El chavalote que construyó la Peineta de Novoselovo
Un fracaso detrás de otro
El periplo moldavo
Bajo el ala de Nikita Kruschev
El aguililla de la propaganda
Ascendiendo, pero poco
A la sombra del político en flor
Cómo cayó Kruschev (1)
Cómo cayó Kruschev (2)
Cómo cayó Kruschev (3)
Cómo cayó Kruschev (4)
En el poder, pero menos
El regreso de la guerra
La victoria sobre Kosigyn, Podgorny y Shelepin
Spud Webb, primer reboteador de la Liga
El Partido se hace científico
El simplificador
Diez negritos soviéticos
Konstantin comienza a salir solo en las fotos
La invención de un reformista
El culto a la personalidad
Orchestal manoeuvres in the dark
Cómo Andropov le birló su lugar en la Historia a Chernenko
La continuidad discontinua
El campeón de los jetas
Dos zorras y un solo gallinero
Chuky, el muñeco comunista
Braceando para no ahogarse
¿Quién manda en la política exterior soviética?
El caso Bitov
Gorvachev versus Romanov
El principal problema que se había presentado en el Politburo post Andropov es que, con la muerte del secretario general, quedó claro que el único cemento que unía a sus partidarios era el poder; en consecuencia, la coalición se disolvió como un azucarillo. Esto quiere decir que Gorvachev no heredó los apoyos que había tenido su mentor. Finalmente Gorvachev consiguió acopiar seis amigos, por cinco de Chernenko. El segundo de los partidos tenía dos importantes miembros en Grishin y Shcherbitsky, dos viejos zorros de la política del vodka y las putas que se resistían a dejar el momio en manos de la siguiente generación; así pues, apoyaban a Chernenko más por solidaridad demográfica que por otra cosa. A estos dos se unieron el propio Chernenko, Tikhonov y Kunaev. A pesar de las dificultades, pues, Gorvachev debería haber ganado.
Pero, claro, estaba Romanov. El que no se casaba absolutamente con nadie.
Grigori Romanov. Un rostro que, de haber sido las cosas
de otra manera, hoy os sabríais de memoria. Vía Wikipedia.
Romanov no quería a Chernenko al frente del Partido, y tampoco quería a Gorvachev. Probablemente, había llegado a la consideración de que era su momento. Sin embargo, durante las tensas horas posteriores a la muerte del camarada secretario general, se dio cuenta de que, en realidad, era el único que lo pensaba. No encontró apoyos para su propia, por así decirlo, opción Borgen; y por ello decidió apoyar la opción que menos dañaba sus perspectivas a medio plazo: el viejo e inútil Konstantin. La cosa tenía lógica. Aunque obviamente en ese momento procesal nadie pensaba que la función histórica de Gorvachev acabaría siendo desmontar la mafia soviética, lo que sí tenía claro Romanov es que, en Gorvachev, el sistema soviético tenía un líder que lo sería hasta que el propio Romanov fuese un anciano parkinsoniano, quien sabe si purgado por el camino y enviado a cualquier oscuro puesto burocrático en el culo de Siberia.
Así las cosas, Romanov cambió de bando, pues teóricamente era un gorvachevita, o más bien andropoviano, en la votación del Politburo. Las cosas estaban bien jodidas. En noviembre de 1982, para placer de todos, el Politburo habia respondido comme il faut ante el país y, sobre todo, el mundo, siendo capaz de proponer un nuevo secretario general en un ambiente de aparentes paz y consenso. Pero en febrero de 1984, por mucho que esperaba el Comité Central por el comunicado con la propuesta dizque unánime del mayor cuerpo político del país, éste no llegaba. El Politburo apareció como un órgano dividido entre Gorvachev y Chernenko, así pues hizo algo que, con seguridad, hizo rebotar a la momia de Lenin en su caja: pasarle la pelota al Comité Central, un órgano más numeroso y, precisamente por eso, más impredecible.
En todo caso, la apelación al Comité Central fueron muy malas noticias para Gorvachev. Como hombre joven que era que, además, había comenzado a construir su red de poder hacía dos días, Gorvachev tenía poco predicamento en el Comité y, lo que es peor, aun así era el que más lo tenía de todos sus partidarios. Únicamente lo podía ayudar Ustinov quien, cuando menos, tenía una vasta experiencia en la gestión militar. Ustinov, además, había sido, lo largo de su carrera, viceprimer ministro y comisario encargado de asuntos económicos, así pues tenía, también anchas terminales no uniformadas. Gromyko, a pesar de su amplia experiencia diplomática, tenía muy pocos vínculos con el Partido en sí. Aliev era visto por muchos en la elite comunista como un extraño, viniendo como venía de una república musulmana. Y Solomentsev había sido una apuesta personal (y tardía) de Andropov, un hombre quien muchos cuadros comunistas consideraban que nunca se ganaría un puesto pleno en el Politburo, pero que había sido promocionado personalmente por el secretario general. Antes de eso, todo el mundo lo consideraba un fracasado, un juguete roto de la política soviética.
Algunos autores sugieren, en este sentido, que Aliev y Solometsev se habían despachado, durante las semanas que habían disfrutado de las mieles del poder, con ese sobradismo y abuso de poder propios de quien llegó a pensar que esos niveles de mando nunca serían para él o, tal vez, siente la necesidad de ser un poco hijo de puta para poder imponerse. El caso es que en el Comité Central, aparentemente, había mucha gente deseándolos ver caer, después de que ellos les hubieran tratado como el culo. Además, el Comité Central estaba trufado de breznevitas que, lógicamente, preferían a Chernenko, que era lo conocido. La mayoría de ellos era consciente de que si seguían teniendo curro, vodka y putas, era porque a Andropov no le había dado tiempo a convocar un congreso del Partido en condiciones; pero un líder lejano a sus postulados, en cuanto pudiera, los iba a echar. Tenían que votar en defensa propia, por así decirlo.
Chernenko, por otra parte, se embarcó en un intenso tour de entrevistas con responsables del Partido a nivel de obkom (barones regionales, diríamos según nuestra lectura) y otros importantes miembros del Comité Central. Y sus gestiones dieron muchos frutos. Chernenko incluso encontró apoyos entre los nuevos nombramientos hechos por Andropov. Para muchos de ellos, Gorvachev era un total enigma, y temían que viniese con ideas propias y también con partidarios propios. Todo, ya os lo he dicho mil veces, se reducía a quién tendría acceso al mejor vodka, y a las putas más sensuales.
Así las cosas, el plenario del Comité Central, casi el mismo que poco más de un año antes había apoyado a Andropov como un solo hombre, ahora le dio la espalda a la persona que, claramente, Andropov había querido que lo sucediese. La situación era totalmente anormal. Como bien han señalado muchos historiadores, aquélla de principios de 1984 era la primera vez en la Historia de la URSS en la que un secretario general del Partido no había realizado una purga completa en los escalones del Partido (no porque no quisiera, sino porque enfermó y murió antes de poder hacerla). También era la primera vez que la sucesión no se resolvía en el pequeño sótano sin ventilación del Politburo.
Fue, pues, el plenario del Comité Central el que hizo finalmente a Konstantin Chernenko primer secretario general de dicho Comité Central; dando, por fin, sentido a una vida de culos lamidos, informes interminables, noches enteras redactando, presiones, contactos, entrevistas y, sobre todo, toneladas de propaganda. La URSS se dotaba, por primera vez, de un máximo mandatario que no había aprendido a serlo en el primer Partido Comunista, el de Lenin, o en las siempre oscuras cloacas de la policía secreta; que no había disparado un tiro en defensa de su madre patria; que no había, en puridad, mandado nunca sobre las masas. Se podría decir, inspirándonos en la Ley de Murphy, que la URSS, con el nombramiento de Konstantin Chernenko, había alcanzado su máximo nivel de ineficiencia.
Este tipo de cosas, muy a menudo, engañan a los historiadores, a los licenciados en Historia y a los lectores de Historia, todos ellos siempre en riesgo de caer en eso que llamamos presentismo: juzgar los hechos históricos con los ojos del presente y, consecuentemente, pensar que, puesto que nosotros pensamos que Chernenko fue y era un mojón, quienes los eligieron también lo pensaban. Esto, sin embargo, no es cierto. La URSS de 1984 estaba más que acostumbrada a pensar que políticos de avanzada edad, escasa creatividad pero honda creencia en la disciplina comunista eran lo más de lo más de la política mundial. Los miembros del Comité Central en modo alguno tenían la sensación, o por lo menos no la tenían todos, de estar colocando en el pedestal a una momia recalentada. Además, hay que tener en cuenta el enorme valor que, para muchos de ellos, tenía el hecho de que el nuevo secretario general no hubiese sido elegido por el Politburó, sino por el propio Comité Central. Lo primero le había dado un poder omnímodo; lo segundo lo dejaba, en buena medida, vinculado a quienes lo habían votado. Esa mayoría de hombres que llevaban en sus puestos desde los tiempos de Breznev, y que soñaban con seguir allí hasta que los echase el Alzheimer. Chernenko, de hecho, aprovechó su primer discurso ante los miembros del Comité Central que lo acababan de encumbrar para establecer una dicotomía entre los tiempos de Breznev, cuando los miembros de la elite comunista eran orgullosos sacerdotes de una Iglesia triunfadora; y los tiempos de Andropov, que los había sumido en la depresión de un discurso que se dedicaba a recordar, constantemente, lo mal que se estaban haciendo las cosas. Y les prometió volver a los good old days.
Chernenko, pues, llegó al poder de la URSS casi exactamente igual que como llegó Mariano Rajoy al poder en España: asegurando a todo el mundo que su principal virtud era ser predecible; anunciando que haría pocos cambios en los sillones (¡Kalise para todos!); y asegurando que no pensaba hacer cambios radicales ni en la política interior ni en la exterior.
Mantener la política, en todo caso, era mantener la tendencia de Andropov, es decir, el impulso de las reformas. Pero rápidamente se distanció del concepto andropoviano. Andropov había impulsado las reformas desde arriba, dejándose arrastrar por su evidente gusto por la disciplina. Chernenko, son embargo, le dijo a sus camaradas del Comité Central que las reformas debían tener una dimensión humana, y que eso pasaba por trabajar para mejorar las condiciones de vida del ciudadano soviético para que, así, se sintiese con fuerza y ambición para realizar dichas reformas. En tal sentido, se mostró escéptico de que se pudiesen mejorar los resultados económicos a base de cambios en la organización y modificaciones impuestas para incrementar la productividad; la mejor forma de conseguir esas mejoras, dijo, era mejorar, asimismo, las condiciones de trabajo de las personas. Todo eso, dijo, más un masivo plan de adoctrinamiento ideológico (al fin y al cabo, siempre había sido, y seguía siendo, un hombre de propaganda) y una mejora de las relaciones con las potencias occidentales que redujese presión geopolítica.
Lo más importante del discurso, sin embargo, fueron los matices introducidos en el mismo, de difícil penetración por un ojo occidental, en los que el nuevo secretario general pretendía enviarle a los miembros del Comité Central un importante mensaje en clave interna. Como ya he tenido la ocasión de explicaros varias veces, la base del poder de Leónidas Breznev, el auténtico poder de cuya creación, acrecentamiento y conservación fue testigo de primera mano Konstantin Chernenko, había sido saber compaginar adecuadamente el ejercicio de dicho poder con la tranquilidad en los escalones inferiores. Breznev era un hombre básicamente consensual que siempre le estaba lanzando a todo el mundo que importaba el mensaje claro de que lo suyo, sus parcelas y de poder y sus privilegios, estarían garantizados si se le dejaba a él ser el máximo mandatario. El discurso de Chernenko fue, de alguna manera, la renovación de esa oferta. Vino a decirle a los funcionarios partidarios: cambiaremos lo que tengamos que cambiar; pero vosotros estaréis en el equipo. Como también he tratado de explicaros varias veces, a la inmensa mayoría de los hombres y mujeres que habían dedicado su vida a ser miembros dirigentes del Partido Comunista, la primera parte de la frase, las reformas, les importaba un cojón; lo verdaderamente importante era la segunda parte, esto es, que ellos iban a poder seguir en el machito, dando órdenes, redactando plúmbeos informes llenos de mentiras estadísticas y de otro tipo, puteando a los díscolos, y viendo el mundo a través de las ventanillas del coche oficial. Es a través de este prisma como hay que leer el primer discurso de Konstantin Chernenko como primer secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Cherneko, quien había sido nombrado organizador de los funerales de Andropov, quiso que dicha ceremonia fuese la primera enseñanza de la URSS que pretendía organizar. En la marcha fúnebre tras el féretro se le puede ver a él en primer lugar, seguido de un grupetto formado por Tikhnov, Ustinov, Gromyko y Grishin y, después de ellos, Gorvachev y Romanov a la misma altura uno de otro. En el salón de columnas, Chernenko situó a Gorvachev a su derecha, lanzando a los soviéticos y al mundo el mensaje de que se había convertido en el número dos. A su izquierda situó a Tijkhonov, el jefe del gobierno soviético. Al lado de Gorvachev se situaba Romanov quien, de esta manera, conseguía escribir en piedra ante el mundo su condición de número tres. En realidad, lo más importante del orden realizado en el salón de columnas fue la posición, diríase que mejorada, de Shcherbitsky y Grishin. El primero había sido situado cerca de Romanov, mientras que Grishin estaba detrás del general Ustinov (quien, asimismo, estaba detrás de Gromyko, detrás del propio Chernenko). Emplazando así las cosas, Chernenko quería dejar clara su confianza en los dos viejos zorros de la política comunista que, probablemente, habían hecho mucho por empedrar su elección. El gran perdedor de aquella formación era Aliev, situado a kilómetros del centro del poder.
En todo caso, el dato fundamental de todo aquello es que Chernenko apareciese flanqueado por Gorvachev y, de forma menor, Romanov. Un secretario general con todo el poder habría colocado en esos puestos a sus hombres. Habría, pues, aparecido, probablemente, con Tikhonov donde estaba, y Ustinov o, quizá, Shcherbitsky donde se había situado Gorvachev.
Aquel baile de puestos lo que estaba dejando claro es que Chernenko era el nuevo poder; pero que, por mucho que en sus discursos se empeñase en conjurar los tiempos de Breznev, el suyo no era el poder que había tenido su mentor.
El de Chernenko era un poder compartido con la siguiente generación.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario