lunes, noviembre 06, 2017

Isabel (6: juicio y ejecución)

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En la carta a Babington, una de las cosas que haría María era preguntar cómo pensaban los seis caballeros proceder para matar a Isabel. Esa pregunta fue su perdición porque por medio de la misma quedaba claro que ella avalaba el proyecto de magnicidio. Apenas horas después de haber escrito y enviado la carta, ésta estaba en manos de Phelippes, quien dio un salto de alegría cuando descifró esa pregunta. Automáticamente, bautizó la carta como the bloody letter.


Walsingham, sin embargo, era, como hemos dicho, un oficial de inteligencia a la nueva usanza. Lo que hizo con la carta no fue interceptarla, sino permitir que llegase a manos de Babington, para así dejar que la bola de nieve siguiese bajando por la ladera. Sin embargo, instruyó a Phelippes para que introdujese una coda en la carta, cifrada lógicamente, en la que se solicitaba de Babington la identidad de los seis caballeros que estaban juramentados para realizar el atentado.

Fue un error y no funcionó. Para cualquier conspirador medianamente experto, esa “petición” por parte de la reina de los escoceses, para colmo por escrito, era más que sospechosa. Nadie en sus cabales pide o da por escrito informaciones que sólo se musitan al oído. En una reciente serie española, La República, uno de los personajes, militar de derechas, recibe una carta del general Sanjurjo en la que éste le conmina a unirse al golpe de Estado del 32. Sanjurjo, se ve en la escena, incluso pone su nombre en el remite del sobre. Es un error tan burdo que sirve por sí mismo para desacreditar todo el guión. Los conspiradores no se mandan cartas de esa naturaleza, eso Babington lo sabía; razón por la cual quemó la carta y decidió huir. Fue detenido diez días después, tratando de hacerse pasar por granjero.

Cuando Walsingham se presentó ante la reina y Burghley con lo que hoy supongo que llamaríamos la acusación formal, la reina no se mostró muy optimista. Como Isabel se apresuró a hacer notar, el hecho de que la carta original de María ya no existiese por haber sido quemada aliviaba demasiado la carga de la prueba de todo el caso. Walsingham, sin embargo, era hombre de recursos. Hizo detener a los dos secretarios de la reina de los escoceses, los llevó a su casa de Seething Lane en Londres y, una vez allí, les enseñó una carta falsa; una imitación perfecta del original que había preparado Phelippes. Lo que siguió fue una serie interminable de interrogatorios dirigidos por Burghley en los que Nau y Curle fueron llevados al límite de su resistencia física y mental. Esto les llevó a admitir que aquélla era la carta original de su ama. Babington también confirmó que el texto de la carta era auténtico; y eso que, por error, le enseñaron la versión en la que figuraba el post scriptum inventado por Phelippes.

En el mes de septiembre de 1586, y en un acto al que acudió todo Londres, Babington fue ahorcado. Sus posesiones, por cierto, fueron embargadas por la corona, la cual se las cedió a Ralegh, quien así pudo recuperarse de las enormes consecuencias financieras de su cagada en la isla de Roanoke. Pero, lo que es más importante, desde ese momento se comenzó a producir la presión constante por parte de Burghley frente a la soberana, en el sentido de que cumpliese las mismas leyes que ella misma había aprobado. Bajo la legislación impulsada por Isabel, ciertamente, ahora ésta tenía que nombrar una comisión que fijase las responsabilidades de María. Isabel no sólo sabía que eso era lo que decían las normas; también sabía que estaba en buena parte obligada a actuar así por la lógica de los hechos. Los magnicidas, por lo general, despiertan la simpatía de quienes los observan desde el balcón del futuro; pero para las gentes del presente no son otra cosa que una gran amenaza. El problema fundamental que presenta un magnicida, o más concretamente la tentación de ser lenitivo con él, es el mensaje que lanza. Ed Harris, en el soberbio papel que hace en el western Sin perdón, afirma: “cualquiera puede disparar a un presidente; pero, ¿quién disparará a una reina?” Esta idea, que a nosotros en el siglo XXI nos puede parecer una chorrada, ha tenido mucha importancia durante mucho tiempo. El atributo fundamental de las testas coronadas, mientras fueron designadas para serlo por el mismo Dios, era su inviolabilidad. Si un magnicida tuviera éxito y cambiase el rumbo dinástico de una nación, no faltarían personas que demostrarían que esa era la voluntad de Dios. Pero, ¿qué decir de un magnicida que lo intenta, falla y es perdonado? Pues el mensaje que se lanza, eso Isabel lo sabía, era que el cuello de un monarca es, en realidad, tan atacable como el de un mendigo.

Es por esta razón que María, reina de los escoceses, fue juzgada los días 12 al 15 de octubre de 1586, ante un público de commoners, en el castillo de Fotheringhay en Northamptonshire. Su actitud inicial se resume con su natural altivo y protestón; pero fue quedándose cada vez más de una pieza conforme las diferentes evidencias en su contra se fueron mostrando. En el último día de las sesiones, cuando comprendió que toda su correspondencia secreta había sido conocida por el Estado inglés, rompió a llorar y abandonó la sala.

Los miembros de la Comisión formada al amparo de la ley quedaron citados en la Star Chamber de Westminster el dia 25. Allí, todas las evidencias fueron mostradas de nuevo. María, que no estaba presente, fue encontrada culpable. Un triunfante Burghley, entonces, conminó a la reina a dictar sentencia en los términos de la ley. Pero se encontró con que la reina callaba.

Isabel había estado pensando. Pensando mucho. Había colocado, de hecho, dos pensamientos en ambos platillos de la balanza. En uno estaban los argumentos ya expresados; todo eso de que el que deja escapar a un magnicida está poniendo precio a la cabeza de los reyes. Pero en el otro estaba el hecho de que María era reina. Aun depuesta de su condición de reina de los escoceses, el hecho de que hubiera sido ungida para serlo la introducía en ese estrecho número de humanos de condición real (como de hecho sigue pasando; y es por eso que hoy tenemos un rey emérito, que es rey por lo tanto). La pregunta es: ¿puede un rey matar a otro rey? Si, al fin y al cabo, termina con la vida de un monarca, ¿no estará lanzando el mismo mensaje que quien perdone al magnicida?

En estas dudas estuvo la reina hasta el 4 de diciembre. Fueron días de presión casi constante por parte de Burghley, la mano derecha de la reina que, además de impulsado por su fanatismo protestante, estaba aconsejado por su pragmatismo de gobernante; él sabía, y cierto es, que si Isabel no dejaba caer el hacha en el cuello de María, Inglaterra podría fácilmente convertirse en un Estado fallido en constante polémica consigo mismo, corrompido en sus entrañas por la disputa religiosa. Aquel día 4, finalmente, Isabel cedió y, arrastrando los pies, firmó la sentencia de culpabilidad.

Ahora quedaba el último paso. ¿Firmaría ella misma la sentencia de muerte sobre su prima? Que no se entienda mal la pregunta. Tras haber conocido todas las pruebas obrantes en el sumario, Isabel desde luego que quería a María muerta. Pero lo que ya no tenía tan claro es que pudiera ser ella misma la que decretase esa muerte. En realidad, si un talibán protestante se colase en la casa-prisión de la escocesa y se la apiolase, ella estaría realmente contenta. Pero no era ésa la opinión de quienes podían proveer ese asesino, esto es, el Consejo Privado de la reina. Los hombres de Isabel querían que aquel tema se resolviese, por así decirlo, desde la Constitución (ésa que Inglaterra nunca ha tenido). Que quedase claro que si María, reina de los escoceses, era muerta, su ejecutor era una legalidad que ya no se podría poner en duda. Las cosas, además, se alargaron porque Walsingham, un personaje central en la eventual ejecución de María, se puso enfermo de una de sus frecuentes infecciones urinarias.

Aquella ausencia de Londres alimentó la procrastinación de la reina a la hora de decidir sobre la vida de María. William Davison, que había vuelto de Holanda y que había sido nombrado secretario de la reina, le contó a Burghley más o menos por año nuevo que tenía la sensación de que Isabel nunca firmaría la sentencia. La respuesta del primer ministro fue una campaña de intoxicación: se dedicó a difundir el rumor de que Felipe II había desembarcado tropas españolas en Gales, y así se lo hizo saber a la reina.

Recuperado Walsingham en Londres, Burghley y él, junto con Leicester y Hampton, hicieron ir al nuevo embajador francés en Londres, Guillaume de L'Aubespine, barón de Châteauneuf, a una casa de Bishopsgate Street. Allí lo sobornaron para que participase con ellos en el “descubrimiento” de una falsa “conspiración”. Un intento de asesinato que se había producido, efectivamente, dos años antes, pero que no había tenido la menor importancia. El centro de aquellos hechos había sido Michael Moody, sirviente de un nombre llamado sir Edward Stasfford, quien había pensado en colocar barriles de pólvora en habitación debajo del dormitorio de la reina para reventarla o, tal vez, envenenar sus zapatos (un modo de asesinato que, por cierto, también sería manejado por la CIA para matar a Fidel Castro). El embajador francés, conocedor de que Enrique III estaba poco menos que encerrado en París por las tropas de los Guisa y que por lo tanto no podía renunciar al apoyo de Inglaterra, participó en la charlotada.

El 1 de febrero de 1587, en el palacio de Greenwich, con la guardia personal artificial e innecesariamente doblada (pues no había realmente ninguna amenaza contra ella), una Isabel en horas bajas, muy bajas incluso, hizo llamar a Davidson y le pidió que le trajese los papeles del caso de María, reina de los escoceses. Entre ellas, la orden de ejecución, redactada por Burghley semanas atrás, que justificaba la acción en el grave peligro para el Estado que suponía la permanencia de aquella mujer en el reino de los vivos.

Al llegar Davidson, en un gesto casi apresurado, Isabel pidió pluma y tinta; y firmó. Acto seguido, le ordenó a Davidson no mostrar aquel documento a nadie hasta que no lo hubiese ella hecho sellar por el Lord Chancellor. Acto seguido, hizo un chiste: le dijo a Davidson que cuando le comunicase las noticias a Walsingham (quien convalecía de nuevo de sus infecciones) el disgusto probablemente lo mataría. Era, lógicamente, una ironía. Así era Isabel: superaba los momentos tristes tirando de humor negro. Una de esas personas medio inteligente, medio hijoputa.

Porque los hechos nos demuestran claramente que Isabel firmó; pero no quería firmar. De nuevo: no es que no quisiera matar a María. Lo que no quería era matarla ella. Cuando Davidson se iba a marchar, lo llamó de nuevo y le ordenó enviarle un recado a Walsingham para que inmediatamente le escribiese él una carta en su nombre al guardián de María, el talibán Amyas Paulet, conminándole a cargársela. Buscaba la reina que a María, reina de los escoceses, la matase un ciudadano por su propia mano, sin que la condena a muerte que ella acababa de firmar se pudiera perfeccionar.

Amyas Paulet era un protestante enloquecido, un meapilas sin pila, un enemigo acérrimo del papismo; pero no era gilipollas. Cuando recibió la carta, al punto rechazó la “misión”. En respuesta a su jefe, la consideró “peligrosa y deshonrosa” y, además, no se cortó en dejarle claro a Walsingham que, tal y como se planteaban las cosas, él acabaría siendo la cabeza de turco de toda aquella movida.

Davidson, pues, cuando dejó a Isabel fue a visitar a Walsingham como primera providencia. Cuando salió de sus habitaciones, habría de cometer, que diría Ricardo de la Cierva del nombramiento de Adolfo Suárez, un error, un gran error. Teniendo como tenía instrucciones estrictas de la reina de under no circumstances enseñar la sentencia de muerte firmada a nadie que no fuera el Lord Canciller, se fue a ver a Burghley y Leicester y, como lo niños pequeños con el cromo de Iniesta, les dijo: “mira lo que tengoooo”.

Ambos dos ministros le ordenaron que hiciese sellar ese papel esa misma tarde.

Después de las diez de la mañana del día siguiente, tras haberlo consultado con la almohada y las toneladas de dulces con que la reina torturaba su organismo y su dentadura casi a todas horas, Isabel ya no tenía tan clara su decisión del día anterior. Por eso mismo, hizo llamar a Davidson para decirle que, si la sentencia no estaba todavía compulsada, le gustaría dilatarla. Davidson fue a verla, hemos de suponer que pálido como las nalgas de un esquimal, y le informó de que había sido ya firmada. Isabel, entonces, musitó en voz muy baja algo que Davidson no entendió, salvo las palabras unseemily haste (algo así como prisas indecorosas); y, acto seguido, le dijo que no quería ser ya molestada más con ese tema. Una especie de me la suda todo, pues.

Davidson había sido, pues, librado literalmente en soledad con una sentencia de muerte en la mano. Consultó sobre qué hacer con Hatton, y éste con Burghley. El primer ministro convocó una reunión clandestina de diez consejeros escogidos en su casa al día siguiente. Y le dijo a Davidson que le entregase la sentencia a él para que la pudiese guardar en lugar seguro. El secretario de la reina se la dio, y cabe imaginar que tras dársela tuvo un orgasmo espontáneo.

El 3 de febrero, en la reunión. Burghley leyó la sentencia en voz alta. Acto seguido sometió a sus colegas la decisión de que el cuñado de Walsingham, Robert Beale, llevase el papel a Fotheringhay a toda prisa, sin molestar más a la reina con este tema. Así, dijo, Isabel no sabría de la ejecución hasta que fuese un hecho.

Aquella noche, la reina durmió mal. Dijo que había soñado con la muerte de María. Se lo comentó al día siguiente a Davidson, pero éste respetó el pacto de silencio sellado en la reunión de Burghley y le contestó con evasivas.

La ejecución de María, reina de los escoceses, se produjo minutos después de las nueve de la mañana del miércoles 8 de febrero; y cierto es que Isabel, que aquel día fue a cabalgar con un diplomático portugués, fue, probablemente, una de las últimas personas de la Corte en saberlo.

El primer golpe de hacha del verdugo estuvo desalineado (muchos historiadores han dicho que probablemente a él mismo le pudo la responsabilidad de estar matando a un rey legítimo). Impactó en la coronilla de María, y no en su nuca. Con un segundo golpe, el verdugo acertó en la nuca, pero no consiguió separar la cabeza del cuerpo. El verdugo tuvo que terminar la labor como los carniceros cuando hacen filetes, usando el hacha como cuchillo para cortar los últimos tejidos que quedaban sin cortar (en realidad, no hubo tercer hachazo, como muchos relatores de la ejecución dicen, tal vez mal informados). Un festival de sangre.

Lo cual quiere decir que María, reina de los escoceses, no murió de un golpe limpio, sino, más probablemente, entre sufrimientos que difícilmente podemos imaginar.





El tipo de destino que, de toda la vida, le han recetado los ingleses a los que les caen mal.

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