viernes, septiembre 19, 2025

GCEconomics (6) March




Una política cuestionable
Peseta grande, ande o no ande
Secos de crédito
Conspiradores
Las cábalas de Mussolini
March
Portugal
Los sueños imposibles del doctor Negrín
Dos modelos enfrentados
Dos bandos, dos modelos
La polémica interminable sobre la eficiencia del gasto bélico
Rosario de ventas
De lo necesario, y de lo legal
¿Y si Putin tiene una colección de monedas de puta madre?
La guerra del dinero
Echa el freno, Madaleno
Un mundo sin bancos
“Escuchado en la radio”
El sindiós catalán
Eliodoro de la Torre, el más vasco entre los vascos
Las repúblicas taifas
El general inflación
Bombardeando pasta
Los operadores económicos desconectados
El tema impositivo (y la recapitulación)

 



Regresando al tema central de estas notas, que son los aspectos económicos, de los escritos de Mola y las memorias de quienes trabajaron codo con codo con él no se deduce que en el complejo entramado golpista del que se responsabilizó reservase mucho espacio a los temas económicos. Esto tiene su lógica, pues Mola no estaba pensando en una guerra, sino en un movimiento de apenas unos días. Veía a la república tan podrida que, de alguna manera, esperaba de ella una especie de colapso marxista bajo el peso de sus contradicciones.

Esto, sin embargo, no significa que no buscase, y obtuviese, financiación, como veremos. A mediados de junio, incluso se permitió el lujo de rechazar un donativo de Acción Popular, el partido de Gil Robles, que pretendía darle medio millón de pesetas. Da la impresión de que Mola, por una parte, no quería aceptar según qué dineros consideraba podían comprometer su movimiento. No se olvide que la pretensión de Mola era generar un movimiento que provocase el nombramiento de un gobierno republicano de orden y amplio espectro; es normal que no quisiera deber grandes favores a elementos de aquella ecuación como Gil Robles. Por lo demás, había estado en Biarritz con Juan March, por lo que es probable que considerase el tema financiero básicamente resuelto (lo veremos pronto). Además, probablemente contaba con lo que de hecho pasó, y es que el mero estallido del golpe aflojaría los bolsillos en la zona que lograsen controlar los sublevados.

Una vez producida la sublevación, las dos primeras ofertas de dinero que tuvo Mola fueron de Juan March, quien probablemente ya le había prometido el dinero antes; y de José Luis de Oriol. Volveremos sobre alguna de estas cosas. En segundo lugar, tras el golpe los carlistas navarros no tuvieron ningún problema en aceptar el liderazgo del general, por el que lo hicieron partícipe de las capacidades financieras que podían aportar diversos carlistas de dinero. Nombres como Joaquín Baleztena, Miguel María Zozaya o Fernando Contreras Olaya se convirtieron en cuestadores de la rebelión. La Comunión Tradicionalista puso además en manos de Mola su recaudación de cuotas, que era importantísima, pues desde 1934 tenían establecida entre sus militantes la obligación de aportar cuando menos la misma cantidad que pagaban de impuestos. Desde 1935, la Comunión incluso estaba animando a sus socios a entregar sus alhajas. Estos recursos eran básicamente gestionados por José Martínez de Berasaín, vocal de la Junta Tradicionalista de Navarra, miembro del Bloque de Derechas navarro y director del Banco de Bilbao en Pamplona; en su condición de esto último, estaba en contacto constante con el empresariado navarro. A estas aportaciones privadas, por lo demás, se unió la financiación procedente de la propia Diputación Foral de Navarra, la cual, como hemos visto, desde el momento en que el gobierno republicano quiso disolverla de facto, y aun antes, se sintió en franca rebeldía. El gobierno central de Madrid había puesto en marcha en 1932 una contribución general sobre la renta, a cuya aplicación en Navarra se opuso la Diputación. El gobierno foral navarro decidió crear su propia contribución, potestad foral que el gobierno de Madrid le retiró precisamente el 17 de julio (medida antiforalista de la que los actuales navarros, y otros herederos de la causa republicana, obviamente no quieren acordarse; pues la memoria, por definición, siempre es selectiva).

En agosto de 1936, ya completamente descolgada del gobierno de Madrid por lo tanto, la Diputación decidió crear un impuesto extraordinario de guerra. Los expertos que analizaron la creación de este impuesto ofrecieron dos posibilidades: una aportación directa e inmediata, a fondo perdido; o una aportación inmediata con forma de empréstito que, por lo tanto, habría que devolver. La Junta Técnica de la Diputación, formada al fin y al cabo por políticos, tradicionalistas para más datos, optó, nos ha jodido, por la primera: tú me pagas, y que Dios, o sea tu puta madre, te lo pague. Guerra y paz, derechas e izquierdas; son todos siempre iguales. Un político siempre pensará que tu dinero no es tuyo, así pues, cuando se lo pagas a él, no haces sino devolvérselo.

El corolario de todo esto es que la Diputación Foral de Navarra se convirtió, durante toda la guerra, en una fuente de financiación segura, constante y regular para el bando nacional. Yo sé que hay mucha gente, fuera pero sobre todo dentro del País Vasco, que quiere considerar que el comportamiento de Franco respecto de los vascos, sobre todo considerado en diferencia respecto de los navarros, fue una injusta decisión basada en las ideas. Pero, en política, las ideas tienen poco que ver. En esto, como en tantas otras cosas, lo que hay que seguir es la pista de la pasta.

Entre esto que os he contado y otros elementos menores, a los que no son ajenas las cuestaciones públicas, puede decirse que el golpe de Estado nunca tuvo problemas de dinero; y que, muy particularmente, no los tuvo después de haberse producido, ya que en ese momento adquirió una capacidad de búsqueda y exigencia de recursos muy superior. Tuvo, sí, el problema de la escasez de oro, pues todas las reservas quedaron del lado republicano (salvo las aportaciones de March, que ya veremos); y luego tuvo, no pocas veces, problemas de liquidez. Porque tener acceso a dinero no significa necesariamente disponer de él justo cuando hace falta. El riesgo de liquidez se define, en efecto, como el riesgo de, aun poseyendo dinero suficiente, no tener la capacidad de realizarlo en el momento en que hay que usarlo. El bando nacional pudo tener problemas de liquidez; problemas, pues, ligados a la indisponibilidad de recursos en un momento que eran urgentes. Pero no se puede decir que anduviese muy corto financieramente hablando.

De varias cosas que se han escrito ya en estas notas os debería quedar claro que la GCEXX, desde el punto de vista económico, tiene una figura central en Juan March. Las cosas como son, tampoco es que quepa extrañarse mucho de ello. Juan March, que cuando llegó la república tenía diversos jugosos negocios y entre ellos una exclusiva en la importación de tabaco, fue uno de los objetivos de la república en su intención de enderezar los errores de los tiempos anteriores. La hostilidad de la república hacia su figura, cuya cancelación, por así decirlo, quería fuese ejemplar y simbólica, fue manifiesta; un ejemplo más de su incapacidad para la sutileza. Medio siglo más tarde de la llegada de la repu, cuando uno de sus herederos ideológicos, Felipe González Márquez, llegó a la presidencia del gobierno, mucha gente esperaba un proceso en España muy similar al que se había producido en la república. Sin embargo, meses después de la llegada del PSOE al poder, José María Aguirre Gonzalo, presidente de Banesto y portavoz in pectore de eso que hoy llamamos “los ultrarricos”, declaraba a la Prensa: “¿cómo voy a temer a la política económica del PSOE? ¡Pero si es la mía!” Cosas como éstas explican por qué Felipe González se consideraba más epónimo de Besteiro que de Largo Caballero, y por qué la transición, en realidad, es un proceso mucho más inteligente que la república.

Juan March era diputado de la república. Pero el 1 de enero de 1932, la Comisión de Responsabilidades de las Cortes solicitó el suplicatorio para poder procesarlo. El procesamiento, que se aprobó, incluía la comparecencia de March en una sesión secreta de una comisión parlamentaria. Allí, March se quejó de que, casi desde el minuto uno del nuevo régimen, estaba siendo perseguido. Y comenzó, que diría Estela Reynolds, a abrir el cajón de mierda.

Tras una declaración cuando menos sorprendente (“siempre fueron notorios mis ideales de izquierda”), March reveló que en el año 1930, el Comité Revolucionario que se había montado para acabar con la dictadura contactó con él para pedirle pasta. March, siempre según su relato, les dijo que no, porque aquello, dijo, no era defender ideas, sino liarse a hostias. Acto seguido, explicó que aquella negativa no le había gustado a sus interlocutores, que incluso habían llegado a insinuarle que había por ahí algún que otro sicario al que se le podía ir el dedo.

Aunque March era diputado como os he dicho, las Cortes votaron, por 191 votos contra 4, su incompatibilidad moral con dicha representación. Se buscaba, obviamente, desaforarlo (y luego desaforrarlo). Como no lo consiguieron, se pidió el suplicatorio. La sesión secreta fue el 8 de junio de 1932. La comisión votó en contra de March, y se convocó sesión el 14 para ratificar en público dicha votación. El principal orador de aquella sesión pública fue Jaume Carner, ministro de Hacienda en ese momento, quien acusó de varios delitos a March y lo apeló de contrabandista. Se lo apeló primero de corrupto y, después, de traidor a la patria. Valentín Galarza propuso un gran proceso poco menos que por alta traición económica.

La intervención de Carner estaba diseñada para dejar claro que la república se ponía frontalmente en contra de la figura de Juan March. Al día siguiente, 15, la Comisión de Responsabilidades se reunió para solicitar la detención del diputado por Mallorca, que esa tarde ingresó en la Modelo de Madrid. A partir de ahí, el proceso se empantanó. El financiero seguía detenido, pero la acusación no avanzaba. Los abogados de March se hicieron un Griñán, alegando que su defendido estaba enfermo y no podía ser tratado en la cárcel. Pero no fue liberado y, de hecho, lo trasladaron a la cárcel de Alcalá, sospechoso como estaba el gobierno de que preparaba su huida.

En agosto de 1933 se redactó el acta de acusación que incluía un delito de alta traición, otro de cohecho y otro de prevaricación. En la noche del 2 al 3 de noviembre, cuando llevaba 17 meses de maco, Juan March huyó de la prisión, acompañado por el jefe de vigilancia y otro funcionario de prisiones (a los que, cabe imaginar, les acababa de tocar el Euromillones); adujo, en cuanto pudo, que su vida no estaba garantizada en las prisiones republicanas; cosa que, para qué nos vamos a engañar, tampoco tenía por qué ser una invención, vista la facilidad con que los “incontrolados” acabaron visitando las galerías.

La historia es alambicada y rocambolesca. Los temas, por lo demás, no son tan fáciles como parece. Buena parte de las acusaciones que Carner vertió sobre March en su intervención parlamentaria habían sido sustantivadas por Françesc Cambó; pero aquí, las cosas como son, nos encontramos un poco a Dutch Schultz acusando a Lucky Luciano. En abril de 1932, en sus diarios, Azaña reconoce que “cien ojos” están revisando por delante y por detrás la operativa de March para generar una acusación, y no habían encontrado nada.

March, por lo demás, no le caía bien a nadie. Como acertadamente había dicho Carner, no era ni republicano ni monárquico; él, como cualquier otro tycoon, no tenía más fidelidad que el dinero. Sin ir más lejos, José Antonio Primo de Rivera llegó a decir que lo primero que haría cuando Falange gobernase España sería colgar a Juan March; justo lo mismo que quería hacer Indalecio Prieto.

El Secretariado General Internacional del Partido Comunista, en fecha tan madura como mayo de 1936, aprobó una resolución estratégica sobre España en la que hablaba de ser prudentes, de no ir a huelgas salvajes como los anarquistas, y de no asustar a base de exigir nacionalizaciones. Esta resolución, tan taimadamente estratégica, se volvía furibunda, sin embargo, al hablar de utilizar la violencia contra “los enemigos de la república”; por lo que consideraba fundamental detener cuanto antes a Gil Robles, Calvo Sotelo, Goicoechea, Lerroux y “el multimillonario y contrabandista March”.

Lo que sí hay que tener en cuenta es que lo que contó March en la sesión secreta sobre 1930 es completamente cierto. Los revolucionarios republicanos le buscaron para convertirlo en su banquero, y él se negó. Resulta difícil de sostener que todo lo que tuviese la república contra él fuese el resquemor por aquella negativa. Pero lo realmente importante, que yo creo que se deduce de las líneas anteriores, es que en 1936, incluso antes, Juan March Ordinas estaba en una situación personal en la que consideraba que el golpe militar conservador era su única salida. Y es por ello que fue, literalmente, con todo a su favor. Financió el traslado de Franco a África, financió la compra de armas, financió las acciones de propaganda antirrepublicana.

El 22 de julio de 1936, un grupo de jóvenes tomó al asalto el palacete que Juan March poseía en la calle de Lista de Madrid, hoy Ortega y Gasset, y que hoy es sede de la Banca March. A pesar de éstas y otras acciones muy vistosas, como la toma del diario Informaciones que era de su propiedad, las autoridades republicanas, y los “incontrolados” también, se llevaron un cierto chasco con Juan March. Conocedores de su inmensa fortuna, pensaban que ahora, tras el golpe, como estaba fuera de la ley, iban a incautar inmuebles y factorías a tutiplén. Para su desencanto, no fue para tanto. March era (como lo es la familia todavía hoy) un financiero. Tenía dinero, muchos papelitos. Pero activos tangibles, en realidad, tenía relativamente pocos. Su único activo importante era la compañía Transmediterránea, que fue incautada el 28 de julio por un comité de trabajadores. El comité, por lo demás, se encontró la empresa seca; lo cual tiene su mérito tratándose de una naviera. Una semana antes del golpe, March, residente ya en Biarritz, se había llevado todo el capital circulante. Y no se llevó los ceniceros de propaganda porque abultaban mucho. También se preocupó de que los mejores barcos de la flota estuviesen, o en el mar, o en puertos seguros. La república nunca los controló.

Juan March permaneció toda la guerra fuera de España. Tan sólo el 17 de marzo de 1939 volvió a crear una empresa en Burgos, la Compañía Auxiliar de Navegación. Durante todos los meses que duró la GCEXX, utilizó sobre todo un banco inglés, el Klenwort, con el que financió, entre otras cosas, el célebre arrendamiento del Dragon Rapide. Quizás la operación más importante fue el depósito, vía Kleinwort, de lingotes de oro en el Banco de Italia; depósitos que vienen a sugerir que la participación italiana en la guerra, en realidad fue, cuando menos parcialmente, financiada por Juan March. Existe documentación de depósitos de hasta 200 toneladas de oro.

Al fin y a la postre, sin embargo, Carner tenía razón: alguien como March no tiene más fidelidad que el dinero. Finalizada la guerra, Juan March intimaría a la banca Kleinwort, que era tan sólo el fronting del dinero que March le había dado a los sublevados, que exigiese el reembolso de aquellos préstamos. El duque de Alba, embajador español en Londres, fue convocado a la sede central del banco, en Fenchurch Street; cuando escuchó lo que le dijeron, montó en cólera y salió con cajas destempladas. Como Madrid no devolvía los préstamos, el banco hizo lo que siempre hacen los bancos en esta situación; securitizar, que es la forma finolis de decir pasarle el marrón a otro. Pusieron en venta las obligaciones respaldadas por los préstamos, algo que sólo sirvió para hundir la reputación de esa España en la que volvía a amanecer (en teoría); algo que el gobierno de Franco nunca le perdonó al banco. Aparentemente, todo el mundo en Madrid creía que aquel banco les había prestado aquel dinero porque era muy franquista. No parecían saber que March estaba detrás. Este velo, sin embargo, ya había caído en 1940, pues cuando Larraz fue nombrado ministro de Hacienda, ya se conocía perfectamente la relación.

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