Para la Semana Santa, os dejo esta lectura amplia, que es el megapost que reúne todos los que fui publicando sobre la historia del metro. Espero que lo disfrutéis.
Hace ahora casi cuarenta años yo era un adolescente y pisaba un laboratorio de química casi por primera vez. Era mi profesor uno de los miembros del claustro de mi colegio, Moncho Núñez, quien con los años acabaría siendo uno de los más eficaces divulgadores de la ciencia en España. Recuerdo vagamente aquella clase: éramos grupos de cuatro alumnos que trabajábamos juntos. Teníamos que hacer un experimento que no recuerdo en su formulación, pero que consistía en que teníamos un líquido en un matraz al que teníamos que añadir, nos dijo Moncho, «una gota» de otro. Nosotros cogimos el matraz donde estaba el segundo líquido y vertimos un chorrito pequeño en el primer matraz.
Hace ahora casi cuarenta años yo era un adolescente y pisaba un laboratorio de química casi por primera vez. Era mi profesor uno de los miembros del claustro de mi colegio, Moncho Núñez, quien con los años acabaría siendo uno de los más eficaces divulgadores de la ciencia en España. Recuerdo vagamente aquella clase: éramos grupos de cuatro alumnos que trabajábamos juntos. Teníamos que hacer un experimento que no recuerdo en su formulación, pero que consistía en que teníamos un líquido en un matraz al que teníamos que añadir, nos dijo Moncho, «una gota» de otro. Nosotros cogimos el matraz donde estaba el segundo líquido y vertimos un chorrito pequeño en el primer matraz.
La reacción química que
tenía que producirse (un cambio de color, si no recuerdo mal) no se produjo.
Moncho se acercó a nosotros y nos preguntó si habíamos hecho bien las cosas. Le
explicamos lo que habíamos hecho e, inmediatamente, su rostro se endureció y,
con voz grave, pronunció una frase que no se me olvidó: «Una gota no es un
chorro. Una gota es una gota». Luego, claro, nos preguntó que para qué
pensábamos que teníamos una pipeta.
De alguna manera, esa
lejana tarde de mediados de los setenta comencé, sin saberlo, a interesarme por
la historia de Pierre François Méchain. Es obvio que nadie en los Jesuitas de
La Coruña, ni siquiera Moncho Núñez, me habló de él. Pero no tardé mucho en
saber, porque mis primeras lecturas sobre la medición del meridiano las hice
antes de cumplir los treinta. Y es una de esas historias que siempre me han
fascinado. Tiene mucho de cinematográfica; creo que se
podría hacer una muy buena peli con las tribulaciones de dos científicos en la
Francia revolucionaria, la larga estancia de Méchain en Barcelona, su casi
suicida etapa pirenaica… y, sobre todo, la enorme tragedia de un científico
para el cual una gota no era un chorro, pero que vivía en un momento de la
Historia en la que esa distinción era muy difícil de hacer.
Me gusta la historia de
la medición del meridiano porque quintaesencia el espíritu de la Ilustración,
que tendrá todas las sombras que queramos, pero nos ha hecho como somos. Me
gusta la historia de la medición del meridiano por ese personaje casi ciclópeo
que es Jean Baptiste Delambre, una persona llamada a casi no utilizar sus ojos
que terminó siendo el mayor astrónomo de su tiempo. Pero, sobre todo, me gusta
por cómo me angustia imaginar la tortura autoinfligida de Méchain, su lento
resbalar hacia la depresión, la manía persecutoria, la existencia atrabiliaria,
la rabia; tal vez, la enfermedad mental con todas sus letras.
Pierre François André
Méchain fue víctima de su creencia en la ciencia. Fue víctima de su apetito de
precisión y de la natural inseguridad que genera en todo científico serio. Su
enemigo comenzó siendo la caprichosa forma del planeta en que vivimos, luego
fueron sus otros colegas savants, y
acabó siendo él mismo. Nunca sabremos qué límites alcanzó esa tortura; para
saberlo, deberían haber sobrevivido papeles que con seguridad él hizo
desaparecer.
Estamos acostumbrados a
admirar a las personas que suben a la montaña más alta, bucean hacia la sima
más profunda, conquistan lugares helados donde no vive nada o exploran nuestro
Universo cercano. Las montañas más altas, los peores precipicios, las
distancias más insondables no están, obstante, en esos lugares. Están dentro de
nosotros. Las cordilleras más difíciles de domeñar esperan en el fondo de
nuestras convicciones y del compromiso con nosotros mismos de hacer las cosas
bien. Hay personas que, como Méchain, simplemente no pueden superar la
frustración de no ser capaz de fracasar y vivir con el fracaso. Pero sin esas
personas, sin esas gentes que no están dispuestas a dejar las cosas a medias, a
aceptar el error, a alzarse simplemente de hombros y decir «paso»; sin esas
personas, digo, no avanzaríamos. Ellos son los obstinados bueyes que tiran del
carro incluso en las rampas más empinadas y difíciles.
Admiro a los dos protagonistas de esta historia, cada uno por sus razones. Sólo espero que, al final de la lectura, tú sientas algo parecido.
Lee, pues.
La historia que pretendo
contaros en las notas que comienzan aquí es la historia de la medición del
mundo. Bueno, no. A fuer de ser precisos, se trata de la historia de la
medición precisa de la distancia existente entre Dunkerke y Barcelona; medición
que habría de servir para obtener unas dimensiones del mundo, amén de
homogeneizar la medida de la longitud.
Todo esto es lo que
estaba en juego en junio de 1792, cuando dos astrónomos comenzaron viajes en
sentidos opuestos. Jean Baptiste Joseph Delambre salió de París en dirección
hacia el norte, mientras que Pierre François André Méchain lo hizo hacia el
sur. Con los datos que habrían de traer a París se establecería la longitud de
la Tierra y, una vez hecho esto, se definiría la medida universal de longitud,
el metro, como la diezmillonésima parte de la distancia entre el Polo Norte y
el Ecuador.
Aquel objetivo estaba
claramente influido, en realidad impulsado, por el espíritu normalizador y
excitadamente confiado en los poderes esencialmente buenos de la ciencia que
trajo la Ilustración, y en buena parte no hemos abandonado (por mucho que, de
vez en cuando, descubramos que los científicos pueden ser tan mezquinos, tan
mentirosos, tan interesados, tan corruptos incluso, como lo puedan ser los
de Letras). Eso sí, lo que era, por encima de todo, es una necesidad
imperiosa. El mundo de la primera revolución industrial, que se preparaba para
el sueño de crecer económicamente en medio siglo lo que no se había crecido desde
la antigua Grecia, no podría conseguir ese objetivo si mantenía dos cosas que
había conservado de los tiempos viejos: una, la compleja y tediosa red de
fielatos y demás cargas aduaneras con que se veía gravado el comercio cada vez
que se dejaba un condado; y, dos, la no menos compleja y no menos tediosa red
de mediciones.
La primera de las cosas
no es cuestión de este relato. La segunda, sí. En cualquier país de aquella
Europa, y España no era una excepción sino más bien su epítome, cada región,
casi cada ciudad, medía las distancias, los volúmenes de líquidos, o el peso de
una gallina, de forma diferente. Cualquier comerciante que traspasase una
frontera (un hipotético ganadero de Tordesillas que se fuese a feria de Medina
del Campo ya estaba expuesto a este peligro) podía encontrarse con la necesidad
de hacer conversiones de todo tipo, que de hecho lo desincentivaban de mirar
muy lejos; y eso lastraba el PIB (porque el PIB, y esto lo digo para desgracia
de aquellos de mis lectores que suelan utilizar palabras como neoliberal y
austericidio, ha sido siempre lo que importa).
La inmensa mayoría de
las medidas que se usaban tenían su origen en actos arbitrarios: la cantidad de
vino que cabía en un determinado recipiente. El espíritu ilustrado quería
sustituir estos particularismos por la universalidad de una medida basada en
algo incontestable, como por ejemplo la longitud del mundo. Así se procuraría
su universalidad.
Sólo en Francia había un
cuarto de millón de medidas diferentes, lo cual hace que no sea extraño que
fuese la cuna del proceso unificador ilustrado, aunque también es cierto que la
propia Francia retiene el “mérito” de ser el primer país que rechazó el uso de
ese sistema métrico que desarrolló. No obstante, no avancemos acontecimientos.
Hablemos primero del viaje de nuestros dos astrónomos.
Jean Baptiste Delambre
estaba destinado a ser todo menos astrónomo. Sin ir más lejos, hasta los veinte
años fue fotofóbico, hasta el punto de vista de ser incapaz de leer lo que
escribía, y todo el mundo a su alrededor asumía que tarde o temprano se
quedaría ciego. Quizás por esa razón se convirtió en un gran lector, puesto que
no sabía cuánto tiempo le quedaba de disfrutar de los libros. Uno de sus
profesores le procuró una plaza en la escuela Du Plessis de París, centrada en
la enseñanza de los clásicos. Pero suspendió los exámenes finales por la simple
razón de que no podía leer los papeles con las preguntas. Así pues, los padres
de Juan Bautista lo animaron a regresar a su ciudad natal de Amiens y tirar por
donde parece le correspondía a alguien como él, y hacerse sacerdote. El joven
Delambre, sin embargo, se quedó en París, donde se entregó a eso que luego
conoceríamos como una vida bohemia. Para poder vivir, se empleó como maestro
del hijo de un noble en Compiègne. Tenía 22 años cuando regresó a París para
ser el tutor del hijo de Jean Claude Geoffroy d'Assy, uno de los hombres de las
finanzas del rey. Permaneció 30 años en aquella casa y, como recompensa por sus
servicios, acabó aceptando una modesta renta que le permitiría dedicarse a los
estudios.
El campo fundamental de
estudio de Delambre eran los antiguos griegos. Leyendo sus obras llegó a las
científicas, y fue para complementar los conocimientos griegos que acabó
leyendo el libro de referencia de su momento en materia astronómica, es decir
la Astronomie de Jerôme Lalande. La lectura le interesó tanto que
comenzó a frecuentar las conferencias de Lalande en el Collège Royal. Un día,
en una de esas conferencias, Lalande dijo que la anchura de la Vía Láctea era
equivalente a la de la esfera celeste. Al terminar la disertación, Delambre se
fue a por el conferenciante para informarle de que eso ya lo habían dicho los
griegos.
Jerôme Lalande era el
Stephen Hawking de su tiempo. Famoso y respetado, igual que hoy todo el mundo
quiere saber si Hawking piensa que se puede o no viajar en el tiempo, a finales
del siglo XVIII todo París andaba acojonado porque Lalande había calculado que
existían algunas posibilidades de que algún cometa volviese a impactar contra
la Tierra. Persona de trato difícil y pagado de sí mismo, sin embargo le cogió
muy pronto cariño a Delambre; como hicieron también los D'Assy, que acabaron
construyéndole un pequeño observatorio para él solo en su propia casa.
La Asamblea Nacional
francesa tomó la decisión de crear un sistema universal y uniforme de medida,
basado en la longitud de la Tierra, en 1790 (la ley es de 22 de agosto). En
abril del año siguiente, la Academia de Ciencias designó como responsables del
proyecto a Pierre François André Méchain, Adrien Marie Legendre y Jean
Dominique Cassini. La elección era bastante lógica si atendemos a la fama de
los tres, pero pronto surgieron las fisuras. Cassini se mostró poco entusiasta
con el proyecto. Acababa de enviudar, y eso planteaba el tema de cómo mantener
a sus cinco hijos; además, todo París sabía que era bastante regalista.
En medio de la
procrastinación de Cassini, el primer ministro Jean Marie Roland propuso, el 3
de abril de 1792, que el sistema universal (para Francia) se impusiese de una
forma más pragmática: imponiéndole a todo el país las medidas usuales en París.
Urgida por esta propuesta, la Academia reaccionó partiendo en dos el viaje
meridiano que debía de conseguir la medición del mismo: un viaje, al norte,
entre Dunquerque y Rodez; y otro viaje, al sur, entre Rodez y Barcelona, en
España. No obstante, eso no sirvió para resolver todos los problemas. Cassini,
quien seguía resistiéndose a tener que darse la paliza de recorrer media
Francia haciendo mediciones, sin embargo seguía sintiéndose con derecho a
dirigirlas. Así, propuso que uno de los trayectos le fuese adjudicado a él,
aunque se quedaría en París mientras un propio hacía el trabajo de campo. La
Academia de Ciencias rechazó la oferta.
Este fue el momento en
el que el inesperado Delambre tuvo su oportunidad. El 15 de febrero de 1792
había sido admitido en la Academia. El 5 de mayo, ante la enésima negativa de
Cassini, ésta reaccionó eligiendo a Delambre para realizar el tramo norte. Y
así fue cómo un científico en modo alguno vocacional y casi ciego fue
encomendado de la labor de hacer las observaciones más precisas que nunca se
habían hecho en la Historia.
El 24 de junio llegó la
autorización real para la expedición, y Delambre se aplicó a buscar puntos
altos cercanos a París. Trataba de recuperar las observaciones realizadas en su
momento por Cassini en una expedición meridiana realizada en 1740, mejorar la
precisión de las observaciones, y comenzar su viaje hacia el norte a finales de
año.
¿Que tenían que hacer
los expedicionarios? Pues, simple y sencillamente, triangular, que es algo que
habían hecho otros muchos antes para medir distancias y seguiría haciéndose
después prácticamente hasta la llegada de los GPS [aunque al parecer, según
algunos doctos comentarios a esta serie cuando fue publicada por píldoras, en
realidad el sistema GPS sigue triangulando]. Cualquiera que se dedicase a
atender superficialmente en clase de trigonometría conoce el principio: si de
un triángulo se conocen los tres ángulos y la longitud de uno de los lados, se
pueden obtener todas sus dimensiones. Así pues, para medir una distancia había
que encontrar estaciones o nodos, normalmente elevados. Si cada uno de los
nodos era visible desde al menos otros tres nodos, entonces el científico
podría crear una serie de triángulos que fuesen trazando la longitud del
meridiano objetivo. Así pues, su función era ir de estación en estación,
midiendo los ángulos y la longitud de uno de los lados del triángulo, y luego
calculando las dimensiones que le faltaban. Una vez que hubiese terminado,
derivando por métodos astronómicos la latitud de los nodos más al norte y más
al sur de su observación, podría extrapolar la longitud del meridiano.
Este principio, sin
embargo, se tenía que corregir constantemente, por causas como la diferente
altura real de los puntos utilizados o la incapacidad de situar los
instrumentos exactamente donde debían estar, por ejemplo el vértice del
triángulo, sin mencionar el fenómeno de la refracción o el otro, mucho más
importante todavía, de que los ángulos de un triángulo curvo no suman
exactamente 180 grados, como décadas después desarrollaría con elegancia
Riemann.
Para que nos hagamos una
idea de las dificultades que presentaba el proyecto nos bastará la primera
decepción de Delambre: cuando, en 1792, se subió al primer nodo, la torre de la
iglesia de San Pedro cerca de la cumbre de Montmartre, comprobó, desilusionado,
que ni uno solo de los otros nodos usados por Cassini décadas antes se veía ya.
El proceso de elección
de los primeros nodos fue tan complicado que las primeras mediciones de
Delambre datan del 10 de agosto de 1792. Ese día, situó sus instrumentos
geodésicos en el campanario de la colegiata de Danmartin y envió a su joven
becario, Michel Lefrançais, a Montmartre, con la instrucción de usar un
reflector parabólico desde uno de sus tejados. Le dieron las diez de la noche
sin notar señal alguna y, la verdad, más allá de esa hora ya podía su becario bailar
con el espejito, que no reflejaría nada. Eso sí, vio con claridad la luz
inconfundible producida por el fuego: el palacio de las Tullerías estaba
ardiendo. En efecto, aquél fue el día en que los parisinos tomaron el palacio
real, pero eso Delambre no lo sabía. Lefrançais había pensado en hacer señales
lumínicas aquella noche desde su tejado de Montmartre, pero se dio
juiciosamente cuenta de que podría ser pelín peligroso: los milicianos podrían
interpretarlo como señales de los monárquicos. A la noche siguiente, asistido
por su tío (Lalande) consiguió hacer un fuego, pero no ardió el tiempo
suficiente como para permitirle a Delambre una lectura adecuada.
Delambre decidió pasar
de la colina de Montmartre como su nodo central parisino, pero no acabaron ahí
los problemas. Estaba empezando a emplazar sus trabajos en la cúpula de Los
Inválidos, su nuevo nodo, cuando recibió noticia de que el pueblo airado había
presionado en Montjai para que una pequeña plataforma-observatorio que él había
construido fuese derribada. El astrónomo fue allí y trató de convencer a la
asamblea de ciudadanos de lo guay de su labor, pero todo lo que consiguió fue
soliviantar a otras aldeas de la zona contra él. Así pues, también abandonó
Montjai y se decidió por el castillo de Belle-Assise, donde sus problemas no
fueron menores.
La cosa, pues, no
comenzaba muy bien.
Una vez presentado
nuestro amigo Delambre, deberemos pasar a la vertiente sur del proyecto, esto
es Méchain.
Pierre François Méchain
tomó las de Barcelona desde París, acompañado por tres asistentes, el 25 de
junio de 1792, algunas semanas después de que el Gobierno francés hubiese
negociado la colaboración de España en sus labores. Detrás de sí dejó a su
mujer, Barbe Thérèse Méchain, de soltera Marjou; quien, por cierto, hubo de
comprometerse a seguir realizando las mediciones que su marido hacía en el
observatorio parisino, así como terminar un estudio que estaba realizando sobre
los eclipses lunares.
El primer ayudante en el
equipo de Méchain era un ingeniero cartógrafo militar llamado Jean Joseph
Tranchot. Tenía en su currículo el importante mérito de haberse ocupado durante
años de la triangulación de distancias en la isla de Córcega lo cual, a ojos de
Méchain, lo hacía especialmente indicado para enfrentarse a la labor de
triangular los Pirineos. Asimismo, en el equipo había un especialista en
construir y reparar instrumental, llamado Esteveny; y un criado llamado Lebrun.
El viaje hacia el sur
fue relativamente calmado, aunque a poco de dejar París, en la villa de Essonne,
a la expedición le dieron el alto en una barricada. Igual que le pasó a
Delambre, la milicia local tomó los instrumentos de triangulación por extrañas
armas secretas, por lo que fueron detenidos. Tuvieron la suerte de que, al
producirse la detención antes de la caída de Luis XVI, los papeles que llevaban
firmados por el rey sirvieron para liberarlos.
Una semana después de
empezar el viaje, Méchain y los suyos llegaron a Perpiñán, y arribaron a
Barcelona el 10 de julio. El enlace que le fue designado fue un militar, el
teniente José González, experto en navegación astronómica. Tanto González como
otros interlocutores que llegaron con él, al ser científicos, estaban
habituados a hablar el francés (como lo están los de hoy en día con el inglés).
El francés encargó a artesanos catalanes la fabricación de unas tiendas de
forma cónica donde debía situarse el novísimo aparato que traía consigo para
las mediciones, conocido como círculo de repetición de Borda (en honor a Jean
Charles de Borda), y que de momento vamos a dejar embalado en su caja. Una vez
que este trabajo estuvo completado, el equipo salió de viaje en dirección
norte, para buscar y seleccionar las estaciones y nodos que habrían de usar,
tras lo cual volverían al sur para empezar a medir. Excursión ésta que, por
cierto, tuvieron que hacer poco menos que al palpo pues, por extraño que pueda
parecer, no lograron encontrar un solo mapa de Cataluña en toda Barcelona.
Divididos en dos equipos
que avanzaban en paralelo y colocaban señales que el otro era capaz de ver,
comenzaron su camino en Valvidrera, siguiendo en dirección norte hasta el
monasterio de Montserrat, labor que pudieron dar por terminada en septiembre.
En realidad, llegaron tarde, pues hubo nodos previstos, como las cumbres de
Costa Bona y Massanet, que no pudieron ser alcanzadas por estar ya nevadas.
Llovía mucho, pero el problema fundamental no tenía nada que ver ni con el
clima ni con la naturaleza. En las últimas boqueadas del verano de 1792, tanto
al sur de Francia como a Cataluña y España entera estaban llegando, cada vez
más fuertes, los rumores de la caída de la monarquía capeta, y la primera
pregunta era cuál sería la reacción de la monárquica y católica España. El
gobernador general de Cataluña, de hecho, cursó orden imperiosa a los españoles
que acompañaban a Méchain de que se alejasen de la frontera inmediatamente; y,
puesto que el permiso con que contaba el francés para moverse por España lo era
con la precondición de estar acompañado por ellos, tuvo él también que
seguirles.
Méchain reaccionó al
problema con esa típica falta de visión de la realidad que tienen los
científicos. Tenía razón al pensar que todo el follón que lo rodeaba no tenía
nada que ver con él, pues la suya era una misión de paz total, pero no la tenía
al pensar que, por ello, nada de lo que ocurría tenía por qué tocarle. Además,
sus soluciones eran impracticables: ni más ni menos que propuso a las
autoridades francesas de Perpiñán que se las arreglasen para que un aviso
descriptivo de su misión fuese clavado en los tablones de todos los
pueblos y aldeas del Pirineo catalán.
Obviamente, no tuvo más
remedio que dejar la designación de estaciones como estaba y volverse a
Barcelona para comenzar las mediciones.
Antes de empezar,
saquemos de sus cajas los dos círculos que Méchain llevaba consigo: uno
calibrado a 360 grados y otro, concesión a los nuevos vientos de racionalidad,
a 400 grados. Como ya hemos dicho, el círculo de repetición había sido
inventado por Jean Charles de Borda, el primer y fundamental físico
experimental de la Francia de su tiempo, además de hábil marino; tan hábil, que
le cabía el honor de haber participado en la mayor victoria en campaña naval
que jamás han obtenido los franceses frente a los ingleses, esto es la ligada a
la liberación de las colonias americanas. A mediados de la octava década del
siglo, Borda había modificado uno de sus instrumentos de navegación para que le
sirviese en la medición de la Tierra. Colaborando con un famoso artesano,
Etienne Lenoir, logró fabricar este círculo de repetición, que en su momento
fue lo más de lo más de la precisión.
La principal comodidad
del círculo de Borda era tomar varias mediciones del mismo ángulo sin necesidad
de volver a colocar el instrumento (de ahí lo de repetición: se podían repetir
las mediciones); con ello, las posibilidades de mediciones erróneas se
reducían.
Trataré de contaros cómo
era, pero ojo que yo soy de Letras. Se componía de dos telescopios montados uno
encima del otro en anillos de metal, y que rotaban independientemente. El
aparato tenía, además, una escala de medición angular. Para medir la distancia
angular entre dos puntos que estuviese observando, el geodésico situaba el
plano del círculo en el plano definido por los dos puntos. Entonces, igualaba a
cero uno de los telescopios mirando hacia la estación a la derecha, y apretaba
los tornillos de ese anillo para que no se moviese. Entonces cogía el otro
telescopio (más pequeño) y lo rotaba para alinearlo con el nodo a la izquierda.
En ese momento, se movían los dos telescopios en dirección de las
manecillas del reloj, hasta alinear el pequeño con el nodo derecho. En ese
momento, liberaba el anillo del telescopio mayor y lo rotaba (a él solo) hasta
alinearlo con el nodo izquierdo. De esta manera, el telescopio mayor había recorrido
exactamente el doble de ángulo que el que se quería medir. Dado que esta
operación se podía repetir con mucha facilidad, se permitía realizar diez o más
medidas para cada ángulo, reduciendo así la probabilidad de error.
Aquella sesión de
1792-1793 terminó siendo un éxito para Méchain. A pesar de todos los pesares, en
un trimestre había conseguido medir siete estaciones y cubrir con ello casi la
mitad del tramo que le tocaba. Le quedaba, en todo caso, realizar las
mediciones de latitud que le permitiesen establecer la posición exacta del
extremo sur del arco de medición; en otras palabras, establecer en qué punto
del globo terráqueo exactamente se situaba Barcelona. Para estos cálculos
escogió la montaña de Montjuïch. Aunque las cosas iban tan bien que Méchain, al
fin y al cabo ambicioso como todo científico, consideró la posibilidad de
extender sus mediciones hasta Mallorca. González le había ofrecido el barco que
patroneaba, el Corzo, para llevarle a las islas, donde el francés podría
colocar sus estaciones o nodos en los puntos altos. De hecho, al mismo tiempo
que Méchain comenzaba su trabajo en Montjuïch, donde erigió un pequeño
observatorio astronómico, varios de sus asistentes, acompañados por españoles,
ponían proa hacia Mallorca.
Con los instrumentos que
tenía, el francés aspiraba a establecer la situación de la montaña con una
precisión nunca conseguida hasta entonces, con un error del orden de un segundo
de arco. Creía a pies juntillas en el principio que había inspirado a Borda la
construcción de su círculo de repetición, esto es que la paciencia y la
acumulación de observaciones es capaz de acabar con el error. Colocó el círculo
en posición vertical alineado hacia el meridiano. Uno de los telescopios fue
entonces alineado con el horizonte, mientras que el otro se alineaba con la
altura esperada de la estrella elegida. Conforme dicha estrella se aproximaba a
la línea del meridiano, el observador seguía su trayectoria, escuchando el
péndulo del reloj para establecer el tiempo exacto. Luego realizaba un
ejercicio parecido al de las mediciones geodésicas, con el fin de doblar el
ángulo recorrido por el telescopio. Resultaba una labor extremadamente
demandante de paciencia y sabiduría astronómica.
Con el tiempo, llegaron
los problemas. Los oficiales españoles que colaboraban en el proyecto, y que se
concebían como representantes del rey de España, cada vez aguantaban peor el
papel meramente subalterno que Méchain les reservaba, pues el meticuloso
astrónomo realizaba la totalidad de las mediciones. Tanto fue el cántaro a la
fuente que uno de estos ayudantes españoles hubo de ser sustituido por un
capitán llamado Agustín Bueno.
En seis meses de
trabajo, Méchain tomó 1.050 observaciones de seis estrellas distintas, cada una
de ellas constituida por diez mediciones. A base de pasarse las noches
catalanas en la montaña haciendo mediciones, era lógico que acabase teniendo
descubrimientos colaterales. De hecho, tras las observaciones del 10 de enero
de 1793 reportó la visualización de un nuevo cometa (por lo que he podido
investigar, se conoce como cometa Gregory-Méchain, puesto que Edward Gregory lo
había observado dos días antes). Este descubrimiento, aparentemente casual (el
cometa estaba muy cerca de Mizar, una de las estrellas que Méchain decidió observar)
fue publicado por el recientemente abierto Diario de Barcelona, que se
apresuró a aclarar a sus lectores que, contra lo que decían los supersticiosos,
un cometa no era señal de desgracia alguna. Aunque esta vez se equivocó, porque
once días después del descubrimiento, Luis XVI fue decapitado en París, y poco
después estallaría la guerra.
El enrarecimiento
político puso las cosas difíciles para las relaciones entre españoles y
franceses. En febrero de 1793, el atraco de un convoy de comerciantes catalanes
por un francés provocó toda una indignación en la capital de Cataluña, que
llevó a las masas a masacrar a un genovés creyéndolo francés (o no; el odio
catalán hacia los comerciantes genoveses es legendario; los llamaban moros
blancos). El cónsul francés advirtió de los peligros para sus ciudadanos en una
carta en la que no dejaba en buen lugar a los catalanes: “son brutos, simples y
vengativos; el oro es su Dios”. José González, el patrón que colaboraba con
Méchain, fue encomendado de salir a la caza de piratas. Cuando regresó al
puerto de Barcelona, Méchain comenzó a pensar en dejar Barcelona. Sin embargo,
cuando comenzó a expresar esta voluntad, se encontró con la obstinación de las
autoridades españolas, que insistían en ser puntualmente informadas de su
trabajo, esto es, de los resultados de sus triangulaciones y de la latitud
exacta de la montaña de Montjuïch. Para España, esta actitud no era en modo
alguno un capricho: ya se ha dicho que se carecía de un mapa fiable de
Cataluña, y aquellas observaciones podían ser de mucha ayuda para conseguir
desarrollarlo. Así pues, el mes de marzo de 1793 hubo de ser utilizado por
Méchain en la redacción de un informe para los españoles, amén de otro que le
envió a Borda a París.
Aquel mismo mes de
marzo, los ciudadanos franceses residentes o de paso por Barcelona recibieron
la orden del gobierno español de irse a tomar Camembert a su puta casa.
Ciertamente, Méchain
consiguió ampliar el plazo hasta fin de mes: estaba redactando el informe, así
pues los españoles tenían interés en que se quedara. Pero, sin embargo, la
guerra francoespañola acabó, indirectamente, con toda posibilidad de extender
los cálculos hasta Mallorca. El capitán González y su Corzo fueron
encomendados con misiones de escolta y de otro tipo y, aunque Méchain trató de
que cuando menos el capitán Bueno siguiese con él, no lo consiguió. Con fecha 4
de abril, el mando militar de Barcelona le ordena a Méchain que desmonte su
observatorio de Montjuïch y se vaya de la montaña y su fortaleza, aunque no lo
expulsa de España.
Desalojado de su lugar
de trabajo pero no de la ciudad, Méchain cogió una habitación en una fonda
llamada La Fontana de Oro, sita en el carrer dels Escudellers de la ciudad, a
tiro de lapo de las Ramblas, la plaza Real y la Boquería; es muy probable, por
la fama que tenía entonces entre los franceses esta calle como la de las
mejores fondas de Barcelona, que Méchain estuviese escogiendo una especie de
Sheraton del Antiguo Régimen.
Algo más relajado tras
haber cumplido con sus obligaciones y sabiendo que había sido capaz de realizar
su trabajo a un ritmo superior al esperado, no encontró problema en aceptar la
oferta de un amigo suyo catalán, el doctor Françesc Salvà i Campillo, por los
alrededores de la ciudad. Salvà, todo un espíritu renacentista con sabor a
fuet, tenía mucho interés en que el francés conociese una estación de aguas
existente fuera de la ciudad. Cuando llegaron, la encontraron cerrada por ser
festivo, y por lo tanto sin caballos para que hiciesen funcionar los artefactos.
Méchain dijo que se conformaría con verlos sin funcionar, pero Salvà se emperró
en ponerlos en movimiento. El intento acabó causando un accidente que dañó al
doctor y su ayudante. Tratando de ayudarlos, fue Méchain quien resultó
brutalmente golpeado en el pecho, cayendo en el suelo, aparentemente muerto.
El metro estaba herido
de muerte.
El doctor Salvà y su
sirviente llevaron a un exangüe Méchain a una casa cercana. Allí el doctor
residente, por cierto uno de los mejores de Barcelona, logró recuperar su
pulso, si bien no su consciencia. Muy preocupados por su supervivencia lo
cargaron en un carro y lo llevaron a Barcelona, para ponerlo en manos del
doctor Sarpons, entonces reconocido como el mejor cirujano de Barcelona. La
oreja derecha de Méchain sangraba abundantemente, e incluso aquel experimentado
cirujano estaba seguro de que no sobreviviría a la noche. Los médicos
decidieron sangrar todavía más al enfermo (trataban de evitar la formación de
coágulos en el cerebro, al parecer) y dejar el tratamiento de las heridas
traumatológicas para el día siguiente, y así evitarle estrés al cuerpo.
Méchain amaneció al
nuevo día respirando pero sin haber despertado. Toda la parte derecha de su
torso estaba hundida. Se le habían roto las costillas y la clavícula. Lo
vendaron como una momia. Tres días después, la fiebre comenzó a ceder, y
recobró la consciencia.
Tampoco tenía prisa el
francés por recuperarse. Evidentemente, cuando comenzó la guerra estuvo en un
tris de ser expulsado, y de no ser por tener pendiente el informe a los
españoles probablemente habría sido así. Pero ahora el gobierno español había
cambiado de idea, y le conminaba a todo lo contrario: tenía prohibido salir de
Barcelona hasta que terminase la guerra. El nuevo gobernador general de Cataluña,
de hecho, temía (con razón) que si Méchain regresaba a Francia con sus
mediciones, podría usarlas para dar alguna ventaja a los franceses en sus
batallas. Además, se había decretado el embargo de los activos en poder de
franceses, y eso significaba que no había en toda Barcelona, en toda Cataluña,
en toda España, un solo banco o prestamista que estuviese dispuesto a prestarle
el dinero que habría necesitado para marcharse.
Si la desgracia se había
cernido sobre Méchain, a Delambre no le iba mucho mejor. Dios parecía no estar
muy de acuerdo en que el hombre lograse medir ese mundo que se supone que había
creado en siete días.
Una vez que superó los
primeros problemas derivados de milicianos locales que tomaban sus instrumentos
por armas peligrosas, y provisto con nuevos salvoconductos válidos, Delambre
salió a toda prisa hacia Saint-Martin-du-Tertre. Tenía prisa por poder hacer
mediciones hacia la colegiata de Danmartin antes de que el viento de la
revolución se llevase el edificio por delante. Sus movimientos fueron rápidos,
especialmente desde que los franceses consiguieron parar a los prusianos en
Valmy y los ánimos en las zonas rurales que atravesaba se pacificaron.
Sin embargo, la
Naturaleza todavía tenía algo que decir. El día de septiembre en que Delambre
consiguió subir a las alturas de la iglesia de San Martín de Montículo, le fue
imposible ver tanto la colegiata de Danmartin como la cúpula de los Inválidos,
porque había una niebla del carajo.
Delambre trabajaba a
temperaturas tan siberianas que incluso afectaban al elegante movimiento de los
círculos de su medidor geodésico. Para colmo, al estar en el punto más alto
estaba al lado de la campana, que no dejó de hacer su trabajo de marcar los
momentos del día, dejándole sordo a él y a sus asistentes. Finalmente,
comprendiendo que sus problemas de vista eran un hándicap en esas condiciones y
que además Lefrançais era mucho más bajito que él, por lo que cabía mejor en el
pequeño espacio de que disponían, decidió dejar las mediciones en manos de su adjunto.
Tres semanas, tres,
esperaron, ateridos, Delambre y su gente hasta que un día vieron París
finalmente. Pero vieron París, sólo. Porque, cuando se levantó la niebla,
descubrieron que había una puta colina que se interponía entre ellos y los
Inválidos. Así las cosas, Delambre hubo de medir los ángulos tomando como
referencia la cúpula del Panteón, sabiendo que algún día debería rehacer el
trabajo que había hecho en París.
En noviembre, Delambre
estaba de nuevo en Montlhéry, donde había comenzado su accidentada excursión,
pues pensaba hibernar en París (no lo culpo; es la mejor época. El otoño
parisino está sobrevalorado por lacrimosos poetas asténicos.) Sin embargo, no
pudo hacerlo. Los propietarios de la granja de Malvoisine que le habían
permitido construir un puesto de observación en su tejado le comentaron, con
ese savoir faire que siempre despliega el francés rural (¡que lo hagas,
coño!), que temían que la nieve de la invernada colapsase la estructura,
causándoles posibles daños. Le conminaron a desmontarla. Para Delambre, eso
significaba que no podría volver en la primavera (otra época parisina
sobrevalorada, a menos que se experimente furor uterino) a terminar sus
mediciones en la propia granja y otros nodos escogidos en los alrededores.
Delambre procedió a
hacer esas mediciones en lugar de volver a París y, una vez terminadas, trató
de seguir su trabajo hacia el sur. Pero cuando estaba llegando a Fontainebleau,
la nieve comenzó a caer y la práctica de mediciones solventes devino imposible.
Acababa Delambre de terminar de hacer mediciones desde los últimos nodos en los
que se podía ver París. Ahora tendría que volver a la ciudad. Eso sí, invirtió
los meses de febrero y marzo en hacer el trabajo pendiente en la cúpula del
Panteón. Las autoridades le permitieron construir una pequeña habitación
cerrada, que por lo tanto hacía posible su trabajo en condiciones de
temperatura propias del hombre blanco. En lo alto de la cúpula colocó un globo
iluminado para que el Panteón fuese visto con más precisión. Pudo hacerlo
porque la Revolución había quitado de ese lugar la cruz que antes estaba y,
aunque se pensó en sustituir ésta con una estatua de Renommée (la Fama),
nunca fue colocada.
En los dos primeros
meses de 1793, mientras los albañiles construían el nidito astronómico, el rey
de Francia fue llevado a los tribunales, condenado y ejecutado; acción que
provocó una guerra con Inglaterra y una serie de escaseces en la propia París
que pronto provocaron manifestaciones indignadas. Luego se declaró la guerra con
España, se produjo la contrarrevolución en la Francia occidental, y el futuro
Terror se puso al punto de baño María. Pero de todo esto Delambre se enteró más
o menos como se entera un operador de call center de Toledo de las
vicisitudes del mercado secundario de deuda estonio. Mientras todo esto pasaba,
él completó las observaciones de Saint-Martin-du-Tertre, Danmartin,
Belle-Assisse y Montlhéry, que era lo que necesitaba. Realizó la última
medición el 9 de marzo, con notas suficientes como para medir el meridiano que
atraviesa París en invierno (que es el mismo que lo atraviesa en verano; pero
es mucho más bonito observar dicha travesía en la primera de las estaciones
citadas).
En dicha fecha, Delambre
había hecho menos de la décima parte de su trabajo; mientras que, por esos
días, Méchain había realizado ya casi la mitad del suyo, y estaba fijando la
posición de Montjuïch. No obstante lo dicho, todavía confiaba, como le dijo a
Méchain por carta, en que llegasen a encontrarse aquel mismo año con el trabajo
hecho.
A pesar de este
optimismo delambrero, las cosas no iban bien. El gobierno francés, aunque es
verdad que tenía otras cosas de las que ocuparse, del tenor de no ser invadido
y tal, seguía el proyecto de cerca, y estaba un poco hasta los huevos. La
Academia había asegurado que el trabajo del meridiano estaría hecho en un año,
pero todo parecía indicar que tardaría bastante más.
En realidad, el gobierno
francés sabía que todo aquello duraba ya bastante más que el tiempo que se
habían tomado Delambre y Méchain. Como ya hemos dicho, Jerôme Lalande, el feo y
desagradable científico, había sido el primer patrocinador de la idea de unas
medidas armonizadas para todos. Su propuesta no había concitado interés público
alguno hasta 1789, cuando el gesto seudovoluntario de la nobleza francesa en el
sentido de renunciar a sus privilegios seculares supuso, de rebote, que
abandonase su autoridad sobre pesos y medidas. La Revolución, mientras todavía
era monárquica, había invitado a la Academia para que estudiase la posibilidad
de establecer un sistema métrico. La lista de nombres implicados en estos
trabajos es un auténtico hall of fame de la ciencia: Condorcet,
Lavoisier, Laplace, Borda, Legendre...Todos ellos formaron una Comisión sobre
Pesos y Medidas. En febrero de 1790, como ya hemos citado, la Asamblea estudió
la propuesta de Lalande en el sentido de que se adoptasen los sistemas de pesos
y medidas vigentes en París para toda Francia. Era una buena propuesta para una
nación como Francia, crecientemente centralizada, pues estaba en fase de
convertir un conglomerado de naturales de Neustria, Angulema, Borgoña,
Normandía, Picardía, el Delfinado, Liguria, etc., en una apretada falange de enfants
de la Patrie. Sin embargo, como bien sabemos (Napoleón, hermanos, no cayó
del Cielo ni fue impuesto por los reptilianos), el proyecto francés, en
realidad, ambicionaba más. Mucho más. Y es por eso que un mes después, Charles
Maurice de Talleyrand se presentó en la Asamblea con una propuesta más, por
decirlo mal y pronto, del mundo mundial. El antiguo obispo reconvertido a
diplomático se mostró decidido partidario de la idea mayoritaria dentro de la
Academia, cuyo mayor patrocinador era Condorcet: dejemos atrás todas esas
medidas nacidas de las pulsiones históricas, las necesidades y las decisiones
de unos pocos: reyes y aristócratas; y creemos una medida basada en la
Naturaleza, que es el patrimonio de todos.
Talleyrand, siempre
iluminado por Condorcet, que fue el auténtico Vickie el Vikingo de aquella
movida, propuso algo más que dejó alucinados a los señores asambleístas: que
todas las medidas que se desarrollasen, de longitud, peso, área, etc.,
estuviesen interconectadas en un solo sistema de carácter universal. Esto es:
una vez definida la unidad de longitud, todas las demás derivarían de ella.
La propuesta hoy nos
parece lo natural; pero en ese momento tuvo la calidad de alguien que hoy nos
propusiese propulsar los bateaux mouche de París (que, por cierto, se disfrutan
mucho más en invierno, no sé si lo sabéis) con impalas salvajes. De hecho, ni
los científicos se ponían de acuerdo sobre esa interrelación. Lavoisier y el
cristalógrafo René Just Haüy se pusieron a trabajar para definir el kilogramo,
o el grave como se llamaba entonces, como un decímetro cúbico de agua de
lluvia al punto fundente (o sea, cero grados Celsius; ni frío, ni calor); pero,
claro, a nadie se le escapa que sin metro no hay decímetro, así pues tuvieron
que dejar el curro en stand by (sería en 1799 cuando Louis Lefèvre-Gineau
definiese el gramo como un centímetro cúbico de agua de lluvia a la temperatura
de máxima densidad, esto es 4 grados).
Talleyrand sacó adelante
la propuesta, y la Asamblea, además, añadió otra petición de los académicos, en
el sentido de que la división de las nuevas medidas fuese decimal. La batalla
entre lo decimal y lo sexagesimal venía produciéndose en Europa desde el
Renacimiento, cuando Simon Stevin comenzó a usar la división por diez. Con
posterioridad, personalidades como el británico John Locke se habían ocupado de
cantar las ventajas de lo decimal. Lavoisier, en el momento de la Revolución,
era su mayor fan. Cuando la nueva república americana decidió utilizar la
división decimal para su moneda, los partidarios crecieron todavía más.
Sin embargo, la cosa no
era nada fácil. En realidad, el partido de quienes decían que la nueva división
debería basarse en el número doce tampoco estaba mal dotado. A los partidarios
de esta solución les parecía que para cualquier comerciante analfabeto, obtener
mitades, cuartos y tres cuartos de cualquier cosa le sería mucho más fácil
trabajando en base doce. El principal obstáculo del sistema doudecimal era sus
fricciones con la aritmética, que se pretendían solver mediante la construcción
de una aritmética doudecimal en la que los números diez y once tuviesen dos
nuevos símbolos de un solo dígito. Otros expertos abogaban por un mundo de base
8, un número que permitía dividir cualquier cosa física en mitades ad
infinitum. Menos partidarios tenían las base 2 o las basadas en algún número
primo, como el 11.
En medio de estas
discusiones que eran, por así decirlo, enmiendas a la totalidad, la Academia
tomó una decisión en el aspecto, con mucho, más batallón del proyecto: los
prefijos. Parece una chorrada, pero si te paras a pensarlo te darás cuenta de
que los prefijos del sistema decimal es lo que más usas de él. Así pues, si lo
más importante de una medida para un científico es cuánto mide, lo más
importante para el 99% del resto del mundo es cómo se va a llamar. La solución
intuitiva es no cambiar los nombres. O sea: si los vinateros miden el vino en
pellizcos, pues se estandariza la medida del pellizco, dejando el nombre (como
se verá al final de estas notas, de hecho en España esta solución tuvo muchos
partidarios). Pero esto repelía el espíritu ilustrado y revolucionario, que
verdaderamente quería construir un nuevo mundo. Un mundo en el que los meses se
llamarían fructidor y brumario, mandando a tomar Fanta a los viejos héroes y dioses
romanos; y que, con las mismas, también pasaba de los viejos nombres de las
medidas.
Fue en mayo de 1790
cuando el citoyen Auguste Savinien Leblond propuso, por primera vez, el
neologismo “metro” como medida básica de longitud. Sin embargo, el personal
asumió que las subdivisiones del metro (como el perche, 1.000 metros, el
estadio de 100, la palma de 0,1 o el dedo de 0,01) mantendrían sus nombres. En
un informe de la Comisión de Pesos y Medidas que data de mayo de 1793 es donde
se propone, por primera vez, utilizar los prefijos clásicos, latín y griego,
para subdividir las medidas: kilo, mili, etc.
Esto dio para mucho, pero,
con todo, la propuesta que más vibración de cuerdas vocales consumió, con
diferencia, fue la que justifica estas notas, esto es, basar la unidad de
medida en las dimensiones de la Tierra. Talleyrand, en la propuesta a la
Asamblea de la que hemos hablado recién, había propuesto definir el metro como
el recorrido durante un segundo de un determinado péndulo. Sabido es que el
movimiento pendular venía alucinando a los científicos desde que Galileo
demostró que depende de su longitud. La propuesta de Talleyrand había sido ya
discutida 170 años antes por el holandés Isaac Beeckman y el padre Martin
Mersenne. Y veinte años antes, ya Turgot le había encargado a Condorcet que
estudiase la posibilidad de un sistema basado en el péndulo.
Condorcet, que seguía
convencido de lo adecuado de la solución, propuso a Talleyrand que el gobierno
francés promocionase un auténtico congreso científico internacional, en el que
dos hombres de ciencia de cada nación se juntasen para discutir el tema. El
francés contactó con sir John Riggs Miller, miembro del parlamento inglés que
también estaba intentando encauzar las aguas británicas, siempre proclives a
fluir a su bola, por la misma canalización. Esto hizo a Talleyrand albergar la
idea de una entente científica franco-británica, con lo que demuestra que no
conocía a los ingleses como creía. En todo caso, de América llegaron mensajes
de que una rutilante nueva estrella de dicho firmamento, Thomas Jefferson, se
interesaba por el tema. Jefferson, secretario de Estado, tenía la orden de su
presidente, George Washington, de abordar la reforma de los pesos y medidas
americanos, y hacerlo coordinadamente con los franceses. Condorcet,
literalmente empalmado desde un punto de vista cerebral (el otro no sabemos)
anunció, campanudo, que en un futuro muy cercano Francia, Inglaterra y los
Estados Unidos estarían usando el mismo sistema de pesos y medidas. Como
científico era la hostia, pero como adivino no valía ni lo que se paga en las
fruterías por el perejil.
El tema del péndulo
tenía un pequeño problemilla. Desde Galileo hasta Condorcet, los científicos
habían aprendido que el periodo de un péndulo dependía también de dónde se lo
situase en la Tierra (me suena que un tipo llamado Foucault construyó un
videojuego con esto). Así pues, era necesario escoger un lugar para hacer el
experimento. Científicamente hablando, supongo que estaremos de acuerdo en que
el lugar lógico a escoger era el Ecuador; pero tenía el problema de quedar donde
Cristo perdió el carné de la Asociación Nacional del Rifle. Condorcet pensó un
poco, y acabó convenciendo a Talleyrand de que lo lógico, a falta de pan, eran
las tortas de escoger un punto a medio camino entre el polo norte y el Ecuador,
puesto que allí la longitud del péndulo sería la media de las que se pueden
medir en la Tierra. Buscando a esa latitud un lugar al nivel del mar y con
pocas montañas cerca que pudiesen dar por saco, el científico (sólo por
casualidad) francés terminó por escoger la ciudad (sólo por casualidad)
francesa de Burdeos.
Ni qué decir que una vez
que esta propuesta traspasó la raya de la Patrie, quedó claro que de
evidente y consensuada, la elección de Burdeos no tenía nada. Los ingleses no
se cortaron un pelo, así pues Riggs Miller dijo que la medida habría de hacerse
en Londres. Jefferson propuso el paralelo 38, que es la latitud mediana de los
EEUU, y que sólo por casualidad caía en Monticello, o sea en su Estado. Y no
pocos franceses, incluso, abogaron por París. Finalmente, la ley aprobada por
la Asamblea el 8 de mayo de 1790 tuvo que decir que la medición se haría “a 45
grados, o cualquier otra latitud que pueda llegar a preferirse”; además de
formar la Comisión de Pesos y Medidas. Ya se sabe que cuando un problema es batallón,
se forma una Comisión.
La Comisión tardó un año
en discutir todos estos temas y presentó sus conclusiones ya el 19 de marzo de
1791. Finalmente, su sentencia era abandonar la estrategia pendular, que
quedaría sustituida por la ya citada de la diezmillonésima parte de la
distancia entre el Polo Norte y el Ecuador, tal y como se establecería mediante
las triangulaciones que se llevarían a cabo.
Esta decisión es, por
contarlo básicamente, una victoria de Borda sobre Condorcet. El científico y
marino argumentó, en este sentido, que la solución de Condorcet no le convencía
porque al fin y al cabo haría depender una medida: el metro, de otra: el
segundo. En un eventual cambio de las medidas de tiempo, pues, el metro
colapsaría. Debe recordarse, además, que en ese mismo momento la propia
Academia estaba discutiendo si la división del tiempo del día, heredada de los
muy sexagesimales babilonios, no debería ser cambiada. Lo lógico, seguía Borda,
era definir la longitud con longitud, y además con una longitud, la de la
Tierra, que cabía esperar que no cambiase. Todo, por no mencionar que era
racional estimar que la diezmillonésima parte que se buscaba daría una longitud
razonablemente cercana al aune parisino; una medida, pues, a la que
mucha gente estaba habituada.
La selección del
meridiano a medir también fue compleja. Borda quería que el arco seleccionado
atravesase, cuando menos, un punto con 10 grados de latitud, para que así la
extrapolación de todo el arco fuese más precisa. También debería incluir el paralelo
45, esto es la distancia media entre el Polo y el Ecuador, reduciendo los
problemas causados por la excentricidad del volumen de la Tierra. Los dos
puntos finales a medir debían de estar situados al nivel del mar. Y, por
último, el trayecto elegido debería atravesar una zona ya bien conocida. Tal
vez sólo por casualidad, este conjunto de científicos franceses concluyeron
que la única línea que cumplía en todo el mundo estas características estaba
en Francia: la que iba desde Dunquerque hasta Barcelona, pasando por París.
Decisión que, por cierto, dio al traste con toda la colaboración internacional
que había surgido con el proyecto del péndulo. La Royal Society en Londres se
puso como el puma de Baracoa y acusó a la Academia de hacer pasar una medida francesa
por universal. Jefferson también perdió la pasión por el sistema
métrico, como bien saben todos sus compatriotas que todavía miden a los
jugadores de la NBA en pies.
En la misma zona se
contaba, eso es cierto, con algunas experiencias previas. Jean François Fernel,
en tiempos de Enrique II, había medido la distancia entre París y Amiens por el
simple método de desarrollar un contador mecánico que anotaba todas las vueltas
que daba una de las ruedas de su carro (medición que, por cierto, fue razonablemente
precisa). Sin embargo, desde que en 1617 Willebrord Snell, conocido por algunos
como el Eratóstenes holandés, introdujo la triangulación, los científicos
abrazaron este método. Sin embargo, la triangulación presentaba el problema de
conocer con precisión las excentricidades de la Tierra que, como se sabe, no es
redonda, redonda del todo.
De hecho, la Academia
llevaba ya años preocupada por este tema, y había enviado una expedición al
Perú para comprobar la excentricidad del Ecuador, así como otras para medir la
curvatura de la Tierra en la cercanía del Polo. En 1740, una expedición de
Cassini (la tercera) midió el meridiano entre Dunquerque y Perpiñán.
Siendo la línea a medir
una línea “de casa”, los optimistas y por supuesto imparciales savants franceses
aseveraron al gobierno revolucionario que la medición necesaria tomaría todo lo
más un año. Y es por eso por lo que, cuando en el final del invierno de 1793
quedase claro que Delambre y Méchain estaban lejos de cumplir con su cometido,
anduviesen un poco mosqueados. Bueno, por eso y porque el entusiasmo generado
había supuesto una provisión para el proyecto de 300.000 libras, esto es tres
veces el presupuesto anual de toda la Academia.
Así estaban las cosas
cuando en marzo de 1793 Delambre, quien ya había aprendido suficiente en su
primer viaje sobre las barricadas y poderes locales y, por lo tanto, había
asumido que no daría un paso sin el nihil obstat oficial, solicitó
permiso para salir de París.
Un síntoma bien claro de
la situación en la que se encontraba aquella Francia de la Revolución es que,
cuando menos en primera instancia, el consejo municipal de París rechazó la
petición de Delambre en el sentido de continuar su periplo triangulador. El
gobierno de la ciudad, dominado para entonces por los sans coulottes, contemplaba
la Academia como una institución elitista de señoritos, la casta, y por eso se
apremió a dejarla con el culo al aire. En una segunda instancia, la petición de
Delambre, avalada por las personas adecuadas, pasó la votación; lo cual
demuestra la solidez de las ideas que apenas unos días antes habían provocado
la votación contraria.
Delambre, una vez fuera
de la ciudad, y, eso sí, parando en cada pueblo para mostrar sus papeles y
dejar clara su misión, había decidido, esta vez, pasar de la estrategia
consistente en irradiar su trabajo desde París, sino comenzarlo por el
principio, es decir, Dunquerque. Para cuando llegó al lugar, las cercanas
tierras planas de Flandes estaban en guerra, y los enemigos de Francia
avanzaban. Así pues, Delambre trató de darse prisa y hacer sus mediciones a
pelo puta, antes de que la ciudad pudiese eventualmente caer en otras manos.
Pudo avanzar deprisa, según sus propios escritos, gracias a uno de los
sacerdotes de la iglesia local, apellidado García; de donde podemos colegir con
cierta facilidad que era descendiente de españoles, aunque probablemente muy
lejano, teniendo en cuenta que era una familia que aseguraba llevar tres siglos
en Dunquerque.
Una vez superada la
etapa dunquerquiana, avanzó Delambre hacia el sur en dirección a la región más
erótica de Europa: la Picardía. Avanzó muy deprisa, aprovechando las mejores
condiciones para la triangulación del verano, y a mediados de julio había
completado diez triángulos. Ese mes, Lefrançais abandonó el equipo para ir a
París porque su mujer (hija de Lalande) estaba a punto de parir. De hecho, el
27 de julio dio a luz a una niña, a la que llamaron Urania (es fácil deducir
que, de alumbrar a la churumbela a día de hoy, la habría llamado Supercuerda, o
Materiaoscura), aunque el bautizo quedó pendiente hasta que Delambre pudiese
apadrinarla. Lo cierto es que Lefrançais nunca regresó a la misión. El 8 de
agosto de 1793, antes de que hubiera podido hacerlo, la Academia fue abolida, y
se quedó trabajando con su suegro.
Delambre supo de la
abolición de la Academia por una carta de Lavoisier que le llegó cuando estaba
en la torre de la catedral de Amiens tomando medidas. En todo caso, su
corresponsal parisino le informaba de que los académicos habían podido salvar
el proyecto de reforma métrica. La mala noticia es que el flujo del dinero se
había acabado, y que también se había decidido, en parte a causa de las
excesivas dilaciones del proyecto, implantar una especie de metro provisional.
Una ley de 1 de agosto
de 1793, en este sentido, codificó el sistema métrico como lo conocemos hoy en
día, y otorgaba un periodo transitorio de un año para que la gente se adaptase.
Era evidente que para cuando el nuevo metro fuese obligatorio, la expedición
del meridiano no habría podido terminar sus triangulaciones y mucho menos
completar sus cálculos. Por eso se establecía un valor provisional.
Antes de que comenzase
la expedición del meridiano, Borda había hecho algunos cálculos estimativos en
los que había previsto un valor para el metro, expresado en medidas
tradicionales hasta entonces en Francia. La intención del marino era, sin
embargo, mantener estos cálculos, basados en lo que ya se sabía sobre las
dimensiones de la Tierra, en secreto. Pero había muchos actores que querían
conocerlos. Los más interesados en ello eran los funcionarios del Tesoro, que
necesitaban conocer cuál sería el peso de las piezas de moneda. Ya el 1 de
enero de 1793, el Comité de Finanzas solicitó de la Comisión de Pesos y Medidas
una estimación adecuada de la futura longitud del metro. El trabajo lo
abordaron Borda, Lagrange y Laplace. Para ello, asumieron que la longitud de un
grado a una latitud 45 norte era la media de todo el cuarto meridiano. Tomaron
esa medida de la expedición conocida como Cassini III (1740). A partir de ahí,
teniendo en cuenta que un cuarto de meridiano ocupa 90 grados, multiplicaron
dicha longitud por 90 y dividieron por diez millones (espero no haberme
equivocado en la descripción...)
Los tres científicos,
sin embargo, también guardaron este resultado, y sólo fue ante la amenaza de
disolución de la Academia que lo dieron a la luz.
A pesar de esta adopción
del metro, como hemos dicho siempre se tomó por provisional y, por lo tanto, la
labor de las triangulaciones no se detuvo. En octubre de 1793, Delambre había
logrado ya llegar lo suficientemente al sur como para conectar las mediciones
que había hecho desde Dunquerque con las que había realizado anteriormente en
los alrededores de París.
Avanzando por el sur de
la capital se encontró con un problema difícil. La torre de la iglesia de
Cour-Dieu, que había servido de nodo a Cassini, se encontraba ahora rodeada de
árboles y no podía ser usada como nodo. A falta de otros elementos que pudieran
ser usados, Delambre decidió que lo que había que hacer era construir un puesto
ad hoc sobre una colina llamada Châtillon. La construcción de la torre
tomó un mes y, lo que es más importante, concitó mucha curiosidad. Los
lugareños de los alrededores estaban convencidos de que eran obras de algún
complejo o máquina, que sería usada con intenciones contrarrevolucionarias. Así
las cosas, lograron llamar a una tropa de unos seiscientos soldados para que
fuesen allí. Afortunadamente para Delambre, en aquel ambiente más bien ilógico
y bastante revolucionariamente pollas, las gentes de la zona decidieron cambiar
de enemigo y, en el mes de diciembre, votaron por unanimidad que fuese demolido
un monolito que se había construido muy cerca en recuerdo de la expedición de
Cassini, por considerarlo un “signo odioso del despotismo extinto”.
El día de Nochevieja,
Delambre y su adjunto Bellet lograron, finalmente, subir a la torre de
Châtillon. Con el tiempo, sin embargo, acabaría quedando claro que las
mediciones desde ese lugar no iban a ser de gran calidad. El fuerte frío, el
viento y el delicado equilibrio en el que se veían obligados a colocar los
aparatos de medición la provocaron.
Lo peor, sin embargo,
llegó el 4 de enero de 1794. En ese día, Delambre recibió una carta de la
Comisión de Pesos y Medidas en la que se le notificaba que, por orden del
Comité de Salud Pública, había sido apartado del proyecto de medición del
meridiano, junto con algunos otros científicos. La carta le instaba a
empaquetar sus instrumentos de medición y todas sus notas y mantenerlos a
disposición del sustituto que acudiría para tomar el control de la misión “en
el caso que fuese reanudada”.
Ahora Delambre tenía dos
preocupaciones: una, que le habían prohibido hacer las mediciones. La otra, que
las tenía que hacer si no quería que todo el trabajo desde la torre de
Châtillon quedase inutilizado; cosa que ocurriría si la torre era
definitivamente derribada por el viento sin que hubiesen terminado las
mediciones. Delambre consideraba, y tenía toda la razón, que la única forma de
que la misión pudiese ser continuada por un tercero con garantías es que él
terminase su trabajo en algún punto de observación fijo y no artificialmente
construido. Pensaba en alguna de las torres de iglesia a lo largo del Loira.
Otrosí, lo que el científico tenía en ese momento era un montón de notas crudas
que necesitaban ser ordenadas, expurgadas y calculadas; un trabajo de por lo
menos tres meses. Así las cosas, escribió a París solicitando cuando menos este
tiempo para poder completar su parte de la misión.
La carta de Delambre fue
recibida en París por un antiguo compañero de la Academia que, además, estaba
llamado a ser su sustituto: el ingeniero Gaspard Prony. Prony, que recordemos
pertenecía a esa profesión que los científicos puros suelen mirar con cierta
superioridad, se portaría con Delambre como un auténtico científico: no sólo le
asistió, sin sustituirle, en las mediciones de la torre de Châtillon, sino que
luego siguió ayudándole en las mediciones en el Loira.
En año y medio de
trabajo, Delambre había completado más o menos la mitad de su trabajo,
recorriendo más de 3.000 kilómetros efectivos por carreteras deplorables;
distancia que se explica porque, recordemos, cuando se triangula no se avanza
en recto, sino en zig zag. Pero el 22 de enero, recibió la comunicación del
Comité de Salud Pública, que llevaba fecha de 23 de diciembre de 1793,
comunicándole su cese.
Fue la forma que
encontró eso que conocemos como régimen del Terror de irrumpir en el proyecto
del meridiano.
Mientras Jean Baptiste
Delambre se encontraba, a su pesar, inmerso dentro de los hechos de la
revolución y la guerra francesas, Pierre François Méchain se encontraba, si no
a la luna de Valencia, sí cuando menos a la de Barcelona. En efecto, el segundo
de los miembros de la expedición del meridiano sabía muy poco en la ciudad
condal sobre lo que estaba pasando en su país. La carta más moderna que había
recibido era de marzo de 1793; así pues, de todo lo ocurrido desde entonces
tenía informaciones muy parciales.
Méchain convaleció en
cama unos dos meses de su accidente en las afueras de la ciudad. Pasado ese
tiempo, cuando llegó la primavera y el buen tiempo, ergo se acercaba el
solsticio de verano, comenzó a exigir a su gente que lo sacasen a la terraza de
la Fontana de Oro, donde fue instalado en medio de un montón de almohadas y con
el círculo de Borda.
La ambición del francés
era medir la oblicuidad de la Tierra o, si se prefiere, el ángulo de la Tierra
sobre el plano de su órbita alrededor del Sol. Era necesario seguir al Sol
hasta que alcanzase su máxima altitud. En ese momento, Méchain orientaba los
telescopios del círculo, mientras que Tranchot se encargaba de girarlo. Era un
esfuerzo muy duro para Méchain. Su herida afectaba gravemente a la movilidad de
su brazo derecho por lo que, siendo diestro, debía realizar todas las
mediciones con el izquierdo.
El doctor Salvà, que no
estaba nada convencido de los progresos del enfermo, sugirió una cura de baños
en Caldas. Méchain le hizo caso; para entonces, estaba muy preocupado por la
inutilidad de su brazo derecho, que los doctores opinaban tal vez nunca
volviese a usar.
Para cuando regresó de
sus baños, Méchain se encontró con que España estaba a punto de obtener una
victoria militar a ambos lados de los Pirineos. Lavoisier le escribió una carta
en la que le informaba de la disolución de la Academia, pero también de que
ahora, como miembro de la Comisión de Pesos y Medidas, Méchain tenía derecho a
un salario de diez francos diarios; la guerra, sin embargo, se encargó de que
Méchain nunca recibiese esta misiva, y es por esto que, más o menos al mismo
tiempo que Delambre estaba recibiendo la comunicación de su cese, él estaba
todavía enviando cartas a París solicitando instrucciones. Finalmente, a través
de gacetas y Radio Macuto, había acabado por tener alguna noticia de la
disolución de la Academia, y había llegado él solo a la conclusión de que
podrían estar haciendo con él lo mismo que con Delambre, esto es: cesarlo.
Parece ser que no le faltaba razón, y que, en realidad, si el Comité de Salud
Pública no fue a por él fue porque, estando en España, siempre hubiera podido
buscar y encontrar asilo en nuestro país (llevándose su equipo y sus notas).
Méchain, de hecho,
estaba en una situación en la que lo más lógico es que hubiese caído en los
brazos de España. No tenía un duro, porque los banqueros no le daban crédito.
Su moneda francesa no valía nada en Barcelona. Media Francia estaba ya luchando
contra Francia y, por último, él mismo no era nada partidario del tono que, al parecer,
habían tomado las cosas desde 1792. Sin embargo, todo eso cedía ante un
sentimiento que para él era el más fuerte: la profesionalidad. Méchain quería
terminar lo que había empezado, se sentía obligado a ello.
Afortunadamente para él,
en el otoño de 1793 su brazo derecho había empezado a recuperarse. Por esta
razón, reclamó permiso del general Ricardos para poder completar su
triangulación en los Pirineos. Lógicamente, hubo de jurar solemnemente que ni
él ni ninguno de los miembros de su equipo se pasaría a Francia o facilitaría a
París los datos geodésicos antes del final de la guerra. Así las cosas, en
septiembre Méchain, Tranchot y el capitán Bueno viajaron hacia las montañas. En
Figueras, tras triangular el lugar meticulosamente, se dividieron en dos
grupos: el capitán Bueno y Méchain por un lado, y Tranchot por el otro.
El objetivo de Tranchot
era el Puig de l'Estelle, en el Canigou. Se le había permitido ir allí porque
aquel lugar, parte integrante de Francia, estaba dominado por los españoles.
Sin embargo, para cuando llegó las tropas francesas habían roto la barrera que
las mantenía en Perpiñán, y empujaban a los españoles hacia su país. Tranchot
siguió haciendo mediciones, seriamente obstaculizado por el clima; pero el 7 de
octubre, en medio de un ataque francés a posiciones españolas, una banda de
guerrilla rural de las muchas que habían formado los locales entonces lo
emboscó en nombre de la revolución. Tranchot reaccionó identificándose como un
fiel francés que estaba realizando una misión encomendada por la propia
Asamblea Nacional, como demostraban sus papeles. Pero los paisanos no se
impresionaron con esta información, así que lo ataron y se lo llevaron a su
pueblo para ahorcarlo. Allí, sin embargo, el alcalde, que probablemente no quería
cargar con la muerte de un señor que seguía diciendo que estaba en misión
oficial, cosa que sus papeles parecían confirmar, lo mandó detenido a Perpiñán.
Las cosas pintaban mal
para Tranchot, pero en realidad tuvo suerte. Era administrador de Perpiñán Françesc
Xavier Llucía, persona que resultó estar al tanto de la misión del meridiano.
Nada más llegar Tranchot a la ciudad, lo liberó y le garantizó libertad de
movimientos. Algunos días antes, Méchain había hablado con él para solicitarle
que construyese pequeños puestos de observación en algunas cumbres para que
pudieran ser observados por él en la distancia.
Pero, contra las
promesas que había hecho Méchain a los españoles, Tranchot estaba en lado
francés.
Mucho más que eso. Uno
puede preguntarse, de hecho, por qué Puig de l'Estelle fue, en realidad, la
única cumbre de observación en toda la mitad del proyecto adjudicada a Méchain
en la que éste permitió a Tranchot trabajar solo. No pudo ser por desconfianza
en sus habilidades, puesto que el asistente dominaba perfectamente la técnica.
Fue, sobre todo, porque Tranchot, y esto Méchain lo sabía, era un devoto
republicano, además de capitán cartógrafo. En su condición de militar, por lo
tanto, estaba obligado a proveer a las tropas francesas, si podía, de cuanta
información tuviese sobre los fuertes españoles y su ubicación.
Méchain y Bueno estaban
en Puig Camellas. El 25 de octubre, lograron ver con su telescopio una figura
oscura en Puig de l'Estelle: Tranchot. Méchain terminó sus medidas el 4 de
noviembre, mientras que Tranchot todavía estaba triangulando. Esperaron dos
semanas, pero el asistente no apareció, lo que preocupó hondamente a Pierre
François.
La cosa era evidente:
con las mediciones pirenaicas, la misión en Cataluña, esto es en España, se había
terminado. Lo que todo el mundo en París esperaría no es que Tranchot cruzase
de nuevo la frontera para juntarse con su jefe, sino que su jefe hiciese el
viaje exactamente contrario. Pero Méchain era un hombre extraordinariamente
escrupuloso y poco dado a dejarse influir por los hechos externos a la ciencia.
Él había hecho un solemne juramento ante el general Ricardos y, para él, eso
era lo único que valía.
El momento en el que
Méchain le estaba escribiendo encendidas cartas a Tranchot instándolo a volver
fue el que escogió el ejército español para contraatacar en la zona. Lograron
avanzar hasta volver a encapsular a los franceses en Perpiñán, con lo que, de
nuevo, inmovilizaron a Tranchot.
Perpiñán, ciudad
sometida a la más que probable invasión española, reaccionó como suele ocurrir,
esto es con una grave lucha interna entre moderados y radicales, que ganaron
éstos últimos. El gobierno de la ciudad se dedicó a ejecutar a militares y
civiles que consideró demasiado próximos a la reacción monárquica. Entre los
que visitaron el cadalso se encontraba Llucía, el gobernador franco-catalán. Si
no cayó Perpiñán fue porque lo impidieron las lluvias de noviembre. Con la
situación estabilizada, un preocupado Méchain regresó a Barcelona; por su parte
Tranchot, tal vez tras valorar sus posibilidades o seriamente acojonado ante la
suerte que había corrido su único valedor en Perpiñán, se las arregló para
cruzar la cordillera aquel invierno y reunirse en Barcelona con su jefe.
Aquel signo de franqueza
no impresionó a Ricardos. El general, probablemente, consideraba algo que yo,
personalmente, también pienso: que Tranchot no se había atrevido a pasarse a
Francia, pero eso no quiere decir, necesariamente, que no lo desease o hubiese
contemplado. En consecuencia, no se fiaba de los franceses, así pues decretó
que no podrían pasar a Francia y continuar su misión hasta terminada la guerra,
y que tampoco podían sostener correspondencia alguna en la que incluyesen
cálculos o cifras.
En marzo de 1794,
Ricardos murió en Madrid. En cuanto el tiempo lo permitió, los franceses, al
mando del general Jacques Coquille Dugommier, que había tenido a sus mandos en
Toulon a un tal Napoleón Bonaparte, atacaron en el teatro pirenaico. A mediados
de junio, los altos pasos de montaña ya eran suyos, obligando a los españoles a
encastillarse en Figueras. Para entonces, Méchain había tenido confirmación por
la prensa de la disolución de la Academia, y había llegado a la conclusión de
que el proyecto meridiano había corrido la misma suerte. Se sentía injustamente
detenido por los españoles; de hecho había intentado, sin éxito, salir de
Barcelona en barco. Quería volver a Francia porque sabía que la parte de la
misión que le quedaba (si es que había misión, claro) era mucho más fácil:
puesto que el recorrido había sido ya triangulado por Cassini, todo se reducía
a revisar los ángulos calculados en su día con el círculo de Borda. Para
solventar la frustración, recomenzó sus observaciones astronómicas en la
terraza de la Fontana de Oro.
Momento en el cual se
dio cuenta de algo.
Eso de lo que se percató
Méchain es lo siguiente: para calcular la posición de Montjuïch, el astrónomo
había calculado la altura de seis estrellas diferentes. Éstas eran: Polaris,
Thuban, Kochab, Mizar, Elnath y Pollux. Para su análisis final, había usado las
cuatro primeras de las citadas, puesto que eran aquéllas sobre las que había
obtenido más datos. Tres de estas estrellas convergían más que razonablemente
en sus resultados:
·
Polaris derivaba una
latitud de 41º21'44,91''
·
Thuban, 41º21'45,19''
·
Kochab, 41º21'45,19''
Por lo tanto, estas
mediciones se movían todas en un ámbito de 0,3 segundos de grado o, si se
prefiere, un error de unos treinta pies. Para no tener GPS, estaba más que
bien.
Sin embargo, la cuarta
estrella, Mizar, ya era otra cosa. La latitud que indicaban sus lecturas era
41º21'41,00'', o sea unos cuatro segundos. Méchain entendió que las lecturas de
Mizar daban estos resultados a causa de la refracción. Las correcciones de este
efecto habían sido elaboradas por astrónomos que habían trabajado en París o en
Londres pero, teorizaba Méchain, en ciudades más al sur, como Barcelona, en las
que las estrellas circumpolares cruzaban el meridiano más cerca del horizonte,
la distorsión podría ser superior.
Visto esto, Méchain
decidió invertir el invierno de 1793 en la terraza de su hotel, tomando
observaciones nocturnas que le permitiesen corregir los resultados iniciales.
Tomó la asombrosa cifra de 910 observaciones estelares, cada una con diez
repeticiones o más. En las horas diurnas, en la habitación del hotel, realizaba
los cálculos y correcciones. En marzo de 1794 había determinado la latitud
norte del hotel en 41º22'47,43'', basándose en Polaris; 41º22'48,38'' basándose
en Kochab; y, finalmente, 41º22''44.10'' basándose en Mizar. De nuevo, el mismo
efecto: Mizar se obstinaba en dar otra lectura.
Decidió Méchain dar un
último paso para aclarar todo aquel embrollo. Se trataba de comparar estos
nuevos resultados relativos a la Fontana de Oro con los conseguidos en Montjuïch
mediante la sustracción de la distancia que los separaba. Para hacer esto
último, realizó una triangulación que incluía el hotel, Montjuïch y un pequeño
faro del puerto. El problema es que tenía que medir ángulos en los tres puntos
de triangulación, y ahora mismo el castillo le estaba vedado, en su condición
de francés.
A mediados de marzo,
asistido por Tranchot, había tomado mediciones en el hotel, la catedral y el
faro. Asimismo, logró convencer de alguna manera al comandante del castillo
para que le permitiese hacer observaciones durante un solo día. Ese día fue el
domingo, 16 de marzo de 1794. La triangulación decretó que Montjuïch se
encontraba a 59,6 segundos de la Fontana de Oro, esto es poco más de una milla
o kilómetro y medio. Por lo tanto, si la Fontana de Oro estaba a 41º21'45,10'',
sustrayendo los correspondientes 59,6 segundos, quedaba 41º21'45,10''.
La catástrofe.
Los resultados se
quedaban cortos en una magnitud de 3,2 segundos de arco. En un arco como el
descrito entre los dos puntos barceloneses, eso suponía un error del 5,4%.
El problema para Méchain
era simple: tenía que existir un error, y ese error se había cometido en alguna
medición. Pero, ¿en cuál? ¿Se había equivocado en la terraza del hotel, en el
castillo, en el faro? Lo que es peor, Méchain ya había enviado a París los
resultados correspondientes a Montjuïch. Con el agravante de que no podía
volver a realizar esas observaciones y corregirlas, pues bastante había tenido
con el permiso de repetirlas durante un solo día.
Ahora mismo, pues,
Méchain no sabía si uno de los datos fundamentales para establecer la longitud
del metro era correcto. Y, si era incorrecto, tampoco sabía cómo podría
solventar el problema.
Más aún, en realidad
todo indicaba que los franceses tendrían que dejar Barcelona. Los franceses
avanzaban, creando cada vez mayor tensión. El general Ricardos, principal
adalid de la permanencia de Méchain en Barcelona, había muerto. Tranchot y
Esteveny querían volver.
Aconsejado por sus
amigos catalanes, Méchain se proveyó de un pasaporte hacia la Italia neutral,
tratando con ello de regatear su obligación de informar al ejército español de
su partida. En mayo, tras haber pasado dos años en Cataluña, Méchain se subió a
un barco veneciano con destino en Génova, la ciudad más cercana a la frontera
con Francia. El 25 de aquel mes, tres días después de que hubiese cargado en el
barco sus círculos de Borda, un rayo cayó sobre el mástil, chamuscando las
cajas de madera que llevaban los instrumentos. Aunque los círculos parece
quedaron intactos, Méchain probablemente se sintió aliviado cuando dejó el
puerto el 4 de junio.
Las noticias sobre la
marcha de Méchain de Barcelona no llegaron a París. De hecho, dos semanas
después de que se hubiese marchado, los franceses exigieron a los españoles su
liberación.
En el otoño de 1794, el
sitio francés de Figueras alcanzó su punto más intenso. Dugommier, de hecho,
falleció allí el 17 de noviembre. Poco después, los dos países comenzaron
negociaciones de paz, y en julio de 1795 firmaron el tratado de Basilea,
recuperando las viejas (y poco definidas) fronteras entre ambos.
En el momento temporal
que relatamos, los líderes revolucionarios franceses, en su mayoría, habían
perdido ya la pasión por el proyecto del meridiano. Muchos de ellos, de hecho,
lo consideraban una molesta gilipollez. Con el metro provisional en la mano, no
veían necesidad de seguir echándole billetes a aquel proyecto, propio de
envarados y elitistas científicos (porque la gente, como se verá con claridad
en el siglo XX y muy particularmente en España, se siente mucho más cómoda
llamando intelectuales no a gentes que saben mucho como los buenos científicos,
sino a gentes que hablan mucho como los actores, trovadores, etc.)
El 1 de julio de 1794
llegó la fecha fijada en la norma para la obligatoriedad de uso del metro
(provisional). Pero eso es lo que decía el papel. A pesar de que el gobierno
era consciente de que tenía cosas que hacer para educar a la gente y, de hecho,
había albergado el proyecto de construir millones de bastones con la longitud
del nuevo metro, para cuando teóricamente el uso de esos bastones era
obligatorio no había terminado ni 1.000; y toda Francia, mutatis mutandis,
vivía a espaldas de la nueva unidad de medida. Aunque hubo sus avances: el 7 de
diciembre de aquel año, siguiendo la propuesta de los científicos de que la
nueva moneda que habría de alumbrar el nuevo Estado equivaliese a 0,01 gramos
de oro, se declaró esta nueva moneda, el franco, equivalente a la vieja libra,
y divisible en 100 céntimos.
Otro avance importante,
en la misma línea racionalizadora, fue el del tiempo. Considerándose los
revolucionarios como gestores de un nuevo tiempo para Francia y para la
Humanidad, para ellos era evidente que debían cambiar el calendario. El
calendario gregoriano, según su acertada reflexión, no dejaba de ser una
división del tiempo montada sobre unos palafitos que eran las fiestas
cristianas. El primer bastión que quisieron atacar fue el del comienzo del
tiempo, pues obviamente contarlo desde el nacimiento de Jesús no les molaba.
Hubo varias propuestas en este sentido, entre las cuales las que ganaron más
adeptos fueron el 1 de enero de 1789 y, por supuesto, el 14 de julio: el día de
la movida bastillera.
En 1793, un matemático
con fuertes conexiones políticas (tal fuertes que acabaría en el cadalso),
Gilbert Romme, propuso una solución. El año I de la nueva era sería situado en
la fundación de la República Francesa, esto es el 22 de septiembre de 1792. Hay
que tener en cuenta, para entender la fuerza de esta propuesta, que la dicha
fecha, además de ser política, tenía un significado natural, ya que fue el día
del equinoccio de otoño. A partir de ahí, se establecían doce meses de 30 días:
1.
Vendimiario, el mes de
la vendimia.
2.
Brumario, el mes de las
brumas.
3.
Frimario, el mes de las
heladas.
4.
Nivoso, el mes de las
nieves.
5.
Pluvioso, el mes de las
lluvias.
6.
Ventoso, el mes de los
vientos.
7.
Germinal, el mes de la
germinación.
8.
Floreal, el mes de la
floración.
9.
Prairial, el mes de los
prados hermosos.
10.
Mesidor, el mes de las
cosechas.
11.
Termidor, el mes de la
calorina.
12.
Fructidor, el mes de los
frutos.
Cada mes tenía tres
semanas de diez días llamadas por los franceses décadas; semanas que carecían
de domingo (el día de Dios). Evidentemente, con el tiempo los revolucionarios
tuvieron que inventar una fiesta intermedia en la semana, que llamaron quintidi,
porque la gente estaba un poco mosqueada con las semanitas de diez días.
Como ya se ha dicho en
estas notas, el viento racionalizador métrico llevó pronto a los políticos a
plantearse la posibilidad de dividir el día en diez horas, y cada hora en 100
minutos. El 11 de brumario del año II (1 de noviembre de 1793) una ley decretó
esta nueva forma de medir el tiempo. Mediodía pasaron a ser las cinco, y
medianoche, las diez.
El rollo decimal siguió
con el círculo, que pasó a dividirse en 400 grados para que así el ángulo recto
tuviese 100. Estos cambios, obviamente, reclamaban hacer nuevas tablas
trigonométricas y de logaritmos. Condorcet, por cierto, propuso en este terreno
que este tedioso trabajo de recálculo fuese encargado a alumnos de escuelas
para sordos; argumentando, y no le faltaba razón, que por definición eran menos
susceptibles de ser distraídos. Aunque hoy en día todos los estudiantes son
sordos al mundo exterior, viven ensimismados en un mundo interior de violadores
del verso y extraños conjuntos indie, y la verdad es que no se les ve
muy capaces de recalcular logaritmos.
La cosa, sin embargo,
comenzaría a torcerse con la evolución revolucionaria. En sus inicios, la
Revolución Francesa contó con los científicos y les hizo un sitio. Condorcet,
de hecho, fue elegido para la Asamblea, donde defendió ideas muy avanzadas. Sin
embargo, nunca se llevó bien con los jacobinos, lo cual no ayudó nada cuando
llegaron al poder. Finalmente, el que entonces se consideraba primer científico
de Francia fue condenado por el Comité de Salud Pública, y tuvo que esconderse.
En mayo de 1794, ante la posibilidad de ser ejecutado en la plaza pública, se
suicidó.
Laviosier nunca fue
diputado, pero, como tesorero de la Academia mientras ésta existió, ocupó un
lugar preeminente en la comunidad científica. Hombre de enorme influencia,
permanente huésped de los mejores salones de París, hizo cosas como librar del
servicio de armas a todas las personas implicadas en el proyecto del meridiano.
Sin embargo, acabó estando en el punto de mira del Comité, que lo encarceló en
la prisión de Porte-Libre.
Borda terció a su favor,
solicitando su liberación a las autoridades. Pero ése fue el momento en el que
los abogados del proyecto del meridiano se dieron cuenta de lo bajo que había
caído ante los revolucionarios. El Comité respondió a la carta de Borda
dictando su expulsión del Comité de Pesos y Medidas, junto con otros miembros
como Laplace; y Delambre, pues ése fue el momento en que fue despedido, aunque
se enteraría semanas después.
El principal pecado de
Lavoisier era haber invitado a más de una reunión en sus salones al hombre
fuerte del Comité, Prieur de la Coté d'Or. Yo, personalmente, ignoro por qué
Prieur se había sentido tan atraído por un salón en el que se hablaba de
fluidos, presión y órbitas excéntricas, asuntos todos ellos sobre los que él no
sabía nada. Parece ser, además, que no pocas veces se había quedado solo
defendiendo a la revolución. Estas humillaciones acabaron por trabajarse su
personalidad vengativa. En cuanto tuvo poder, Prieur convenció al Comité de que
era necesario purgar el Comité de Pesas y Medidas, liberarlo de la misión del
meridiano, y centrarlo en la labor (en verdad, ingente) de implantar el sistema
métrico.
A finales de enero de
1794, Delambre se presentó en París, devolvió sus círculos de Borda, y se
presentó al comité de su vecindario. Le urgía hacer algo. Días antes, la
revolución había arrestado a su mentor, Geoffroy d'Assy. En ese momento era
fundamental poder escamotearle a los investigadores del Comité cualquier objeto
o pista comprometedora, y por eso Delambre quería entrar en el domicilio
parisino de D'Assy; para eso, y para sacar de allí sus propios papeles para que
no le incriminasen. Aprovechó que, oficialmente, también era su domicilio (el
número 1 de la rue Paradis) y le dijo al comité de barrio que tenía que entrar
en la casa, que había sido sellada, para recoger unos objetos astronómicos. Por
supuesto, no les contó que para entonces ya le habían despedido.
En el primer viaje que
hizo, descubrió que su secreter estaba cerrado, y que no tenía la llave.
Aquella anécdota le permitió volver a la casa un mes más tarde. Los oficiales
que lo acompañaron, a pesar de recelar de todos esos papeles llenos de fórmulas
y cálculos que no entendían pero sospechaban podían ser mensajes secretos, le
dejaron llevárselos.
Delambre tuvo suerte. No
así Lavoisier, que fue ejecutado el 8 de mayo de aquel año. La crueldad con que
el régimen del Terror trató a los científicos, no pocos de ellos personas de
extracción social relativamente elevada, les hizo huir de París. Borda se
encastilló en su casa de campo. Laplace hizo lo propio, acompañado de su
familia. Cassini, sin embargo, no tuvo tanta suerte. Su vivienda era el
observatorio de París, donde había contratado, tiempo atrás, tres personas para
que lo asistiesen. Ahora, estas tres personas reclamaron igualdad de trato
respecto de su jefe. Para horror de Cassini, uno de estos tres contratados, el
sacerdote Nicolas Antoine Nouet, le comunicó su deseo de casarse con su criada.
Los adjuntos acusaron a Cassini de haberles robado su trabajo y haberlo
publicado como propio; algo que, la verdad, tratándose de científicos de
nombre, nunca podemos descartar.
Fuera como fuere, el
gobierno, como es lógico teniendo en cuenta su ADN, reorganizó el observatorio
bajo normas egalitarias. Creó cuatro puestos de profesores de observatorio. Uno
fue para Cassini, pero los otros tres, que en lógica científica debieron ser
para Lalande, Delambre y Méchain, fueron para los tres adjuntos, a los que no
les costó convencer a los jacobinos de que los otros candidatos eran demasiado
amigos de la aristocracia. Uno de ellos, Jean Perny, que una noche había vuelvo
mamado de su club revolucionario y había aporreado la puerta de Cassini
clamando para su ejecución, fue nombrado el primer director rotatorio. Ante
semejante situación, Cassini dimitió, cortando más de un siglo de relación de
su familia con el observatorio parisino. Con eso no consiguió sino empeorar sus
perspectivas, pues pronto terminaría en la cárcel.
Las cosas durante aquel
año, sin embargo, se movieron mucho, como los conocedores de la Revolución
Francesa saben bien. Cayó Robespierre, y eso supuso que, repentinamente,
pertenecer a los bandos más radicales de la revolución dejó de ser buen
negocio. Esto le pasó a Alexandre Ruelle, uno de los tres profesores del
observatorio, quien además fue atacado por sus propios adjuntos por haber
cometido un error de 10 segundos en una observación. El 22 de agosto, Ruelle
pasaba también a la prisión y, en ese momento, Nouet y Perny le ofrecieron a
Delambre incorporarse como el tercer profesor.
Los cambios, de todas
formas, eran más profundos. Los revolucionarios posteriores a Robespierre eran
más moderados, y tenían una comprensión bastante adecuada del enorme daño que
el Terror le había hecho al prestigio científico de Francia, hasta entonces
puntero. En junio de 1795, como fruto de estas preocupaciones y discusiones,
crearon una nueva institución, el Bureau de Longitudes, burda imitación del
organismo inglés del mismo nombre, adonde fueron llamados, de nuevo, los huidos
científicos de la nación: Lalande, Laplace, Legendre, Borda, Delambre y
Méchain. Luego restituyeron la Academia de Ciencias. Cassini, sin embargo, se
negó a volver, y se retiró a sus posesiones en Thury junto a su madre, sus
cinco hijos y nueve monjas que habían sido liberadas, o expulsadas según se
vea, de un convento local.
La retirada de Cassini,
en todo caso, fue el tiempo de Lalande. El 17 de mayo de 1795, Jerôme se
convirtió en el nuevo director del observatorio. El tema tenía su lógica pues
si por algo se podía definir a Lalande, era por sus convicciones igualitarias y
por su pasión por las estrellas. Las primeras las había mostrado, por ejemplo,
cuando fue puesto en 1791 al frente del Collège de France, y anunció como
primera medida la admisión de las mujeres de todas las clases. Lo segundo lo
demostraba su bestial catálogo personal de estrellas que, para cuando
Robespierre cayó en desgracia, superaba las 22.000. En 1796, decidió atacar la
marca de 50.000 estrellas. La pasión por la astronomía de Lalande era tan
grande que puso a su hija a hacer cálculos con él, y a otro de sus hijos, Issac,
lo dio a la beneficencia porque distraía a la familia.
Delambre, mientras
tanto, se encontraba en Bruyères, realizando discretas observaciones
astronómicas en la finca de los d'Assy. Había conseguido una autorización del
ayuntamiento local, para así evitar sorpresas desagradables, que en aquel
entonces eran muy desagradables. Su intención era permanecer ajeno a los ojos
públicos, pero no pudo ser. La culpa la tuvo él mismo cuando encontró un error
en el nuevo calendario.
La obsesión del nuevo
calendario revolucionario, ya lo hemos apuntado, era mantener incólume la feliz
coincidencia de que el comienzo de la república fuese a coincidir con el
equinoccio de otoño. Para que esto siguiera siendo así, el calendario había
establecido el llamado franciade, un año en el que saltarían un día.
Delambre, sin embargo, se dio cuenta de que el alineamiento era bastante más
complicado. Haciendo cálculos relativos a los 150 años siguientes (esto es,
llegando hasta el final de la segunda guerra mundial), Delambre descubrió un
año en el que resultaría imposible predecir si el equinoccio se produciría
antes o después de la medianoche del 22 de septiembre. En términos más
prácticos, el problema residía en que el franciade no caería
necesariamente cada cuatro años, como había previsto el calendario;
ocasionalmente, ocurriría cada cinco. Movido por su espíritu científico,
Delambre no pudo escuchar las llamadas a la prudencia que seguro se producían
dentro de su cabeza, y le comunicó su descubrimiento a Lalande, quien lo hizo rular
por París; muy pronto, los responsables del calendario se dirigieron a Delambre
para solicitarle que les ayudase a resolver el problema.
Delambre, con una
inocencia propia de los verdaderos científicos, informó a París de que había
detectado inconsistencias que se presentarían cada 36.000 años. Ni cortos ni
perezosos, los científicos de París se dirigieron al gobierno instándole a que
legislase su compromiso de revisar el sistema de calendario dentro de 36.000
años, y un asombrado comité gubernamental así lo aprobó. Supongo, aunque no lo
puedo adverar, que este decreto tiene el récord mundial a la legislación
prospectiva; nunca, jamás, ha legislado el ser humano a un periodo vista tan
largo.
En 1794, el general
Etienne Nicolas Calon fue nombrado director del Dépôt de la Guerre et de la
Marine, nombramiento que centralizó todos los cartógrafos militares franceses
en un solo cuerpo. Para suerte del moribundo proyecto del meridiano, Calon era
un decidido partidario de la realización de mapas nuevos, especialmente de los
territorios que, en su frente oriental, habían conquistado los franceses. Él
mismo era cartógrafo, y para valorar la posibilidad de llevar a cabo sus ideas
decidió consultar a Delambre. Lo buscó primero en las prisiones, asumiendo que
alguien lo habría encarcelado, pero cuando supo que estaba en la campiña lo
hizo llamar a París.
Calon quería comunicarle
lo que el astrónomo ya no esperaba: tenía el proyecto de solicitar al Comité de
Salud Pública el reinicio de la expedición del meridiano, y el nombramiento de
nuevo del propio Delambre y de Méchain para terminarlo.
Poco tiempo después del
nombramiento de Calon, el siempre activo Prieur de la Coté-d'Or impulsó la
aprobación por parte de la Convención Nacional de la ley de 18 Germinal III, esto
es 7 de abril de 1795. Esta ley fijó la evolución del sistema métrico tal y
como lo conocemos hoy en día, fijando el sistema de nombres y prefijos que
conformaba dicho sistema.
La ley de 18 Germinal
III también supuso algunos pasos atrás en los ardores iniciales. Por ejemplo,
abandonó la división del día en diez horas. Además, se reconocía que la
transición de sistemas habría de ser más prolongada de lo inicialmente
calculado. Para monitorizar el proceso se creó una Agencia Temporal de Pesos y
Medidas, bajo la dirección de Legendre. Se decidió asimismo que el metro sería
introducido primero en París, con un plazo de transición de tres meses. El
resto del país seguiría más tarde.
La nueva ley, por
último, tal y como había querido Calon, lanzaba de nuevo la misión del
meridiano; de hecho, se urgía a Méchain y Delambre para que reiniciasen sus
trabajos lo antes posible.
Jean Baptiste Delambre
abandonó París el 28 de junio de 1795, tras año y medio de interrupción en su
labor. Pasaron la primera noche en d'Assy, y dos días después llegaban a
Orléans, en las riberas del Loira, justo donde el astrónomo se había visto
obligado a detener sus trabajos. Montaron su base de operaciones en la
catedralicia ciudad de Bourges. Sin embargo, al llegar a esta ciudad, Delambre
hubo de enfrentarse con el grave problema de haberse quedado sin dinero. En ese
momento, la Francia revolucionaria vivía un tremendo episodio de inflación, y
el crecimiento exponencial de los precios se había comido, literalmente, los
recursos de la expedición. El papel moneda emitido por la Revolución, los assignants
o títulos de deuda, había perdido casi todo su valor a causa de la política
monetaria expansiva de los moderados que habían seguido al Terror. Como
consecuencia, el presupuesto de Delambre para toda la expedición estaba
consumido en apenas unas semanas, y tuvo que esperar cosa de un mes hasta que
Calon fue capaz de allegarle nuevos recursos. Al menos, eso sí, les habían dado
rango militar a los dos astrónomos (capitanes, para más señas); eso les daba
derecho a ser alimentados.
Por si fuera poco todo
esto, en la región de Sologne, que era la que ahora le tocaba triangular,
Delambre se las vio y se las deseó para encontrar edificios altos desde los que
poder hacer sus lecturas. Durante los tiempos más radicalizados de la
Revolución, los sans coulottes locales se habían dedicado a derribarlos,
puesto que, en su furor egalitario, consideraban que esos edificios altos eran
un signo de soberbia, por elevarse por encima de los tejados de sus casas. A
pesar de estos obstáculos generados por actuaciones que demuestran que la
capacidad humana de pensar y hacer polladas es insondable, antes de empezar
diciembre el astrónomo había conseguido triangular la zona, y estaba dispuesto
a salir hacia Dunquerque.
¿Y Méchain? Pues su vida
tampoco había sido del todo tranquila.
Habíamos dejado al otro
astrónomo del proyecto meridiano en un barco camino de Génova, con sus círculos
de Borda medio escarallados a causa de un rayo. No fue ésta, sin embargo, la
única mala noticia del viaje. En llegando a Génova, un barco inglés interceptó
la nave y la obligó a desviarse hacia Livorno, donde Méchain y su gente fueron
puestos en cuarentena y sus círculos, intervenidos. Hubo de pasar, pues, diez
días en el Lazareto de Livorno, sabiendo que no se podía poner en contacto con
nadie que conociera en Francia; la carta, que debería cruzar un país en guerra,
vendría obligada a ser más hábil que McGyver para haber podido cumplir su
misión. Pensando, pensando, Méchain se dio cuenta de que sólo tenía a tiro a un
conocido, que no amigo. Y le escribió. Le escribió una carta a Giuseppe Slop de
Cadenburg, director del observatorio astronómico de la universidad de Pisa.
Méchain y Slop no se
conocían. El francés sabía que el italiano había sido corresponsal de Lalande y
que, como él, era un apasionado de los cometas; pero ahí terminaba toda su
relación, porque jamás se habían visto ni escrito. Aun así, acuciado por la
necesidad, Méchain le envió una carta en la que le rogó hiciese valer su
influencia para que le devolviesen sus círculos. Slop cumplió su parte enviando
a un asistente suyo a Livorno, que negoció todo para Méchain; y el francés, tal
y como había prometido, pagó el favor dejándose caer por Pisa, donde llegó en
el solsticio de verano de 1794, y se quedó tres semanas. Esta estancia en casa
de Slop tiene su importancia porque en ella Méchain le confesaría a su colega
las dudas que le corroían sobre sus mediciones barcelonesas.
El 11 de julio, Méchain
y su gente partieron para Génova, que seguía siendo su objetivo. Llegaron a la
ciudad apenas tres días antes de que lo hiciese un tal Napoleón Bonaparte, que
llegó allí con la misión de allegar a los genoveses para el bando francés.
Méchain esperaba con impaciencia los correos en el puerto y devoraba las
noticias que llegaban (como la caída de Robespierre, que se supo en Génova diez
días después de que le separasen la cabeza); pero ninguna noticia llegó sobre
el asunto que interesaba al astrónomo.
Finalmente, en la
segunda mitad de agosto llegaron noticias de su mujer. Le informaba de que la
misión del meridiano había sido desconvocada al menos hasta la primavera
siguiente. Por esos días recibió también una copia de la ley de 1 de agosto de
1793, por la cual se establecía el sistema métrico y un metro provisional
equivalente a 443,44 lignes. Asimismo, le informaban de que Delambre
había sido purgado de la Comisión de Pesos y Medidas, sin haber sido
sustituido. Para Méchain, pues, era casi obligado llegar a la conclusión de que
la misión del meridiano se había ido al carajo para siempre.
Aquella noticia, en todo
caso, fue una liberación para el meticuloso astrónomo. Repentinamente, su error
en Barcelona, ese error que en realidad no sabía ni dónde ni cuándo había
cometido, ya no importaba. Eso sí, meticuloso y curioso como era, Méchain se
impuso la tarea, ahora personal, de calcular en qué medida las diferentes
mediciones hechas en Cataluña afectaban a la longitud del metro provisional.
Estaba en ésas tan
desabridas y alegres cuando, la semana siguiente, llegaron noticias más frescas
que le informaban de la reapertura de la misión del meridiano. Ni siquiera la
noticia de que se le había nombrado jefe de cartografía naval, con un sueldo de
6.000 libras anuales del cual su esposa ya había cobrado dos meses, sirvieron
para animarle. Dos meses después, llegó carta del general Calon reclamándolo lo
antes posible en París.
En octubre, el embajador
francés en Génova, un devoto jacobino, fue llamado a París para responder por
esas aficiones repentinamente tan políticamente incorrectas; y su sustituto, un
tal Villard, llegó a la ciudad italiana con dinero y pasaportes suficientes
como para hacer posible el viaje del equipo astronómico a París.
Pedro Francisco se quería
morir.
Yo creo, aunque no puedo
asegurarlo, que Méchain, en efecto, a pesar de hacer público su
deseo de volver a París, no tenía ningún deseo de hacer aquel viaje. Aunque hay
gente que lo discute, yo creo que las trazas son bastante evidentes.
Sólo así se entiende que,
días después de haber anunciado su partida, contactara con el astrónomo milanés
Barbera Oriani. Méchain y Oriani se conocían personalmente (se habían visto
años antes en París) y resulta muy difícil sostener que el francés no estuviese
al tanto de que el italiano estaba realizando diversas triangulaciones en
Italia. Lo que siguió es totalmente lógico y por lo tanto no sería extraño que
Méchain lo hubiese previsto: Oriani, una vez informado por Méchain de todo lo
que había hecho, propuso ardorosamente que las triangulaciones francesa e
italiana fuesen puestas en contacto a través de Génova.
Si todo esto es, como yo
sospecho, una movida de Méchain para quedarse en Italia, le salió bien.
Escribió al general Calon para exponerle el proyecto del milanés y, probablemente
para su sorpresa, se encontró con que su jefe no sólo abrazaba la idea, sino
que le prometió por carta a Oriani su propio círculo de Borda en el momento en
que Lenoir lo terminase. El apoyo del militar francés al proyecto probablemente
tenga mucho que ver con el desarrollo bélico de la Revolución Francesa, y las
sospechas más que evidentes de que Italia iba a ser uno de los teatros de la
conflagración que se avecinaba; y eso significaba que disponer de mapas fiables
se convertía en una necesidad. No obstante, para desgracia de Méchain, Calon
seguía conminándole a ir a París, puesto que, le recordaba con diplomacia, “la
misión que tiene usted pendiente es el proyecto del meridiano compartido con el
señor Delambre”. En otras palabras: el ejército francés estaba encantado de
tener acceso a buenos mapas de Italia; pero mucho más deseaba tenerlos de la
propia Francia.
Aquello, sin embargo, no
era una derrota para Méchain, sino tan sólo un traspiés. En una subsiguiente
carta, el astrónomo recordó al general que la ciudad de Génova se encuentra muy
cerca del paralelo 45, esto es, de la mitad de camino del meridiano entre el
Polo Norte y el Ecuador. Burdeos, argumentaba, no es el único sitio adecuado
para el experimento pendular que delimitaría la longitud del metro. Le
solicitaba a Calon que le enviase el péndulo del observatorio parisino, de
platino. Si tal hacía, él, Méchain, le ahorraría al Estado francés el traslado
de un equipo de científicos a Burdeos para realizar el experimento, puesto que
él mismo lo llevaría a cabo en Génova. Como se ve, pues, Méchain estaba
engañando a Calon, y encima esperaba que éste le diese las gracias.
Lo más importante: se
ofrecía el francés para hacer nuevas observaciones en Génova para hacer nuevas
correcciones de refracción. En otras palabras: pretendía “repetir” la
experiencia barcelonesa, con la intención de descubrir dónde se había
equivocado. Porque todo esto va de que Méchain seguía torturado por las jodidas
lecturas excéntricas de Mizar a su paso por el cielo catalán, y buscaba la
manera de poder realizar nuevas mediciones.
Tuvo suerte Méchain,
además, de que el embajador Villars decidiese solicitar instrucciones más
precisas a París, tiempo durante el cual le negó el pasaporte al astrónomo, con
lo que el culpable del retraso dejó de ser Méchain para pasar a ser el
embajador. De hecho, retrasó la salida tanto que Méchain acabó pasando todo el
invierno en la zona.
Durante aquel invierno,
el francés no hizo ningún experimento pendular, ni tampoco colaboró con los italianos
en triangulación alguna. Respecto de lo primero, el péndulo de París nunca
llegó porque Calon no lo envió; y respecto de lo segundo, Lenoir no había
terminado de fabricar el nuevo círculo de repetición. Ante la impaciencia de
Oriani, Méchain le propuso a Calon venderle al italiano uno de sus círculos,
dado que él podría quedarse con el nuevo cuando llegase. Calon, de forma
relativamente sorprendente, aceptó la propuesta, y el círculo calibrado a 360
grados (el que escogió Oriani) fue vendido por 1.200 libras.
Méchain realizó algunas
observaciones en las alturas de la catedral de San Lorenzo. Trataba de
comprender el problema de la refracción, pero los resultados no fueron
concluyentes.
Con la llegada de la
primavera, tiempo de nuevo para triangular, Calon trató de nuevo de hacer a
Méchain ir a París. Pero no fue hasta la ley de 18 Germinal III, o sea 7 de
abril de 1795, es decir cuando la misión del meridiano fue formalmente
reabierta, que aceptó Méchain hablar de regreso. No obstante lo dicho, también
en este caso intentó hacerse el orejas, pero sus tácticas dilatorias habían
sido tan dilatadas y descaradas que pronto tuvo que enfrentarse con la
posibilidad real de ser despedido, lo cual venía a significar dejar a su mujer
en la puta calle. A finales de abril, tomó el barco-correo que hacía la ruta
entre Génova y Marsella, con el círculo que le quedaba y la compañía de un
Tranchot con el que ya apenas se hablaba.
Al llegar a Marsella, lo
lógico es pensar que Méchain iría a París, o a Perpiñán, a continuar las series
de triangulaciones que le quedaban. Pero no hizo ninguna de ambas cossas. Lo
que hizo fue quedarse cinco meses, que se dice pronto, en Marsella, sin motivo
aparente. Perdió todo el verano en la ciudad costera, esto es el mejor momento
para realizar triangulaciones. De hecho, en esa estación Delambre trianguló
todo el trayecto entre Orléans y Bourges.
El inexplicable
interludio marsellés puso a todo el mundo contra Méchain. Tranchot, que
consideraba con justicia que lo justo y lógico es que él hubiera estado en
París muchos meses, en realidad más de un año antes, se puso como el puma de
Baracoa. Las cartas del general Calon fueron perdiendo paulatinamente todos sus
recursos de savoir faire. Y los compañeros científicos en París tampoco
se molestaron en intentar defender una actitud tan extraña. Calon, en un
intento desesperado por solucionar el tema (recordemos que el general no sabía
nada sobre los verdaderos motivos que llevaban a Méchain a procrastinar de
aquella forma tan escandalosa) decidió enviar a Esteveny y a dos asistentes
más, que sustituirían a Tranchot.
Méchain tenía muy claro
que su asistente quería dejarle; en realidad, lo más probable es que Tranchot,
de buena gana, habría guillotinado a su jefe. Si su relación personal nunca había
sido como para tirar cohetes, después del episodio pirenaico en el que Tranchot
había sido encomendado de realizar mediciones en solitario, y la enorme carga
de desconfianza que levantó entre ambos su retraso en volver a Barcelona, las
cosas no habían sido igual; y en Italia se habían puesto en modo hostia limpia.
El jefe de la expedición reconocía todo eso, pero no quería deshacerse de su
asistente. Formalmente, su resistencia tenía que ver con el alto concepto que
tenía de las habilidades cartográficas de Tranchot, pero una vez más la verdad
era otra: Méchain, simple y llanamente, no quería que llegase solo a París un
experimentado cartógrafo como Tranchot, buen conocedor de las incongruencias
existentes en las observaciones hechas en Barcelona. Así las cosas, escribió
tanto a Lalande como a Calon asegurando que Tranchot no se podía ir. En agosto,
Calon cedió.
En esas circunstancias,
probablemente resignado ante lo que sabía que tendría que pasar, Méchain
escribió a Delambre para inquirirle sobre la forma en que había archivado sus
lecturas. ¿Lo había hecho por orden de observación, o de una forma más propia
para realizar los cálculos? Con el contacto, ambos astrónomos habrían de
descubrir que, en las muchas cosas que se habían preparado en el marco de
aquella misión del meridiano, nadie parecía haberse preocupado en homogeneizar
la captura de datos por parte de ellos dos. En términos modernos, es como si
dos astrónomos fuesen encomendados de la misma observación, pero se les hubiese
permitido capturar los datos con software diferentes. Méchain, en todo
caso, se ofreció, dado que iba mucho más retrasado que Delambre, a adaptar sus
notas a la metodología que hubiese sido utilizada por su compañero.
Delambre recibió esta
carta encontrándose en Sologne. Le explicó que computaba todas sus
observaciones por orden temporal, y que un asistente luego las pasaba a otro
cuaderno preparadas para los cálculos. Deberá ser la Comisión, explicó en su
carta, la que decida qué se publica y qué no; yo lo apunto todo.
Tras una serie de
consideraciones logísticas, Delambre terminaba su carta planteándole una
pregunta a Méchain. Inocente pregunta envenenada, aunque no lo supiese. En
cuanto terminase de triangular hacia el sur, Delambre partiría hacia Dunquerque
para determinar su latitud. ¿Sería tan amable su colega de informarle de qué
estrellas había observado en Montjuïch, y qué medidas había tomado para
asegurarse de la precisión de sus medidas?
Como cualquier fiel
lector de estas notas comprenderá, cuando Méchain leyó la coda de aquella
carta, los testículos se le escaparon del escroto y salieron rebotando por el
pasillo como canicas.
Finalmente, tras
pensarlo, decidió confesar. Siquiera parcialmente.
Méchain le contestó a
Delambre con una larguísima carta, una auténtica novela corta. Le costó doce
días escribirla. La empezó en Perpiñán, adonde se había desplazado por fin, y
la terminó en Estagel, camino de las montañas.
En la carta, que es un
auténtico monumento a la insinuación, Méchain asegura que tomó ésta y aquélla
cautela al hacer las mediciones en Barcelona, pero al mismo tiempo, como digo,
insinuaba que tenía dudas sobre la efectividad de dichas medidas. No se fiaba,
confesaba, de las correcciones realizadas para la refracción. Los datos de
Mizar se obstinaban en ser distintos. Le confesaba a Delambre que quería volver
a Barcelona para repetir sus observaciones, y aseguraba que deseaba que él
también completase la misión en Dunquerque, porque así “la comparación de
resultados para las mismas estrellas será completa”. En otras palabras: Méchain
tenía la ilusión de que Delambre se diese la misma hostia en Dunquerque que se
había dado él en Barcelona.
En su larga confesión,
se lo calló todo sobre el segundo grupo de mediciones que había hecho en el
tejado de la Fontana de Oro. Esto es: por mucho que le contaba a su colega el
problema, le ocultaba el hecho de que dicho problema era mucho más grave de lo
inicialmente concebido, puesto que se había reproducido en una segunda serie de
mediciones. Probablemente temía Méchain que, de saber esto, Delambre acabaría
por dudar de toda la misión del meridiano ejecutada por su colega, colaborando
para labrar el descrédito de su persona que tanto temía (temor que, por cierto,
hay que entender: Méchain no sólo era un meticuloso científico para el cual el
descrédito profesional era la peor de las condenas; también vivía en una
Francia en la que hasta hacía nada a la gente le separaban la cabeza del cuerpo
por cualquier idiotez).
Delambre contestó con
una carta casi cálida en la que ponderaba los amplios saberes de su colega y le
invitaba a tener más seguridad en sus observaciones. De hecho, le hacía en la
misiva una serie de apreciaciones técnicas que demostraban cómo variaban los
resultados según cuáles fuesen las asunciones sobre la relación entre la
refracción y la temperatura, la altitud o el ángulo. Ciertamente concedía,
estos cambios de asunciones no conseguían domeñar la obstinada rebeldía de
Mizar, pero Delambre prometía que le prestaría una atención especial a este
tema cuando hiciese sus observaciones en Dunquerque. Y añadía que, para él, las
observaciones barcelonesas de Méchain eran definitivas, y no había necesidad
alguna de regresar a la ciudad condal.
Se puede decir, pues,
que Delambre se portó como un caballero.
Tras dicha carta,
Delambre pasó fugazmente por París y se dirigió a Dunquerque, para hacer las
mediciones de latitud. Colocó su observatorio en la terraza de un edificio
militar y verificó la verticalidad de su círculo con tres métodos diferentes.
Desarrolló fórmulas para corregir sus datos de acuerdo con la refracción y la
temperatura. Entonces comenzó sus observaciones con Polaris.
Sus 38 observaciones de
Polaris derivaron una latitud de 51º2'16,66'', con escasísima variabilidad
entre las mediciones una vez que desechó varias que eran especialmente
excéntricas. Luego, fue a por Kochab, pero encontró la estrella difícil de
observar. Las observaciones tomadas en el tránsito más bajo eran muy pobres
debido a las nubes, y resultaron estar 3 segundos por debajo de las lecturas de
Polaris. Las lecturas del tránsito superior, sin embargo, se ajustaron con una
mínima diferencia de 0,02 segundos.
En esas circunstancias,
Delambre podía decir que contaba con un grupo de mediciones suficiente, y
suficientemente preciso. Sin embargo, como quiera que le llegó dinero, decidió
quedarse tres semanas más, para hacer nuevas observaciones… que, para su
horror, se apartaban notablemente de las anteriores. Durante días, vivió el
mismo infierno que Méchain, hasta que cayó en la cuenta que la culpa era de dos
tornillos del círculo inferior, que se habían soltado.
Dejó Dunquerque el 29 de
marzo de 1796, encantado de haberse conocido.
Delambre le había
prometido a Méchain un reporte completo sobre sus mediciones en Dunquerque;
pero todo lo que recibió fue un informe indirecto (de Lalande) que apenas
citaba que las mediciones se habían realizado sobre Polaris y Kochab.
Encabronado, Méchain le escribió a su colega una carta extraordinariamente
educada, pero en la que dejaba bien claro que sus intentos de entender los
problemas surgidos con la refracción dependían de los datos que él le
facilitase.
Delambre le contestó a
Méchain con una larga carta que, en realidad, era una especie de mercancía
averiada, pues era el texto de una disertación que el propio Delambre hizo ante
la Academia de Ciencias en París. Explicaba en dicho texto que había pasado de
hacer mediciones con las cuatro estrellas adicionales que Méchain sí había
utilizado porque había encontrado en todas ellas argumentos para no hacerlo:
por ejemplo, Algedi únicamente se colocaba en posición durante las horas del
día de Dunquerque (no así en Barcelona); y muy especialmente Mizar, la estrella
rebelde de Méchain, pasaba demasiado cerca del horizonte. Así las cosas,
Delambre consideraba que las dos observaciones que había llevado a cabo eran
suficientes.
La carta incluía un
addendum especial para Méchain, en el que Delambre se deshacía en halagos hacia
su colega, del que decía tenía una capacidad de observar estrellas fuera de lo
común, y asegurándose que el problema de la refracción de Mizar no era
importante. Todos los colegas científicos, incluido Borda, estaban de acuerdo
en considerar los datos de Méchain como definitivos. Todos los miembros de la
Academia, le informaba, habían declarado unanimemente que la porción
astronómica de la misión del meridiano estaba completada.
Méchain leyó estas
noticias cuando estaba en la zona de Perpiñán, tratando con gran esfuerzo de
triangular hacia el norte, dado que la zona estaba muy agitada. El regreso de
los soldados que habían estado luchando contra España había creado una
situación muy especial en la zona que derivó en una elevada actividad económica
y su consiguiente hiperinflación. De nuevo, la expedición se quedó sin un
mango, hasta el punto de que el propio Tranchot llegó a ofrecerle a Méchain
entregarle su sueldo. El Bureau of Longitudes tuvo que multiplicar los salarios
de los cartógrafos por 18. Cuando llegó diciembre, apenas había avanzado desde
Perpiñán hasta Carcasona.
Mientras Méchain
avanzaba muy poco a poco, en el crudo invierno, por los territorios que podría
haber triangulado mucho más fácilmente en primavera de no haber retrasado las
cosas, algunos temas evolucionaban en París. Aunque la Comisión de Pesos y
Medidas había considerado siempre que las mediciones astronómicas de Dunquerque
y Barcelona, unidas a las triangulaciones, eran más que suficientes para
establecer la longitud del meridiano, entre algunos de sus miembros,
notablemente Borda, comenzó a ganar momento la idea de que, tal vez, algunas
mediciones intermedias servirían para precisar el conocimiento sobre la
curvatura de la Tierra. Por ello, decidieron encomendar a los astrónomos
mediciones adicionales en tres lugares: en París, esto es en territorio de
Delambre; en Evaux, en la mitad del arco; y en Carcasona, esto es territorio de
Méchain. La comunicación urgía a Méchain a que se diese prisa y se uniese con
Delambre en Evaux, donde harían las observaciones juntos.
Cuando recibió la
comunicación, Méchain contestó que no. Que prefería que Delambre realizase las
mediciones en Evaux él solo. Esta renuncia la hizo acompañada de una serie de
afirmaciones por su parte sobre la inferioridad de sus mediciones comparadas
con las de Delambre, y fue esa impostada modestia la que encabronó a los
científicos de París. Borda le escribió una áspera carta en la que le decía que
si infravaloraba sus resultados, infravaloraba toda la misión; y le decía que
los resultados de Mizar no probaban otra cosa que las tablas de refracción que
en ese momento usaban los astrónomos no eran precisas.
Pero ninguna de estas
carantoñas y apoyos le ayudó a sentirse mejor.
Cuando el verano de 1796
roló a otoño, Jean Baptiste Delambre había culminado la medición de siete nodos
al sur de Bourges en dirección a Evreux. De hecho, llegó a esta población, el
medio camino, el 24 de noviembre de 1796, alojándose en el albergue del Caballo
Blanco. También practicó un agujero en la torre más alta del pueblo,
fabricándose un modesto observatorio en el que realizó 210 observaciones de
Polaris hasta que el invierno se puso duro y ya no hubo noches para la
observación.
Cuando llegaron las
nubes que imposibilitaban el trabajo de campo, Delambre se aplicó a computar
sus observaciones, y compararlas con las que en su día había hecho Cassini.
Inmediatamente descubrió que ambas observaciones diferían en mucho. Si hubiera
sido Méchain, con seguridad habría entrado en pánico; pero Delambre estaba
hecho de otra madera. Repasó sus cálculos y los de Cassini, hasta que descubrió
un error en el método de éste. Así que rehizo todos los cálculos, operación de
la que mantuvo puntualmente informado a Méchain.
Delambre estaba
totalmente convencido de que terminaría su misión en el siguiente verano. En
diciembre, le solicitó a Calon un anticipo para financiar esa última misión y,
aunque el general le prometió hacer lo que pudiese, lo que pudo fue poco. El
país estaba inundado de inflación y falto de moneda fuerte. Francia era, a
muchos efectos, un Estado militarizado, en el que las decisiones las tomaban
personas de uniforme, y Evaux quedaba lejísimos de los frentes; nadie querría
enviar dinero allí. Como consecuencia de esto, Calon fue perdiendo su
influencia, y de hecho en la primavera siguiente sería destituido. A pesar de
que Lalande realizaba incontables e incansables gestiones en París, Delambre
tuvo que echar mano de 2.000 libras que tenía ahorradas de su propio peculio.
El 1 de abril de 1797,
Delambre comenzó su última etapa hacia Rodez. Le quedaban trece nodos y once
triángulos por trazar sobre la Auvernia. Contempló Rodez por primera vez el 12
de agosto, desde Montsalvy. Cuando llegó a la ciudad que era su destino,
esperaba tener inmediatas noticias de su compañero de misión, con el que había
perdido el contacto en los tres meses anteriores. Y, efectivamente, el 23 de
agosto, mientras hacía observaciones desde Rieupeyroux, muy cerca de Rodez,
avistó uno de los nodos de Méchain, al sur. Al día siguiente, Delambre y su
asistente Bellet comenzaron a hacer el camino hacia Rodez. En la carretera, se
encontraron con un viajero solitario en dirección contraria: era Tranchot, que
los buscaba. En el diario de Delambre de 9 Fructidor V, esto es el 26 de agosto
de 1797, el astrónomo consignó un verso de Virgilio: Hic labor extremus,
longarum haec meta viarum. Éste es el final de la labor, y la meta de
largos viajes.
Pero Méchain no estaba
con ellos. Se había precipitado Delambre con su cita de la Eneida.
En efecto, el
representante del equipo de Méchain que contactó con Delambre fue Tranchot,
pero solo. De hecho, llevaba semanas colocando los nodos él solo. Delambre
estaba tan preocupado que incluso había escrito a la mujer de Méchain a París
para saber si ella tenía alguna noticia del paradero de su marido. Sin embargo,
Thérèse Méchain tampoco sabía nada de su marido desde el 21 de julio, fecha en
la que había recibido su última carta.
Para cuando llegó una
carta de Méchain, era ya invierno y Delambre se encontraba en París. La carta
estaba fechada el 10 de noviembre en una ciudad llamada Pradelles. En su carta
refería los escasos avances de mediciones que estaba realizando a causa del
tiempo, y confesaba que había vuelto, por enésima vez, sobre sus lecturas
barcelonesas, para volver a chocar contra los datos de Mizar. Su punto de desesperación
era tal que, escribió en la misiva, “ojalá nunca hubiera observado esa
estrella”, refiriéndose a Mizar. En ese punto, Méchain estaba en un lugar muy
cercano a la depresión. Usando los datos de Delambre, combinó los datos de
Dunquerque y Evaux, obteniendo una conclusión que apenas variaba en un segundo
como máximo. Pero cuando introdujo sus propias observaciones barcelonesas y de
Carcasona, encontró una inequidad de no menos de cinco segundos. Eso le
convenció de que no tenía otra que volver a Barcelona aquel invierno, a pesar
de que todo el mundo daba obviamente la misión por terminada. Por no mencionar
que necesitaría el acuerdo de los gobiernos francés y español.
Méchain le escribió una
carta desesperada a Delambre. El objetivo de la misiva era pedirle que le
echase una mano para convencer a Borda de su regreso a Cataluña, pero el tono
era casi suicida: en uno de sus puntos, afirmaba que le quedaban dos opciones:
o recuperar la energía que no debería haber perdido (ir a Barcelona de nuevo) o
dejar de existir. Además, el hecho de que la carta llegase desde Pradelles, que
aunque Delambre no estaba seguro podría ser una población en el Languedoc,
sugería que en los últimos meses Méchain, personalmente, no había completado ni
un solo triángulo.
Delambre consultó con
Borda. La cosa era compleja. Méchain tenía todos los datos de las observaciones
de Delambre, pero el recíproco no es cierto; Pierre François André nunca había
compartido sus propios datos con Delambre. Teniendo en cuenta eso y que la
carta demostraba que estaba sometido a una auto-tensión nerviosa de enormes
proporciones, existía la posibilidad de que, si volvía a España y sus nuevas
observaciones no le placían, todo su trabajo desapareciese. En todas sus
cartas, Méchain se mostraba esquivo a la hora de explicar, exactamente, qué es
lo que no estaba bien en las observaciones barcelonesas. Incluso, mientras el
general Calon fue su superior, se le ofreció enviarle a él los datos, bajo
promesa solemne de que no se los enseñaría a nadie; pero Méchain rehusó la
oferta. La manía persecutoria del astrónomo, que para entonces permanecía en
cualquier lugar donde estuviese torturado ante la idea de ser acusado e incluso
detenido, le llevaba a poner en duda en sus cartas a Delambre si “le estaba
escribiendo a un amigo, o a alguien más”. Claramente, creía en la posibilidad
de que su compañero estuviese permitiendo que sus cartas fuesen espiadas por
otros; por eso no le enviaba los datos.
A mediados de enero de
1798, Méchain dejó Pradelles para ir a Carcasona. En dos años de campaña, la
montaña de Pradelles, que subió más de treinta veces, era la única estación que
había medido, mientras Tranchot hacía buena parte del resto del recorrido que
les correspondía (aunque hay que matizar, es importante, que en buena parte la
labor de Tranchot fue levantar los puestos de observación, pero no hacer las
observaciones). La depresión y el miedo, simplemente, le habían llevado a
olvidar la misión del meridiano, o a no valorarla.
Más o menos en las
mismas jornadas en las que Méchain viajaba a Carcasona, la Academia de
Ciencias, en París, trataba de darle el último golpe de riñones al proyecto.
Decidió convocar una reunión científica internacional que revisaría los datos
de las observaciones y delimitaría finalmente el metro. La reunión se agendó
para septiembre de 1798. Lo cual significaba que la totalidad de los
datos debían estar en París para ayer. Por lo tanto, era necesario que Méchain
terminase sus mediciones, y que Delambre condujese las de los dos nodos
adicionales de base que quedaban, uno en Melun y el otro en Perpiñán.
Localizado por carta cuando llegó la primavera, Méchain prometió terminar su
parte sin Tranchot. Había encontrado una persona en la zona, llamada Marc
Agoustenc, que le podría ayudar. Prometía completar en aquella estación los
triángulos pendientes desde Rodez hasta Carcasona. Cuando Delambre fue a
Perpiñán a medir el nodo de base del sur, invitó a Méchain a juntársele;
rechazó la invitación, formalmente porque no quería volver a ver a Tranchot; más
que probablemente, tenía miedo de que le robasen sus datos.
En un intento se diría
que desesperado, Thérèse Méchain se unió a la expedición de Delambre y así se
lo escribió a su marido, con la intención de que por lo menos para verla a
ella, el esquivo astrónomo se dejase ver. Funcionó, puesto que el 7 de julio de
1798, y por primera vez en seis años, el matrimonio se reunió en Rodez. Cinco
semanas estuvieron juntos, durante los cuales es seguro que el marido le
contase a la mujer, que no carecía en lo absoluto de conocimientos
astronómicos, el problema que tenía. Después de más de un mes, se separaron en
Rieupeyroux; Méchain, todavía, se negaba a juntarse con Delambre en Perpiñán.
En la carta que Thérèse le envió a Delambre, ésta afirmaba que su marido renunciaba
por completo a la medición de Perpiñán y “esperaba así concederle la gloria a
aquéllos que han sido favorecidos por la fortuna”. También decía que él nunca
aparecería mientras Tranchot no fuese apartado de todo, lo cual a mí me suena
más a disculpa que a otra cosa. Y terminaba: “Ha sido la extremada sensibilidad
de su alma la que lo ha echado a perder”. Una forma dieciochesca de decir que
su marido tenía una depresión de caballo. Pierre François André, como todos los
depresivos, estaba encerrado dentro de su propio sufrimiento.
A mediados de
septiembre, con los savants del mundo entero allegándose a París para la
conferencia internacional, a Méchain todavía le quedaban dos estaciones por
medir, las de Montalet y Saint Pons, en las Montañas Negras. Un lugar repleto
de patotas de forajidos que, entre otras cosas, habían derribado las torres de
observación levantadas por Tranchot. A causa de esto, el astrónomo invirtió
diez días en Montalet, viviendo en una tienda en la misma montaña con un
intenso frío. Desde allí, escribió cartas a sus amigos de Carcasona expresando
la típica ilusión del deprimido: irse a algún lugar muy lejano, dejarlo todo,
“buscar algún refugio entre la oscuridad y la paz”... palabras que fácilmente
pueden interpretarse como un coqueteo con el suicidio. Delambre estaba a menos
de cien kilómetros de él, al otro lado de las montañas. Había llegado a finales
de julio a Perpiñán para preparar la medición de la base sur. La labor
propiamente dicha comenzó el 6 de agosto y los resultados se acercaron
muchísimo a lo esperado según las otras mediciones. Habían terminado el 19 de
septiembre. En ese momento, estaba recibiendo cartas de Lalande desde París
instándole a terminar el trabajo de Méchain, a quien Lalande consideraba ya
totalmente echado a perder a causa de “su enfermedad”.
El peripatético comedor
de arañas no se equivocaba. Bajo la presión que sólo puede sufrir un
científico, la falta de precisión que Méchain sabía que tenían sus mediciones,
unida a la cercanía, cada vez mayor, de la fecha en la que tendría que exponer
su error ante la comunidad científica internacional, habían llevado al
astrónomo a un ataque de nervios. Para entonces, escribía casi diariamente
cartas inconexas, en las que ofrecía cada vez una razón más para no terminar
sus triangulaciones y, sobre todo, no ir a París. Delambre se ofreció a echarle
una mano; de hecho, estaba a menos de un día de donde estaba Méchain; pero éste
se negó. Delambre, caballeroso, aceptó esperar a que su colega terminase su
trabajo.
Pasó todo el mes de
septiembre, pero Delambre no se acercó por Saint-Pons, como probablemente
quería Lalande que hiciese, tal vez por sospechar que, si lo hacía, acabaría
con las escasas trazas que quedaban ya de confianza en sí mismo por parte de
Méchain. Éste prometía un día tras otro enviar todos sus datos a su colega,
pero siempre enviaba apenas resúmenes “cocinados”. El 13 de octubre escribió
anunciando que terminaría el 14, pero el 19 escribió de nuevo con eso tan
español de “estamos en ello”. El 22 de octubre escribió prometiendo estar el 24
en Carcasona, pero el 28 escribió de nuevo echándole la culpa al mulero quién,
según él, había desconvocado el viaje por una tormenta.
En resumen: la misión
para medir el metro que habría de medir las dimensiones de lo humano había sido
primero adjudicada a dos hombres, uno de los cuales apenas podía ver; y, ahora,
la mitad de los datos necesarios estaban en manos del otro, que tenía una
depresión del cuarenta y dos y se negaba a facilitarlos.
¿Por qué, finalmente,
Méchain bajó de la montaña? Pues, probablemente, fue por el fino olfato
sicológico de su compañero Delambre. 99 de cada 100 personas en su situación,
probablemente, habríamos considerado que lo mejor era presentarse en Saint-Pons
inopinadamente, quitarle a Méchain sus datos, y acabar con la tontería.
Delambre, sin embargo, da en su actuación trazas de comprender muy bien cuál
era el estado mental en el que se encontraba su colega y, a pesar de no haberse
producido todavía décadas de investigación terapéutica sobre la depresión y el
temperamento maníaco, parece ser que entendió que lo mejor que se puede hacer
con alguien en esa situación es darle espacio y ayudarle a salir, pero sobre la
premisa de que ésa es una piscina de mierda de la que tiene que salir el bañista
por sí solo; porque si lo sacan sin querer él, volverá a tirarse al instante.
Delambre no estaba dispuesto a ser el único que saborease las mieles del
triunfo de la misión del meridiano, y esa innecesaria solidaridad fue,
probablemente, lo que conmovió a Méchain hasta el límite de hacerle ceder. A
principios de noviembre de 1798, en la casa de un tal Gabriel Fabre, el juez
local de Carcasona, los dos compañeros se encontraron por primera vez desde el
inicio de la misión.
Lo que siguieron fueron
tres días de discusiones, durante los cuales Delambre trató de convencer a su
compañero de que lo acompañase a París. Pero Méchain no estaba por la labor.
“No me expondré a la humillación final”, le dijo a Delambre, y acto seguido
sugirió que toda su fama se la llevase Tranchot (a quien, para entonces,
apelaba sarcásticamente como “mi director”).
Hay que decir, además,
que Méchain insistía en que donde fuese él, irían sus datos.
Al tercer día, Delambre
jugó su última carta. Le enseñó una carta del Bureau de Longitudes intimándole
a Méchain el viaje a París y ofreciéndole la dirección del Observatorio de
París.
El 14 de noviembre, ante
una audiencia de encabronados científicos que llevaban mes y medio en París
sobándose el escroto, Jerôme Lalande blandió, triunfante, una carta que le
acababa de llegar por la posta.
Delambre y Méchain
estaban la casa de los d'Assy en Bruyères-le-Châtel.
A un día de París.
La llegada
de Pierre François Méchain a París, en efecto, no se pareció en nada a la que
él esperaba. Apenas había tenido tiempo para darse una agüita y quitarse la
polvareda del viaje, que Delambre vino a buscarlo para llevarlo a una cena de
gala, en su honor, en la que estuvieron presentes el presidente del Directorio,
el ministro del Interior, el de Asuntos Extranjeros y la Academia de Ciencias
en pleno. Allí le fue confirmado el puesto de director del Observatorio de
París, la mayor distinción que podía recibir un astrónomo en Francia. Méchain,
horas después, le escribiría todo aquello a sus amigos de Carcasona (que
parecían ser los únicos en los que realmente confiaba para entonces),
preguntándose cómo serían las cosas cuando toda esa gente metiera las narices
en sus cálculos y observaciones.
Ahora lo importante era la convención
científica que se había convocado, con invitados venidos desde los Países
Bajos, Dinamarca, Suiza, España e Italia (sólo por casualidad, las naciones que
iban a formar parte de la liga antiinglesa; ni Inglaterra ni Estados Unidos ni
Alemania fueron invitadas).
Como ya sabemos, Francia había confiado en
que los nacientes Estados Unidos fuesen la primera nación que les siguiese en
la adopción del metro; sin embargo, ya hemos contado que cuando decidió optar
por la metodología del meridiano y no por la del péndulo, al evitar con ello que
Thomas Jefferson pudiera hacer pasar a la Historia a su pueblo de Monticello,
éste se extrañó por completo del proyecto.
Hemos de hacer notar, en todo caso, que
los esfuerzos franceses por ganar a los americanos a la causa no terminaron
ahí. En 1793, tras aprobar la ley del metro, los franceses enviaron a América a
uno de sus naturalistas, Joseph Dombey, quien se llevó un bastón de cobre con
la longitud del nuevo metro provisional, así como un objeto de un kilo de peso.
En enero de 1794, Dombey se embarcó en Le Havre camino de América, pero una
tormenta lo desvió al Caribe. Acabó en la colonia francesa de Guadalupe, donde
los plantadores locales lo detuvieron por considerarlo un peligroso jacobino.
Cuando fue liberado, no sin amenazas desde París, trató de llegar a su destino
disfrazado de marino español en un barco sueco, pero fue apresado por unos
corsarios ingleses, que lo engrilletaron en la isla-prisión de Montserrat,
donde murió, enfermo.
De forma lógicamente rocambolesca, el
bastón y el kilo acabaron por llegar a los Estados Unidos, donde fueron
situados, y allí siguen, en el Museo del Instituto Nacional de Estándares y
Tecnología. Eso sí, el embajador francés, Jean Antoine Joseph Fauchet, tomó la
misión de Dombey como propia. Consiguió que los periódicos de la América posh,
la del Este (los del Sur y Oeste pasaban del tema, enfangados como estaban
entre crops y cattle) se hiciesen eco de las virtudes
racionalizadoras de la decisión francesa, y urgiesen a las personas con
decisión en el país a decantarse por el nuevo proyecto racionalizador.
Fauchet, a base de ir a Filadelfia a dar
el coñazo, consiguió que Georges Washington, un americano siempre dispuesto a
mostrar detallitos profranceses, le cuestionase al Congreso la posibilidad de
retomar el tema del sistema métrico. El propio presidente estaba preocupado por
la diversidad de medidas que las ex-colonias habían heredado de su metrópoli.
Frauchet, sin embargo, cometió un error.
Cuando se produjo en los Estados Unidos la Whiskey Insurrection. vio en
ella el germen de una revolución jacobina a la americana, y la apoyó
descaradamente. Washington se puso como el puma de Baracoa y, de hecho, exigió
a París que se llevase de allí su mierda embajador. Seis meses después, full
of rancor, el Congreso americano aprobaba la adopción de un sistema único
de medición en los Estados Unidos, pero basado en el pie y la libra inglesas (o
sea, no exactamente lo que medían las inglesas, sino con mediciones más
precisas elaboradas por científicos, y divisibles por diez). Sin embargo, la
legislación no pasó por inacción del Senado, que se limitó a hacer de don
Tancredo y jamás votó la ley.
Hay que hacer notar que Inglaterra estaba
también en proceso de cambiar y homogeneizar sus medidas, a causa, sobre todo,
de la unión entre Inglaterra y Escocia. Las propuestas que escuchaban eran más
o menos las mismas que en Francia, sólo que britanizadas. Por ejemplo, se
quería definir el metro como el recorrido de un péndulo durante un segundo en
la Torre de Londres. Ya sabemos que, en 1789, un MP llamado John Riggs Miller
propuso sintonizar las medidas inglesas con la reforma francesa, mediante una
medición pendular hecha en un lugar consensuado por ambos países. Miller por
una parte, y Talleyrand por la otra, aceptaron el acuerdo; pero la verdad es
que ambos estaban pensando lo mismo: que el otro les dejaría liderar la movida.
Cuando los franceses se decidieron por la metodología del meridiano, los
ingleses perdieron el interés por la colaboración.
La hostilidad de los alemanes se debe a
razones muy parecidas. Siempre meticulosos, los científicos germanos opinaban
que los cálculos basados en el meridiano reportarían resultados distintos según
dónde y con qué instrumentos se hiciesen las mediciones, así que hubieran
preferido una metodología pendular.
La cosa era un follón de puta madre, pero
para aquéllos que no eran ingleses, americanos o alemanes, les resultaba muy
difícil oponerse a los designios de Francia, más que nada porque Francia era el
poder militar que mandaba en el continente.
La conferencia científica contó para su
convocatoria con el decidido apoyo de Napoleón Bonaparte, pero éste no estaba
para verla inaugurar porque se había ido a la famosa campaña de Egipto. Campaña
militar que, por cierto, tenía también un fuerte sabor científico, pues el
general se llevó con él a 167 científicos, entre ellos uno de veinte años de
edad, Jerôme Isaac Méchain, que entre su misión tuvo la de triangular las
pirámides de Giza.
Esta expedición descubriría, en la isla de
Elefantina, el llamado Nilometro, un antiguo estándar que se usaba para
medir las crecidas del Nilo. La comparación de este estándar con las mediciones
contemporáneas llevó a los científicos a estimar que Eratóstenes había
calculado el tamaño de la Tierra con una diferencia de apenas el 0,4%. Sus
investigaciones les llevaron a especular con la posibilidad de que los antiguos
egipcios hubiesen derivado sus estándares de medición usando métodos
geodésicos. El perímetro de la Gran Pirámide, tal y como descubrieron, medía
prácticamente un minuto del meridiano terrestre.
Pero volvamos al congreso científico. Para
las discusiones era necesario que Delambre y Méchain presentasen sus cálculos,
algo que les habría de llevar algo de tiempo, sobre todo a Méchain. Para
entretener la espera, la Academia de Ciencias decidió inventarse una pequeña
competición, en la que ambos astrónomos tratarían de establecer la latitud de
París. Delambre la mediría desde el techo del número 1 de la rue de Paradis, su
casa; y Méchain desde el Observatorio. Ambos científicos ajustarían sus
mediciones para hacerlas converger en el Panteón.
El Panteón había cambiado un poco desde
que comenzase la misión del meridiano. El pequeño observatorio construido por
Delambre había sido desmontado. Como lo había sido la estatua de la Fama,
considerada demasiado cara de mantener. Y luego estaba el tema de quién merecía
reposar allí. El primer francés que recibió esa distinción fue Mirabeau; pero
posteriormente fue des-panteonizado, y en el tiempo en que se celebraba
el congreso se volvía a discutir la oportunidad de meterlo dentro; con el
pequeño problema, eso sí, de que su cadáver había desaparecido. Otro personaje
sobre cuyo derecho no se ponían de acuerdo los franceses era René Descartes; el
mero hecho de que lo discutieran ya nos demuestra lo gilipollas que pueden
llegar a ser.
Los dos astrónomos comenzaron sus
observaciones el 7 de diciembre. Pero no de igual manera. Delambre, quien se
hacía ayudar por su prohijado Charles de Pommard, hijo de Elisabeth Aglaée
Leblanc de Pommard, la churri con la que vivía, entregaba cada noche sus
mediciones a la Comisión Internacional. Pero Méchain, no. Pierre François había
llegado a tal nivel de desconfianza en sí mismo, que probablemente contaminaba
sus propias observaciones con sus dudas. Tras veinte noches y quinientas
observaciones, anunció que debía comenzar desde el principio otra vez.
Argumentó de todo: el frío de París (antes había dicho que la culpa de los
fallos de Barcelona era del calor) o la incapacidad de su asistente de mantener
nivelado el círculo de Borda.
En realidad, Méchain había dejado de
observar las estrellas. Observaba sus datos, constantemente, a la búsqueda del
error escondido de cuya existencia estaba cierto. Rápidamente, cayó en la fase
Defcon 2 de la depresión, y se convirtió en un ser atrabiliario: dejó de ir a
las sesiones del Bureau, que presidía, de la Academia de Ciencias y, por
supuesto, de la Conferencia Internacional. Paseaba por París cuando sabía que
no le verían.
La Conferencia comenzó a fijar sus
sesiones en el Observatorio, para así evitar que Méchain pudiese darles
esquinazo. Aun así, el astrónomo se negó a dar sus datos. Comenzaron a crecer
los rumores. Y la rebelión. La Academia había prohibido expresamente a todos
los participantes en la Conferencia que hiciesen públicas sus propias
estimaciones sobre el metro hasta que no llegase la oficial. Pero Thomas Bugge,
astrónomo real danés, que llevaba en París tres meses, se impacientó. Se hizo
eco en las sesiones de varios rumores que corrían por ahí: que si Lalande iba
diciendo en privado que todo era una mierda, que si los datos estaban mal...
Así las cosas, el danés anunció que si la conferencia no había concluido para
enero, él se piraba.
Pero enero terminó sin que los datos
estuviesen encima de la mesa, así pues Bugge actuó as scheduled, y se
volvió a Copenhague en medio de gravísimas acusaciones de la prensa parisina.
No obstante, la marcha de Bugge hizo reaccionar a Lalande, quien, el 2 de
febrero de 1799, presentó a la conferencia sus propios datos, basados en las
mediciones de Delambre. Tras un día entero de discusiones, la conferencia
aceptó todos los datos de Lalande, incluso algunos de los que Delambre tenía
dudas. Los triángulos de Delambre desde Dunquerque hasta Rodez se dieron por válidos,
así como sus cálculos sobre la latitud de Dunquerque.
Ahora quedaba Méchain.
Lalande visitó en el Observatorio al
astrónomo. Era portador de un ultimátum: Méchain tenía diez días para entregar
sus datos. Ni qué decir tiene que Lalande estaba haciendo justo lo que no se
debe de hacer delante de un depresivo, que es obligarlo a salir de la piscina
de mierda aun sin querer hacerlo. Méchain rogó, pero no consiguió. Al final,
aceptó entregar sus datos en diez días, pero puso una condición: dado que sus
diarios eran muy farragosos y difíciles de leer, presentaría resúmenes,
estación por estación, una vez aplicadas las fórmulas habituales. Lalande, nada
convencido, aceptó.
Durante esos diez días, Méchain
“descubrió”, o al menos eso le dijo a la conferencia, que una de las tuercas de
su círculo de repetición, que estaba algo suelta, era la responsable de la
erraticidad de algunas de sus mediciones. Una vez que se había dado cuenta de
ello, sus mediciones habían comenzado a converger con las de Delambre con una
diferencia de apenas 0,13 segundos. Pero necesitaba diez días más. La
conferencia aceptó.
Diez días después, todavía no estaba en
condiciones de presentar sus datos. Y diez días después de esos diez días,
volvió a posponer el encuentro para entregar la información. Los presentó
finalmente, supongo que no sin presiones, el 22 de marzo de 1799. E ignoramos
hasta qué punto los "cocinó".
Fue una sesión de un día entero, como la
de Delambre, en la que cada ángulo, cada medición, fue sometido a severo escrutinio.
Pero el resultado final fue una felicitación sin ambages al astrónomo. Por lo
que se refiere a los datos de latitud de Montjuïch y la Fontana de Oro, la
conferencia los encontró altamente consistentes entre sí. Visto eso, Méchain
propuso, y obtuvo, que los datos de la Fontana de Oro fuesen considerados
redundantes.
Esa misma noche terminó la
tortura de Pierre François André Méchain. Paradójicamente, incluso uno de los
miembros de la conferencia, al terminar la sesión, se acercó a Delambre para
preguntarle, con retintín, como es que sus propios datos no eran tan precisos
como los de su colega. Adivinamos en la boca de Delambre una sonrisa a media
comisura, modelo “si tú supieras, cabrón, si tú supieras...”
Las semanas siguientes al
conocimiento de los datos fueron las de los cálculos para la derivación del
metro. Cada uno de los savants presentes en la reunión realizó sus
propias derivaciones con los instrumentos matemáticos que prefirió. Quien ya no
pudo hacer su aportación fue Borda, que había fallecido en el curso de los
últimos retrasos de Méchain.
Conforme fueron llegando los resultados,
se confirmaron los peores temores de los bien informados: los resultados, a
menudo, eran inesperadamente excéntricos. Y eran así por la simple razón de que
la Tierra misma era mucho más excéntrica de lo que se había pensado hasta aquel
momento.
Todos los datos compilados hasta entonces,
por Cassini o la expedición peruana, habían hecho pensar a los científicos que
la excentricidad de los polos era de una trescientosava parte, esto es, que el
radio de la Tierra en los polos era un 0,03% más corto que en el Ecuador. Pero
los datos de los dos astrónomos sugerían que dicha excentricidad era de una
sesquicentésima parte, esto es, uno entre ciento cincuenta: el doble. Más aún,
cuando se juntaron los datos de Dunquerque, París, Evaux, Carcasona y
Barcelona, donde los científicos esperaban encontrar un arco se encontraron con
una línea distinta, que parecía ser distinta en cada trayecto.
Quizá, o sin quizá, la persona que más
disfrutó con este descubrimiento, fue Méchain. Entre otras cosas, porque venía
a demostrar que su intención de haber triangulado hasta las Baleares tenía
mucho sentido, pero él la había defendido el solitario. En una carta a sus
comprensivos amigos de Carcasona, el astrónomo les explicaba que “lo que las
observaciones muestran es que es que la curvatura de la Tierra es casi circular
entre Dunquerque y París, más elíptica entre París y Evaux, más elíptica aun
entre Evaux y Carcasona, para regresar a la primera elipicidad entre Carcasona
y Barcelona”.
Delambre y Méchain, sin proponérselo,
habían descubierto que los meridianos varían entre unos y otros. O sea: se
habían cargado la misión, pues si no todos los meridianos son iguales, entonces
es imposible derivar un metro universal, porque no hay una sola
diezmillonésima parte de la longitud de un meridiano. Como, por otra parte, ya
lo hemos leído, sostenían, antes que ellos, los científicos alemanes.
Frente a frente con la verdad, ¿qué haría
la Conferencia Internacional? A la hora de extrapolar la curva
Dunquerque-Barcelona a todo el meridiano, ¿qué excentricidad utilizarían: la
comprobada en otros experimentos, que parecía ajustarse más al conjunto de la
Tierra, o la observada en el cuadrante triangulado? Discutieron mucho, pero yo
creo que, en el fondo, todos sabían que al final se decantarían por una
decisión practicable, lo cual les llevaba a no abandonar las viejas
observaciones.
La conclusión final llevó el metro a una
longitud de 443,296 lignes francesas,
en lugar de las 443,44 que había medido el metro provisional. La diferencia
eran unos putos 0,325 milímetros o, si se prefiere, tres folios colocados de
canto; pero era mucho más de lo que los científicos esperaban. Hoy sabemos,
además, que el metro definitivo definido por la conferencia es, en realidad, dos veces más impreciso respecto de
la longitud real de la Tierra que la medida provisional. La Conferencia había
avanzado en la dirección contraria.
Supieran, no supieran o sospechasen los
científicos que la estaban cagando, lo cierto es que aceptaron el cálculo y se
aplicaron al paso siguiente, cual era fijar la nueva medida en un objeto
físico. Pero no: no fue ésta, como veremos, la famosérrima barra de
platino-iridio que muchos hemos estudiado en el colegio (lo mismo la LOGSE lo
considera hoy en día un dato inútil para el futuro de sus educandos). Es cierto
que, a causa de su práctica indestructibilidad, fue elegido el platino. La
Comisión de Pesos y Medidas invirtió un quinto de su presupuesto en comprar
varios kilos de platino. Se compraron en Madrid, por cierto; y llegaron
defectuosos. Marca España.
El honor de fabricar la barra fue para
Lenoir, a quien, en abril de 1799, se le facilitaron el valor calculado del
nuevo metro y cuatro barras de platino puro, con los que debería construir
cuatro barras de un metro cada una. De las cuatro, se escogió la más acercada a
la longitud deseada (apenas desviada en un 0,001%).
El 22 de junio e 1799, en una gran
ceremonia, la barra de platino fue presentada a las asambleas legislativas
francesas. Nadie se acordó de explicar que la barra tenía algunos defectos que
hicieron que fuese inmediatamente retornada al taller de Lenoir, de donde no
saldría en tres meses.
Lo que siguió fue la prédica de la buena
nueva. En los cinco años anteriores a la fecha, la Agencia de Pesos y Medidas
había llevado a cabo una política de comunicación pública que tiene muy poco
que envidiarle a las modernas campañas de relaciones públicas. Editó miles de
panfletos. Prieur de la Coté d'Or diseñó gráficos de conversión para aquellos
ciudadanos que no sabían leer. Todos los editores comerciales diseñaron sus
propias guías y almanaques, que hoy son piezas muy cotizadas en las librerías
de viejo. Se crearon metros de mármol que fueron situados en las paredes de
grandes edificios de la nación (uno de ellos lo podéis visitar en el 36 de la
rue de Vaurigard). La enorme necesidad de bastones de metro hizo que la Agencia
tuviese que subcontratar con empresas privadas, que hicieron su agosto con la
historia. No obstante, cuando en septiembre de 1799 el metro se convirtió en
obligatorio (en la región de París), la confusión fue enorme. Tan enorme y tan
caracterizada por la resistencia que la gente que el gobierno se vio obligado a
mandar las tropas del ejército a Les Halles para embargar las antiguas medidas.
Las resistencias eran tantas que hasta Napoléon se negó a aprenderse el nuevo
metro.
El metro no llegó a ser declarado la única
medida para toda la nación hasta el 4 de noviembre de 1800, aunque el uso de
las nomenclaturas compuestas (decímetro, kilómetro) fue abolida.
Uno de los grandes instigadores de la
ilegalización de esos prefijos griegos que no le gustaban a la gente era
Napoleón. Regresado de Egipto, la Academia de Ciencias lo agasajó con una
medalla conmemorativa hecha con el platino que había sobrado de hacer el metro.
Dos semanas después de haber aceptado la medalla, el 18 de Brumario, Napo dio
un golpe de Estado. Tras triunfar, nombró a su antiguo preceptor de
matemáticas, Pierre Simon Laplace, ministro del Interior con responsabilidad de
implantar el sistema métrico. Aunque dos semanas después lo cambió por su
propio hermano.
Pierre
François André Méchain salió de la misión del meridiano convertido en el primer
astrónomo de Francia. Pero ni había superado su depresión (en realidad, se
sentía cada vez peor conforme era objeto de homenajes y admiraciones) ni
consecuentemente se sentía cómodo. Intentó superar todo aquello intentando
convertir el Observatorio parisino en el primero del mundo. Compró excelentes
telescopios y con ellos descubrió dos nuevos cometas y observó los asteroides.
Un poquito más abajo en la escala de la
fama estaba Jean Baptiste Delambre. Menos laureado que su compañero, recibió,
sin embargo, el importante encargo de escribir la historia de la expedición del
meridiano y la exposición de sus resultados. El astrónomo se aplicó a diseñar
una obra de dos mil páginas en tres volúmenes. Para la cual, obviamente,
necesitaba los datos de Méchain, no los resúmenes. Aquel proyecto convirtió a
los dos astrónomos, que hasta entonces habían sido colegas a pesar de todo, en
enemigos. Por ejemplo, cuando en el 1800 Delambre fue nombrado presidente
provisional del Bureau des Longitudes, Méchain atizó una muy agria discusión sobre
quién tenía que controlar los libros de cuentas de la institución.
En 1799, Méchain fue nombrado albacea
testamentario de Borda y tuvo lógico acceso a todas sus posesiones. Entre
éstas, encontró las cartas que se habían intercambiado Delambre, Borda y su
propia mujer; leerlas le cambió totalmente. Dejó de ser la persona apocada,
temerosa de ser descubierta en sus errores, para pasar a ser el típico
científico rencoroso que cree merecer méritos que se le escamotean en la
persona de otro. Según él, las cartas demostraban que por parte de Delambre
había habido una estrategia diseñada para hacer más triángulos que él, y para
medir nodos que le correspondían, como Perpiñán. Como sabemos, esto no es
verdad: si Delambre tuvo que hacer todas esas cosas, fue porque Méchain ni
estaba, ni se le esperaba. Pero eso, a una persona que está acostumbrada a
refocilarse en sus propias reflexiones, le da igual.
Napoleón empeoró las cosas entre los dos
ex compañeros al nombrar a Delambre, en 1801, secretario permanente de la
Academia de Ciencias (o sea, presidente in pectore, puesto que el presidente formal era el propio Napoleón).
El 6 de septiembre de 1801, un miembro no identificado del Bureau des
Longitudes propuso que la misión del meridiano se ampliase desde Barcelona hasta
las Baleares. Nadie ha dudado nunca de que era Méchain, y que lo hacía para
poner a Delambre un poco entre la espada y la pared. Un año más tarde,
septiembre de 1802, Napoleón aprobó la expedición.
Méchain aceptó el reto, aunque a su
manera. Tardó todo lo que quedaba del año en seleccionar a su equipo y
perfeccionar sus instrumentos. Eso sí, el pacto, por así decirlo, consistía en
que él podía ir a su misión, a cambio de darle a Delambre los datos de sus
observaciones. Y lo hizo. O no. Porque le entregó una descripción de dichas
observaciones, y el mismo resumen que ya había entregado un día a la Comisión
Internacional.
Méchain esperaba completar su misión en
seis meses, saliendo en febrero, esto es coger toda la primavera y el verano.
En el invierno de 1803 esperaba fijar la latitud de Menorca, para regresar en
la primavera de 1804 a París y al Observatorio. Sin embargo, no pudo salir de
París hasta el 26 de abril.
Llegó a Barcelona (again) el 3 de mayo de
1803. Momento en el que se encontró a una España que estaba mucho más de canto
que la primera vez que había estado. El gobernador general de Barcelona le
informó fríamente de que no habían llegado los pasaportes que le permitirían
viajar a las Baleares. Luego le dijeron que un capitán que iba a ayudarle en
las triangulaciones había sido llamado al servicio en Cartagena, y no
aparecería. Los amigos barceloneses le explicaron que todo esto no era
casualidad, puesto que el director del Observatorio de Madrid, el padre
Salvador Ximénez Coronado, era un furibundo enemigo del metro. Luego tuvo que
esperar más, hasta que sus amigos en París garantizaron en Londres la
neutralidad de los barcos británicos (Inglaterra y Francia estaban a punto de
entrar en guerra) respecto de esta expedición científica.
Durante las semanas que debió esperar,
Méchain se aplicó a hacer nuevos triángulos usando nuevos nodos barceloneses,
con la clara intención de enterrar sus observaciones de Montjuïch y la Fontana
de Oro debajo de toneladas de nuevos datos. En octubre llegó a Montserrat, y en
noviembre bajó a Barcelona para ir a las islas. Necesitaba ver Ibiza desde la
cumbre de Montsia, pero en la atmósfera del otoño no lo consiguió. Así que no
le quedaba otra que ir a las Islas y rezar para que Montsia se pudiese ver
desde Ibiza.
Las desgracias de la expedición no habían
terminado. Cuando el barco que lo iba a transportar tocó el puerto de
Barcelona, se declaró en su interior una epidemia de fiebre amarilla que mató a
la mitad de la tripulación. Lógicamente, se decretó la cuarentena. Era una
auténtica epidemia surgida en Andalucía que volvió a inmovilizar a Méchain,
otra vez en la Fontana de Oro. Y se le habían acabado las pelas. Los dos
asistentes que tenía lo abandonaron, obligándole a reclutar a un monje español
llamado Agustín Cañellas. Pero no todo era malo. El Barón de la Puebla, un
aristócrata valenciano aficionado a la astronomía, le dijo a Méchain que la
montaña del Desierto de Palmas sí que se vería desde Ibiza (deben referirse las
crónicas que he leído al llamado Monte Bartolo, que hoy en día es frecuentado
sobre todo por ciclistas. Según la Wikipedia,
"un científico galo" trazó en dicho monte a principios del siglo XIX
el paso del meridiano de Greenwich por la montaña; es posible, tal y como yo lo
veo, que el galo sabihondo sea Méchain, y que la misión, en realidad, fuesen
las observaciones ligadas al proyecto balear). El barón, de hecho, se ofreció a
construir allí un puesto de observación cuando Méchain partiese hacia las
islas.
Finalmente, Méchain y su hijo salieron
para Ibiza el enero de 1804. En lugar de un día, tardaron tres en llegar, y
cuando llegaron no pudieron entrar en el puerto de Ibiza. Trataron de
desembarcar en una cala, pero un grupo de baleáricos armados se lo impidió, por
temor a que trajesen la fiebre amarilla. Después de dos días de tiras y
aflojas, Méchain fue autorizado para buscar un punto de observación en la isla.
Las desgracias, sin embargo, no habían
terminado. Ascendiendo a uno de los picos de la isla, Méchain se cayó del burro
que lo llevaba, hiriéndose en la cabeza y en una muñeca. Cuando llegó a la
cumbre, descubrió que la cumbre de Montsia no se veía, por mucho que le habían
asegurado que sí. Así las cosas, o bien regresaba a la península para prolongar
sus triangulaciones hacia Valencia; o bien tendría que saltar de isla en isla,
conectando con triángulos Barcelona e Ibiza vía Mallorca. Todo eso con la
estación para medir casi terminada y el presupuesto con que contaba, totalmente
gastado.
Last but not least, Méchain no tardaría en comprobar que el
barco que lo había traído a Ibiza se había, simplemente, dado el piro (luego
averiguaría que había ido a Mallorca a por provisiones). Desesperado, le
escribió una carta a Delambre, pidiéndole consejo sobre qué hacer.
El 27 de enero de 1804, Méchain navegó
hacia Palma, donde se reunió con su hijo y estuvo casi dos meses. No fue hasta
marzo que viajó a Soller, donde comprobó que hacia el norte era capaz de ver
Barcelona y, hacia el sur, Ibiza; lo cual demostraba que la triangulación era
posible. Sin embargo, para llevar a cabo esta misión necesitaba la aprobación
del Bureau y, para su desgracia, a mediados de marzo le llegó la respuesta de
Delambre indicándole que dicha institución se inclinaba por la solución de
triangular la costa levantina. Técnicamente, era la mejor decisión: sólo
reclamaría el cálculo de un triángulo de grandes proporciones (los más
proclives al error), mientras que la solución a través de las islas demandaría
calcular tres. Eso sí, los científicos parisinos reconocían que el que estaba
al pie del cañón era Méchain, por lo que era a él al que competía la última
decisión.
Así las cosas, a principios de abril,
Méchain salió hacia Valencia. Se encontraba en el mejor momento para hacer
observaciones, pero perdió mes y medio en la ciudad esperando los preceptivos
pasaportes. Éstos no llegaron hasta mediados de junio, por lo que Méchain salió
a uña de caballo a hacer su trabajo, recorriendo unos 500 kilómetros en
dieciocho días. En julio dispersó al equipo para realizar mediciones nocturnas,
empezando por Cullera. Diversos problemas, entre ellos una epidemia de fiebres
tercianas (o sea, malaria) y algunos errores cometidos por su equipo que le
obligaron a repetir mediciones, le hicieron llegar a septiembre sin haber
terminado su trabajo. En las últimas semanas del verano cayó enfermo. El 12 de
septiembre, a pesar de que quedaban cosas por hacer, lo sacaron de la sierra de
Espadán para llevarlo a Castellón de la Plana, el hogar de su amigo el barón de
La Puebla. En la ciudad (más bien pueblo), tomó una habitación en un hotel.
Inicialmente, su enfermedad no parecía grave, pero comenzó a pasar noches
terribles. A la llegada del barón desde Valencia, fue trasladado a su
residencia. El miércoles 19 de septiembre, Méchain rechaza beber y tomar su
medicina. Luego cae en la inconsciencia y se aprecia una gran ictericia. Los
brazos le tiemblan, lo cual hace pensar a los médicos que sufre una apoplejía.
A mediodía experimenta una mejora, pero a las dos de la tarde entra en agonía,
con graves accesos de tos y fiebre muy alta. Cuando llegan los doctores, no
hacen sino comprobar que está terminal. Morirá a las cinco de la madrugada del
20.
A la mañana siguiente, un variopinto cortejo
fúnebre, liderado por el barón de la Puebla y formado por el equipo de Méchain,
nobles y militares españoles, residentes franceses de la zona y nada menos que
tres centenares de monjes, cruzó Castellón con el cadáver de Pierre François
Méchain. Se dijo una misa, tras de la cual fue enterrado en el cementerio de la
catedral.
El 8 de octubre de 1804,
las noticias de la muerte de Méchain llegaron a París. Algunas semanas después,
su hijo Augustin, que había estado con él en sus últimas horas (y de hecho
había tenido un ataque de nervios cuando se murió) llegó a la capital. Lo
primero que hizo fue ir a ver a Delambre para darle los papeles de su padre que
tenía él. El resto fueron enviados por correo por la viuda cuatro meses más
tarde.
En enero de 1806,
coincidiendo en el tiempo con la publicación de los principales opúsculos
obituarios sobre Méchain, también se publicó el primer volumen de la obra de
Delambre Base du système métrique, en la que su autor citaba a Méchain
como el primer y principal miembro de la expedición del meridiano. No obstante,
meses antes de la publicación, Delambre había hecho un descubrimiento. A causa
de las presiones del editor que quería el primer volumen publicado lo antes
posible, Delambre había dejado para otro momento el análisis a fondo de los
papeles de Méchain. Cuando lo pudo hacer, como decimos poco tiempo antes de la
publicación, se percató de la discrepancia de las mediciones de latitud hechas
en distintos puntos de Barcelona, y no sólo de eso, sino que con su experto ojo
de astrónomo se dio cuenta de que en los papeles se podía encontrar un esfuerzo
sistemático por parte del autor de las notas por hurtar dicha discrepancia a
otros ojos que no fuesen los suyos (de Méchain).
Como amigo, Delambre se
sintió traicionado. Pero su peor problema lo tenía como científico. El metro
había sido ya definido y esculpido en platino. El metro existía ya de una forma
definitiva; ¿tenía el científico Delambre la obligación moral de hacer saber
que, en parte, dicho metro se basaba en cálculos erróneos?
Los papeles revelaban
con claridad la agónica existencia de Méchain. Una vez y otra, había
reutilizado los datos y los había presentado de nuevo, en un intento por
hacerlos coincidir con lo que se esperaba que fuesen. Un hecho muy significativo
es que sus anotaciones no estaban hechas en un libro, sino en páginas sueltas,
lo que venía a reflejar cierta voluntad de hacer desaparecer algún día algunas
partes del relato. De hecho, ni Delambre ni nosotros podemos estar seguros de
que Méchain no hiciese observaciones hoy desconocidas. En ocasiones, incluso
había páginas que claramente habían sido copiadas para hacerlas pasar por las
anotaciones originales, mientras que éstas habían desaparecido.
Delambre construyó un
volumen coherente con todos aquellos flashes inconexos, redactando las
notas correspondientes que informaban de su origen. El 12 de agosto de 1807, en
la sala octogonal del Observatorio de París, Delambre presentó este inventario
de documentación a tres testigos. En una de sus notas, Delambre justificaba las
ediciones y sustracciones que había hecho sobre los datos porque, según él, no
afectaban al cálculo del meridiano. Años más tarde, en 1810, Delambre daría el
último paso en la documentación de su misión, depositando en el Observatorio su
propia correspondencia con Méchain. No obstante, cedió esta correspondencia
sellada, con la instrucción de que sólo fuese abierta en el caso de que
surgiesen serias dudas sobre los resultados de la misión del meridiano.
Todo el problema de las
observaciones de Méchain y lo que ahora sabía, sin embargo, colocó a Delambre
en una situación de insatisfacción que acabaría por aflorar conforme pasó el
tiempo y la misión del meridiano fue dejando de ser algo cercano. Diez años
después de que el metro hubiese sido oficialmente establecido, Delambre
admitió, por fin, que el progreso del conocimiento científico estaba
erosionando la validez de los cálculos realizados en su día. Llegó a sugerir el
redondeo de la longitud del metro a 443,3 lignes, eliminando dos
decimales en los que, según s u visión, estaba acumulada toda la basura de la
misión del meridiano.
No nos hacemos mucha
idea del enorme trabajo que realizó Delambre durante todos aquellos años. Había
comenzado a escribir en 1799, a causa de las discusiones de la comisión
internacional. Y en 1810 publicó su tercer volumen. Y le había costado todos
esos años darse cuenta de la verdad, y es que el error es, en buena parte,
connatural con el momento de conocimiento científico en que uno se encuentre
cuando lo comete. Esta asunción, incluida en el tercer volumen, tiene que ver
con cosas que Delambre había aprendido justo antes de escribirlo.
Algunos años después de
la misión del meridiano, la reflexión científica llegó a darse cuenta de que la
forma adecuada de enfrentarse a la misión de Méchain y Delambre era asumir que
la Tierra tiene un nivel de excentricidad en su forma que hace que lo suyo sea
tratar de trazar la curva más lógica derivada de las observaciones y, a partir
de ahí, estudiar en qué medida cada dato se aparta de dicha curva.
Esto, básicamente, es lo
que Adrien-Marie Legendre y Karl Friedich Gauss (por separado) llamaron el
método de los mínimos cuadrados, una de las claves de bóveda de la actual
estadística. Y es, probablemente, el momento mágico en el que la ciencia pasa,
por así decirlo, de soñar con la inexistencia del error, y decide, simple y
llanamente, intentar comprenderlo.
En 1805, mientras
Delambre trabajaba en el primer volumen de su obra, Legendre decidió aplicar su
método a los datos de la misión. Asumió que el meridiano de la Tierra trazaba
una elipse, y luego usó el método de los mínimos cuadrados para estudiar su
excentricidad. Encontró que dichas desviaciones eran tan grandes que no podían
adscribirse (como siempre había temido Méchain) a errores en la medición;
tenían que deberse a la propia excentricidad del planeta.
La reivindicación de
Méchain fue completada por un astrónomo francés, Jean Nicolas Nicollet, quien,
usando entre otros el método de los mínimos cuadrados, fue capaz de distinguir
en las observaciones de Méchain los errores de observación de los errores
sistemáticos, minimizando los primeros.
Así pues, Méchain sufrió
la locura, la depresión, la manía persecutoria, y sufrió sicológicamente en los
últimos años de su vida como casi no nos podemos hacer idea, por la sola razón
de que la matemática se retrasó apenas una decena de años en llegar en su
auxilio. Hay que estudiar, chavales. Hay que estudiar mucho.
En 1803, Jean Baptiste
Delambre sufrió unas fiebres reumáticas que lo convirtieron en un viejo casi
inválido. Un año más tarde, después de años de relación en modo Juanito
Valderrama y Dolores Abril, se casó con Elisabeth de Pommard, la madre de quien
entonces era su asistente. De hecho, el niño Pommard, que quería ser astrónomo
como su Tito, se enroló en la Escuela Politécnica, pero pronto la dejó para
adscribirse a la burocracia financiera de Napoleón. Murió teniendo 26 años de
edad, en Nápoles.
La evidente tristeza
personal, sin embargo, se combinó para Delambre con la mayor de las famas
científicas. Era secretario permanente de la Academia, había sucedido a Lalande
en el Collège de France, era miembro del Bureau des Longitudes y tesorero de la
Universidad parisina. En 1809, cuando Napoleón instituyó un premio al mejor
trabajo científico de la época, la Academia, por unanimidad, concedió el premio
en el apartado de ciencia aplicada al trabajo de Delambre. Esta nominación
montó el pollo. La familia de Méchain protestó por no ser parte del premio, y
la Academia, con esa forma que tienen los científicos de ser crueles con los
colegas cuando les apetece (porque, la verdad, decimos de los premios
literarios; pero los científicos son de lo peor), en lugar de simplemente
aceptar el hecho, emitió un dictamen en el que recordaba que Delambre había
medido 89 de los 115 triángulos del proyecto, además de mejorar los métodos
geodésicos y reelaborar todos los datos de Méchain. Delambre acabó por retirar
la obra del concurso por conflicto de intereses.
Dos años después, vino lo
inesperado: la caída del metro.
En los nuevos tiempos
franceses, que releían con indudable voluntad de cambio los tiempos
revolucionarios, muchos de los cambios de éstos fueron atacados. El primero de
ellos, la división del tiempo. Y no ha de extrañar, pues en contra de lo que
habían considerado los revolucionarios con su buenismo un tanto bobote, la
gente nunca se había acostumbrado a aquel calendario basado en las fases de las
estaciones, mucho menos a la semana de diez días. De hecho, la gente había seguido
celebrando el nuevo año en el punto en que lo hacen hoy. La ambición
napoleónica de conseguir buenos términos con el Papado hizo el resto. Así pues,
a medianoche del 10 de Nivôse del año XIV, volvió a ser de nuevo el 1 de enero,
en este caso de 1806.
El siguiente fue el
sistema métrico. En 1805 los científicos de la Academia hicieron lo que
pudieron por conservarlo, y en 1810, cuando de nuevo el sistema fue atacado,
intentaron convencer a Napoleón de que ahora que tenía control sobre media
Europa, en realidad era el mejor momento de diseminar el sistema. Pero Napoleón
tenía otra visión, y ni siquiera la propuesta de renombrar el sistema métrico y
llamarlo napoleónico le hizo cambiar.
El general estaba
preparando su invasión de Rusia, y por esta razón quería paz en casa. El 12 de
febrero de 1812, Francia adoptó las llamadas “medidas ordinarias”. Un sistema
basado en la barrita de platino, pero acercado a las medidas tradicionales. El
sistema decimal seguiría enseñándose en la escuela, pero estaba herido de
muerte. Lo cierto es que este sistema de medidas fue recibido fuera de Francia
como lo habría sido el decimal. Para los habitantes de los países invadidos,
las medidas tradicionales francesas eran tan extrañas como las nuevas.
Con la caída de Napoleón,
Delambre perdió buena parte de sus privilegios y un 75% de su salario. Sin
embargo, Luis XVIII le conservó el cargo de secretario perpetuo de la Academia,
así como su puesto en el Collège de France y en el Bureau des Longitudes.
Establecido en el 10 de la rue du Dragon como un viejito respetable, dedicó los
últimos años de su vida a escribir una Historia de la Astronomía.
Estamos ya en 1819. El
año del gran escándalo científico-funerario creado por el gesto de Suecia de
enviar a Francia la supuesta calavera de Descartes, que llevó a muchos a
preguntarse quién era, entonces, quien había estado enterrado en el Panteón y
había sido movido recientemente a la iglesia de Saint-Germain-des-Pres. Ese
año, Delambre, probablemente, se sintió morir, puesto que comenzó a hacer
preparativos para ello. Por ejemplo, quemó la mayor parte de sus papeles
personales. Asimismo, escribió una autobiografía donde trataba de contar la
verdad sobre la misión del meridiano. Como ya hemos dicho, archivó en el
Observatorio tanto las observaciones del meridiano como su correspondencia con
Méchain (ésta última, bajo llave). Murió en su casa, a las 10 de la noche de
1822.
A la muerte de Delambre,
quedaba por publicarse el último tomo de su Historia de la Astronomía, el
dedicado al siglo XVIII. El viejo Delambre le había dicho a sus amigos que en
ese tomo se contaría “toda la verdad” sobre la misión del meridiano. Decía que
quería lavar su conciencia y que por eso sólo se refería en el libro a
astrónomos ya muertos. Incluido él, pues había dejado encargado a su albacea
científico, Claude Louis Mathieu, la publicación del tomo tras su muerte.
Lo que Delambre dice de
Méchain en ese tomo y lo que dijo 17 años antes su oración fúnebre casi no se
parece en nada. Había pasado demasiado tiempo, durante el cual Delambre habría
aprendido demasiadas cosas. Con esa capacidad de rencor que, como digo, sólo
tienen los hombres de ciencia cuando discuten entre ellos sus méritos a mala
hostia, Delambre se remontaba hasta los mismos comienzos de la carrera de
Méchain como astrónomo, negando incluso la historia de que había tenido que
vender su telescopio a Lalande para pagar las deudas de su padre (y cito esto
porque, la verdad, maldita la necesidad de hacer este desmentido décadas
después de haberse producido la supuesta venta; como se ve, la crueldad de un
científico resentido no tiene límites).
Seguía Delambre
negándole a Méchain cualquier calidad como innovador, aseverando que todas las
fórmulas que había usado en sus mediciones eran suyas. En una venganza muy
sutil, el libro se deshace en elogios hacia Tranchot, y Delambre no podía
olvidar, cuando los escribió, que los estaba vertiendo sobre la persona más
odiada por su colega.
Por supuesto, el libro
de Delambre se ocupaba de la discrepancia barcelonesa, quitándole importancia
y, además, añadía otros datos nunca contados sobre el final de la misión: que
la mujer de Méchain había sido compelida a obligarle a terminar las mediciones;
que Méchain había exigido la dirección del Observatorio para volver a París.
Etcétera. Eso sí, al final (esto también es muy de los científicos, que se
pasan el día estrechando manos en las que antes han escupido, mientras sonríen)
admitía que Méchain, esa persona a la que en las páginas anteriores motejaba de
ladrón, de científico falto de brillantez, de extorsionador, era “un hombre
admirable desde todos los puntos de vista”. Y, por supuesto, afirmaba que todos
los errores y problemas en la misión del meridiano no comprometían el cálculo
del metro.
Las cartas entre Delambre
y Méchain no fueron abiertas hasta 1912. Para entonces, ofrecían ya pocos
alicientes para los investigadores. Sin duda, eso es lo que buscaba el hombre
que las donó.
A lo largo del siglo
XIX, el hecho de que la misión del meridiano había obtenido mediciones
contradictorias se convirtió en conocimiento extendido entre los astrónomos. En
realidad, la falta de exactitud del metro de platino no tenía que ver
estrictamente con estos errores, sino con la asunción, errónea, hecha por los
científicos franceses, en el sentido de que de la longitud del meridiano
triangulado se podría derivar la longitud de todo dicho meridiano.
El sistema métrico
volvió a Francia cuando el país regresó a la valoración positiva de su
revolución. Esto ocurrió en la revolución de 1830, que depuso a los Borbones y
colocó a Luis Felipe de Orléans al frente del Estado. En 1837, el sistema
métrico volvió a ser impulsado, de la mano, sobre todo, de Charles Émile
Laplace y Claude Louis Mathieu, esto es el sucesor de Delambre, quien para entonces
era diputado. La Asamblea votó la implantación del sistema en toda Francia a
partir del 1 de enero de 1840. Aquella medida fue mucho más racional que la
tomada décadas antes. Ahora se habían hecho las cosas bien pues, tras muchos
años en los que el sistema decimal se había enseñado en las escuelas, se podía
garantizar una entrada en vigor menos traumática, aunque no estuviese exenta de
resistencias e incluso de violencia. En todo caso, en 1840 el sistema métrico
llevaba siendo obligatorio en Holanda, Bélgica y Luxemburgo desde hacía dos
décadas.
El paso francés influyó
a otros. Piamonte y Cerceña lo implantaron en 1850. En Portugal también fue
implantado, aunque sufriendo diversos aplazamientos. Entre 1848 y 1863, la
mayoría de los nuevos Estados independientes de Latinoamérica lo adoptaron. En
1863, el acuerdo postal internacional firmado en París echaba mano del gramo
para establecer su régimen de pesos.
En 1851, en la
Exhibición del Crystal Palace, el sistema métrico fue el gran protagonista. En
dicha exposición triunfaron los estándares enviados desde París, al tiempo que
los organizadores de algunas competiciones se declararon incapaces de otorgar
los premios por la variedad de medidas en que se habían elaborado los proyectos
candidatos. En la Feria Mundial de París de 1867 se creó un gran stand
específico sobre la Historia de las unidades de medida, que culminaba en el
sistema métrico. En 1863, el Parlamento británico aprobó una resolución
aprobando el sistema métrico en todo el Imperio, y en 1866 el Congreso de los
Estados Unidos declaró la legalidad (que no la obligatoriedad) del sistema. En
1868, el Zollverein alemán anunció la adopción de estas medidas en 1872.
En 1867, en gran parte
por el hecho de que Prusia, la otra gran potencia continental, tomó la decisión
de acercarse al sistema decimal, surgió la discusión de fondo provocada por las
divergencias experimentadas en la misión del meridiano: ¿realmente era el metro
una medida natural, o una simple barra de platino que medía lo que medía como
podría medir otra cosa? Ésta fue la gran cuestión de la primera conferencia
geodésica internacional, celebrada en Berlín en dicho año. En las décadas
anteriores, todos los países europeos habían triangulado su propio territorio,
ajustando las medidas a la curva elipsoide que mejor se adaptaba a las
circunstancias de su trozo del planeta. De alguna manera, pues, era como si
cada mapa se hubiera hecho en una Tierra diferente. Surfeando sobre la potente
ola de globalización que es el siglo XIX, ahora todos estos geodésicos estaban
dispuestos a compartir sus mapas para componer uno solo; pero para eso
necesitaban un estándar.
Los alemanes propusieron
utilizar el método de los mínimos cuadrados (ya que, entre otras cosas, estaban
convencidos de que se debía a Gauss) para derivar la forma de alinear de forma
óptima los triángulos de cada país. Su idea era centralizar esta labor en la
Asociación Geodésica de Centroeuropa, que había sido creada en 1861 por el
general Jakob Baeyer. Sin embargo, cuando la propuesta superó las fronteras de
los países más en la órbita prusiana, los franceses no reaccionaron con
entusiasmo, precisamente. París, de hecho, no envió delegados a la convención
berlinesa.
La convención, en todo
caso, tomó una decisión que sigue vigente hoy en día. Una decisión pragmática
según la cual el metro debía seguir siendo el estándar de longitud, pero no
porque representase una diezmillonésima parte de la longitud del meridiano
sino, simple y llanamente, porque estaba ampliamente aceptado. Eso sí, curaron
su prurito por la precisión científica acordando que los defectos de la barra
de platino debían solventarse haciendo una nueva. En los treinta o cuarenta
años anteriores, diversos estudios científicos habían demostrado que la barra
de platino, de hecho, tenía defectos y era más sensible a la temperatura de lo
inicialmente pensado, por lo que probablemente su longitud había cambiado. La
convención quería que la nueva barra se ajustase lo más posible a la antigua,
pero que al mismo tiempo fuese elaborada por una agencia internacional, y así
evitar que se pudiese considerar la obra de un solo país.
Francia no se tomó bien
estos proyectos. Y es lógico. Digan lo que digan las declaraciones oficiales,
lo cierto es que el metro de platino era un metro francés. A nadie le
gusta que le quiten un monopolio y, de hecho, no faltaron las voces en Francia
que clamaron por una escisión entre la vieja medida y la nueva medida.
Finalmente, sin embargo, se impuso la racionalidad de los científicos, y de los
políticos, pues éstos, en la segunda mitad del siglo XIX, ya sabían lo
suficiente sobre relaciones comerciales internacionales y eso que hoy llamamos
globalización como para entender que no podían ir por ahí tocando los huevos e
inventando estándares nacionales. Una vez tomada la decisión, con esa
legendaria habilidad para ponerse al frente de la manifestación que hasta dos
minutos antes han negado, los franceses consiguieron llevarse el gato al agua
de convocar la conferencia internacional en París.
Sin embargo, hubo un
problemilla. En julio de 1870, dos semanas antes de empezar la conferencia,
Francia y Prusia fueron a la guerra. Esto provocó que los científicos alemanes
no atendiesen la conferencia, pero ésta se abrió el 8 de agosto con
representantes de quince países.
Los científicos se
pusieron de acuerdo en que no debían llegar a ninguna solución final hasta que
todos estuviesen allí. No obstante, comenzaron a discutir la principal
cuestión, planteada por los franceses, de si pretendían que realmente el metro
se basase en la longitud de la Tierra. Uno de los principales geodésicos
europeos del momento, el suizo (nacido alemán) Adolf Hirsch, les sacó del
error, afirmándoles que ningún científico serio abogaría por derivar el metro
de la longitud de la Tierra, y que el objetivo, por lo tanto, era que se
pareciese lo más posible al antiguo.
Así quedaron las cosas
porque no podían ir más allá. En 1872, una vez que Francia perdió la guerra y
dejó de ser una monarquía, París convocó una nueva convención, a la que acudieron
científicos de treinta países, alemanes incluidos. Fue ahí donde se decidió que
la nueva barra sería un 90% platino y un 10% iridio. Cada país haría un
estándar, y de entre todos se elegiría el mejor. Y crearon un Bureau
internacional para supervisar todo el proceso.
Así las cosas, la
Convención del Metro de 1875 permanece como el hecho que gobierna nuestras
vidas, medicionalmente hablando. La cosa se tomaría quince años de discusiones
científicas hasta que, en 1889, las barras fueron enviadas a París. Una de
estas barras, finalmente, reemplazó a la vieja barra de platino confeccionada
con los cálculos de Jean Baptiste Delambre y Pierre François Méchain; aunque la
barra primera no desapareció, pues los franceses la guardaron en su Archivo
Nacional.
No obstante, como había
prometido Hirsch y confirmaron los hechos, el metro de Delambre-Méchain no
desapareció. El viejo sueño ilustrado de crear una unidad de medida basada en
la Naturaleza no fue posible porque los dos astrónomos no fueron capaces de
derivar esa medida con exactitud. Pero la medida resultante de sus cálculos y
de los de la comisión internacional prevaleció, y todo parece indicar que
prevalecerá para siempre. Prevaleció en 1960, cuando el Bureau Internacional
decidió redefinir el metro como la longitud de onda de la luz emitida por una
transición de energía específica del átomo de kriptón 86. Como prevaleció en
1983 cuando, de nuevo, se cambió la definición por la distancia recorrida por
la luz en el vacío en 1/299.792.458 segundos. En ambos casos, los científicos
hicieron el camino contrario a los ilustrados del siglo XVIII: en lugar de
buscar el metro en la Naturaleza, buscaron la Naturaleza en el metro tal y como
lo había definido la expedición del meridiano.
Una expedición que
habría de costarle a uno de sus dos protagonistas, y a causa de su afán de
perfección, la tranquilidad de ánimo, la felicidad, la capacidad de disfrutar.
La vida misma, al fin y al cabo.
Descanse Pierre François
André Méchain en la paz que en vida no supo encontrar.
Como coda de todo este
relato, nos queda una pregunta por contestar: ¿y España? Intentaremos contar
algunas cosas en las próximas líneas.
La Academia Francesa,
durante el proceso de desarrollo del metro, había propuesto dos sistemas
distintos posibles para denominar sus divisiones y múltiplos: o bien un sistema
de nombres compuestos, o bien otra basada en nombrar cada subdivisión con un
monosílabo independiente (algo así como las notas musicales, pues).
Como hemos contado, la
Academia se decantó por el neologismo metro, concretamente en su sesión del 26
de marzo de 1791. Entre un sistema metódico para las subdivisiones y otro
basado en monosílabos, la Academia se decidió claramente por el primero, por lo
que, el 1 de agosto de 1793, incluyó la propuesta metódica en su informe a la
Asamblea. Sin embargo, por diversas dificultades esta nomenclatura no se aplicó
hasta el 7 de abril de 1795, aunque un decreto de 4 de noviembre de 1800
todavía permitía utilizar las denominaciones antiguas.
Sirvan estas palabras
como antecedente de la situación en la que estaba España cuando adoptó el
sistema decimal. A la hora de aplicar en español el nuevo sistema, podía optar
por desarrollar sus propios prefijos o nombres, podía aprovechar las
denominaciones antiguas, o podía aprovechar el sistema metódico desarrollado
por los franceses.
En esta polémica brilla
en primer lugar la figura de Gabriel Císcar, marino y astrónomo como Borda, y
uno de los sabios españoles que participó en la discusión del sistema métrico a
escala internacional. De hecho, estuvo en la reunión de París de 1798, de donde
se trajo cinco estándares de medida, obsesionado con sustituir lo antes posible
los modelos existentes por éstos. De hecho, en aquella España existían, y se
usaban, diversos patrones. En Burgos y Toledo se conservaban patrones de la
vara castellana, mientras que en Ávila había medidas de capacidad y el Consejo
de Castilla los tenía de peso, todos ellos de las medidas antiguas, por
supuesto.
En la Memoria sobre el
sistema métrico que elaboró Císcar en 1800 hay todo un capítulo dedicado al
tema que será más batallón en la implantación de las medidas en España. Porque
a España, por así decirlo, ya no le tocaba discutir la longitud del metro, que
era cuestión de todo lo que ya hemos visto, sino la formulación de sus
subdivisiones.
Císcar era un decidido
partidario de no otorgar a dichas subdivisiones nombres arbitrarios y sin
significado, y por lo tanto era partidario de adaptar al español el método
francés. Lo hace apostando claramente por las lenguas modernas, por
considerarlas más acertadas a la hora de conseguir un aprendizaje masivo. Es
por eso que rechaza el uso del griego en la formación de estas palabras. De
esta forma, el marino desarrolla una nomenclatura absolutamente propia o española,
en la que encontramos ejemplos como:
·
Vara decimal o medidera
para designar el metro.
·
Milla decimal o millar
para designar el kilómetro.
·
Céntima y mílima por
centímetro y milímetro.
·
Unera, celeminillo o
azumbre decimal, para el litro.
·
Unal o libra decimal
para el kilo.
Buscaba Císcar con su
propuesta hacer las cosas lo más fáciles posible pues, como comenta en su
Memoria, las de las unidades menores son las que ya se usan, y por ello no
pueden confundirse con los quebrados decimales indeterminados (esto es: décimo,
centésimo...). Denominar a las divisiones de capacidad decimillas, centimillas,
milesimillas, etc., verdaderamente no era sino acercarse a la forma en que
toneleros y comerciantes se referían a ellas (hablando, por ejemplo, de
cuartillos). Asimismo, las unidades menores de peso las hacía terminar en -avo,
pues era ése el sufijo habitualmente utilizado.
Sin embargo, cuando en
1821 Císcar vuelva a redactar una obra en defensa del sistema métrico, lo hará
ya abandonado esta propuesta de crear nombres propios, y se decantará por la
mera traducción de los términos franceses.
Ese mismo año, y a
requerimiento de las Cortes, el científico Salvador Ros y Renart presenta su
propia memoria sobre la introducción de un nuevo sistema de pesos y medidas. En
su trabajo, Ros se apunta a los argumentos tanto de los franceses como de
Císcar, en el sentido de que un solo sistema unificado es bueno para los
intercambios comerciales y relativamente fácil de enseñar; pero, en un signo de
los tiempos, añade un matiz “muy francés” al argumentar que un nuevo sistema
viene a sustantivar la evolución de España en el sentido de rechazar la tiranía
representada por las viejas medidas. Asimismo, Ros y Renart acude a un
argumento hoy bastante olvidado, como es el esfuerzo realizado por los
españoles en la definición del metro, realizado por el propio Císcar y el
matemático Agustín Pedrayes y Foyo; esfuerzo que, decía Ros, se ha realizado
sin beneficio alguno para la nación. Tal olvidado estaba y está este argumento
que no tengo yo noticia de que ni Císcar, ni Pedrayes, ni los dos juntos,
tengan en alguna plaza de España una estatua de ésas que celebra a los hombres
ilustres de España.
El exacerbado
nacionalismo de Ros y Renart, sin embargo, también le lleva a añadir confusión
en el tema de la nomenclatura, dado que le lleva a proponer “una que, siendo
española, pueda competir con la derivada del griego y del latín del sistema
métrico decimal establecido en Francia”. Este error le lleva a proponer
términos antiguos para las nuevas medidas. Así, proponía los términos: vara
para la longitud, copa para la capacidad, libra para el peso, vara cuadrada
para la superficie, vara cúbica para el volumen, y legua para lo que llamó
“itineraria”. A todos estos términos se añadirían múltiplos como diez, cien,
mil o diezmil, o divisores como deci, centi o mili. Se hablaría, por ejemplo,
de diezmilvara (escrito DM.Va para abreviar) para designar los 10.000 metros,
centilibra (c.Li), milicopa (m.Co), etc.
En 1835, José Radón,
veterano científico, realiza su propia aproximación al problema, con el intento
de crear un sistema métrico genuinamente español. Toma como medida fundamental
la vara castellana o de Burgos. Sin embargo, dado que el modelo existente está
ya muy deteriorado (algo que ya había hecho notar Císcar treinta años antes),
trata de hacerla coincidir con el metro, otorgándole un valor de 84
centímetros; o bien, como alternativa, propone definirla realizando el
experimento pendular que, según hemos visto, los franceses habían terminado por
desechar. Con estas medidas aproxima, por ejemplo, una medida de volumen, la
vara cúbica, que en su milésima expresión vendría a ser más o menos el
cuartillo que se usaba, aunque propone cambiarle el nombre por el de una vieja
medida latina, el modio. La medida del peso sería la vara cúbica de agua,
siendo la millonésima parte de la misma la medida que llama pondo; por lo que
toma como medida principal el kilopondo, esto es, mil pondos. Incluso proponía
reformar el sistema de monedas, creando el numo, equivalente a cinco pondos.
Cabe destacar, en todo
caso, que el sistema métrico también tuvo sus detractores en España, y quizás
el más señalado de ellos el ilustre matemático, conocido de todos los
estudiantes que utilizaron tablas de logaritmos, Vicente Vázquez Queipo. Queipo
había vivido en París pero, aun así, sostenía una posición radicalmente
nacionalista que le llevaba a rechazar el sistema métrico. En 1835, fue
encargado por el gobierno para proyectar una reforma del sistema de pesos y
medidas. Con su natural capacidad para el estudio, Vázquez Queipo realizó una
investigación exhaustiva de los sistemas de pesos y medidas antiguos, llegando
a la conclusión de que los españoles tenían origen árabe, y las medidas árabes
todavía en la Antigüedad, y éstas en la observación. Esto le llevó a defender
un cambio en el que las medidas oficiales sufriesen el menor cambio posible, y
con unos términos que no tenían nada que ver con el sistema métrico.
Tras todos estos años de
debates teóricos, el 19 de julio de 1849, Isabel II estampaba su firma en la
ley que establecía el sistema métrico. Una orden del 20 de julio crea una
comisión específica que monitorice todo el proceso, coordinando a una serie de
comisiones provinciales que han de velar de que en los Ayuntamientos se guarden
los modelos existentes hasta el momento. La ley de pesos y medidas introduce la
nomenclatura francesa meramente traducida, con escasas excepciones, como el
quintal o la tonelada. Tanto los múltiplos como submúltiplos se escriben esdrújulos.
La ley establecía que
las tablas de equivalencias debían estar en todas las capitales de provincia en
1851 y las nuevas medidas en 1852, además de introducirse la enseñanza en los
colegios. Desde el 1 de enero de 1852 sería obligatorio en todas las dependencias
del Estado. Sin embargo, la aplicación real se fue aplazando, y de hecho las
medidas previstas en la ley sólo se consiguen el 1 de julio de 1869, con
diversos problemas que abarcan todo el siglo.
La fijación definitiva
de las denominaciones del sistema métrico data, de hecho, de 1899, de la mano
de quien tenía que hacerla, esto es la Real Academia de la Lengua. Se basó en
una serie de elementos, que son:
·
Se aceptó la acentuación
esdrújula, puesto que el griego metron tenía una letra e breve que, por lo
tanto, perdía su fuerza en las palabras compuestas. Eso sí, admitió algunas
excepciones, como kilolitro o decagramo, en contra de lo que se decía y
escribía entonces.
·
Se abandonó el término
miriagramo, adoptando finalmente quintal y tonelada, así como mirialitro.
·
Declara no normativos
algunos términos que habían sido usados por algunos autores, tales como grama
por gramo, kilioi por kilo, etc.
·
Elimina algunos términos
como héctara, sustituido por hectárea.
·
Fija la acentuación y
escritura definitiva de estéreo, eliminando la relativamente común esterio.
·
Permite escribir kilo y
quilo.
Todavía casi un siglo
después, el 27 de octubre de 1989, España se integraba en el Sistema Europeo de
Medidas.
Todo un camino, por lo
que se ve.
Fantástico artículo. He disfrutado mucho leyéndolo. Sólo un apunte: Gabriel Ciscar si tiene una estatua en una plaza. Está situada en su pueblo natal, Oliva. Eso sí, a pesar de eso, es una figura desconocida hasta por sus propios paisanos.
ResponderBorrarGracias. Pero, en lo tocante a Ciscar, tenemos más género en la trastienda.
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