sábado, abril 14, 2007

Stalingrado

Winston Churchill, primer ministro británico durante la segunda guerra mundial, escribió una vez que en enero de 1943, durante la batalla de Stalingrado, habían girado los goznes de la Historia. Y no le faltaba razón. Es idea compartida por los historiadores de aquella guerra que fue en Stalingrado donde Alemania, o mejor deberíamos decir Adolf Hitler y sus generales, comenzó a perder la guerra.

Con esta personalidad que tengo, que me hace tener querencia por los pequeños detalles y los hechos de poca importancia aparente, a pesar de que llevo bastantes años interesado por la Historia, Stalingrado nunca me había motivado mucho. De hecho, por ejemplo, jamás he visto ni una sola de las películas que se han hecho sobre esa batalla, que son dos o tres según mis cuentas. No obstante, los hechos, como las personas, te escogen. Hay hechos que son como una novia pesada y te persiguen, de una forma u otra. A mí me suelen perseguir en forma de libros. Hace algunos años, haciendo tiempo en el VIPS del Heron City esperando a entrar en el cine, en las estanterías de libros baratos paseaba yo mis ojos por lomos de best-sellers. No quería comprar una novela; me quejaba en mi interior de que en esos templos del éxito lector no haya libros de Historia, cuando tropecé con el famoso libro de William Craig sobre Stalingrado, Enemigo a las puertas, y me lo compré.

De alguna manera, pensé que los muertos de Stalingrado se habían quedado ya contentos con esa lectura por mi parte. Pero no era así. Hace dos semanas, pateando el caótico montón de libros de un chamarilero del Rastro, encontré un libro verde, razonablemente bien conservado, una edición de Noguer de 1960. El libro se llama El ejército traicionado y es obra de Heinrich Gerlag.

He pasado una semana robándole minutos a cualquier cosa para devorar sus quinientas páginas.

Lamento daros la referencia de un libro descatalogado (según el ISBN, no ha sido reeditado y Uniliber, el buscador de libros usados, exporta una sola referencia) y a continuación deciros que deberíais leerlo. Pero es así. Quizá alguno de los visitantes de este blog que, según me chiva Google Analytics, nos lee desde Alemania, tenga más facilidades para encontrarlo.

En cualquier caso, el hecho de que sea un libro tan poco frecuente, que estuviera en un montón de folletos y cosas de escasísimo valor, y que yo lo encontrase, me ha dado que pensar que, una vez más, los muertos de Stalingrado han querido hablar. Porque ésa, y no otra, es la intención de Gerlag. En el prólogo del libro nos cuenta que lo escribió dos veces: una, estando preso de los rusos, que se lo incautaron; y otra, años después, en Alemania, en ambos casos como homenaje a los muertos y a los vivos. En ese homenaje, Gerlag nos aporta un testimonio para mí extraordinariamente valioso por lo raro: un viaje al interior de las líneas alemanas.

Stalingrado se llama hoy Volgogrado, un nombre bastante insulso (viene a ser como llamarle a Zaragoza Ebroburgo). En una extensión no demasiado grande hacia el oeste de la ciudad, entre los ríos Volga y Don, quedó, el 23 de noviembre de 1942, atrapado el VI Ejército alemán al completo, junto con las divisiones blindadas del IV Ejército; en total, 22 divisiones completas, más de 200.000 hombres. Esto ocurrió tras una acción ofensiva rusa que acabó con dos frentes defendidos por soldados rumanos aliados de los alemanes. La extensión dentro de la cual quedaron los alemanes recibió entonces el nombre de La Bolsa, y el proceso de progresivo deshinchamiento de dicha Bolsa fue el centro de la tragedia de Stalingrado.

Desde el inicio de este asedio a gran escala, la orden de Adolf Hitler fue la misma: resistir. Tenía tanta pasión por la idea de que el ejército alemán no cediese ni un metro de terreno en Stalingrado que, de hecho, todo parece indicar que en los inicios del invierno de 1942-1943, a las 22 divisiones alemanas les habría sido relativamente sencillo romper el cerco ruso por el oeste (el ejército alemán avanzaba hacia el este y se retiraba hacia el oeste). De hecho, un general, Heinz, lo hizo. Fue desposeído del mando y sometido a un consejo de guerra. Hitler había definido cuál era la Hauptkampflinie, la HKL o línea del frente, y nadie más que él podía cambiarla.

Dentro de la Bolsa quedaron entre 250.000 y 300.000 alemanes, rumanos e italianos (incluso algún croata), aunque éstos últimos en proporción muy pequeña. Eran, por lo demás, una mezcla de unidades veteranas y bisoñas y, a finales de noviembre de 1942, estaban razonablemente bien pertrechadas de vehículos, artillería y, en menor medida, carros de combate. Según el ambiente descrito por Gerlag en su novela, de hecho las tropas alemanas, justo antes de producirse el cerco, estaban razonablemente frescas de cuerpo y mente y confiaban en un pronto relevo. Quedar cercadas, por lo demás, tampoco las traumatizó. Disponían de aeródromos, en ese momento sobre todo el de Pitomnik, con capacidad sobrada para el despegue y aterrizaje de los Junkers del ejército alemán; y estaban, además, convencidos de que el ejército alemán, desde fuera de la Bolsa, sería capaz de romper el cerco. Además, estaba el desprecio hacia el combatiente ruso, al que consideraban un combatiente inexperto, cobarde, mal pertrechado y organizado por generales más bien torpes.

La mayoría de esos 250.000 alemanes, por lo tanto, pensaba, a principios de diciembre de 1942, que estaba en medio de una batalla que ganaría con relativa facilidad. Pero sesenta días después no menos de 170.000 de ellos estaban muertos, algunos por heridas de guerra pero otros muchos de disentería u otras enfermedades y, en su mayor parte, de pura y simple debilidad.

Las claves de la cuestión fueron dos. En primer lugar, el Alto Estado Mayor de Hitler, pecando del mismo pecado de infravaloración que sus propios soldados, creyó que el teniente general Hoth, a quien sus hombres conocían como El Enano Rabioso, integrado en el ejército al mando del general Von Manstein, lograría romper el cerco con su avance desde Kotelnikovo, a unos 150 kilómetros de Stalingrado por el suroeste. Lo cierto es que lo más cerca que llegó a estar fue algunas decenas de kilómetros, y tuvo que retirarse enseguida; de hecho, la operación Hoth nunca intentó otra cosa que establecer una línea de suministro. El 19 de diciembre, llegó a unos 50 kilómetros de La Bolsa y estableció una cabeza de puente. Sin embargo, pocos días después de llegar, tuvo que mover sus tres divisiones al codo del río Don, lejos de Stalingrado, para evitar una catástrofe para el ejército alemán. Y ya no volvió.

La operación de Hoth, en todo caso, contaba con que la presión sería doble, o sea, que mientras él intentaba «entrar», el general Von Paulus, al mando del VI Ejército, intentaría «salir». Cosa que Paulus no hizo. O, más bien, no pudo hacer. ¿Por qué? Aquí llegamos a la segunda cuestión: los suministros.

Porque los suministros, metéroslo en la cabeza, son tres cuartos de guerra. Si tuviésemos una cámara de video mágica que nos permitiese grabar escenas ocurridas en el pasado y filmásemos, un suponer, a los tercios españoles de Spinola avanzando hacia Malinas, veríamos una larga fila de piqueros y caballeros, de respetable longitud, seguida de alguna artillería y, después, otra fila tan larga o más que todo lo anterior formada por cocineros, pajes, artesanos, descuideros, prestamistas y prostitutas. Un ejército, antes que nada, es lo que come, las balas que tiene para disparar y la gasolina de que dispone para moverse. Sin eso, hay soldados, pero no ejército.

A principios de enero de 1943, se produjo una de las mayores rebeliones sin violencia de los generales alemanes contra Hitler. Una de las cosas más injustas que se pueden hacer hablando y escribiendo de la segunda guerra mundial es referirse al ejército alemán o simplemente del bando alemán, como hace mucha gente, hablando de «los nazis». Una cosa era el NSDAP y sus estructuras y otra el ejército alemán, cuyos mandos no siempre eran de ideología fascista, aunque ciertamente profesaban una obediencia total a su jefe, su Führer. Sin embargo, esa obediencia no les eximía de plantarle cara a los planteamientos de Hitler, algo que al Führer le gustó tan poco que comenzó a desconfiar de ellos y es por eso que, más o menos desde la caída de Stalingrado, decidió tomar notas taquigráficas de sus reuniones de Estado Mayor.

En diciembre de 1942, un general alemán, llamado Wagner, había escrito uno de esos memoriales que a Hitler no le gustaba tener que leer. Básicamente, Wagner defendía la idea de que el abastecimiento de la Bolsa de Stalingrado era imposible. La Bolsa contaba con una línea férrea, la línea de Chir, sólo parcialmente adaptada o adaptable al ancho de vía alemán y, además, como el tiempo acabó por demostrar, atacable con relativa facilidad por los rusos. Así las cosas, la única vía fiable de suministro era la aérea y, según Wagner, que era general de Intendencia y sabía de lo que hablaba, ésta nunca alcanzaría los niveles necesarios, que se estimaban en 700 toneladas diarias para una dotación pasable y 1.000 toneladas para una dotación perfecta.

Wagner tenía razón; durante la batalla de Stalingrado, el día que el abastecimiento alcanzó las mayores cifras consiguió descargar 300 toneladas; eso sin contar el aspecto cualitativo del asunto: según Craig, uno de los aviones que logró aterrizar en un asediado aeródromo de Pitomkin, sobre el cual se echaron centenares de soldados que llevaban semanas con una dieta que calculo yo inferior a las 600 kilocalorías diarias, iba hasta las trancas de… condones.

En la Historia militar hay cosas que se rebelan con el tiempo. Cayo Mario, el tío de Julio César, descubrió que se puede hacer un buen ejército a base de muertos de hambre (los miembros del census capiti de la siempre elitista Roma); y con esa estrategia cambió para siempre la faz de los ejércitos. Asimismo, la lucha posterior al desembarco de Normandía descubrió a los estrategas que no hay avance enemigo que no sea susceptible de ser frenado desde el aire si se tienen los aviones y los pilotos adecuados.

Pero hay verdades que permanecen por siempre, porque la guerra es como es. Y una de ellas es ésta: es imposible abastecer a 22 divisiones sólo desde el aire. Máxime cuando las tropas necesitan absolutamente de todo; cuando ni los caballos tienen algo que comer en una estepa pelada. El memorial de Wagner, al parecer, recomendaba la retirada alemana hasta el Donetz, confiando, con bastante lógica, que si los rusos decidían perseguirlos se encontrarían con los mismos problemas de intendencia que ellos mismos, así pues no avanzarían mientras fuese invierno.

En la reunión en la que a Hitler se le expuso la imposibilidad de suministrar toda la ayuda material al VI Ejército, el Führer reaccionó como solía: gritando que, aún así, había que hacerlo. Existe una posibilidad de que si, a pesar de ello, los generales hubiesen mantenido una posición unitaria, acabase por ceder, cuando menos parcialmente. Pero no fue así, porque hubo un general que rompió el consenso: Hermann Göring, responsable de la Luftwaffe (fuerzas aéreas) se levantó y le prometió a Hitler lo que luego no cumplió, es decir un suministro aéreo adecuado para la Bolsa de Stalingrado.

Ya el 15 de diciembre de 1942, la ración diaria de pan de los soldados fue reducida a 100 gramos. Aparte de eso, los soldados podían aspirar, según lo pícaros que fuesen sus oficiales de cocina (se dio orden de no acaparar suministros, pero nadie o casi nadie la cumplió), a alguna que otra salchicha que llegase por avión y, sobre todo, a sopa de caballo, esto es, nieve fundida al fuego con un hueso de caballo dándole sustancia. Los alemanes se comieron todo lo que tenían de cuatro patas que no era de madera. Según Gerlag, ni siquiera eran los que estaban en peor situación: la novela retrata a los soldados rumanos, sin disciplina, sin mando y sin órdenes, vagabundeado por la Bolsa, unas veces mendigando un trozo de pan, otras robándolo.

Yo, que he estado a régimen severo, sé lo que son 100 gramos de pan; os aseguro que morderse un ratito el labio inferior alimenta más. Pero yo estaba en mi casa. Los alemanes, sobre tener esa dieta, tenían que luchar, hacer caminatas, construir búnqueres, disparar de nuevo, a 20, a 30, a 35 grados bajo cero, algunos de ellos sin contar con otra cosa que las capas y botas de verano que el ejército les había dado seis meses antes, cuando Rusia era cosa de seis semanas y nadie iba a poder con el primer ejército del mundo.

Uno de los grandes aciertos de Gerlag, ya lo he dicho, es retratar todo esto desde dentro de las líneas alemanas. Nosotros, me refiero cuando menos a los españoles aunque supongo que los latinoamericanos no contarán una historia diferente, hemos crecido con la versión de la segunda guerra mundial de las películas americanas. Para nosotros, el soldado alemán era casi siempre un tipo alto; de facciones duras; un tipo que a la hora de gritar ¡Alarma!, interpreta la fonética de un idioma muy suave con las típicas aristas de la prosodia hitleriana; alguien tan cruel como el régimen que defiende, es decir, un trasunto de Hitler en el campo de batalla. Con nombres inventados tal y como confiesa en el prólogo de su libro, Friedich Gerlag despliega en su novela tipologías bien diferentes. El teniente Breuer, posible retrato autobiográfico de un hombre razonablemente cultivado que sólo sabe pensar en la mujer que ha dejado en Alemania; el soldado Lakosh, torturado por la idea de que el régimen por el que él lucha mató a su padre, un sindicalista, y que tras recibir una carta de su madre, repleta de reproches insinuados, decide desertar; el teniente Wiese, poeta, antinazi furibundo, que promete no levantar su arma contra nadie pero finalmente lo hace, por caridad, para matar a dos aviadores alemanes que están ardiendo vivos dentro de la carlinga de su avión; el pastor luterano Peters, que enloquece tratando de creer en Dios en medio de tanta podredumbre y dolor; el brigada, después teniente, Harras, falso héroe de una batalla perdida; el teniente Fröhlich, nacionalsocialista, quien hasta el último minuto, hasta el mismísimo 30 de enero de 1943, aún espera que su Hitler acuda a rescatarlo; y una caterva de jovencísimos soldados, adolescentes apenas, para los cuales cada jornada coloca sobre los hombros la labor de no morir de hambre y después, si queda tiempo, esquivar los tiros de los Iván, como ellos los llaman.

La lectura de la novela tiene, por lo tanto, el mismo efecto que algunos otros productos, como la famosa película Das Boot: mostrar a un ejército formado por hombres de carne y hueso que están lejos de ser ese estólido centinela bien alimentado que encerraba a Steve McQueen en la Nevera (The great escape).

A mediados de enero, como muy tarde, los mandos alemanes sabían muy bien que la batalla estaba perdida. Sin embargo, tenían la orden de Hitler de resistir; orden que, por si no había quedado clara, sería evidentemente ratificada por el Führer a finales del enero con su decisión de nombrar al general Von Paulus mariscal de campo; hasta Stalingrado, ningún mariscal de campo alemán se había rendido jamás. Aún y a pesar de eso, montaron una operación medio propaganda medio contraataque en serio, que fue la creación de lo que llamaron unidades-fortaleza. Su filosofía está clara: en ese momento, en la Bolsa quedarían unos 140.000 soldados, de los cuales sólo 40.000 estaban en los frentes, combatiendo. Las unidades-fortaleza supusieron movilizar a los otros 100.000, o buena parte de ellos.

En la práctica, esto supuso mandar al frente a soldados que nunca tenían que haber peleado: cocineros, ingenieros, soldados de plana mayor, ordenanzas, chóferes. Los rusos los mataron como a chinches; hubo unidades-fortaleza que desaparecieron virtualmente antes de que su primer día de combate se acabase. Los siguientes refuerzos que enviaron fueron los heridos. En el libro de Gerlag se retrata vivísimamente la llegada a una primera línea de fuego de un contingente de 200 soldados tullidos, heridos, enfermos, al mando de un capitán que no puede ni levantar la mano. Y allí los deja, arrastrando los pies por la nieve, camino de la muerte.

Las órdenes impartidas en Stalingrado fueron tan crueles, reflejan con tanta claridad ese punto sádico que puede llegar a tener una cúpula militar que no respete a sus soldados, que se produjeron casos como la HKL del ferrocarril Voronovo-Gumrak, línea de frente que se estableció ya durante la retirada de las tropas a la ciudad de Stalingrado. El plan de dicha línea establecía que sería defendida por soldados heridos y enfermos que aún pudiesen andar, a los que no se les informaría de que su función era morir allí para permitir la retirada de su división.

Sobre una imagen satélite actual (Google Maps) del área de Volgogrado, el Don, el Volga y el Mar de Azov, os he preparado una imagen de la rápida evolución de los frentes en enero de 1943. La línea roja marca el estado en el que se consolidó el frente tras el 23 de noviembre de 1942. La línea amarilla explica los progresos de los rusos el 14 de enero (claramente decididos a cortarle a la Bolsa el cordón umbilical, esto es tomar Pitomnik). Y las dos almendras naranjas son la situación tan sólo 10 o 12 días después.



A mediados de enero ya se había producido la instrucción de que los soldados heridos no fuesen alimentados (o sea: se les retiró la ración diaria de... ¡sesenta gramos de pan!); aún a pesar de una medida tan necesariamente cruel y las muertes que provocó, a finales de enero Von Paulus se referiría en un cablegrama a Hitler de 16.000 soldados heridos a los que nadie estaba atendiendo. Gerlag nos los pinta, diseminados dentro de habitaciones de edificios semiderruidos de Stalingrado, viviendo entre sus excrementos, sin narcóticos para el dolor, comiendo nieve derretida. Buena parte de ellos ya habían estado, más muertos que vivos y mal alimentados, en el monumental tanatorio en que se convirtió el hospital de Gumrak o las instalaciones del mando en Stalingrazki. Cuando estas poblaciones fueron tomadas, los heridos simplemente peregrinaron, arrastrándose, hacia la ciudad.


El saldo final de la batalla de Stalingrado, para los alemanes, fue de unos 5.000 supervivientes de una población inicial no inferior a 250.000. El sitio de Stalingrado duró setenta y seis días, durante los cuales desaparecieron tres divisiones acorazadas, una división antiaérea, dos divisiones rumanas y trece divisiones de infantería. En noviembre de 1943, según la intendencia alemana, había en la Bolsa 270.000 soldados, de los que 35.000 la abandonaron por avión enfermos o heridos. Los rusos contaron, tras la batalla, 142.000 cadáveres en la estepa.

En La Bolsa actuaron 34 generales. De ellos siete la abandonaron por avión, cinco de ellos sin herida alguna, uno con una herida leve y el último con una herida grave. Un general murió en combate, otro se suicidó y otro desapareció.

La mayor parte de los prisioneros de guerra alemanes murió en la primavera de 1943, víctima de una epidemia de tifus, en los campos de prisioneros de Beketovka, Kranoarmeisk y Frolov. Otros murieron en los trenes que los transportaban a Asia Central o en campos de trabajo.

De los generales presos, sólo murió uno; de un cáncer de estómago que ya había contraído antes de la derrota.

Ciertamente, Hitler podía estar satisfecho, pues un solo ejército alemán había conseguido tener empantanados, durante dos meses, cinco ejércitos rusos. Pero pagó un altísimo precio de vidas por ello, precio que, según todos los indicios, nunca le pesó. Una vez, en 1943, llegó a decir que la obligación de los soldados de Stalingrado era estar muertos. Para él, al parecer, un soldado alemán que se dejaba ganar no tenía derecho a la vida; los relatos de su vida en el búnquer de Berlín, en las últimas jornadas de la guerra, dejan entrever que no sentía dolor alguno por Alemania, pues se había dejado vencer y los pueblos cobardes no merecen compasión; el mismo sentimiento reservaba, según las actas de sus reuniones de Estado Mayor, para rumanos e italianos, no así, curiosamente, para españoles ni para musulmanes; a éstos últimos los consideraba excelentes combatientes.


En contraprestación, a nosotros también nos importa un bledo que se volara los sesos.

14 comentarios:

  1. Anónimo9:34 a.m.

    Bueno, habría que resaltar que estratégicamente el resistir en Stalingrado sí fue una muy buena opción; igual que las tropas soviéticas embolsadas en la ofensiva de 1941, su mayor valor fue el retraso que provocaron, sin el cual es muy posible que los alemanes no hubieran logrado establecer una nueva línea de defensa antes de que los soviéticos hubieran roto el frente y alcanzado lo que se llama la profundidad estratégica.

    Por otra parte, la capacidad del 6º ejército de intentar una salida que los llevara a sus propias líneas es cuanto menos dudosa. Es más, ése es uno de los puntos más discutidos de Stalingrado: hay quienes han estudiado el tema y dicen de que sí, hay quienes han estudiado el tema y dicen de que no. A mí me parece posible, pero dudoso.

    Por cierto, personalmente siempre pienso en la ofensiva de Hoth (que tiene un nombre que me elude) como la "operación si hay que ir se va pero ir pa ná es tontería".

    Otro detalle es que casi todos los contraataques soviéticos anteriores habían terminado en desastre. Una vez tras otra los generales habían pedido retirarse, Hitler se había negado y se había visto reivindicado por los acontecimientos: los soviéticos eran incapaces de tomar los puntos fuertes alemanes, y el contraataque alemán destruía fácilmente a las fuerzas soviéticas que habían penetrado tras sus líneas de defensa. En Leningrado pasó como tres o cuatro veces, por ejemplo.

    Finalmente, habría que citar la Operación Marte, gemela de la Operación Urano de Stalingrado. Según David Glantz, la idea era realizar dos cercos simultáneos, uno en Stalingrado y otro (el más importante) en el grupo de ejércitos del centro que aún amenazaba Moscú. Según David Glantz, esta última operación tenía mucha más entidad pero fue un fracaso total al chocar con unas defensas mucho más fuertes.

    Otros historiadores no están de acuerdo en atribuir a esta operación el peso que le da Glantz, no sé cómo ha quedado el tema pero se estaba discutiendo mucho.

    ResponderBorrar
  2. Magnifica descripción de lo ocurrido en Stalingrado. Es una pena ciertamente que no podamos disfrutar del libro que describes.

    Un saludo.

    ResponderBorrar
  3. Magnifica descripción de lo ocurrido en Stalingrado, que como bien dices, fue el principio del fin para la Wermacht. Es una pena que no podamos disfrutar del libro que comentas.

    Un saludo, y enhorabuena por el articulo.

    ResponderBorrar
  4. Pues me has pillado con Google Analytics. Por cierto, una búsqueda en Google por el título del libro devuelve varias páginas de compra-venta de libros usados.

    Brillante artículo. Me ha recordado la deprimente película alemana Stalingrad (1993), aunque parece que no está basada en el libro mencionado:
    http://www.imdb.com/title/tt0108211/

    ResponderBorrar
  5. Discrepo en la idea de que Stalingrado marcase el inicio del fin para Alemania. El inicio del fin lo marco el fracaso de Barbarroja en 1941. Cuando en diciembre de 1941 quedo claro que Moscu resistiria y que la URSS no se iba a desmoronar (aunque habia estado cerca), ya a Alemania solo le quedaba ver cuanto quedaba para que el partido terminase en goleada en su contra.

    Con los EEUU en guerra, los britanicos aguantando y los rusos resistiendo, la derrota solo era cuestion de tiempo.

    La mejor prueba es que en la primavera de 1942 Alemania no se pudo permitir una gran ofensiva en todo el frente ruso como en 1941. Solo podia permitirse montar una ofensiva de importancia en uno de los frentes y opto por el sur.

    Cuando se ven las fuerzas alemanas y los objetivos que se habian propuesto (llegar a Baku ni mas ni menos), se comprende que era irrealizable. No solo eso: intentaron con tropas insuficientes hacer dos cosas, conquistar el Caucaso y mantener el asedio sobre Stalingrado.

    Todo fue una locura.

    ResponderBorrar
  6. Anónimo12:34 p.m.

    No estoy de acuerdo.

    Es decir, sí y no. En retrospectiva, con la ventaja de que a toro pasado todo es rabo, es evidente que al no caer el régimen soviético en 1941-42, empezaba una nueva fase de la guerra que apuntaba malos tiempos para Alemania. Pero aún cabían muchas posibilidades: la URSS aún podía desmoronarse bajo el peso de una guerra tan destructiva, o aún podía pedir una paz desventajosa.

    A mí me parece que resumir la campaña de 1942 como una especie de versión parcial y menor que la de 1941 es una visión errónea, considerando aspectos tales como las tropas y equipamiento involucrados y las pérdidas causadas al ejército rojo. La posibilidad de ganar la guerra contra la URSS en 1942 era muy real... o lo hubiera sido de no ser por la reorganización brutal del ejército rojo que en 1943 era muy diferente del de 1941, en tamaño y capacidad.

    Es muy tentador pensar que las cosas pasaron de la única manera que podían pasar, pero cuando el ejército alemán avanza sobre Stalingrado la rendición incondicional no era el único final posible.

    ResponderBorrar
  7. Anónimo12:37 p.m.

    Yo siempre había oido que el sexto ejercito había quedado en un kesel (caldero). Me resulta una descripción más acertada para este caso que el de bolsa.

    En cuanto a que pudieran romper el frente, es algo que yo dudaría. El fracaso del ejercito alemán en Rusia, tanto en la operación Barbarroja como en Stalingrado fue la logistica. De tal forma que poco despues de que quedaran encerrados en el kesel, ya andaban muy escasos de material y de provisiones.

    En la cuestión de si es posible abastecer un ejercito de 22 divisiones desde el aire, es cierto que los alemanes no fueron capaces de abastecerlo. Aquí entra en escena Goering, convenciendo a Hitler de que si era posible. Aquí entra el problema de que no se retirara el sexto ejercito, ya que si es posible abastecerlo, no es necesario huir. Y para cuando se demostró que era imposible, ya estaban muy debilitados para huir. Sin embargo, durante la guerra fria, EEUU fue capaz de abastecer una ciudad como Berlin unicamente por el aire. No es tanto problema de lo posible o lo imposible, sino de lo que son capaces algunos o no

    En cuanto a la opinion de Tiburcio, discrepo, dado que si realmente se hubiera podido tomar Stalingrado, el frente sur del ejercito rojo hubiera estado separado del resto de rusia, por lo que se hubiera podido llegar a Baku contra un ejercito que no pudiera recibir suministros.

    Me voy a permitir también recomendar un libro sobre el tema: "Stalingrado" de Anthony Beevor. Me parece un libro muy bien documentado, y que narra de forma bastante imparcial el tema. En cuanto a películas, de las 3 o 4 que comentas, me gusto mucho la de Stalingrado hecha en Alemania. Tiene el mismo acierto que das tu al libro: Retratar la segunda guerra mundial dentro de las lineas alemanas

    ResponderBorrar
  8. Opino como tu. Considero que cuando ocurrio el cerco de Stalingrado ("kessel"), los alemanes tenian suficiente material, hombres y armamento, para al menos no terminar en marzo de 1945 como terminaron: exterminados.

    ResponderBorrar
  9. Anónimo12:44 p.m.

    A mí Beevor, y lo he dicho varias veces, me parece un historiador parcial y muy mediatizado por sus ideas políticas.

    Hay un libro, que no recuerdo el título (otra vez, qué día llevo), que recorre la segunda guerra mundial desde el punto de vista del arma aérea alemana, y parece revelar una correlación muy estrecha entre la situación de la Luftwaffe y la situación militar general de Alemania.

    Pues bien, y si no recuerdo mal cosa que no me veo capaz de asegurar, el autor calculó que era imposible abastecer al ejército cercado en Stalingrado por una cuestión de volúmenes, peso, cantidades y aparatos disponibles. Ni siquiera usando toda la flota aérea alemana. De ser así, no sería la primera vez que Goering le dice a Hitler lo que quiere oír y no la realidad.

    ResponderBorrar
  10. Anónimo12:55 p.m.

    PD: Creo que el libro que decía es éste

    http://www.amazon.com/Stopped-Stalingrad-Luftwaffe-Hitlers-1942-1943/dp/0700611460

    ResponderBorrar
  11. Ya tengo pedido 'El ejército traicionado', 16 euros ya con gastos de envío.

    Gracias por el post.

    Salud

    ResponderBorrar
  12. Anónimo11:57 p.m.

    Yo el que querría pillarme es el estudio del Estado Mayor soviético, traducido (al guiri) por Louis Rotundo, pero fue editado en tirada corta hace veinte años y no se lo encuentra ni por favor.

    Por cierto, hoy he ojeado en una librería un libro sobre Kursk publicado por un tal Lozano. Si eso es lo que entienden por editar libros de la segunda guerra en español, se lo pueden ahorrar. ¿Cómo se puede citar a Carrell como fuente a estas alturas?

    ResponderBorrar
  13. Anónimo8:19 p.m.

    Pues que suerte la mía al entrar en mi librería habitual (que tiene un gran catálogo de antiguos y descatalogados, valga la rebuznancia) me lo he encontrado de frente y por 4 euros, en perfecto estado. ¡Este pa mí!
    Y es que en esta librería menudos chollazos, primeras ediciones de libros raritos de encontrar (así a bote pronto... Mein Kampf) a 15 euros, por ejemplo...
    A ver que tal

    ResponderBorrar
  14. Hoy, buscando entre una caja con libros viejos que no sé de donde habrán salido, pero qué tenía en m poder, me llamó la atención el libro "el ejército traicionado",traté de buscar alo sobre el libro antes de leerlo, y no me llama la atención para nada, menos aún porque en otras paginas leí comentarios Nacional Socialistas respecto al libro.

    si a alguien le interesa adquirir este libro (es antiguo pero esá en buen estado) manifestarse.

    saludos

    ResponderBorrar