Muerta la momia, aquí no ha cambiadonada
El problema francés
Vitoria
En abril, muertos mil
Montejurra
El 18 de julio más difícil
Caza mayor
Esta vez, te vas a pelear con tu puta madre
La hora del dolor
Las Navidades de 1975 iban a ser, a juicio de los más optimistas, las Navidades de la amnistía. Pero la amnistía no llegó. Era un momento tremendamente prematuro para atreverse a despenalizar el antifranquismo. Esto, sin embargo, no hizo sino multiplicar las manifestaciones en favor de la amnistía. Estas manifestaciones provocan la inmediata sensación, certeza en realidad, de que el régimen político español es, en ese momento, un régimen muy, demasiado, asimétrico. No parece existir unidad de acción. El gobernador civil de Madrid niega la autorización a las marchas pro amnistía, argumentando que es una movida comunista. Pero en Barcelona, Zaragoza y Tarragona, la misma convocatoria sí que es autorizada. Signo inequívoco de que en Amador de los Rios, en el headquarters del poder policial español, no hay una instrucción clara.
Van a la huelga los mineros asturianos, la construcción de Valencia, el cinturón industrial del Llobregat, las plantillas de algunos grandes de la industria española como la Chrysler, la Standard Eléctrica o la Wagons-Lits.
El 23 de enero, viernes, tres militantes de extrema derecha catalanes, que habían sido detenidos por reventar librerías en Barcelona, son puestos en libertad bajo fianza. A la salida de la Modelo hay centenares de camaradas, que los saludan con alharaca. Se canta el Cara al sol. Esos días, además, el Frente Revolucionario Antifascista y Patriota, el FRAP, se disuelve en medio de unas enormes disensiones internas.
A finales de enero, el primer ministro Carlos Arias se presenta en las Cortes para pronunciar, teóricamente, un discurso histórico: el discurso que inaugura el camino hacia la democracia por parte de España. Lejos de hacerse un Nelson Mandela, sin embargo, se hace más bien un Pedro Sánchez. Minutos, minutos y minutos de palabrería seca, trufados de datos que han sido, que diría Churchill, torturados hasta confesar lo que se busca de ellos, conceptos genéricos y compromisos tan indefinidos que parecen la declaración de amor de un gallego. El discurso galvaniza a puto nadie. Todo el mundo da al tipo por amortizado. Está claro que, sean cuales sean los planes del rey, Carlos Arias no sirve para llevarlos a cabo; a menos que los planes del rey sean no hacer nada hasta el siglo siguiente.
Llega, eso sí, la noticia de que el ministro de Justicia, Antonio Garrigues, ha conseguido sacar adelante la revisión, que no eliminación, de la criticada Ley Antiterrorista. Tras el consejo de ministros del 6 de febrero, Garrigues comparece para anunciar que la jurisdicción ordinaria prevalecerá sobre la militar en lo relativo a estos delitos. Pero el decreto, como he dicho, no decae. El gobierno, además, diseña una norma para regular el derecho de reunión; entiéndase: para garantizarlo. Sin embargo, la represión sigue ahí. En Barcelona, una manifestación pro amnistía termina como el rosario de la aurora; la policía detiene al de siempre. Porque en aquellos tiempos, una movida en Cataluña en la que no participase, para resultar detenido, el sacerdote mosén Luis María Xirinachs, no era ni manifestación, ni nada.
[Un inciso. Xirinachs fue elegido senador en 1977 y se integró en el grupo Entesa dels Catalans. Era muy partidario de los métodos de protesta pacíficos y, sobre todo, de permanecer ostentosamente de pie; estuvo meses haciendo guardias de doce horas de pie delante de la Modelo de Barcelona para exigir la amnistía. En consecuencia, cuando Juan Carlos fue a hablar en sesión conjunta del Congreso y el Senado, resolvió hacer valer su protesta porque aún no hubiese llegado la amnistía permaneciendo de pie durante el discurso. Su colega el pesuquero Francisco Candel, en su jugoso libro Un charnego en el Senado, cuenta que, sin embargo, dado que era una sesión conjunta, no había sitio para todos, y que la mayoría de las señorías que se quedaron sin poder sentarse eran senadores. Xirinachs no encontró escaño, así pues escuchó el discurso de pie; pero nadie se pudo percatar de que lo hacía voluntariamente.]
Pocos días antes de comenzar el mes de febrero, los concejales del ayuntamiento de Galdácano habían elegido, reelegido en realidad, y por unanimidad, a Víctor Legorburu como alcalde. Legorburu, de 64 años, llevaba nueve al frente del consistorio, desde donde se había destacado por su hostilidad hacia el nacionalismo vasco; lo que le había valido ser colocado por ETA en la lista negra de ayuntamientos cuyos ediles debían dimitir, o atenerse a las consecuencias. Legorburu decidió atenerse, y no se escondía; entre otras cosas, había prohibido los epitafios en euskera en el cementerio local.
Legorburu sabía que estaba en la situación que estaba. Un grupo no identificado había vandalizado la imprenta de su propiedad, y recibía llamadas conminándolo a dimitir en tres meses máximo.
A primera hora del 9 de febrero, salió de su casa y cruzó la calle para coger su vehículo. Allí le esperaba un guardia municipal, que le hacía de escolta. A mitad de calzada, se le cruzan dos personas que, al más puro estilo mafioso, sacan sus metralletas, y comienzan a paquear. El trabajo fue más perfecto que el de Sonny Corleone: 15 impactos de bala. El policía municipal dispara a los agresores, que responden y lo hieren. Después, el municipal declarará que cree haberle dado a uno.
48 horas después, ETA Militar reivindica el atentado que, justifica, se ha producido sobre un “fascista notorio, colaborador de los guerrilleros de Cristo Rey y enemigo notorio de la cultura vasca”.
Ese mismo 9 de febrero, la otra rama de la ETA, la político-militar, también trata de conseguir su cuota de notoriedad. Se identifica como la organización detrás del secuestro de José Luis Arrasate. Afirman que está bien, pero al tiempo amenazan con que la situación cambie rápidamente. Muy recientemente, dos importantes dirigentes han sido detenidos. Se trata de Iñaki Pérez Beotegi, alias Wilson; y de Iñaki Múgica Arregui, alias Ezquerra. ETA advierte de la posibilidad de que se produzcan “maniobras extrañas”, quizás en alusión a que los detenidos paguen el pato de sus acciones. Los tres muertos que acumula ETA desde la muerte de Franco (el alcalde de Oyarzun, el de Galdácano y el guardia civil de la ikurriña asesina) se justifican en que el nuevo gobierno español ha decepcionado las esperanzas del nacionalismo vasco.
Algunos días después, los terroristas Miguel Reolaza, alias Ezequi; e Isidro María Garalde, Mamarru, alquilan un taxi en Tolosa para supuestamente ir hasta Alquiza. Pocos kilómetros después de salir, uno de ellos encañona al taxista y le obliga a desviarse a un bosque. Allí esperan casi una hora, tras la cual dejan partir al taxista a pie. Con el coche robado, llegan hasta Cizúrquil, donde entran en contacto con dos terroristas más, participantes en el atentado contra el alcalde de Galdácano. Siguen a Julián Galarza, de 37 años, mecánico, quien acaba de salir de una taberna donde siempre va a tomarse unos vinos antes de subir a comer. Le disparan hasta la muerte, y huyen en el taxi.
Nadie entiende este asesinato. El objetivo de ETA suele ser, entonces, eso que llama “fascistas notorios” y, fuera de ese ámbito, los soplones. Pero de Galarza nadie es capaz de decir que eso ocurra. La policía, finalmente, se da cuenta de que el muerto tiene un enorme parecido físico con otro vecino del pueblo, miembro de la Guardia de Franco (no se hizo pública la filiación, pero es posible que se tratase de Antonio Vicuña, alcalde de la localidad).
Horas después, la propia ETA reconoce, en un comunicado, que se ha equivocado de objetivo. Añaden unas tenues disculpas por su error, pero poco más. Los abertzales, lo dijeron muchas veces, se consideraban en guerra con España. Y en las guerras, simplemente, pasan estas cosas.
Este error pudo pesar en el ánimo de los secuestradores de Arrasate. Bueno, eso y la pasta que soltase la familia. Pero el caso es que en la mañana del 18 de febrero, los guardianes del secuestrado le dicen que se afeite la barba pero se deje el bigote. Le ponen una capucha en la cabeza y lo trasladan a Sare, un pueblo francés. Allí lo sueltan para que cruce la frontera a pie. Arrasate, efectivamente, llega, bastante trabajadito obviamente, a una taberna de Luzuriaga. De allí lo llevan a Vera de Bidasoa. Se especula con que el pago final, con una petición inicial de 100 millones de pesetas, fue de ocho millones.
En aquel mes se publica una encuesta de opinión entre residentes en el País Vasco. Los resultados demuestran hasta qué punto los últimos años del franquismo han convertido al País Vasco en un lugar diferente. El 38% de los vascos, en 1976, se muestra de acuerdo con la que se convertirá, con los años (y yo diría que hoy en día) en la opinión average del euskaldún, expresada en la frase: condeno el terrorismo, pero entiendo que exista. Como se ve, pues, ya en los primeros pasos de la España democrática, la sociedad vasca ha construido esa opinión cubista que la caracterizará de aquí en adelante. Eso sí, los vascos también tienen su clarividencia. Con la frase un Estatuto de autonomía acabaría con el terrorismo, se muestran de acuerdo un 62% de los encuestados; o, si lo preferís, hay un 38% que ya barruntan que con el primer plato no les va a bastar. El 74% de los vascos considera que las acciones de ETA se centran en personas de determinada ideología política; de alguna manera, pues, parecen considerar que, si es facha, lo lógico es que tenga plomo. La afirmación en el País Vasco hay pocas personas que estén de acuerdo con las acciones terroristas recibe la aquiescencia del 40% de los vascos.
La encuesta, pues, encaja como un calzador. El 60% de los vascos está, más o menos, de acuerdo con las acciones de ETA; y el otro 40%, aunque está en desacuerdo, en el fondo las entiende.
Mario Onaindía: “el problema del País Vasco son los vascos”.
El 24 de febrero, continúa la violencia política, aunque lejos del País Vasco. Ocurre en Elda, Alicante. Según informó el gobierno civil de Alicante, un vehículo policial, que había prestado servicio en unas manifestaciones de trabajadores del calzado en Elda, volvía para Alicante cuando fue apedreado. Los agentes se bajaron del vehículo y se enfrentaron al grupo de agresores. Dice la nota del gobierno civil que “se hicieron varios disparos contra la Fuerza Pública [!], repeliendo la agresión la policía”. Los disparos contra la policía no mataron a nadie, pero los uniformados tenían más puntería, y se llevaron por delante a “un componente del grupo agresor”: Teófilo del Valle Pérez, de 20 años, oficinista que, siempre según la autoridad gubernativa, tenía antecedentes por tráfico de drogas.
Cualquier lector eldense o petrelense puede confirmar que este tema está muy lejos de estar muerto allí. Se ha vuelto muchas veces al asunto de la muerte de Teófilo del Valle, y ha sido objeto de un documental, Las tres muertes de Teófilo del Valle, obra de Manuel de Juan (que no tiene nada que ver conmigo, por cierto; o más bien, yo no tengo nada que ver con él).
Marzo comienza con la noticia del inicio, en el cuartel de Hoyo de Manzanares, del juicio contra los oficiales acusados de ser miembros de la Unión Militar Democrática, los famosos úmedos. Antes incluso, sin embargo, comienza el baile. El mismo día 1 de marzo, a las nueve menos cuarto de la noche, Emilio Guezala Aramburu, de 49 años, inspector de autobuses de Lezo, paseaba entre dicho pueblo y Rentería, cuando es ametrallado desde un coche. Fernando Inchaundarrieta, primo de Guezala, que paseaba con él, resulta herido en una pierna. Guezala había trabajado muchos años de veterinario en Rentería, era viudo, y había sido repetidamente amenazado por ETA. Un crimen bastante difícil de entender, por cuando Guezala estaba apartado de la actividad política pública.
Lo peor, sin embargo, estaba por llegar. Llegó el 3 de marzo, miércoles de Ceniza. 24 horas tras las cuales, en una ciudad normalmente tan tranquila como Vitoria, se habían producido cinco muertos, 79 heridos, 33 de ellos de bala, y un inspector de policía había perdido un ojo.
El tema venía gestándose desde los inicios del año 1976, cuando comenzaron las negociaciones para renegociar los convenios en la industria vitoriana. La negociación no era fácil en un entorno de precios al alza. En las grandes empresas de la zona, como Forjas Alavesas o Mevosa, la negociación se emputeció, haciendo de fulminante para el resto. En Forjas se pedían 42 horas semanales y 6.000 pesetas de aumento lineal (unos 550 euros de hoy en día). El bloqueo de las negociaciones provocó manifestaciones, en las que comenzaron a participar también las mujeres de los trabajadores. La respuesta del gobernador civil es imponer muy fuertes multas (85.000 pesetas, un pastón para la época; 7.600 euros de hoy en día, a ojímetro) a cinco integrantes de piquetes. Las empresas, por lo demás, aprovechan que el Pisuerga pasa por Valladolid para comenzar a hacer despidos. En algunos casos, como por ejemplo en una fábrica llamada Apellániz, se despide al 100% de la plantilla.
Todo esto va colocando a la gente cada vez de peor hostia. Los precios en España están disparados. En las manifestaciones se corea: abajo los precios, arriba los salarios. Los trabajadores están presionados por la moderación salarial, y ahora son colocados entre la espada y la pared de la pérdida de empleo. El movimiento desborda a los sindicatos oficiales; porque los sindicatos del franquismo son, en realidad, estructuras burocráticas que sólo sirven para pagar mariscadas (menos mal que la situación ha cambiado...) Los trabajadores se organizan en cajas de resistencia, pues llevan ya muchas semanas en huelga. Cada huelguista soltero o casado sin hijos recibe 1.500 pesetas (135 euros); el casado con uno o dos hijos, 2.000 pesetas (180 euros); con tres o más hijos, 2.500 pesetas (225 euros).
El ministro de Sindicatos es un tal Rodolfo Martín Villa. No se le conoce opinión sobre la grave situación de Vitoria; lo cual no es mucha novedad pues, por lo general, no se le conoce opinión sobre casi nada.
El 3 de marzo por la tarde, en la iglesia de San Francisco de Asís, situado en el barrio obrero de Zaramaga y que hoy, de hecho, es un centro memorial de las víctimas de estos sucesos, se desarrolla una asamblea más. El día 3 es ya la tercera “jornada de lucha” decretada por los huelguistas en Vitoria.
El párroco de la iglesia recibe una notificación de la policía en la que ésta anuncia que ha recibido órdenes de desalojar el recinto. Hay centenares, si no miles, de personas dentro de la iglesia. Cuando se les da la noticia, reaccionan con estupor, exigiendo negociar. Entran cuatro policías llevando un pañuelo blanco.
La versión más extendida, porque en estos temas siempre hay algo de caos argumental, es que las negociaciones con los cuatro policías iban bien. Que los trabajadores estaban apuntando a un desalojo pacífico del templo. Pero el caso es que, repentinamente, los grises, es decir los antidisturbios, cargan. Lanzan botes de humo y gases lacrimógenos dentro de la nave, generando un caos. Las personas que logran salir son recibidas en la calle con balas de goma y, es evidente a la luz de los resultados, también de plomo.
Francisco Aznar, que tenía 17 años aquella tarde, cae herido en la cabeza. A Pedro María Martínez Ocio lo alcanzan tres veces; se desangra en el suelo. En las calles, se monta la de dios es Cristo y está en el cielo. Allí se reparten muchas más hostias que dentro de la iglesia. Los manifestantes derriban farolas y cruzan los coches como barricadas. La policía hace tres bajas más: José Castilla, Romualdo Barroso y Bienvenido Pereda. Además de, ya lo he dicho, 33 heridos de bala más. Allí no se disparan cuatro tiros.
Manuel Fraga Iribarne; de profesión, ministro del Interior, y demócrata en prácticas.
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