Al contrario que otros países
del entorno, Polonia nunca fue un enclave fácil para la Unión
Soviética. Al terminar la segunda guerra mundial, Polonia
tenía una larga tradición de colaboración con
los aliados; disponía de un gobierno en la sombra en Londres;
tenía conciencia política sobrada; y, last but not
least, tenía muy poquitas
cosas que agradecerle a la URSS porque, de hecho, la que pronto sería
la quintaesencia del progresismo mundial a los ojos de los veletas de
turno se había portado con Polonia, y se seguiría
portando, como un sátrapa violento e invasor.
La sociedad polaca
guardó como en un dorado camafeo familiar ese sentimiento de
traición perpetrada por sus propios salvadores; Occidente,
dejando que Yalta acabase por dejar caer Polonia en las manos de
Stalin; y el propio Stalin, cercenando después de ello toda
esperanza de independencia en el país. Poco a poco,
además, y porque este tipo de sentimiento negativo necesita de
instituciones estructuradas para conservarse, este tipo de oposición
silenciosa acabó por escoger como caldo de cultivo la Iglesia
católica, de inusitada fuerza en el país.
La segunda guerra
mundial acabó con algo más de un tercio de la población
de Polonia. Para que nos hagamos una idea, esto convierte dicha
guerra en una tragedia unas diez veces mayor que la guerra civil
española para los españoles. La mitad de los abogados o
de los médicos, y un tercio de los catedráticos o
sacerdotes, habían muerto en la contienda; sin contar con el
hecho de que la minoría judía, normalmente de elevado
nivel cultural y profesional, había sido literalmente
laminada.
Otro tema que
habitualmente olvidamos de la Polonia de la segunda guerra mundial,
entre otras cosas por el intenso interés de los franceses
hacia dicho olvido (en connivencia con los soviéticos), es que
en Polonia se montó el movimiento de resistencia antinazi de
mayor calado de toda Europa. La archifamosa Résistance
gabacha es a la Home Army polaca, con su gobierno en la sombra
radicado en Londres, su ejército propio, sus escuelas e incluso
su pequeño “Estado del bienestar” que pagaba “pensiones”
a sus necesitados, lo que Pocoyó es al Quijote.
Tampoco hay que
olvidar, hecho éste sistemáticamente preterido a lo
largo de todo el siglo XX porque no cuadraba, ni cuadra, con según
qué visiones, que Polonia fue invadida por la URSS tan sólo
16 días después de que Alemania lo hiciese por el otro
lado; todo ello merced a un pacto ruso-nazi que, por cierto, los
comunistas españoles, ésos que antes, durante y después
de la guerra civil hablaron y no pararon de frenar y combatir el
fascismo, recibieron aplaudiendo con sus disciplinadas orejas.
En marzo de 1940,
el Politburó de la Unión Soviética decretó
la muerte segura de casi 22.000 presos polacos, 4.421 de los cuales
fueron enterrados en las famosas fosas de Katyn. Muchos de los
asesinados allí, por cierto, ni siquiera eran militares, sino
reservistas. Estúpido matiz para el régimen Luminaria
del Progresismo Mundial.
Con total
desparpajo, la URSS permitió a esos mismos polacos a los que
había masacrado crear unidades dentro de su ejército
desde el momento en que Hitler les invadió. Los varsovianos,
hasta los cojones, se levantaron en agosto y septiembre de 1944, en
un movimiento de resistencia en el que murieron 250.000 personas (uno
de cada tres muertos en la guerra civil española, y eso siendo
generosos en el conteo de nuestras víctimas).
El final de la
guerra supuso la erupción de un enfrentamiento larvado entre
los grupos políticos polacos que rechazaban la influencia
soviética, y los que veían en la misma la salvación
frente a la barbarie nazi. Esta última tendencia, obviamente
promovida desde Moscú, movió ficha con rapidez. En
1948, los partidos Socialista y Comunista celebraron un congreso de
unificación, del que salió el Partido Unido de los
Trabajadores, que se benefició del órdago estaliniano
en Yalta, que acabó por entregar el poder en el país a
los comunistas.
Justo es decir que
los comunistas, conscientes de las amplísimas masas sociales
contrarias a ellos, sobre todo en el campo, pusieron en marcha una
política de desarrollo rápido para ponerles a estas
capas sociales frente a las ventajas del sistema. En los primeros
años de la Polonia comunista, en torno a un millón de
campesinos pudieron abandonar el campo, a causa de la creación
de otros tantos empleos en la industria.
Desde el primer
momento, la nomemklatura comunista tuvo claro que la Iglesia
era su gran contrapoder. Por eso se apresuró a embargar sus
propiedades y tomar el control sobre sus organizaciones, como
Caritas. Además, inventó un movimiento, en el de los
Sacerdotes Progresistas, que resulta difícil saber en qué
medida consiguió sus acólitos por convicción o
“convicción”. Se llegó incluso a colocar bajo
arresto en un convento de las montañas al primado de Polonia,
cardenal Stefan Wyszynski.
En 1953 falleció
Stalin y eso, para Polonia, siendo como era un país en el que
la élite comunista nunca había dejado de vivir con el
rabillo del ojo puesto en los centenares de miles de polacos que iban
a misa, que construían templetes clandestinos como respuesta a
la prohibición de levantamiento de nuevas iglesias; para
Polonia, digo, la muerte del medalla de plata al genocida del siglo
XX, supuso el comienzo de un proceso acelerado y casi inmediato de
desestalinización. En 1954, la cúpula comunista polaca
arrestó a la práctica totalidad de la policía
secreta estalinista. En diciembre de 1954, Vladislav Gomulka,
dirigente comunista que había sido arrestado en los tiempos de Stalin por “desviaciones
nacionalistas”, fue liberado. En 1955, por todo Polonia nacieron
una especie de grupos de discusión política; aunque
bien es verdad que era una discusión entre comunistas. El
comunismo polaco, además, impulsó inmediatamente sus
movimientos juveniles, lo cual, de una forma casi natural, provocó
el nacimiento de la crítica interna más o menos light,
muy propia de las personas en su primera juventud. En febrero de 1956
se produjo la famosa denuncia secreta de Khruschev sobre Stalin en el
congreso del PCUS, que prácticamente se siguió, en
Polonia, de la muerte de Boleslaw Bierut, cabeza del PCP estalinista.
De hecho, el 20 de marzo de 1956, con ocasión del funeral de
Bierut, Khruschev estuvo en Varsovia, y mantuvo otra reunión
secreta, en este caso en el seno del comunismo polaco, en la que
estuvo, de nuevo, crítico con Stalin.
En una decisión
que no tiene parangón en todo el Bloque del Este, el Partido
Comunista Polaco decidió realizar copias de aquel discurso del
premier soviético, y distribuirlas públicamente. En el
seno del comunismo polaco comenzaron a discutirse temas hasta
entonces prohibidos, sobre todo el pacto Hitler-Stalin y las
responsabilidades de Katyn. Fue en este ambiente en el que se
produjeron los sucesos de Poznan.
En 1956,
en Poznan, los obreros polacos “celebraron” la muerte del
estalinismo montando una huelga monstruo en un gran complejo
industrial metalúrgico que, paradójicamente, llevaba el
nombre de Josif Stalin. El motivo fue un nuevo sistema de cálculo
de los salarios y los seguidores del paro no menos de 100.000. En las
concentraciones, los obreros coreaban un eslógan especialmente
hiriente para orejas burocratocomunistas: “Muerte a la burguesía
roja”. Lo que siguió fue una represión brutal, con 70
muertos y cientos de heridos.
El comunismo
oficial polaco terminó con Poznan a sangre y
fuego. Sin embargo, eso no quiere decir que se pudiese permitir
seguir como si tal cosa. La presión sobre los comunistas era
enorme e interna (no se olvide que muchos de los reformadores finales
del comunismo terminal polaco eran entonces jóvenes cuadros
del Partido). Como consecuencia, tras la represión, el régimen
tuvo que abrir la mano. Las colectivizaciones en el campo se frenaron
en seco; más aún, el péndulo fue empujado en
sentido contrario y muchas tierras fueron devueltas a los campesinos.
El régimen comenzó a autorizar la construcción
de iglesias; más aún, los sacerdotes fueron invitados a
sentarse en el Sejm, Parlamento polaco (institución, en todo
caso, entre inútil y absolutamente inútil). En octubre
de aquel 1956, el cardenal Wyszynski fue liberado. Ese mismo mes,
entre aclamaciones populares, Gomulka fue colocado al frente del
Partido. En las vísperas del primer plenario del Partido
Comunista bajo Gomulka, Khruschev se presentó en Varsovia
acompañado por un ejército de aparachitniks
moscovitas, y no se fue hasta que Gomulka le juró por el
mismísimo Lenin que era un devoto comunista. Quizás el
juramento gomulkiano se vio de alguna manera influido por el hecho de
que, antes de salir de Moscú, el premier soviético
había dado órdenes a varias divisiones acorazadas
soviéticas para que se acercasen, haciendo ruido, a la
frontera polaca.
Desde algunos
puntos de vista, se podría decir que, en 1956, la URSS tuvo
dos problemas: Hungría, y Polonia. Moscú tenía
que decidir en cuál de los dos poner las palabras, y en cuál
los tanques; porque haber invadido ambos países a la vez
podría haber sido intensamente contraproducente y, de haberse limitado al diálogo en ambos casos, es probable que el Telón de Acero se hubiese ido a tomar por culo. Gomulka, en
este sentido, parece haber sido bastante más hábil que
Imre Nagy a la hora de convencer a Khruschev de que a él no
hacía falta convencerle a hostias.
Sin embargo,
Gomulka pagó un precio, porque la penetración de nuevos
cuadros en el comunismo oficial polaco se frenó en seco. Los
protagonistas de aquellos círculos de calidad creados años
antes,donde tan abiertamente se había discutido, fueron rápidamente enterrados en puestos simbólicos
del Partido. Sin embargo, esto no supuso la tranquilidad para el PCP,
que se vió rápidamente sobrepasado por la Iglesia.
El cardenal
Wyszynski, durante su confinamiento en la montaña, se había
convertido en un grandísimo devoto mariano. Lo cual no quiere
decir que creyese en Rajoy, sino en la Virgen. El marianismo del
primado polaco dejó una huella indeleble en el clero polaco y
se reprodujo en el Papa Wojtila, uno de esos sacerdotes que hablaron
con muchísima más pasión de María que de
su Hijo o, incluso, de su Divino Esposo. Wyszynski colocó a
Polonia bajo la figura de la Virgen (renovando el voto en tal sentido
del rey Juan II Kazimierz, 300 años antes). Luego organizó
la conocida como Gran Novena, en la cual, durante nueve años,
miles de meditaciones fueron convocadas, durante las cuales fue
paseada por todo el país una réplica de la conocida
Virgen Negra de Czrestokowa, cuyo original se venera en el monasterio
de Jasna Gora (en 1966, la paseada sería la Virgen original). Aquellos actos religiosos generaron demostraciones colectivas de miles y miles
de personas que ya quisieran para sí los comunistas. La Gran
Novena conforma una movilización que no tiene precedentes en
la Historia de la cristiandad moderna.
Después de
aquel intensísimo año de 1956, y por mucho que se
esforzó el comunismo oficial, ya nada volvió a ser
igual. El año dejó un trazo tan importante que en 1966
se celebró entre los progresistas su décimo
aniversario, que estuvo centrado por una conferencia del marxista
progresista Leszek Kolakowski, quien acusó a Gomulka de haber
olvidado el 56 y fue, por ello, expulsado del Partido Comunista.
También fue suspendido el profesor Adam Michnik, hijo de una
familia judía que ya profesaba el comunismo antes de la
segunda guerra mundial y que había sido encarcelado durante
algún tiempo; pero dicha suspensión provocó la
publicación de un manifiesto de miles de estudiantes y
profesores universitarios, muchos de los cuales, además,
enviaron sus bajas al Partido.
El comunismo
oficial aprendió del affaire Kolakowski-Michnik que
tenía que limpiarse de progres y críticos. En 1968,
estudiantes polacos fueron expulsados del partido en capazos de
cientos, si no de miles; para muchos de ellos, la expulsión
fue mucho más allá de un simple extrañamiento
político, pues supuso su inmediato llamamiento al servicio
militar. Para cuando sucedió la Primavera de Praga, no
quedaban en el Partido Comunista Polaco elementos que hubieran podido
apoyarla.
En diciembre de
1970, sin embargo, se presentó otro episodio de la que bien
puede ser vista como la lucha continuada entre el comunismo polaco y
todos aquéllos cuya voz había sido callada tras la
segunda guerra mundial por razón de la entrega del país
al entorno soviético. En el país se produjo una subida
rápida y elevada en el precio de algunos alimentos básicos
(diez días antes de Navidad), lo cual lanzó un rápido
movimiento de protesta en los astilleros Lenin de Gdansk (Dantzig en
alemán). Las autoridades locales cometieron el error de
prestar a los dirigentes obreros el sistema de megafonía de la
fábrica para convencer a los manifestantes de que depusiesen su actitud; éstos lo
utilizaron para convocar a todo el mundo a las puertas de la fábrica.
Aquella multitud hizo dos cosas de ésas que mueven a
cuestionarse la mitad de la historiografía, y tres cuartos de
la politología, del siglo XX (y del XXI): la primera, cantar
La Internacional; la segunda, exigir la dimisión de los
gobernantes comunistas. Luego marcharon hacia el centro de la ciudad
de Gdansk y atacaron la sede del Partido Comunista (menuda patota de
fascistas, ¿no?). En Szczecin, los trabajadores convocaron una
huelga en solidaridad con Gdansk y establecieron durante tres días
una república de trabajadores (quisimos decir: otra
república de trabajadores, ya que los regímenes
soviéticos es lo que son. O eso dicen).
En un claro signo
de desesperación mezclada con indecisión, el PCP llamó
a los trabajadores a crear comités para elaborar sus
reivindicaciones de una forma ordenada; curiosa incongruencia
histórica ésta, en la que la figura del soviet, tras
haber sido usada, sesenta años antes, para deteriorar un
régimen, era usada ahora, a la desesperada, para salvar otro.
El propio
llamamiento del PCP supuso la creación del Comité de
Huelga Interfactorías, que eligió a sus representantes,
entre ellos un electricista de Gdansk, que entonces tenía 27 años, llamado Lech Walesa.
Después de
varios meses de tiras y aflojas, huelgas y negociaciones, las subidas
de los alimentos fueron revertidas. No obstante, esto no se había
hecho sin disparar hasta la muerte a 44 obreros del astillero, como
poco (son las cifras oficiales). Demasiado para Gomulka, que fue
elegantemente sustituido por Edward Gierek, un ex minero.
Gierek estableció
en Varsovia la que se conoció como La Mafia de Silesia, la
región minera donde había sido gestor. Tomó las
grandes unidades de poder comunistas y las dividió en pequeñas
unidades, buscando no tanto la eficiencia en la gestión como
la ineficiencia en la lucha por el poder; la mayoría de los
líderes comunistas no han trabajado para otra cosa que para
prevenir las acciones de otros para desalojaros. Gierek, asimismo,
también creyó en una estrategia en la que, por aquel
entonces, creyeron muchos, casi todos, los gestores de los países
comunistas satélite, quizá con la excepción del
peripatético Nicolae Ceaucescu. Se trata de la estrategia de
tomar préstamos milmillonarios en Occidente con los que
financiar una mayor oferta de consumo para la población
interior (reduciendo así su cabreo) y, al mismo tiempo, una
modernización de la industria que la haría más
competitiva. Se trataba de una especie de cuento de la lechera en la
que las futuras exportaciones lo iban a pagar (más bien
repagar) todo.
Y, en su inicio,
funcionó. En la primera mitad de los años setenta,
Polonia creció a tasas chinas, como lo hicieron los salarios.
Pero para 1979 los créditos se habían acabado y la
industria no había respondido. Se debían 20.000
millones de dólares y el país tenía un modo de
vida económico el que debía de importarlo prácticamente
todo, pagándolo en dólares.
En junio de 1976,
subidas monstruo de los alimentos (entre el 70% y el 100%), provocan
la huelga en 130 factorías. Apenas 24 horas después de
haberla aplicado, el primer ministro apareció en televisión
rectificando la subida de la carne y anunciando extrañas
“consultas” con “representantes de la sociedad” (lo cual, bien mirado, venía a suponer la admisión por su parte de que el Partido Comunista ya no representaba, ay, a la clase obrera). Fue en este
punto en el que un grupo de intelectuales y profesionales forma la
KOR, Komitet Obrony Robotnikow, o Comité de Defensa Obrera.
Los fundadores del KOR animaban a los trabajadores a crear pequeños
KOR en cada fábrica y comunicarles cualesquiera casos de
agresión, que publicaban en un Boletín. Otros grupos
nacionalistas crearon un comité para la defensa de los
ciudadanos y de los derechos humanos, y la Iglesia creó el
llamado Movimiento por la Joven Polonia. Movimientos, todos éstos,
que publicaban trabajos de intelectuales amortajados por el régimen,
como Czeslaw Milosz o Witold Gombrowicz. Nada de esto podían
prohibirlo los dirigentes comunistas. Sabían que una acción
de este tipo sería inmediatamente denunciada en Radio Europa
Libre, cuya recepción en media Polonia era imparable (las ondas hertzianas no saben de fronteras),
generando con ello, además, problemas con los prestamistas
occidentales sin los cuales el comunismo era una cáscara de
huevo.
A finales de la
década de los setenta, la estrategia de mejorar la capacidad
de consumo de los polacos los había sumido en una humillante
pobreza relativa y un déficit en la balanza de pagos de 25.000
millones de dólares. Para colmo, en octubre de 1978, en Roma,
el colegio cardenalicio, según los no creyentes; o el Espíritu Santo, según los creyentes, tiene la humorada de elegir Vicario de Cristo
en la Tierra a un tipo que está dispuesto a hacer lo que sea
(incluso embarcar a la Iglesia católica en negocios
financieros que lo más elegante que se puede usar para
definirlos es la expresión “poco claros”) con tal de
cargarse el comunismo en Polonia.
El 2 de junio de
1979, Karol Wojtyla, ya investido de los albos ropajes merengues del Padre Santo, visitó Polonia, en la que estuvo nueve días
durante los cuales, como han escrito diversos observadores polacos,
el Estado comunista prácticamente desapareció. La
retransmisión de la misa monstruo celebrada en Varsovia ante
un cuarto de millón de personas fue cautelosamente realizada
en los planos para no dar la exacta medida de la multitud. Los
comunistas hubieron de permitir la publicación de los sermones
papales sin censura. Tras setenta años de ingeniería
social, primero de Hitler, y luego de Moscú, para hacer de la
sociedad polaca otra cosa, el cántico más repetido
durante los encuentros con el Papa (“queremos a Dios en nuestras
familias, queremos a Dios en la escuela, queremos a Dios en los
libros”) dejó bien claro que Polonia se obstinaba en seguir
siendo lo que siempre había sido: un stronghold
católico. En nueve días, 30 años de trabajo
social comunista se fueron a la puta mierda.
1 de julio de 1980.
De nuevo, como no puede ser de otra manera estando la economía
polaca como está, se decretan subidas de los alimentos.
Comienzan las huelgas. En Lublin, una huelga general de once días.
Son las fechas inmediatamente previas a los Juegos Olímpicos
de Moscú, y en todos los países satélites es
común el rumor de que la URSS está chupando alimentos
de donde puede para poder dar una buena impresión al mundo;
rumor que no ayuda demasiado a los comunistas polacos.
El gobierno hace
ofertas diversas para parar la huelga de Lublin. Pero a mediados de
agosto, los 17.000 trabajadores de los astilleros Lenin de Gdansk inician un movimiento de protesta por el despido de Anna
Walentynowicz, una operadora de grúa con 30 años de
experiencia en la factoría. Cinco meses antes de haberse
jubilado con pensión, es despedida por repartir hojas
clandestinas a la puerta de la factoría, y por pertenecer al
Sindicato Libre de la Costa, fundado por un KOR, Bogdan Borusiewicz.
Fue Borusiewicz quien, el 10 de agosto, había convencido a
Lech Walesa, quien había sido despedido de los astilleros en
el 76, para montar bulla. Cuatro días después, con la
huelga a punto de comenzar, a los gestores del Lenin de repente se
les aparece la virgen de Montserrat tocando la cobla, y readmiten a Walesa. Sin
embargo, éste no cesa en la presión. El día 16,
el director del astillero anuncia subidas de salarios, para
equilibrar la subida de los alimentos, la readmisión de
Walesa, y la de Walentynowicz. Walesa anunció por los
altavoces de la fábrica el final de la huelga (que incluía
la ocupación de los astilleros). Siendo fin de semana, la
mayoría de los huelguistas comenzaron a desfilar hacia sus
casas.
Sin embargo, dentro
del astillero continuaron las protestas. Provenían de los
trabajadores de las empresas auxiliares del astillero, que habían
ido a la huelga en solidaridad con los obreros de Gdansk, y que ahora
se sentían traicionados por los dirigentes sindicales. Walesa
se dio cuenta entonces de que había cometido un error y,
acompañado de la veterana gruísta y otros activistas,
se plantó en la puerta del astillero para anunciar a los que
se iban de que había que continuar la huelga, ahora en
solidaridad con los trabajadores de las auxiliares. No obstante,
apenas convencieron a unos cientos de trabajadores.
En ese momento, un
sacerdote de Gdansk, el padre Henryk Jankowski, celebró una
misa justo enfrente de los astilleros, que fue seguida por una
ceremonia por la cual se colocó una cruz de madera en el punto
donde los huelguistas de 1970 habían sido asesinados a tiros.
Los centenares de
trabajadores que permanecieron en el interior del astillero aquel
domingo elaboraron una plataforma reivindicativa de 21 puntos, entre
los cuales figuraba la abolición de la censura, la liberación
de los prisioneros políticos, o el derecho para formar
sindicatos autónomos; en otras palabras, exigiendo del
comunismo que dejase de ser comunista. El 18 de agosto, los
astilleros de Szcecin se encontraron con una huelga. El día
24, por si fuera poco, se publicó una parte de una carta de Wojtyla al
cardenal Wyszynski, escrita el 18, en la que llamaba a los obispos a
“defender el derecho inviolable del pueblo polaco a su propia
vida”. Todo el mundo entendió aquella carta, por mucho que
estuviese escrita en elegante lenguaje vaticano, como un apoyo a las
huelgas.
Lo era.
Las gentes de
Gdansk entraban en el astillero comida para los trabajadores
encerrados dentro. Médicos y enfermeras les procuraban
atención sanitaria gratuita. Sacerdotes daban misa tras misa,
mientras las tropas rodeaban el astillero. El mismo día que se
publicó el mensaje papal, representantes del Partido abrieron
una negociación con los representantes de los trabajadores
que, hecho éste inusitado, fue retransmitida en directo por
los altavoces al interior de los astilleros (no al exterior; las
lineas telefónicas con Gdansk estaban cortadas).
Los denominados
acuerdos de Szczecin (30 de agosto) y Gdansk (31) incluyeron aumentos
salariales, y la aceptación de sindicatos independientes. El
PCP echó en septiembre a Gierek, sustituido por Stanislaw
Kania, quien duró poco, pues en octubre fue sustituido por el
general Wojciech Jaruzelski. En noviembre de 1980, un tribunal
reconoció la legalidad del sindicato Solidaridad. En enero de
1981, Walesa encabezó una delegación que fue a Roma a
besar el anillo papal. Para entonces, el sindicato tenía 10
millones de miembros. De hecho, un tercio de los militantes del PCP
eran ya miembros de Solidaridad; porque la gente puede ser tonta,
pero no gilipollas.
Jaruzelski no
estaba en la mejor de las situaciones. Cada vez que sonaba el
teléfono y la secretaria le informaba que era Moscú, ya
sabía lo que le tocaba: desde la sala de máquinas del
leninismo se le exigía la imposición de la ley marcial.
En abril de 1980, el general y Kania se reunieron secretamente con el
dirigente del KGB Yuri Andropov (ser jefe del KGB ayuda para llegar
al poder en Rusia, como bien sabe Vladimiro Putin) en un tren
aparcado en una vía báltica. Los polacos le insistieron
a los soviéticos en que tenían que dejarles restablecer el orden
con sus propias fuerzas.
Solidaridad,
además, supo medir sus fuerzas. Creó todo un sistema de
debates libres y prácticas de libertad en el día a día;
pero en momento alguno se postuló como alternativa al Partido
Comunista y, lo que es más, nunca, en aquella época,
cuestionó la propiedad centralizada de los elementos de
producción (excepción hecha de las granjas rurales que
ya habían sido transferidas a los agricultores).
El 13 de diciembre
de 1981, finalmente, el general Jaruzelski llevó a cabo algo
que podría definirse como una ley marcial light, usando
la policía antidisturbios (ZOMO) y el ejército; pero que, en todo caso, supone un nuevo frenazo en seco del aperturismo. Se
hicieron unas 5.000 detenciones, de las cuales 12 fallecieron. En la
radio, el general afirmó que Polonia estaba al borde de un
abismo, y que para el país la única vía de
salvación era el socialismo. Las medidas retrotrajeron a
Polonia a los tiempos totalitarios: se limitó el tráfico
ferroviario, se limitó enormemente el aéreo, se impuso
la música militar en la radio, y los presentadores de la
televisión fueron obligados a llevar ropa militar. El primer
mandatario polaco formó una junta con 16 generales y 5
coroneles, la llamada WRON (siglas polacas del Consejo Militar para
la Salvación Nacional).
Jaruzelski decretó
la ilegalización de Solidaridad, pero ya era tarde. Los
polacos, y la propia Solidaridad, habían vivido 16 meses de
libertad.
En 1988, muchas
cosas habían cambiado en el mundo soviético. Polonia
había empezado a ser un problema en el tiempo de Leónidas
Breznev quien, de hecho, había encomendado el seguimiento del
tema polaco a su mejor hombre, Mikhail Suslov. Yuri Andropov, a quien
hemos visto enterándose de la movida de primera mano, quizás
amenazando con una intervención soviética en el país,
pocas oportunidades tuvo de ocuparse del asunto polaco cuando fue
jefe de la URSS. Por último, Konstantin Chernienko es probable
que, en plena mamandurria de vodka, no fuese capaz de distinguir
Polonia del cárter de un tractocamión. Ahora en 1988, sin
embargo, al frente de la URSS se encuentra un comunista joven,
Mikhail Gorbachov, con ideas liberales y ganas de trabajar.
Nada querían
los gobernantes polacos más que evitarle problemas a Gorbachov, sabiendo como sabían que el secretario general del
PCUS tenía que atravesar los pasillos del Kremlin corriendo en
zigzag, para evitar las navajas. Y, sin embargo, no pudieron
evitarlo. En mayo de 1988, una nueva generación de
sindicalistas de Solidaridad organizó una nueva ola de
huelgas, probablemente animada por los cambios en la URSS y por la
retirada de las tropas soviéticas de Afganistán. En
agosto del mismo mes, con la reivindicación de relegalizar
Solidaridad, el Lenin de Gdansk fue de nuevo a la huelga. Frente a
los cuadros comunistas, Jaruzelski dijo adiós a la represión
por la represión. En los días anteriores, había
leído decenas de informes de la policía secreta que
aseguraban que el recuerdo de la ley marcial no tenía la menor
afección en los trabajadores polacos. El 31 de agosto, como
consecuencia, el general Czeslaw Kiszczak se reunió con Lech
Walesa y representantes de la Iglesia. Fue un movimiento liberal que
provocó la reacción inmediata de los más
conservadores en el Partido, liderados por Alfred Miodowicz, que
obligaron a Jaruzelski, el principal impulsor de las negociaciones, a
trazar líneas rojas: ni Solidaridad sería relegalizada,
ni los miembros más radicales de su círculo, como Jacek
Kuron o Adam Michnik, formarían parte de los grupos de diálogo.
Moidowicz, quien
tenía una elevada opinión de sí mismo, concedió
una entrevista en el periódico oficial Tribuna Ludu, en
la que afirmaba que los sindicatos oficiales, bajo su dirección,
protegían al trabajador mucho más que Solidaridad; y
que estaba dispuesto a debatirlo con Walesa en televisión. El
17 de noviembre, un día después de publicarse la
entrevista, Walesa aceptó.
Fue un error,
quizás el último, del comunismo polaco. El debate,
contra la opinión de la mayoría de los funcionarios del
partido, se celebró el 30 de noviembre. Walesa cocinó a
Moidowicz a fuego lento y, luego, se lo comió con patatas y
mermelada, mascando muy, muy despacio. Para colmo, mediante aquel
debate, Walesa había superado la enorme barrera de censura en
la que había sido encerrado durante años; y eso lo
habían hecho los mismos que durante tanto tiempo habían
trabajado para que la mayoría de los polacos supiesen de
Walesa, pero no conociesen a Walesa.
Solidaridad fue
relegalizada. En diciembre, Walesa fue recibido en París por
François Mitterand, poco menos que como un jefe de Estado. Para
Jaruzelski y su primer ministro, Mieczyslaw Rakowski, era claro que
había que negociar; pero esta estrategia sólo fue
aprobada por el Partido después de que los dos, junto con
Kiszczak, amenazasen con dimitir si la propuesta no era aprobada, y
se ausentasen dramáticamente de la votación.
Lo cierto es que
los comunistas estaban convencidos de que serían capaces de
retener el poder. Así lo ha afirmado el negociador del Partido
(y presidente de la Polonia poscomunista), Aleksander Kwannievski. De
hecho, estaban tan convencidos que permitieron a la televisión
transmitir las sesiones de diálogo en directo. Acojonante.
Personajes que habían desaparecido de la legalidad hace años,
teóricamente borrados de la faz de la Tierra, de repente
aparecían en televisión, frente a los dirigentes
comunistas, con pegatinas de Solidaridad en el pecho.
Y, lo que es más
importante: el muro de carga del leninismo, que no es otro que su
reclamación del monopolio en la defensa de los intereses de la
clase trabajadora, se había ido al carajo. Pero, claro, para
entonces, el gobierno comunista polaco no podía ni ir a cagar
si antes no le habían enviado de Occidente un par de dólares
para el papel higiénico...
Todo lo que buscaba
para entonces Giemerek, designado jefe de la negociación en la
mesa política, era la organización de unas elecciones
de juguete que, por supuesto, los comunistas ganarían. O sea:
reconocimiento de la oposición, pero ni hablar de darles el
poder. El 65% de los puestos del Sejm fueron reservados para
lo que entonces se dio en llamar, en una humorada de cojones, “la
coalición gobernante” (ahora se acordaban los comunistas de
que, once upon a time, les apoyaron el Partido Unido Campesino
y el Partido Demócrata). Además, claramente como
respuesta a la presión soviética, se incluyó la
figura de una presidencia, elegida por el Parlamento, con enormes
poderes. Eran unas condiciones que garantizaban la pervivencia de
Jaruzelski como hombre de poder en Polonia.
La oposición,
lógicamente, dijo no. Pero Kannievski hizo una contraoferta: un
Senado con 100 escaños, elegidos, todos, libremente.
En la primera
vuelta de las votaciones, la oposición ganó 160 escaños
de los 161 por los que luchaba, y 92 de los 100 puestos en el Senado;
la “coalición en el poder” consiguió tres escaños
en el Sejm, y ninguno en el Senado.
A la luz de estos
resultados, Walesa negoció con los dos aliados tradicionales
del Partido Comunista para elaborar una coalición de gobierno.
Ambos aceptaron, y fue de esa forma que Walesa pudo presentar la
candidatura a primer ministro de su viejo amigo y colaborador,
Tadeusz Mazowiecki. El 12 de septiembre, cuando Mazowiecki se presentó
frente al Sejm (audiencia ante la cual, por cierto, se desmayó),
el comunismo en Polonia había muerto. Bueno, muerto. Se había
sometido, por fin, a unas elecciones, y había sacado lo que
más o menos ha sacado siempre que ha intentado imponerse con
argumentos, y no con tanques.
Josif Stalin, en
famosa anécdota, había respondido con displicencia
cuando Winston Churchill le había hablado en Yalta de la
influencia del Papa: “¿El Papa? Pero, ¿cuántas
divisiones tiene?”
Y es que todo el
mundo se equivoca alguna vez.
Creo que
corresponde a la verdad considerar a Polonia como el país del
bloque soviético, de largo, menos totalitario y dictatorial de
todos los que formaron parte del mismo. Cosa que consiguió
Polonia sin que jamás se produjese en este país la
entrada de los tanques rusos, como le ocurrió a húngaros
o checoslovacos; hasta ese punto Moscú hubo de asumir que
Varsovia era “algo especial”.
Simplificando
mucho, podría decirse que mientras Moscú pudo creer,
sinceramente, que era la alternativa mundial al poder estaounidense,
no le importó que en Polonia, por así decirlo, pasasen
cosas. Sin embargo, en el momento en que tuvo la conciencia de haber
perdido la batalla; en el momento que llegó a la idea clara de
que no podría con los Estados Unidos, y que a éstos les
cabía esperar de Varsovia el primer punto de apoyo en su
trastienda; en el momento en que tuvo conciencia de todo esto,
decidió sacar el cuchillo de capar.
En diciembre de
1981, como hemos visto, la élite soviética declaró
la ley marcial en todo el país, enviando a toda su oposición,
sindical y social, a la clandestinidad. Sin embargo, para entonces
Polonia tenía ya el tipo de problemas que tenían el
resto de los satélites soviéticos, muy especialmente la
RDA: había pedido, y obtenido, importantísimos créditos
en Occidente para financiar un salto adelante industrial y
tecnológico que nunca había llegado; ahora debía
todo ese dinero; su producción se vendía así así
en los mercados internacionales; y, para colmo, su moneda se
depreciaba por minutos, encareciendo la deuda en cada movimiento.
El gran error de la
élite polaco-soviética fue pensar que el mando en el
gobierno se podía mantener como consecuencia de negociar con
una treintena de personas en una sala.
Pero los hechos son
mucho más fuertes que las negociaciones.
Impresionante,como siempre.
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ResponderBorrarEnhorabuena por el post y por el proyecto de blog en general. Te sigo desde hace tiempo gracias a un enlace en alfanje.blogspot.com.
ResponderBorrarRespecto a esta entrada, tan sólo quería complementar tu estupendo repaso a la historia polaca con una referencia al 68. Más allá de la expulsión de jóvenes del partido, los disturbios estudiantiles sirvieron de pretexto para la expulsión de gran parte de la población judía superviviente bajo el lema del "anti-sionismo"... simple pretexto para realizar una purga, y de paso complicar aún mas la historia de los judíos en este país.
Saludos desde Wroclaw
Apasionante. Entré a echar un ojito, y lo he leído hasta el final. Es parte de mi vida, y recordaba retazos, pero me faltaba la perspectiva global. En España en los 70 y 80 pasaban suficientes cosas como para tener nuestras mentes ocupadas al cien por cien..
ResponderBorrarMagnífico