sur, esto es, entre Alexander y el general Rodion Yakolvlevitch Malinovski, ya que éstos sí que estaban bastante cerca de darse un piquito.
Así las cosas, las
discusiones principales de la mañana se refirieron al apoyo naval a
las operaciones terrestres, el movimiento de tropas alemanas en
Noruega, la utilización del apoyo aéreo y la fecha más probable
para el fin de la guerra. Este punto fue introducido por Leahy cuando
le preguntó a los soviéticos si compartían su propia opinión de
que los alemanes no podrían sostenerse más allá del 1 de julio.
Antonov respondió afirmando que sobre tanto el frente oriental como
el occidental todavía pesaban muchas incertidumbres y que, en
consecuencia, le resultaba totalmente imposible adelantar una fecha; es posible que interpretara la pregunta estadounidense como una forma ladina de explorar la situación real del frente oriental y, de hecho, es posible que así fuese.
Los americanos, sobre todo Marshall, siguieron presionando en la
misma dirección, argumentando que tener una estimación era vital
para poder planificar la producción, sobre todo de armamento y
barcos; en lo cual tenían razón. Antonov, finalmente, concedió, en frase galaica, que “el
verano se puede considerar una fecha más probable, y el invierno
menos”. Se acordó, pues, trabajar con la fecha del 1 de julio.
Por su parte, en el
desayuno de ministros de Asuntos Exteriores, la URSS presentó la
propuesta de Stalin de llamar oficialmente a la reunión Conferencia
de Crimea, lo que recibió el apoyo de Eden y Stettinius. Luego
hicieron muchos brindis, y tal.
El
plenario se reunió a las cuatro. En la mesa se encontraban:
Roosevelt, Stettinius, Hopkins, Leahy, James Byrnes (director de la
Oficina de Movilización de EEUU), Harriman, H. Freeman Mathews
(director de la Oficina Europea de la Secretaría de Estado
americano), Alger Hiss (asesor de la Secretaría de Estado
americana), Charles Bohlen, Stalin, Molotov, Vychinsky, Maisky,
Gousev, Gromiko,Vladimir Nikolaievitch Pavlov, Churchill, Eden, Kerr,
Alexander Cadogan (vicesecretario de Estado de Asuntos Exteriores
británico), Edward Bridges (secretario del Gobierno británico),
Gladwyn Jebb (jefe del Departamento de Reconstrucción británico),
Pierson Dixon (secretario privado del Secretario de Estado británico
de Asuntos Exteriores), el mariscal Henry Maitland Wilson, jefe de la
misión británica en Washington; y el coronel Arthur Birse, segundo
secretario de la embajada británica en Moscú, que actuaba en Yalta
como intérprete personal de Churchill.
Este equipo fue,
básicamente, el que siguió reuniéndose durante toda la
conferencia.
El presidente, que
como sabemos era Roosevelt por propuesta de Stalin, propuso que
aquella sesión se dedicase, monográficamente, a discutir el futuro
tratamiento que habría de recibir Alemania tras la guerra. “No
creo”, dijo, “que sea operativo inicial una discusión universal,
desde Dakar hasta Indochina”.
Aparte de constatar
el problema que por lo general tenía FDR a la hora de distinguir el
mundo del universo, vemos en este primer gesto del inquilino de la
Casa Blanca un movimiento, probablemente pactado con Churchill.
Delimitando la discusión a Alemania, trataban los occidentales de
evitar que los soviéticos tuviesen herramientas de diversión sobre
el tema fundamental a tratar: la reivindicación francesa de una zona
de ocupación para ellos.
Nada más ponerse
la cuestión sobre la mesa, el Stalin de Yalta, esto es, el del día
anterior, brindando y haciendo concesiones, desapareció para dejar
paso al Stalin de Teherán: frío, distante, defendiendo cada
milímetro de sus posiciones. Como respuesta a la petición de sus
aliados, planteó cuatro cuestiones:
¿Qué forma
tomaría el desmembramiento de Alemania?
¿Los aliados
establecerían un gobierno para toda Alemania, o cada zona
establecería el suyo?
¿Cuáles serían,
exactamente, los términos de la rendición incondicional de
Alemania?
¿Qué
reparaciones, y por qué valor, se le exigirían al país perdedor?
Inmediatamente
después, recordó Stalin que el propio Roosevelt había propuesto en
Teherán la partición de Alemania en cinco zonas: Prusia, amputada
de Hannover, Sajonia y Leipzig, Hesse-Darmstadt, Hesse Kassel, el
Rhin meridional y Baviera-Baden-Würtemberg, mientras que el canal de
Kiel, el puerto de Hamburgo, la cuenca del Ruhr y el Sarre serían
administrados por las Naciones Unidas.
Churchill consideró
que la cuestión del desmembramiento era muy complicada, tanto que no
se podía aspirar a resolverla en la conferencia. Para él, dijo, era
más lógico designar un comité especial que se ocupase de la
cuestión. Continuó diciendo que él, personalmente, no tenía
ninguna idea preconcebida al respecto, salvo el principio general de
que había que crear un Estado fuerte en el centro de Europa con
capital en Viena. Por su parte, planteó sus propias cuestiones.
¿Debería la
conferencia pronunciarse sobre qué territorios alemanes podrían ser
eventualmente reservados para Polonia?
El Ruhr y el Sarre,
¿deberían ser un Estado independiente, estar bajo la dominación de
Francia o estar bajo el control de una organización internacional
durante un periodo largo?
¿Sería bueno
trocear Prusia?
Terminó
su intervención opinando que lo mejor que podía hacer la
conferencia era consultar a los franceses, ya que éstos, dijo, eran
los que conocían mejor los problemas derivados de cualesquiera
proyectos de desmembramiento de Alemania.
Stalin, en todo
caso, quería hablar de los términos de la rendición incondicional.
Más en concreto, planteó la siguiente cuestión: si un grupo de
alemanes decidiera colocarse frente a Hitler, se hiciera con el poder
y aceptase la rendición incondicional, ¿le reservarían los aliados
el trato amigable que había tenido Badoglio en Italia? Churchill le
contestó que, en el caso de que ocurriese eso, los aliados deberían
ser consultados inmediatamente para definir si ese nuevo grupo de
poder era de confianza para negociar una rendición incondicional
que, opinó, era imposible de plantear mientras los interlocutores
fuesen criminales de guerra (práctica que se mantendría cuando Hitler se suicidó y Dönitz tomó el poder).
En esos primeros
minutos del plenario de Yalta, pues, ya quedó claro cuál iba a ser
una de sus debilidades: el desorden de los debates. Cada uno,
básicamente, intervenía para hablar de lo suyo, ante la generosidad
de un presidente que o no quiso o no supo oficial de moderador. Echadle un vistazo a los debates de La Sexta y tratar de imaginar que esos pollos y gallinas estuvieran discutiendo el futuro del mundo; os haréis una idea.
En
estas condiciones, orillar los temas complicados estaba chupado. Si
alguien te decía dónde vas, tú preparabas tranquilamente tu
manzanas llevo mientras el intérprete hacía su trabajo, para luego
derivar la conversación por donde te interesaba. Todo eso tenía que
haberlo cortado una persona; pero esa persona, sea porque estaba casi
a las puertas de la muerte, sea porque su buenismo esencial lo
llevaba a considerar que todas las opiniones tienen derecho a ser
expresadas (lo cual es cierto; pero dentro de un orden creativo), no
hizo gran cosa por parar aquella verborrea en la que se estaba
jugando el futuro del mundo.
Sea como sea (o,
más bien, como consecuencia de las estrategias de los británicos),
la conversación finalmente acabó bastante centrada en el tema de
los franceses. Churchill, sabedor de que lo que iba a decir era la
única forma de abrir aquella lata, propuso que Alemania fuese
dividida en tres zonas y que, con posterioridad a dicha
participación, fuesen los ingleses y los estadounidenses los que
cediesen una parte de las suyas a los franceses.
Stalin,
visiblemente irritado por un tema del que, claramente, no quería
hablar (habituado como estaba a no tener que hablar de lo que no
quería), retrucó afirmando que Francia no sería el único Estado
que reclamaría una parte de la finca. Además, recordó, una vez que
Francia tenga una parte de los territorios ocupados, querrá
participar en el mecanismo de control que tendremos que montar. “Yo”,
terminó, “no les niego a ustedes su voluntad de reconocerles a
franceses, belgas y holandeses su labor en sus responsabilidades de
ocupación; pero me niego en redondo a dejarles formar parte del
mecanismo de control de dicha ocupación”.
En ese
momento, por cierto, Stalin tuvo un lapsus. Vino a decir algo así
como: ¿qué pensarían mis amigos estadounidenses e ingleses si la
URSS hiciera lo mismo reclamando los mismos derechos para naciones de
su entorno? Lo cierto es que, en el momento en que dijo eso, la
URSS no tenía entorno, salvo,
lógicamente, las repúblicas que formaban parte de la propia URSS.
Tanto Roosevelt como Churchill perdieron una ocasión de oro para
preguntarle al mariscal en qué naciones estaba pensando; muy
particularmente, si estaba pensando en Polonia. Pero no supieron. O
no quisieron. Al gusto del lector.
Churchill,
sin embargo, siguió con lo suyo: los franceses conocían Alemania.
Los soldados estadounidenses, muy particularmente, no iban a ocupar
el país durante toda la vida. Algún día tendrían que volver a
vender cow brisket en
cualquier carnicería de Dallas. Era necesario, dijo, que los
franceses incrementasen sus efectivos de ocupación.
Stalin
cogió al vuelo el frisbee;
se volvió a Roosevelt y le preguntó: “¿cuánto tiempo espera el
presidente mantener sus tropas en Alemania?”
Roosevelt
contestó: estaba totalmente confiado de que el Congreso le aportaría
su total colaboración en el asunto de la paz. Pero no en el
mantenimiento de las tropas en Europa. No creía que pudiera pasar de
dos años, at best.
Consecuentemente,
Churchill contraatacó con su petición, y Stalin buscó la trinchera
más segura: “será”, dijo, “una cesión, pero no el
reconocimiento de un derecho. Me opongo frontalmente a que Francia
forme parte de la Comisión de Control Interaliada. No tiene ningún
derecho, como no lo tiene Polonia, como no lo tiene Yugoslavia;
¿dónde están los combates que han librado?”
“No olviden”,
continuó Stalin, que claramente se había preparado la lección,
“que ellos le abrieron las puertas al enemigo. Ni la URSS ni Gran
Bretaña tendrían hoy las pérdidas que tienen si los franceses
hubieran tomado la resolución de resistir. El control y la
administración de Alemania no debe ser sino para las naciones que se
han opuesto a Alemania desde el principio. Además, Francia ahora
mismo tiene ocho divisiones; Lublin [el gobierno prosoviético
polaco] tiene nueve.”
Nadie, tras aquel
parlamento, se atrevió a preguntarle al camarada primer secretario
general del PCUS qué era, exactamente, lo que entendía por “desde
el principio”. Porque es que da la casualidad de que cuando Reino
Unido le declaró la guerra a Alemania, ésta tenía un pacto firmado
con la URSS que todavía fue efectivo unos mesecitos. Pero creo que
el lector ya se habrá dado cuenta en este punto de que ni Churchill
ni, sobre todo, Roosevelt, estaban por la labor de cabrear al Tío Pepe.
Harriman,
aunque sólo fuese para sí, se otorgó unos segundos de gloria. Se
inclinó hacia la silla de ruedas de su commander in chief,
acercó sus labios a su oreja, y musitó: I told you.
Te lo dije. Porque Harriman, efectivamente, era el único pobre loco
que, desde la embajada de Moscú, llevaba meses bramando frente a una
administración de bambis que Stalin no era quién ellos querían
creer que era y que, muy particularmente, nunca aceptaría darle a
Francia otro trato que el de nación vencida.
Quien, sin embargo,
no se amilanó, fue Churchill. El primer ministro británico tenía
una imagen más precisa de quién era Stalin, así pues probablemente
estaba mucho más preparado para una reacción así de lo que lo
estaban todos los estadounidenses (muy particularmente Hopkins, la
auténtica Rita Irasema de aquella conferencia). “Admitir que
Francia ocupe una zona sin darle espacio en la Comisión de Control”,
dijo, “sería una humillación innecesaria y, sobre todo, una
fuente permanente de conflictos”. “Usted olvida, mariscal”,
continuó, “que Francia es el principal vecino de Alemania; no es
posible regular los asuntos europeos sin su concurso”.
Stalin sonrió. En
ese momento, yo por lo menos lo tengo por seguro, se dio cuenta de
que aquello era una discusión entre él y Churchill. Por eso decidió
ponerle a él mismo en cuestión.
“Los Tres
Grandes”, dijo, “deberían crear un club cerrado en el que sólo
se pudiese entrar si se tuviesen cinco millones de soldados”.
“Tres”,
corrigió Churchill. Ahí estaba la provocación, en efecto; porque
Gran Bretaña no podía ni soñar con movilizar a cinco millones de
ciudadanos en una guerra.
En ese
momento de distensión (todos rieron), Hopkins le pasó una nota a
Roosevelt en la que, sucintamente, le proponía: aceptar la zona de
ocupación francesa y dejar el tema de su presencia en la Comisión
para más adelante. Roosevelt, que se habría cortado la oreja
izquierda y se la habría metido por el ano si Hopkins le dijera que
es lo que había que hacer, no perdió ni un segundo en hacer dicha
propuesta. Esta vez fue Eden quien habló (tal vez porque a Churchill
la cosa le cogió demasiado cabreado). Argumentó el ministro
británico, con razón, que eso de otorgarle a alguien una zona de
ocupación pero al tiempo decirle que el cómo de dicha ocupación se
decidiría en un despacho en el que no podría entrar era, además de humillante, ilógico. Cuando Stalin contestó que la lógica venía
de que los franceses dependerían de aquella potencia que les
otorgase el territorio, Eden contestó que un esquema en el cual los
franceses estuvieran a las órdenes de los ingleses era implanteable
(lo es).
Aun así, con el
apoyo soviético y estadounidense, la propuesta Roosevelt-Hopkins
prevaleció.
Entonces se pasó a
la discusión de las reparaciones. Fue Maisky quien presentó el
estudio sobre los daños provocados. Las conclusiones del mismo
proponían un duro plan de reparaciones.
Durante dos años,
serían embargadas las factorías, la maquinaria pesada, la
máquina-herramienta, los stocks de material circulante y las
inversiones alemanas en el extranjero. Además, durante diez años,
se impondrían obligaciones de pago, bien en materias primas, bien en
bienes manufacturados. Esto suponía reducir un 80% la industria
pesada alemana, internacionalizar todas las empresas que habían
trabajado para el esfuerzo bélico, establecer un control estricto
sobre toda la producción industrial, y prohibir a Alemania toda
producción de municiones y petróleo sintético. Por supuesto, toda
la industria militar sería cerrada.
En total, Maisky
consideraba que las indemnizaciones totales de las que era
responsable Alemania llegaban a los 10.000 millones de dólares, unos
1.000 millones anuales por lo tanto.
Tras la
intervención de los rusos, que los occidentales probablemente
esperaban casi en sus términos literales, intervino Churchill para
decir dos cosas: una, que por muchas devastaciones que había sufrido
la URSS, no era la única que había experimentado daños. Estaban
también Gran Bretaña, Francia, Bélgica, los Países Bajos y
Noruega. La segunda, recordó el tratado de Versalles, que los
alemanes conocían (y conocen) como diktat de Versalles. ¿No
sería mejor, dijo, aprender de las pasadas experiencias?
“Cuando se quiere
que un caballo tire de un carro”, dijo, probablemente tratando de
entrar en el terreno de las metáforas animales de que las que Stalin
era tan amigo, “lo que se hace es darle forraje”.
Acto seguido, por
supuesto, y para evitar el naufragio de la conferencia, propuso que
el tema fuese estudiado por una comisión especial que, dijo, tendría
su sede en Moscú.
Esta vez Roosevelt
sí que estuvo del lado de los británicos casi sin ambages. Estados
Unidos, dijo en su intervención, no quería reeditar el problema que
habían supuesto las reparaciones de guerra tras la Gran Guerra.
Washington no reclamaba reparación alguna: ni en mano de obra, ni en
bienes de equipo, ni en factorías, ni en nada. A pesar de este
principio general, reconoció que estaba dándole vueltas a un
decreto por el que nacionalizaría intereses alemanes en su país.
Pero, añadió, “no podemos matar al pueblo alemán”. Buscando un
punto medio que aplacase las obvias (y comprensibles) pulsiones
vengativas de los soviéticos, sentenció finalmente que “los
estadounidenses queremos una Alemania viva, pero no con un nivel de
vida superior al de los soviéticos”. Algo que, sin embargo,
finalmente no se cumplió.
Maisky contraatacó.
10.000 millones de dólares, argumentó con frío sarcasmo, no son
nada más que el 10% del presupuesto estadounidense; insinuando, de
esa manera, que para Estados Unidos era muy fácil considerar que era
una cifra que se podía pasar por alto (aunque, claro, los Estados
Unidos tampoco tenían la culpa de que los zares hubieran dejado un
país semifeudal, y que los revolucionarios lo estuvieran haciendo,
ya en aquel tiempo, como el culo). “Nosotros”, continuó,
“también tenemos el objetivo de que los alemanes no tengan un
nivel de vida superior al de la Europa Central” (obsérvese el
detalle de que los soviéticos ya no hablaban sólo en nombre de la
URSS). “Pero las dudas sobre la viabilidad de Alemania”,
continuó, “son absurdas: ellos podrán desarrollar su industria
ligera y su agricultura sin problemas”.
Stalin escuchó
todo ese rato a Maisky, hemos de suponer que repasando mentalmente si
seguía al pie de la letra el guión que habían trabajado (porque en
Yalta ninguno de los miembros soviéticos de la mesa se tomaba
siquiera un Fortasec sin que el camarada primer secretario general
del Comité Central del PCUS lo hubiese aprobado); e intervino,
únicamente, para dejar su cagadita antigabacha y añadir, para mi
gusto con cierta base, que le negaba a Francia cualquier derecho
prioritario a reclamar reparación. Tal y como probablemente había
previsto el georgiano, su frase provocó un nuevo catch entre
soviéticos y británicos.
Finalmente, el
acuerdo tomado fue crear la Comisión de las Reparaciones en Moscú;
Stalin, en todo caso, se llevó el gato al agua porque la comisión
estaría creada sólo por las tres grandes potencias aliadas. A
cambio, los soviéticos admitieron que los famosos 10.000 millones de
dólares eran sólo una cifra de base para el estudio.
Finalizada la
sesión, a las ocho menos cuarto, y cuando se abrieron las puertas
para dejar entrar a fotógrafos y camarógrafos, entró con ellos
Norris Houghton, quien percibió un giro copernicano en en el
ambiente. Si el día anterior, dijo, era distendido y solemne, esta
vez apreció caras más tensas y muchas personas mirando a otras de
reojo.
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