miércoles, junio 20, 2018

Isabel (28: Que vienen los españoles, otra vez)

Atenta la compañía con:

Esos tocapelotas llamados presbiterianos
Thomas Cartwright
... y estos tipos nos dan lecciones de civilización
Essex en Normandía
Las cosas salen como el orto
Las cosas salen peor que el orto
El libelo de Parsons tuvo el efecto de un mazazo en el Londres isabelino. Suponía poner negro sobre blanco una cuestión que la reina de Inglaterra siempre había querido considerar únicamente suya y por lo tanto ajena al escrutinio de la opinión pública. De hecho, en el estricto entorno donde tenía total poder, que era su propio palacio, Isabel decretó en su día un cierre a cal y canto, tras el cual fuerzas especiales de policía buscaron en cada rincón todas y cada una de las copias del folleto que había dentro.


La publicación, además, tuvo la virtud de coordinar los mosqueos de los dos reyes de las islas: la de Inglaterra y el de Escocia. Lógicamente, Jacobo no tenía nada que ganar en una publicación que lo apartaba a él, junto con sus descendientes, de la línea sucesoria; motivo por el cual la reacción en Edimburgo no fue mucho más positiva que en Londres. En medio de todo este follón se encontró Essex, el hombre al que teóricamente se le dedicaban las reflexiones del jesuita con la indicación de que era el único que podía conseguir que el tema se gestionase como es debido. El miembro de la Corte se enfrentaba, pues, a un periodo de relativo ostracismo por parte de los dos palacios de referencia en Gran Bretaña.

En realidad, en buena parte es culpa suya. Los espías del conde habían sido capaces de prever el golpe, lo que pasa es que él no lo valoró. Anthony Bacon sabía de la publicación desde que se había impreso en Amberes. Sin embargo, cuando Deveraux supo lo de la problemática dedicatoria prefirió mantenerse en silencio y jugar la baza de que el libelo nunca llegase a Inglaterra, en lugar de avisar sobre su existencia, como debería haber hecho para ganar puntos ante los reyes inglesa y escocés.

La bronca que le echó Isabel fue de tal calibre que Essex regresó a su casa del Strand y comenzó uno de sus típicos periodos depresivos, en los cuales se metía en la cama y no reaccionaba a impulso alguno. En realidad, estaba intensamente preocupado. Con el tiempo, Jacobo se demostró como una persona mucho más obsesionada con la obra de Parsons que la propia Isabel. Según las crónicas, había noches que se levantaba varias veces para repasar pasajes de la obra, y decretó en el ámbito de su reino la pena de muerte para cualquiera que elaborase comentarios sobre su contenido. Que Jacobo estuviese tan nervioso incrementaba, a los ojos de Essex, la posibilidad de que o bien él mismo o bien personas de su entorno cometiesen la indiscreción de hacer saber los movimientos orquestales en la oscuridad que había realizado el rey escocés con el propio Essex.

Las cosas se pusieron peor a principios de 1596. En esa fecha Wenworth, quien como sabemos estaba en la Torre de Londres y no precisamente de turismo, escribió una larga carta, formalmente a un grupo de amigos personales. Esta carta fue rápidamente copiada y distribuida en Londres como la respuesta al libelo de Parsons, lo cual terminó por convertir el asunto en un debate de opinión pública en primera plana. El interés de la gente por el tema, de hecho, es el que explica que, en ese momento, la inmensa mayoría de los autores de teatro se dedicasen a elaborar obras relacionadas con la sucesión dinástica, las usurpaciones o las guerras civiles. No por casualidad, en efecto, fue por aquel tiempo que William Shakespare escribió King John y, sobre todo, su sobrecogedora Ricardo II; una obra que debe ser leída teniendo en cuenta el decorado político que tiene detrás.

Si podemos, que podemos, considerar a Ricardo II como el ejemplo de mayor calidad de una tendencia más generalizada (como puede serlo Fuenteovejuna en la articulación de las complejas relaciones entre un rey y sus súbditos), debemos ver en esta obra un interesantísimo proceso de democratización de la opinión pública. La obra fue escrita, y lo que es más importante representada, en un momento en el que un tema que había pertenecido históricamente al ámbito privado de las cámaras reales se estaba convirtiendo en un asunto sobre el que todo pichi tenía una opinión y, lo que es más importante, podía expresarla. Isabel, digna hija de su padre en esto, siempre había jugado la baza de su popularidad en el entorno de la geopolítica. Ahora, sin embargo, esa popularidad quedaba en entredicho porque el pueblo, ese ente del que procede la palabra popularidad, no se expresaba tan cálidamente respecto de ella, ni respecto de Jacobo. Ambos dos, reyes absolutos, se enfrentaban a las primeras trincheras cavadas por un proceso destinado a bajarlos, con el tiempo, de ese pedestal. Muy contentos no estaban.

En su respuesta, Wenworth desplegaba, uno por uno, todos los argumentos que según él demostraban que Jacobo, rey de Escocia, debía serlo también de Inglaterra a la muerte de la reina. Entre otras cosas, en su carta el preso de la Torre recordaba las propias de la reina Isabel, la cual, en 1561, había afirmado ante representantes escoceses que los derechos dinásticos a la corona inglesa de María, reina de los escoceses, eran incontestables.

A quien benefició la aparición de la carta de Wenworth fue a Essex. El hecho de que el debate se generalizase y emputeciese jugó a favor de su tesis de que todo lo que estaba pasando tenía naturaleza conspirativa y que, en consecuencia, él no había hecho nada para merecer la dedicatoria de Parsons. Conforme todo Londres, toda Inglaterra, fue hirviendo cada vez más con el debate sobre la sucesión dinástica, Isabel se fue dando cuenta de que su consejero podría tener razón, y aflojó el puño. De hecho, acabó yendo al Strand a visitarlo en la cama, y le encargó gestiones diplomáticas de altura para que se animase. Essex se animó; de hecho, lo hizo en exceso, puesto que se autoconvenció de que todo apuntaba a que iba a ser nombrado primer ministro en sustitución del cada vez más enfermo Burghley. Bacon escribió para él una especie de poema alegórico en el que planteaba un poco esta posibilidad, de forma muy metafórica. Sin embargo, tuvo el efecto contrario al que pretendía pues la misma reina, en el momento en que terminó la representación, dijo bien alto, para ser oída, que si hubiera conocido antes el contenido del poema alegórico, no habría asistido. Lo que se dice un zasca brutal.

La displicencia real atizó a Essex para intentar, una vez más, hacer política por su cuenta. Sir Heny Unton ocupaba en ese momento la embajada inglesa en París, y se convirtió en el objetivo de las gestiones del conde por debajo de la mesa, obsesionado con convencer al rey francés para que incrementase su esfuerzo bélico. En paralelo, el conde intoxicaba a los franceses haciéndoles pasar un informe falso según el cual Isabel estaba negociando una paz bilateral con España, que vendría a suponer una pinza sobre Francia. El problema para Essex era que todo esto tenía que hacerlo a través de Unton, y el embajador inglés seguía considerando que su referente era Burghley. Por esta razón, lo mantuvo completamente informado de estas gestiones desinformativas. Si bien le ocultó que el origen de todo era Essex, no parece que el viejo primer ministro tuviese muchas dificultades a la hora de sumar dos más dos.

Enrique IV, de hecho, había declarado la guerra a España en 1595. Tuvo ese gesto después de que las tropas auxiliares inglesas al mando de Norris le consiguieron el control de Bretaña. Sin embargo, como las cosas nunca salen como uno espera, los nuevos enfrentamientos habían supuesto que las tropas de Flandes ganasen terreno en la Picardía y en Champaña, gracias al inteligente mando militar de su comandante, Pedro Enríque de Acevedo, conde de Fuentes.

El conde tomó Doullens y destruyó su castillo. Una vez hecho esto, se fue a por Cambrai. Los éxitos de las tropas españolas dispararon los rumores de que el Archiduque Alberto de Austria, que había sido nombrado gobernador de las Provincias Unidas, planeaba un ataque sobre Calais con el objetivo de obtener un control español, siquiera parcial, sobre el paso del Canal. Eso, claro, y la reconstrucción de la Armada.

Porque el caso es que el rey español estaba reconstruyendo sus barcos. En el verano de 1595, los informes de que España estaba reconstruyendo su Armada se multiplicaron y se hicieron muy evidentes. Estos informes llevaron a la reina a convencerse de una idea que le provocaba especial repugnancia, que era pasar al ataque. Ella siempre había sido partidaria de soluciones pactadas o poco arriesgadas. Isabel de Inglaterra siempre quiso ser ese jugador de tenis que nunca sube a la red y que juega a devolverlo todo, todo, hasta provocar un error no forzado en su rival; pero ahora se daba cuenta de que no podría seguir por ese camino. Eso sí, la experiencia de los años anteriores le decía que saltar al continente y enfrentarse en tierra era fracaso seguro, por lo que comenzó a pensar en soluciones que se produjesen mediando un desembarco. Encargó a Burghley que desarrollase una estrategia, para la cual el primer ministro se hizo asesorar por Howard y Drake. Aunque en realidad el dueño original de la idea era Ralegh, puesto que había sido él quien primero había desarrollado la idea de secar a España de sus riquezas mediante acciones llevadas a cabo en el área de Panamá, o de Cuba.

El plan, sin embargo, se topó con un enemigo: Essex. El conde no tenía nada que ganar en una guerra naval de desgaste contra los recursos de España. Eso podría darle gloria a Drake, no a él. Lo que necesitaba el conde eran operaciones en tierra, y por ello se dedicó, inmediatamente, a comerle la oreja a Isabel para favorecer este punto de vista, apoyando la idea de una serie de ataques directos de los principales puertos españoles, así como acciones en tierra dentro de la península. A una nueva Gran Armada, decía, sólo se le puede contestar con una nueva Gran Contra-Armada.

La discusión fue tan fuerte y tan alambicada que, en agosto de 1595, Isabel decidió colocar en salmuera los dos planes, y se limitó a aprobar una campaña de piratería mucho menos ambiciosa, llevada a cabo por Drake y Hawkings. Con una flotilla de 27 barcos y 2.500 efectivos, ambos debían navegar hacia el Caribe con el objetivo de hacerse con el Begoña, un mercante de 350 toneladas que según los informes se encontraba en Puerto Rico.

Sin embargo, nada más salir de Plymouth, Hawkings y Drake discutieron. El señor Francisco era un tipo bastante impulsivo al que no le gustaba demasiado planificar. Le iban las improvisaciones valientes y aguerridas, una imagen que su mitología ha destacado mucho; aunque se le ha olvidado, a la mitología digo, recordar los cienes y cienes de veces en que esa improvisación le jugó malas pasadas, convirtiéndolo, en realidad, en peor comandante de lo que mucha Historia quiere creer. A Drake se le puso entre los testículos la idea de tomar Las Palmas, una acción que ni de coña estaba prevista ni seguramente habría sido aprobada por Isabel. Sin embargo lo intentó, to no avail.

El 12 de noviembre, los barcos ingleses se llegaron a Puerto Rico. Para entonces Hawkings estaba muy gravemente enfermo. Murió apenas unas horas después de echar el ancla y fue enterrado en el mar. Drake se quedó solo al mando, y rápidamente ordenó el ataque sobre Puerto Rico. Los españoles, sin embargo, estaban ya muy avisados de su presencia. Tan avisados que hasta le lanzaron un pepino que se llevó por delante la banqueta en la que estaba sentado mientras tomaba su sopa.

Fue entonces, sólo entonces: después de haber sido rechazado en Las Palmas y Puerto Rico, cuando Drake se avino a seguir el plan original de la expedición, y tratar de interceptar un grupo de mercantes españoles en su partida. Pero para cuando alcanzó Nombre de Dios, ciudad portuaria panameña, la encontró evacuada. Entonces desembarcó a sus marinos y planeó un paso por las montañas hasta ciudad de Panamá; pero los expedicionarios fueron repelidos por los españoles.

En enero de 1596, la disentería se había adueñado de los barcos ingleses, que para entonces estaban haciendo, literalmente, unas singladuras que te cagas. Entre los enfermos se encontraba Drake, a quien al parecer atacó una de las formas más virulentas de la dolencia. La mañana del día 27, la diñó. Fue enterrado en el mar y allí seguirá, supongo, puesto que lo echaron metido en un ataúd de plomo. Los barcos ingleses repostaron agua en Portobelo y pusieron proa hacia casa. La mitad de los barcos que un día habían salido de Plymouth nunca regresó.

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