miércoles, junio 29, 2022

La implosión de la URSS (25: ¿Borrón y cuenta nueva? Una leche)

No es oro todo lo que reluce

Izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, detrás, ¡un, dos, tres!
La gran explosión
Gorvachev reinventa las leyes de Franco
Los estonios se ponen Puchimones
El hombre de paz
El problema armenio, versión soviética
Lo de Karabaj
Lo de Georgia
La masacre de Tibilisi
La dolorosa traición moldava
Ucrania y el Telón se ponen de canto
El sudoku checoslovaco
The Wall
El Congreso de Diputados del Pueblo
Sajarov vence a Gorvachev después de muerto
La supuesta apoteosis de Gorvachev
El hijo pródigo nos salió rana
La bipolaridad se define
El annus horribilis del presidente
Los últimos adarmes de carisma
El referendo
La apoteosis de Boris Yeltsin

El golpe
¿Borrón y cuenta nueva? Una leche
Beloveje
Réquiem por millones de almas
El reto de ser distinto
Los problemas centrífugos
El regreso del león de color rosa que se hace cargo de las cosas
Las horas en las que Boris Yeltsin pensó en hacerse autócrata
El factor oligarca
Boris Yeltsin muta a Adolfo Suárez
Putin, el inesperado
Ciudadanos, he fracasado; dadle una oportunidad a Vladimiro 



En la mañana del día 21, sin que realmente se pueda saber muy bien quién dio la orden, y existiendo todavía el Comité de Urgencia, las tropas que habían entrado en Moscú comienzan a retirarse. Ese mismo día, el Parlamento ruso y el Presidium del Soviet Supremo se reúnen al mismo tiempo. Ante el primero, un exultante Yeltsin anuncia su rechazo al golpe de Estado, así como su decisión de asumir el mando de todas las tropas situadas en Rusia. Ante el segundo, proclama que la destitución de Gorvachev ha sido un acto ilegal. El presidente de la Unión fue informado de esta declaración en el avión que le traía a Moscú; información que le llevó a hacerse la idea, equivocada, de que el golpe de Estado no había tenido consecuencia alguna para su poder.

El golpe ha durado tres días. Yo creo que en ningún momento existió entre los que lo hicieron fracasar la voluntad de reaccionar a la estaliniana, esto es: llevándose por delante a los golpistas. Algunos de éstos, sin embargo, probablemente se convencieron ellos mismos de que sería así. Pugo, por ejemplo, para evitar un futuro de oprobio y represión personal, decidió suicidarse. Lo mismo hizo el mariscal Sergei Fiodorovitch Akhromeev. El golpe se saldó con apenas tres muertes, víctimas de atropellos de los carros de combate.

Milhail Gorvachehv habría de comprobar bien pronto que lo que él consideraba cosa hecha no lo era tal. Casi tras bajarse del avión comenzó a oler el aroma de la desconfianza en Moscú. En realidad, nadie creía que hubiera estado entre los organizadores del golpe de Estado. Pero, ¿acaso dichos organizadores no habían sido acunados y defendidos por el presidente? ¿Acaso no era, por lo tanto, Gorvachev responsable subsidiario, por así decirlo, de aquel movimiento? Aunque es difícil saberlo sin encuestas ni estudios serios en ese momento, todo parece indicar que una parte como poco relevante de la opinión pública soviética creyó en una teoría que también se ha formulado de Campechano King respecto del 23-F: que, plenamente sabedor de lo que se preparaba, decidió permanecer al margen, para ver cómo se desarrollaba todo y, si finalmente ganaba el golpe, apuntarse al bombardeo.

El presidente, sin embargo, estaba convencido de que podría hacer borrón y cuenta nueva, poner el reloj a cero, y continuar con el proceso que estaba diseñado con anterioridad y ante el cual habían reaccionado los golpistas: la firma del nuevo Tratado de la Unión. Las cosas, sin embargo, habían cambiado, y mucho.

El día 22 de agosto, en el fragor del golpe, Yeltsin había aprobado un decreto por el que se prohibía toda actividad de las organizaciones y los partidos políticos en los cuarteles emplazados en territorio ruso. Esto es: se había eliminado, de un plumazo, la más importante de las estructuras ideológicas del Partido Comunista de la Unión Soviética, bien patente en nuestra Guerra Civil, que eran los comisariados. Obviamente, la razón era que esas organizaciones, esos comisariados, habían participado en la agresión militar a la población civil, por mucho que la agresión en sí luego no hubiese existido.

Ese mismo día, el Soviet Supremo ponía en vigor una resolución, firmada por su primer vicepresidente Khasbulatov, que decía: “hasta el momento en que una futura ley establezca los símbolos del Estado ruso, la bandera histórica de Rusia: blanca, azul y roja, será la banderea de la Federación Rusa”. En el ámbito de las decisiones no políticas, ese mismo día la multitud atacó y derribó la estatua de Feliks Dzerzhinski, creador de la policía política, situada en la Lubianka, la plaza donde se encontraba la sede central del KGB.

Ese mismo día 22, Gorvachev compareció en una rueda de prensa en la que, intentando salvar los muebles, soltó una chorrada del 42 y dijo que la traición de una serie de elementos del Partido no podía ensombrecer la autoridad del Partido. No dijo la inocencia pues, si hubiera sido así, con un poco de vaselina la idea sería defendible. Dijo la autoridad. Vino a decir, pues, “a ver, que yo tenga unos cuantos miembros, que por cierto estaban al frente del gobierno, que fuesen unos hijos de puta, no quiere decir que no me debáis obediencia”. Fue un error, como otros muchísimos que cometió, y que cometería.

El día 23, Gorvachev peregrinó hacia la sesión del Soviet Supremo de Rusia para darle las gracias a la Federación por su papel fundamental a la hora de descabezar la hidra golpista y liberarle de su encierro. Pero fue, una vez más (ya os dije que este hombre la cagaba con bastante facilidad, como buen bolchevique de ánimo que era y no sé si sigue siendo); fue, digo, una vez más, con un tono relativamente condescendiente, defendiendo al Partido y, por lo tanto, tratando como de insuflar una idea en plan “bueno, ahora devolvednos el Estado a los mayores, que vosotros lo mismo os hacéis daño”. Delante de todas las televisiones del mundo, Yeltsin se presentó con una hoja de papel y le dijo a Gorvachev que la leyese en voz alta. Sí, como en las pelis americanas de juicios, cuando al testigo cabrón le dicen que lea el tercer párrafo que lo va a llevar a la silla eléctrica. Gorvachev, que había leído la papela en diagonal, no la quería leer. Puso mil problemas, pero, al final, tuvo que enseñar la nuca para el descabello.

El papel era la declaración oficial del gobierno de la Unión creando el Comité de Urgencia golpista. Un papel que, aun sin la participación de Gorvachev, que recordemos estaba en Foros y no firmó nada, convertía aquel golpe en un acto de gobierno; un acto de gobierno cometido por miembros del mismo que habían sido nombrados, y defendidos en sus puestos, por Gorvachev.

El último secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética acababa de leer el papel que probaba que el Partido Comunista de la Unión Soviética era el primer, y único, culpable del golpe de Estado. Campanudamente, con una voz recia y fuerte que contrastó con el hilillo de voz usado por Gorvachev en su lectura, Yelstin anunció, de seguido, que la actividad del Partido Comunista en Rusia quedaba prohibida desde aquel mismo momento. El decreto que se aprobó a pelo puta sometía a secuestro todos los activos del PC (ahí es nada) hasta que los tribunales se pronunciasen sobre su propiedad. En 24 horas, Yeltsin se hizo con los archivos del KGB, con los medios de comunicación, con todo.

Para Gorvachev, aquello era lo puto peor. El PC ruso era el 60% del PC de la URSS; eso sin contar el detalle de que la decisión de Moscú, una vez conocida por todos (se retransmitía en directo) sería probablemente seguida en otras repúblicas. Esto resulta muy difícil de hacer explicar a los analistas de dos de pipas, pero lo cierto es que Milhail Gorvachev no llegó a la secretaría general del PCUS para desmontarlo; llegó siendo bien consciente de que sin ese mismo PCUS no era nada. O sea: ahora, no era nada. El 24 de agosto, tratando de salvar los muebles o por lo menos las patas de los muebles, Gorvachev hace pública una declaración en su condición de secretario general del PCUS, en la que admite que las instancias más altas del Partido: Comité Central, Secretariado, Politburo, no hicieron nada para parar el golpe, en el que habían estado implicados altos cuadros de la organización. Ante dicha situación, llamaba al Comité Central a votar la disolución del Partido. Terminaba Gorvachev diciendo que él no podía disolver el Partido, que eso era cosa del Comité Central; pero que, vaya, ya de entrada tuviesen en cuenta que él no iba a seguir siendo su secretario general en caso alguno.

Los testículos de la momia de Lenin se salieron del escroto y salieron rebotando camino de la calle.

Ese mismo día 24, tres decretos simultáneos de Gorvachev tocan la marcha fúnebre del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. El decreto 2460 coloca los activos del Partido bajo la autoridad del Soviet de los Diputados del Pueblo (así pues: por fin los soviets, los de todo el poder para, tenían dicho poder). El decreto 2462 prohibía toda actividad política en el ejército, en la policía, en el KGB, en cualquier organización de seguridad y en los ferrocarriles. El decreto 2461, tras afirmar la desconfianza en el gobierno derivada de su participación en el golpe, nombraba un comité presidido por Arkadi Volski, Yuri Milhailovitch Lujkov y Grigori Alexeyevitch Yavlinski. Los tres son rusos yeltsinianos. Y no son los únicos. Bakatin será nombrado jefe del KGB; Viktor Pavlovitch Barannikov será ministro del Interior y el general Boris Shaposnikov, ministro de defensa. Kobets, el gran colaborador de Yeltsin, será encargado de reformar las Fuerzas Armadas, junto con otro militar, Dimitri Antonovitch Volkogonov; que es, por cierto, un autor más que recomendable sobre la Historia de la Unión Soviética. El 25 de agosto, Yeltsin declara por decreto que todos los bienes del disuelto Partido Comunista en Rusia son propiedad del Estado ruso. El día 26, es Gorvachev quien le transfiere a la Federación Rusa la agencia de prensa Novosti.

Gorvachev, pues, ha sido vencido. Se le ha obligado a adoptar puntos de vista que no son los suyos, pues él nunca, repito, nunca pensó en desmantelar el Partido Comunista. Vencido, que no derrotado, pues seguía estando al frente de una maquinaria gubernamental importante, que le permitía pensar en líneas de contraataque.

En primer lugar, Gorvachev contaba todavía con una mayoría viable en el Soviet Supremo, que le permitía soñar con poder aprobar medidas que equilibrasen el excesivo protagonismo ruso. Asimismo, creía que todavía podía sacar adelante el proceso de Novo-Ogarevo, en el que se creaba un cierto equilibrio entre poder central y poderes periféricos. Y, por último, tenía su gran activo: su prestigio internacional pues, vencido y humillado por Yeltsin como se encontraba, sabía que todavía le quedaban gilipollas a capazos en Occidente que pensaban que tenía el control de la situación, que todo lo que estaba pasando ocurría porque él quería y que, muy particularmente, el comunicado llamando al PCUS a disolverse se correspondía con sus deseos de demócrata.

El 26 de agosto se reunió el Soviet Supremo; fue un baño de realidad para Gorvachev. El presidente presentó un ambicioso programa de reformas, incluyendo el sistema político y un Tratado de la Unión renovado. El Soviet se dedicó, básicamente, a discutir el golpe de Estado y a decidir, finalmente, su propia disolución. La cámara teóricamente pro-gorvachevista decidió dejarle el marrón al Congreso de Diputados del Pueblo, acabando con ello con la aparente incongruencia que había supuesto la elección al mismo pues, la verdad, allí había dos instituciones que estaban realizando básicamente la misma función.

Esta cámara, mucho menos partidaria del presidente, se reunió el 22 de septiembre. Acordó reformar el poder central de la Unión para un periodo transitorio, durante el cual debería diseñarse un nuevo Tratado acomodado a las realidades surgidas del golpe; acomodado, por lo tanto, al hecho palmario de que Rusia ya no se conformaría con lo que se le otorgaba en Novo-Ogarevo. Paradójicamente, esta reforma resucitaba el Soviet Supremo, ahora convertido en una institución bicameral: el Consejo de las Repúblicas y el Consejo de la Unión. Se creaba un Consejo de Estado, distinto del nuevo, formado por el presidente y los presidentes de las repúblicas, cuyas decisiones tendrían fuerza legal.

Aunque la arquitectura de la Unión estaba por hacer, la reforma aprobada adelantó mucho de ese trabajo pues, en realidad, venía a ser un sistema confederal vestido de pitufo. En el Consejo de Estado, los presidentes de las repúblicas compartían el poder con Gorvachev y, de hecho, todo comité o cuerpo de estudio que surgió de dicho Consejo fue siempre un comité inter-republicano, con representación de todos los territorios. Gorvachev hizo esto para obtener los votos de los presidentes de esos territorios a la hora de mantenerle en la presidencia de la Unión, ahora que ya no contaba con el apoyo con el que siempre contó, que era el Partido.

3 comentarios:

  1. Echo de menos una referencia a la Guerra de Kuwait. En mi opinión, la absoluta irrelevancia de la URSS en materia política antes, durante y después de la crisis, junto a la visualización de que el armamento soviético era poco más que ir con arcos y flechas contra tanques (percepción un tanto equivocada, pero a la postre la que importa) tuvo que tener mucha influencia en lo que sucedió después. Y me estoy refiriendo a la aceleración de la desintegración de la URSS y al golpe de estado.

    Gorbachov ya no podía decir que era respetado internacionalmente y desde luego la URSS había pasado de ser una superpotencia, a ser un país de segunda pero con muchos pepinos nucleares (un poco como ahora, por cierto). A la fuerza no tuvo que gustarle nada esta situación ni a los comunistas recalcitrantes ni por supuesto a los militares, que no eran poca cosa.

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    1. Es cierto lo que dices desde un punto de vista geoestratégico. Sin embargo, el hecho de que Bush páter pudiera tener su splendid little war en lo que se pudiera considerar como zona de influencia soviética apenas fue un factor que le jugase en contra a Gorvachev internamente.

      Estas notas mías están menos dedicadas al por qué cayó la URSS y por qué cayó Gorvachev, que es un tema por el que transita tu comentario; y están más dedicadas al cómo. Porque a mí lo que más me sorprende de todo aquel proceso es cómo un tipo alcanzó unos niveles de popularidad que ríete tú de Bush filius en su peor momento, mientras en Occidente todo el mundo decía que era la polla de Montoya... ¡y que estaba rigiendo los destinos de la URSS!

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    2. En su momento ya se comentaba, aunque con la boca pequeña, que Gorbi no estaba tan bien visto en su casa como fuera. Se decía con extrañeza, pero de manera contraria a la tuya, porque los periodistas y la gente común no entendían cómo sus compatriotas podrían ser tan burros. Recuerdo ver a uno de esos sesudos (no recuerdo quién) diciendo algo parecido a lo que se dice hoy de Putin: que los rusos están tan acostumbrados a que los manden que no valoran tanto la libertad política como la fortaleza de los líderes. No digo que no haya algo de eso, pero me parece la típica explicación fácil a un fenómeno que no comprendes.

      Debo reconocer que a pesar de que Gorbachov fue un fracaso casi completo nunca he conseguido juzgarle con dureza. Quizá porque hacer que el comunismo funcionase y que la gente lo aceptase por propia voluntad era una tarea imposible y ¿a quién no le gustan las tragedias griegas? En serio, yo creo que en mi caso lo que aprecio es que desde el primero momento quedó claro que no tenía intención de organizar un baño de sangre, y tratándose de la URSS eso era mucho.

      En el caso general, yo creo que fuera de la URSS se le juzgaba más por lo que parecía que iba a hacer y por ser simpático que por lo que de verdad hacía. Al fin y al cabo, también Jrushchov causó sensación en EEUU durante su estancia allí por resultar cercano al hombre común.

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