lunes, julio 14, 2014

El hombre que sabía hacer bien las cosas (16)

Hablando en plata, los enemigos de Nikita Kruschev en el aparato administrativo soviético intentaron llevárselo por delante en 1957, pero no lo consiguieron. De aquella derrota aprendieron muchas personas, entre ellas, Leónidas Breznev; y, por eso, cuando llegó el momento no cometieron los mismos errores.


El primer punto y fundamental era separar a Kruschev de Moscú en el momento del palo. Por eso se las arreglaron para enviarlo de vacaciones a Sochi, donde su capacidad de llamar a la Legión eran mucho más limitadas.

En realidad, Breznev no estaba en el centro de la movida. Esto lo podemos decir porque sabemos que, tras la salida de Kruschev hacia Sochi el 30 de septiembre, los conjurados estuvieron mareando la perdiz y no decidieron actuar hasta el 10 de octubre. Sin embargo, el 5 de dicho mes, Breznev mismo se había ausentado de Moscú, y de la URSS, en un viaje a la RDA (que celebraba su décimo quinto aniversario), lo que nos viene a indicar que no estaba en las technicalities del golpe: si lo hubiera estado, jamás habría abandonado su puesto.

Esto, sin embargo, no quiere decir que Leónidas no supiese nada de lo que se estaba cociendo. Su discurso en Berlín el día 6 de octubre parecía prácticamente escrito por Suslov. Un discurso de más de una hora en el que citó a Kruschev apenas una vez.

El 11 de octubre, cuando el avión de Breznev tomó tierra en el aeropuerto de Vnukovo, la comitiva de recepción no era la misma que la de despedida unos días antes, hecho éste notablemente inusual en el protocolo soviético. Una de esas personas inesperadas en la delegación era Suslov. Breznev y Suslov regresaron a sus dachas juntos en el mismo coche. Es prácticamente seguro que fue en ese momento cuando el futuro secretario general del PCUS fue informado de los detalles de la conspiración.

El lunes, 12 de octubre, una expedición espacial soviética de tres astronautas fue lanzada. A las 10,30 horas de la mañana, Nikita Kruschev hizo una llamada oficial a Baikonur para saludar y desear suerte a la tripulación. Pero un detalle en el que casi nadie cayó en ese mismo momento es que, pocos minutos después, Leónidas Breznev hacía exactamente lo mismo. Fue un gesto milimétricamente calculado para aconsejar a muchos altos funcionarios soviéticos cuál era la sombra del árbol que debían buscar.

Algo más tarde, cuando se hizo la hora de que Kruschev llamase a la cápsula espacial para ver qué tal iban las cosas, apareció junto a Anastas Mikoyan. Tras unos minutos de conversación con Vladimir Komarov, comandante de la expedición, de repente dicho: «Camarada, le voy a pasar el micrófono a Anastas Ivanovitch Mikoyan. Me lo está literalmente quitando de las manos.» Desde entonces, han sido muchos los analistas que han querido ver en estas palabras, del todo inusuales, una especie de llamada de atención por parte de un secretario general que se sabía perdido.

El 13 de octubre, martes, en la mañana, fue el día de la entrevista con Gaston Palewski y la inopinada desaparición de quien hasta ese momento era el hombre más poderoso de la URSS. Se supone que, tras salir de la sala de la entrevista, un Kruschev fuertemente escoltado fue trasladado a Moscú, adonde llegó a eso de las dos y media de la tarde. Fue recibido, todo un síntoma, por dos hombres del KGB: Vladimir Schemichastny, jefe de la policía secreta; y su antecesor, y también mentor, Alexander Shelepin. Los dos le llevaron al Kremlin, a la sede del Presidium, donde éste ya estaba esperándole. Una vez allí, Suslov tomó la palabra para atacarlo.

Como hemos dicho, los golpistas de 1964 habían aprendido de los de 1957. Esta vez, no le permitieron a Kruschev convocar un Comité Central en el que refugiarse. Todo lo contrario; en los días anteriores, los sublevados habían ido recabando los apoyos necesarios en este órgano, así para cuando celebró sesión, aquel mismo día 14, apenas lo hizo para escuchar las acusaciones de Suslov y aprobar la propuesta de aceptar la dimisión de Kruschev, «a causa de su avanzada edad y salud deterioriada». La misma sesión eligió al camarada Leónidas Illich Breznev como primer secretario general del PCUS.

Lo primero que hizo Breznev en su nuevo puesto fue cauterizar la única herida que todo aquel proceso podría ponerle en problemas: el resto de los países comunistas. Los jerifaltes de la conspiración sabían bien que en occidente nada se movería en favor de Kruschev, puesto que ni Washington ni las principales capitales europeas tenían, en puridad, nada que agradecerle. Era en los propios países satélite donde podía estar el problema.

Antonin Novotny, líder del partido en Checoslovaquia y kruschevita convencido, protestó diciendo que le había visto apenas unos días antes y que estaba perfectamente de salud. Los líderes polaco y húngaro, Vladislav Gomulka y Janos Kadar, estaban juntos cerca de Cracovia, en el país del primero de ellos. Gomulka estaba a punto de comenzar un acto cuando fue sacado de la tribuna y llevado a un teléfono, a través del cual habló con Breznev. Después volvió, susurró algunas palabras al oído de Kadar, y suspendió el acto.

En Moscú, la única señal aparente de que pasaba algo fue el hecho de que un almuerzo en honor del ministro de Comercio Exterior italiano, de visita en la URSS, fue retrasada dos horas sin explicación alguna. Pero, a primera hora de la tarde, una cuadrilla de operarios comenzó a descogar el retrato monstruo de Kruschev que se había colocado en la fachada del Hotel Moscú, para la fiesta de regreso de los astronautas. A las seis de la tarde llegó otro indicio: Izvestia, periódico gubernamental dirigido por el yerno de Kruschev, Alexsei Adzhubey, falló en los quioscos.

Dos días después de los hechos, el 16 de octubre, el Pravda despachó el asunto con 36 líneas insulsas más sendos retratos de Breznev y Alexsei Kosygin (quien, el día antes, había sido designado por el Presidium para sustituir a Kurschev como primer ministro). Eso mismo, 36 líneas, fue todo lo que se informó sobre el cambio de gobierno. Eso sí: nada más salir el periódico a la calle, comenzaron a desaparecer de las calles los cienes y cienes de retratos del ucraniano; en apenas unas horas, era como si jamás hubiese sido secretario general.

Todo lo que tuvieron los soviéticos y el mundo entero para saber que Kruschev no había dimitido sino que había sido depuesto fue un editorial de Pravda, publicado el 17 de octubre, que se titulaba La inquebrantable línea leninista del PCUS; texto en el que no se citaba al ucraniano, pero se criticaba abiertamente su política. El discurso de Suslov contra Kruschev nunca fue publicado, y ahora no parece ya que a nadie le importe una mierda.

En la mañana del 19 de octubre de 1964, el coronel Vladimir Komarov y los astronautas Konstantin Feoktistov y Boris Yegorov regresaron a la Tierra. Pero cuando aparecieron en el Hotel Moscú, impecablemente vestidos de civiles, se llevaron, tal vez, la sorpresa de que quien estaba allí para abrazarlos era Leónidas Breznev, no quien les había despedido cuando abandonaron el planeta.


Tal vez pensaron que, de alguna manera, como en El planeta de los simios, habían hecho un viaje en el tiempo. En realidad, si lo hicieron, fue al pasado. Porque aquel golpe palaciego que terminó con el liderazgo de Nikita Kruschev, más que una acción de moderna política, se asemeja a una movida urdida en los angostos pasillos de cualquier castillo medieval. Así era la URSS, Faro del Progresismo Mundial según muchos que la cantaban mientras ocurrían todas esas cosas, y siguieron cantándola durante décadas.

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