viernes, julio 10, 2020

La Baader-Meinhof (25: Estocolmo)


A principios de 1975, las huelgas de hambre terminaron. Este cambio se produjo a cambio de bastante poco, aunque lo cierto es que los presos comenzaron a tener acceso a aparatos de gimnasia. La policía alemana comenzó a sospechar que los terroristas estaban cambiando de estrategia y poniéndose fuertes, por así decirlo, porque estaba en marcha, o bien una operación para liberarlos, o bien un secuestro en el que los terroristas pedirían su liberación. En Hamburgo, uno de los presos bromeó con un guardia asegurándole que se iba a ir de allí al día siguiente. A finales de abril, las visitas de los abogados a sus clientes se multiplicaron extrañamente.

Algo se estaba preparando; y algo pasó. Fue el jueves, 24 de abril de 1975, a las once y media de la mañana, y en la embajada alemana en Estocolmo. 

Dos hombres jóvenes se presentaron en las dependencias consulares porque, dijeron, habían perdido el pasaporte. Los mandaron al primer piso con un pase de visitante. Asimismo, también aparecieron otros dos jóvenes que dijeron que querían ver información en materia de educación. El personal de la puerta les dijo que mejor fuesen al Instituto Goethe, pero ellos comenzaron a dar la puta brasa con que tenían que ver a alguien con autoridad. Tuvieron una discusión con la gente de la puerta, en medio de la cual apareció otro hombre y una mujer, que preguntaron por el departamento que llevase asuntos sucesorios. El personal de la puerta les abrió el paso, mientras los dos presuntos estudiantes seguían fuera, discutiendo.

En ese momento, un ejecutivo de la embajada, el encargado de asuntos sociales, salió del edificio con su chófer, camino de cualquier gestión. Antes de que la puerta se pudiera cerrar de nuevo, los dos presuntos estudiantes se hicieron con ella. Entraron todos en el edificio y comenzaron a subir las escaleras. Cuando un policía se fue detrás de ellos, uno de los jóvenes exhibió un arma. El policía regresó a la garita y dio la alarma.

Para entonces la primera pareja, la del pasaporte, había llegado al mostrador de los servicios consulares. Primero preguntaron alguna cosa que otra, pero cuando consideraron adecuado (tal vez cuando comenzaron a oír follón), sacaron, uno un subfusil y el otro una pistola. A todo el mundo que estaba allí o apareció lo mandaron al suelo; exigieron las llaves de acceso a las plantas superiores, las de la embajada propiamente dicha.

Cuando localizaron las llaves (dieron toda la impresión de saber perfectamente cuál de los trabajadores consulares las tenía) aparecieron los otros cuatro compis. La alarma sonó;  pero ellos ya tenían paso franco a las instalaciones de la embajada.

Arriba, los atacantes primero acumularon a sus rehenes en la biblioteca, y luego los llevaron a la residencia del embajador. En un momento, uno de los terroristas había realizado un disparo, cuando se encontró una puerta que no podía abrir. El sonido de este disparo había provocado que, una planta más arriba, el embajador, que estaba en su residencia, hubiera ido corriendo al despacho del agregado cultural, en la misma planta. Desde la ventana de esta oficina el embajador vio a su esposa que iba a entrar en el edificio, y le hizo señales de que no lo hiciera. Luego se escondió en una habitación, pero terminó por entregarse a los terroristas.

El comando de la Baader-Meinhof tenía doce rehenes: el embajador (Dieter Stöcker); los agregados comercial (Heinz Hillegart), cultural (Anno Elfgen) y militar (Andreas von Mirbach); varios adjuntos; el gerente general de la embajada; un mensajero y tres secretarias. No llegaron a pillar a una secretaria, que se había escondido en uno de los despachos.

Estos doce rehenes fueron conminados a permanecer tumbados boca abajo, en círculo, con las cabezas en el centro. Los asaltantes se pusieron máscaras y pasamontañas. Ataron a los rehenes por los tobillos y les ordenaron que pusieran las manos en la cabeza. Así acabarían por estar seis horas antes de que les permitiesen una hora de descanso sentados contra las paredes.

Los atacantes eran antiguos pacientes de la clínica siquiátrica de Heidelberg, antiguos miembros del extinto SPK del doctor Huber.

El embajador se identificó y trató de convencer a los terroristas de que habían pillado al pez gordo y de que, en esas condiciones, les sería más cómodo e igual de productivo quedarse sólo con él. Sin embargo, no le hicieron caso.

Un terrorista buscó un teléfono para comunicarse con la multitud de policías que se encontraba ya abajo. Paradójicamente, usó el del mismo despacho en uno de cuyos armarios permanecía escondida una secretaria. En su llamada, anunció que la acción había sido realizada por el Comando Holger Meins. Posteriormente explicarían sus exigencias: la liberación de 26 presos de la banda, entre ellos los cuatro de Stammheim. En seis horas de tiempo, los 26 presos deberían reunirse en el aeropuerto de Frankfurt, cada uno con 20.000 dólares. En el aeropuerto debía de haber un Boeing 707 preparado para llevarlos a un país que en su momento se diría. Si se producía algún retraso, comenzarían a matar funcionarios de la embajada. Si la policía entraba en el edificio, los matarían a todos. Informaron de que tenían quince kilos de TNT, que harían explotar si eran atacados.

La policía se negó a abandonar sus posiciones. Así las cosas, los terroristas cogieron a Von Mirbach (que era barón, por cierto) y lo llevaron al principio de la escalera. Mirbach informó que si la policía no se había ido a las dos de tarde lo matarían. Dos minutos antes de la hora, los terroristas llamaron de nuevo para recordar la amenaza.

Finalmente, los terroristas dispararon cinco veces a Von Mirbach y lo tiraron por la escalera. Estuvo una hora sangrando allí, tirado, porque no fue hasta pasado ese tiempo que permitieron que dos policías, en calzoncillos, se lo llevaran. Murió tres horas después en el hospital.

Mientras tanto, los terroristas seguían redactando sus demandas. Los rehenes que quedaban permanecían en el mismo sitio, vigilados por la única mujer del comando (Hanna Elise Krabbe). A las dos, liberaron a una secretaria con su ultimátum ya redactado. Dieron un plazo hasta las nueve de la noche para cumplirlo.

Cerca de dicha hora, el ministro sueco de Justicia, Lennart Geijer, que se había instalado en el primer piso del edificio y que estaba en contacto permanente con Helmut Schmidt y su propio jefe, Olof Palme, los telefoneó para comunicarles que sus peticiones habían sido rechazadas. Aquel anuncio dejó a los seis de Estocolmo bastante jodidos; aparentemente, nunca habían pensado que fuese a producirse una negativa. El ministro sueco les ofreció un salvoconducto si dejaban libres a los rehenes. Pero los terroristas contestaron que, sin acuerdo, matarían a uno cada hora.

A las diez menos veinte cogieron al agregado comercial, lo llevaron a una habitación con ventana y lo pusieron allí. Le dispararon tres veces.

A las once menos cuarto, los terroristas liberaron a tres secretarias con un nuevo mensaje que repetía las exigencias.

Los suecos decidieron planificar un ataque con gases. Pero antes de que lo pudieran realizar, a las diez menos doce minutos, hubo una gran explosión en la tercera planta del edificio. Todas las ventanas reventaron y parte del techo se vino abajo.

Lo que había pasado era esto: los terroristas, que efectivamente tenían explosivos, los habían puesto en un refrigerador. Habían sacado cables desde allí, cables que habían puesto en el suelo en el mismo sitio donde estaban los rehenes. Un terrorista vigilaba el refrigerador cuando éste estalló. Herido por la explosión, el terrorista comenzó a disparar a tontas y a locas, lo que inflamó otra munición. Otro terrorista, en la habitación contigua, se puso muy nervioso y, pensando que estaban siendo atacados, cebó una granada de mano, que acabó estallándole y acabaría por provocarle la muerte. Se llamaba Ulrich Wessel.

Para cuando todo eso estaba pasando, el embajador había logrado liberarse de sus ataduras quitándose los zapatos. Rápidamente fue a una ventana y empezó a gritar pidiendo auxilio. Se encontró cara a cara con Wessel quien, al parecer, había ido al baño, como si pudiera “lavarse” los trozos de metralla que tenía en su cuerpo. A Stöcker no se le ocurrió otra cosa que echarle la bronca por usar explosivos con tan poca pericia. Wessel, en lugar de acallarlo, se disculpó diciendo que había sido un accidente.

Los rehenes, en todo caso, salieron entre el humo y la confusión escaleras abajo. Se fueron cargando con el adjunto de Prensa, que estaba inconsciente. En su camino se encontraron con tres terroristas. Todos, como Wessel en su encuentro con el embajador, se habían quitado las máscaras y los pasamontañas. Incluso un terrorista más, que apareció detrás de una puerta, les pidió que lo llevasen con él. Los rehenes que iban cargando con su compañero pasaron de él.

Cinco terroristas fueron finalmente apresados por la policía cuando salieron por un ventanuco del piso bajo. Uno de ellos era incapaz de moverse por sí mismo. Era Sigfried Hausner, el más que teórico experto en explosivos del SPK. Él había hecho todo el montaje de las bombas en la embajada; estaba bastante claro que todavía no había alcanzado la excelencia en su oficio.

Los daños a los rehenes fueron pocos, salvo en el caso del adjunto de prensa inconsciente, que estuvo en coma dos meses. Los terroristas fueron extraditados a Alemania, aunque Hausner, en realidad, la palmó diez días después del secuestro. Tras las bajas de Hausner y Wessel, pues, finalmente quedaron para enfrentarse a juicio: Hanna Elise Krabbe, Karl Heinz Dellwo, Lutz Taufer, y Bernd Maria Rössner, todos ellos miembros del SPK.

En Stammheim hubo gran alegría cuando se supieron las noticias de la acción de Estocolmo. Aparentemente, los presos pudieron llegar a estar tan seguros como lo estaban los secuestradores de que el Estado alemán iba a ceder y los iba a liberar. Pero no fue así. De hecho, el fracaso de la acción de Estocolmo, como bien dice el refrán de las desgracias, no vino solo. Al poco, Andreas Baader se quedó sin abogados, puesto que el Estado, tras haber acusado tanto a Grönewold como a Croissant de haber participado en un sistema de correos entre los presos, los excluyó del proceso que estaba ya a punto de comenzar. A Croissant incluso lo echaron del colegio de abogados de Stuttgart por unas declaraciones en las que se refirió a los jueces de Stammheim como los asesinos de Holger Meins. Otro abogado, Siegfried Haag, fue acusado de haber facilitado el acceso de la banda a las armas, y también apartado.

Fue en estas circunstancias en las que, el 21 de mayo de 1975, comenzó el que conocemos como juicio de Stammheim.

3 comentarios:

  1. Me sonaba lo de Von Mirbach del embajador que asesinaron los Social-Revolucionarios de izquierda al inicio de su revuelta contra Lenin y, efectivamente, El von Mirbach embajador en Moscú (Wilhelm Maria Theodor Ernst Richard Graf von Mirbach) era pariente del agregado militar en Estocolmo (Andreas Baron von Mirbach) Esa familia tenía mala suerte con los revolucionarios.

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    1. Aparentemente, su sucesor no fue asesinado por nadie. Falleció el año pasado https://lebenswege.faz.net/traueranzeige/ernst-dietrich-baron-von-mirbach/55900822

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    2. Ernst Dietrich nació en Riga en 1936 y Andreas también ahí pero en 1931. Debían ser hermanos.

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