La difícil restauración
Los exiliados
Una monarquía anárquica
Esto no durará
Soult
El affaire Raucourt
Ceguera borbónica
Una situación cada vez más deteriorada
La conspiración bonapartista sin Bonaparte
Viena
De nuevo, potencia mundial
Un balance discutible
El emperador de Liliput
Las cuitas de María Luisa
La partida
Diles que voy
Como buen militar decimonónico que era, Napoleón no quería ir a ningún sitio sin su caballería. Pero lo muy limitado de sus medios de transporte le obligó a renunciar a los caballos de sus caballeros, pues sólo le cupieron en los barcos los que eran estrictamente necesarios para transportar los artefactos artilleros, y los del Estado Mayor. Confiaba en que en Francia le lloverían los equinos. En la parte positiva, la política de embargo de los buques surtos en la rada de Porto-Ferraio le había permitido controlar una polacra procedente del puerto occitano de Agde, la Saint-Esprit, que vino a sumar 194 toneladas a la capacidad de la expedición. Cuando Jermanowski, que hemos de reconocer debía de ser un tipo de presencia bastante impresionante, se presentó en la cubierta con veinte hombres, el capitán no hizo ademán de protestar. Pero sí protestó, y muy vivamente, cuando los polacos, con esa forma de actuar tan de gentes centroeuropeas, decidieron que pasaban de descargar la mercancía del barco; que era mucho más cómodo tirarla al mar.
El capitán de la Saint-Esprit se puso tan porculo con el tema que el Mariló Montero de Elba, Peyrusse, tuvo que presentarse en el barco. Se inició una discusión interminable sobre el justiprecio de las mercancías que los polacos habían echado a perder. El tema no se resolvió hasta que no subió Napoleón al barco. En el camarote del capitán, enfrentado a una mesa llena de papeles con cálculos y sumas, tuvo un gesto que todo el mundo que había trabajado con él conocía: displicente, puso el envés de su mano derecha sobre la mesa, y luego lo arrastró para tirar todos los papeles al suelo. Acto seguido, le dijo a Peysusse que era un puto burócrata, y le conminó a pagarle al capitán lo que pidiese.
Mientras las tropas se congregaban en el puerto, Napoleón regresó a los Mulini. Allí recibió a los miembros de la junta de gobierno de la isla que acababa de nombrar. También estuvo el general Lapi, nombrado gobernador general de la Ínsula de Barataria. Lo que más le importaba a Napoleón era dejarles claro que les estaba dejando a su madre y a su hermana a su cargo. En aquella reunión, todo el mundo estaba triste. Drouot mostraba un gesto serio y taciturno, y las parientes del ex emperador, allí presentes, estaban llorando. A las siete, se despidieron con unos abrazos franceses de ésos que demuestran la teoría de los físicos según la cual la materia, en realidad, nunca se toca.
La flota con la que Napoleón contaba para reconquistar Francia estaba formada por el brick L'Inconstant, la espéronade La Caroline [no soy experto en términos marinos; no he encontrado traducción para el original francés], la polacra Saint-Esprit, los jabeques L'Etoile y Le Saint-Joseph, y dos faluchos de respetable tamaño.
Ya os hemos contado que Campbell no estaba en Elba cuando todo esto pasó. Estaba en Florencia, de vacaciones, donde al parecer había quedado con una crush para frotar velcros. Sin embargo, entre polvo y polvo fue recibiendo cartas urgentes desde Elba contándole el mojo, por lo que tuvo que subirse los pantalones y poner fin a su quincena romántica. Viajó a pelo puta hasta Livorno, donde quería tomar pasaje en la fragata The Partridge. Este barco llegó al puerto livornés el día 26 a mediodía. Campbell embarcó a las ocho de la tarde, más o menos al mismo tiempo que Napoleón estaba embarcando en el Inconstant. Ambos, puesto que estaban muy cercanos, tuvieron el mismo problema: la falta de viento. No fue hasta las ocho de la mañana del día 28 que la fragata llegó a unas pocas millas del puerto de Porto-Ferraio. En ese momento, el viento paró de nuevo, por lo que Campbell descendió a una barca de remos para ganar tierra a brazo. Convino con el capitán Adye que, si no había vuelto en dos horas, la nave pondría proa hacia Piombino, donde se enviaría un mandadero al general John Fane, entonces conocido como Lord Burghesh aunque, con el tiempo, sería el décimo primer conde de Westmoreland, que se encontraba en Florencia, para que tomase cartas en el asunto.
Llegado a puerto, a Campbell le bastó un repaso con su experto ojo para darse cuenta de la movida. El brick no estaba en el puerto. La guardia portuaria no era realizada por granaderos, sino por milicianos. Picó espuelas hacia la casa del general Bertrand (ya sabéis, el ministro de Asuntos Exteriores in pectore). Allí no encontró a su interlocutor, sino a un turista inglés (lo cual me hace pensar que, tal vez, Bertrand inventó el Airbnb), quien le puso al tanto de las novedades. Finalmente, encontró a Bertrand, que no se había ido con su jefe, y, para presionarlo, le comunicó que el ex emperador y los que le acompañaban eran, desde ese momento, considerados fugitivos de la Justicia. Bertrand se quedó bastante impresionado; pero no hizo lo que el inglés esperaba, que era confesar el objetivo de la expedición. Luego interrogó a la madre y a la hermana, que tampoco soltaron prenda. Ante Paulina, Campbell perdió los papeles, hasta el punto de que la hermana de Bonaparte le tuvo que recordar que estaba delante de una dama. Hermana, yo sí te insulto.
Lapi, quien como recordaréis había sido nombrado gobernador de Elba, recibió a Campbell sonriente, pero le dijo secamente que él no entregaría Elba ni a los ingleses ni a los toscanos si no recibía orden en dicho sentido por parte de quien le había encargado el mando. The Partridge, entre tanto, había entrado en la rada del puerto. Campbell se reembarcó a mediodía. Las informaciones que había obtenido eran poco claras. En Elba, le habían contado que Napoleón pensaba desembarcar en Fréjus, en Massena, y hasta en Nápoles. El inglés decidió que las costas francesas o ligures eran la opción más lógica. Envió un informe urgente al gobernador de Livorno.
El día 1 de marzo, hubo un espejismo de solución para Campbell: en el horizonte apareció la silueta de una vela. Era la fragata francesa La fleur de Lys; pero en aquel barco, como pudo comprobar Campbell, nadie sabía una palabra de la huida de Napoleón.
Campbell estaba hecho un manojo de nervios. Había asumido con rapidez la elevada probabilidad de que fuese acusado de connivencia con Napoleón. Su ausencia, en este sentido, era muy sospechosa; sobre todo, teniendo en cuenta que no se había ido por ningún negocio oficial, sino a asuntos propios de corrupto de izquierdas con pisito que puso Maple en Atocha. Por Elba habían pasado muchos británicos, y no pocos de ellos se habían fijado en la complicidad que había entre el oficial inglés y su vigilado. No eran pocos los no ingleses, además, que consideraban que Londres estaba conservando a Napoleón, puesto que para ellos seguía siendo una trump card en el caso de que hubiese que sustituir a Luis XVIII.
En aquel momento, tres fragatas francesas y un brick de guerra estaban navegando entre la isla de Elba y la de Córcega; y The Partridge se había quedado surta en la rada de Livorno. Aunque las aguas no estaban como el metro de Sol, sí era verdad que había cierta capacidad de espotear a un grupo de barcos que navegasen juntos. Por ello, Napoleón instruyó a los capitanes de sus barcos de navegar aisladamente hacia el golfo Juan, en la Costa Azul.
El 27 por la mañana, el Inconstant, que como os he dicho navegaba a su bola como todos los demás, estaba bastante retrasado; apenas había alcanzado la altura de la isla de Capraia. Su situación era tan comprometida que podía ver a The Partridge al norte y a la Fleur de Lys al sur. Para entonces, Taillade había sido relevado del mando de la flota y éste lo tenía un capitán Chautard, que me pregunto si sería el hijo de Joseph Jacques François de Martelly Chautard, pero no puedo jurarlo. Fuere quien fuere, Chautard juzgó la situación lo suficientemente comprometida como para recomendar el regreso a Porto-Ferraio. Napoleón no le hizo caso. A las cuatro de la tarde, la Inconstant estaba doblando el cabo corso, cuando el vigía avisó de la presencia de una nave militar a la derecha, vent arrière. Las órdenes de Napoleón fueron: “dejadle que se acerque y, si ataca, lo abordamos”. El cesado Taillade, sin embargo, tiró de catalejo y acabó por darse cuenta de que la nave era el brick Le Zéphyr, comandado por un capitán Andrieux que había sido colega de Taillade. Napoleón ordenó a los granaderos que saludasen desde cubierta amigablemente; así que los dos barcos pasaron uno al lado del otro. Andrieux, acostumbrado a ver naves con el pabellón de Elba por aquellas aguas, se lo tomó como algo normal y cotidiano. Aquella anécdota puso a Napoleón de muy buen humor y le soltó la lengua, ya que a partir de ese momento comenzó a perorar sin parar sobre los objetivos y circunstancias de su expedición. Según le dijo a sus compañeros de viaje, contaba con el factor sorpresa y con desembarcar en una Francia que no habría tomado medidas contra él. En puridad, en aquellos barcos los únicos que albergaban pensamientos sombríos eran el Estado Mayor del ex emperador, y los dirigentes civiles. Napoleón, por lo demás, comenzó a mentir. Le dijo a sus interlocutores que en París se había producido una revolución y que se había instalado un gobierno provisional. Que tenía docenas de mensajes de jefes militares que le demostraban que el Ejército estaba con él. Y prometía: j'arriverai à Paris sans tirer un coup de fusil. Poco tiempo después, el viento se animó, el brick cogió velocidad, y en los catalejos aparecieron las cimas alpinas.
El 1 de marzo la pequeña flota de Elba, que seguía navegando a su bola pero cuyos integrantes se avistaban unos a otros, más o menos como una pandilla de la ESO en la pista de baile de la discoteca, estaba a la altura del cabo de Antibes. Napoleón subió a la cubierta de la Inconstant, por primera vez, con su escarapela tricolor en el gorro. Conminó a los soldados allí formados para que arrancasen las suyas blanquirrojas y se pusieran la suya. El izado del pabellón tricolor fue saludado con vítores.
Era la una de la tarde, más o menos, cuando los barcos se encontraron frente al golfo Juan. Ordenó desembarcar a los granaderos. Éstos lo hicieron dispuestos a defenderse, pero no fue preciso, porque nadie se les opuso. De hecho, se hicieron rápidamente con el control del camino que unía Cannes y Antibes. Enviaron a Antibes a un capitán, llamado Bertrand, vestido con ropas civiles y con un cerro de proclamaciones impresas. Bertrand poco pudo hacer. Llegado a Antibes, vio a un suboficial, le confesó su filiación, y el otro lo arrestó inmediatamente. Comandaba la plaza el coronel Cuneo d'Ornano (François Antoine), quien leyó los panfletos, interrogó al capitán, y lo dejó arrestado. En ese momento, le informaron de que un destacamento de granaderos se había presentado ante la Puerta Real de la villa, y reclamaba poder entrar en la ciudadela. Esta tropa la había enviado Napoleón al mando del entonces capitán Antoine Jean-Baptiste Lamouret, aunque llegaría a teniente coronel. Lamouret tenía instrucciones de acercarse a Antibes de tranqui; pero había decidido por su puta cuenta intentar la sublevación de la ciudadela.
Cuneo d'Ornano estaba en una situación jodida, dado que su guarnición estaba de maniobras, y los soldados que se habían quedado con él no tenían cartuchos. Así las cosas, dilató el contacto con Lamouret, para dar tiempo a que sus órdenes se llevasen a cabo, y luego dejó entrar a los granaderos. Sin embargo, nada más cruzaron el umbral de la ciudadela, las puertas se cerraron; los napoleónicos se encontraron frente a un batallón de soldados con el arma al hombro. Los granaderos, desconocedores del dato fundamental de que aquellos soldados todo lo que tenían para agredirlos eran los lapos que les pudiesen escupir, se rindieron y se dejaron llevar presos al barrio de La Courtine.
Éstos, sin embargo, eran sólo unos pocos soldados. En ese momento, los 1.100 soldados del ejército napoleónico estaban desembarcando en el golfo Juan. A las cuatro de la tarde, el desembarco todavía no había terminado; faltaban la pasta que tenían, los equipajes, los cañones y los caballos. En tierra había 607 granaderos y chasseurs de la vieja guardia, 118 caballeros polacos, 21 marinos, 43 artilleros, 400 chasseurs corsos y 30 oficiales sin tropa.
Napoleón desembarcó de los últimos. Una vez en tierra, envió a Cambronne a Cannes con 40 soldados, con la orden de cortocircuitar cualquier correo que pudiera salir de la villa, y comenzar la requisa de dinero y de caballos.
La principal preocupación del Estado Mayor napoleónico en ese momento eran las tropas que pudiese haber en Marsella y en Toulon. Sabían que estaban formadas en buena proporción por voluntarios reales, y que podían tener entrenamiento de combate. Y ni ellos, ni el propio Napoleón, querían combate alguno. Napoleón sabía bien que su éxito dependía básicamente de que fuese capaz de evitar el enfrentamiento directo, cuando menos hasta que estuviese cierto de todas las inventadas que iba diciendo sobre la total fidelidad del Ejército a su persona.
Esta estrategia debía de ser coherente con la ruta elegida. Si Napoleón no quería enfrentamiento directo, tenía que moverse hacia los territorios donde éste fuese más difícil. Y por eso pensaba en los Alpes. La Provenza oriental y el Delfinado, él lo sabía bien que había realizado levas allí, no tenía nada que ver con la Francia costera. Se trataba de terrenos montañosos, ásperos, diseminados, difícilmente comunicados entre ellos. Pensad en las montañas de Lugo o en los Picos de Europa de hace doscientos años, y os haréis a la idea. Allí era más fácil moverse y establecerse sin que se pudiese crear una fuerza consistente en contra. Ya el 28 de febrero, en la Inconstant, Napoleón había anunciado que, además de tomar el poder en Francia de nuevo, estaba cada día más intrigado por el misterio del bosón de Higgs y, por eso, había decidido mover el culo hacia Grenoble.
Napoleón no tenía información precisa en el sentido de que la guarnición de Grenoble le fuese a ser fiel. Pero sí sabía cosas. Le habían llegado noticias de que allí el arrase de los demi-solde había hecho más víctimas que un feminista de izquierdas en un strip-tease. Sabía que los rudos agricultores del Delfinado eran muy, pero muy, de la revolución, porque allí los aristócratas siempre habían caído bastante mal. Un miembro de la tropa napoleónica era de Grenoble y había pasado por su villa camino de Elba. Allí había comprobado que en la ciudad del Ysère, el rey Borbón era menos popular que su ilustre y emérito pariente español en casa de Iñaki López. Por eso mismo, inmediatamente después de desembarcar, Napoleón le exigió al alcalde de Castellane que expidiese tres pasaportes en blanco. Uno lo rellenó con los datos de su cirujano, Émery, que supuestamente estaba de permiso; y lo mandó a Grenoble, con las órdenes: “diles que voy”.
Y con este escueto “diles que voy”, vamos a dejar aquí este relato. Es evidente que tiene una continuación, y que es tanto o más interesante que lo que ya llevamos. Pero todo a su tiempo.
He querido escribir este episodio para describiros algo que ocurre muchas veces cuando se estudia la Historia: se descubre que fenómenos modernos, en realidad, vienen produciéndose de mucho tiempo atrás. En este caso, me refiero a la división social, el enfrentamiento sectario; las dos lo-que-sea, sea Francia, España o Katmandú.
Si en el tiempo presente todavía hubiese defensores del Antiguo Régimen, estoy seguro de que su principal punto de ataque sería éste. ¿Para qué queréis el poder popular, si el poder popular no hace otra cosa que dividir? Ciertamente, una posición así tiene más agujeros que los bolsillos de Carpanta (el principal de ellos, que la pretendida cohesión social anterior a los planteamientos constitucionales modernos no era tal); pero tiene su enjundia. De hecho, yo creo que una de las razones de esta obsesión tan actual de defender la idea de que las naciones no existieron hasta el siglo XIX, esto es, la confusión entre proyectos nacionales y proyectos constitucionales; una de las razones, digo, es tratar de escamotear este incómodo argumento. Y, sobre todo, tener que reconocer que aquellas revoluciones que queremos ver como de nuestro tiempo: 1789, 1848, 1868, 1870, 1917, 1968; puede que llegaran aclamando y reclamando la unidad de los hombres, pero en sus actos y consecuencias han sido notabilísimamente disolventes.
A mí me hace mucha gracia este debate sobre las naciones y desde cuándo se pueden considerar tales. Como digo, me parece que su sustento real (y también republicano) es que antes de los planteamientos constitucionales contemporáneos, los pueblos estaban deslavazados y sin identidad; y que fueron estos proyectos, y su idea fundamental de que la soberanía reside en todos, los que trajeron la unión. Pero bien se podría argumentar exactamente lo contrario. Los hoplitas megarenses no tenían que pensar mucho en los conceptos de patria o de matria. Combatían en falanges en las que lo más común era que la espada que combatía a su lado, y que les protegía el flanco, era su vecino de la finca dos ferrados hacia poniente; y eso, más el sueldo, era todo lo que necesitaban para luchar. Las sociedades modernas están tan unidas que para ir a esas mismas guerras han tenido que introducir la conscripción. O sea, tienes dos opciones: o ir, o ir a hostias. Una de las canciones fetiches de mi adolescencia, In the Army de Status Quo, describe el acto de servir a tu país con las armas en unos términos que jamás habría utilizado ningún bardo jónico. De hecho, nunca como en las naciones constitucionales se ha generalizado tanto el concepto y sentimiento de “morir en la guerra de otro”. Ahí está el estallido de la Semana Trágica como prueba.
La nostalgia legitimista apenas pasó en la mayor parte de Europa de 1850. Esto fue así porque, en realidad, la primera pulsión (la primera; las demás, ya son otro cantar) de la revolución francesa era plenamente cierta. La monarquía absoluta no era un cheque en blanco; no era un “lo dijo Dios, punto redondo”. La monarquía absoluta era un pacto entre el rey y sus súbditos. Éstos le entregaban el poder (porque, de alguna manera, la idea de que el poder siempre fue de la gente siempre estuvo ahí; esto es algo que no entienden los fanáticos de “España no fue España hasta La Pepa”); y, a cambio el rey se comprometía a ser justo y ponderado. Pero la verdad, que los lectores inteligentes de Historia aprenden leyendo y el resto aprende a base de percutir con sus democracias presentes; la verdad, digo, es que todo gobernante llega al gobierno jurando que respetará ese pacto; y luego, en todos los casos, de todos los colores, lo incumple.
El legitimismo despareció. Pero se quedó en muchas formulaciones. La gran tragedia del mundo moderno es que el liberalismo, que en algún momento pudo estar mayoritariamente poblado de hombres buenos, acabó por convertirse en un democratismo ejercido con los usos del legitimismo. No obstante. como quiera que ésta es otra historia, es por lo que este relato se queda aquí.
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