lunes, mayo 31, 2021

Watergate (2): un presidente Missing In Action

 ... y, al final, alguien escuchó al juez John Sirica

Un presidente Missing in Action
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Nixon decía que no tenía nada que ocultar, pero al mismo tiempo invocaba su executive privilege para impedir que las personas de su equipo tuviesen que testificar en comité alguno. Sin embargo, en paralelo Woodward y Bernstein habían olido la sangre en la figura de McCord, y se aplicaron a investigarlo. Entre otras cosas, descubrieron que había alquilado una oficina muy cerca del cuartel general en Washington del senador Edmund S. Muskie, un candidato demócrata.

Nixon seguía con el mantra: presidential privilege.

Pero era complicado seguir. Gray, en el curso de sus comparecencias para lograr la confirmación como jefe del Efbiai, se quedó tan acorralado que no le quedó otra que confirmar que el misterioso John Dean había estado presente cuando el FBI había interrogado a los testigos del intento de robo del Watergate. Y no eran los judiciales los únicos problemas que acosaban al presidente.

La economía estadounidense estaba recalentada. En enero de 1973, el aumento del IPC alimentario fue el mayor desde 1948. Nixon prometió que los precios bajarían pronto, pero el IPC de febrero parecía los registros de Kobe Bryant después de un partido de los Lakers contra los Maristas de Camporrapado. El principal problema era la carne. Tocar el precio de la carne en Estados Unidos es como subir el arroz en China: sólo a un mierda se le ocurriría permitirlo. En el entorno de aquella economía, sin embargo, los productos cárnicos cada vez subían más; su precio prácticamente se había doblado en un año.

De una forma parece que espontánea, en diversos lugares de los Estados Unidos, y en movimientos mayoritariamente dirigidos por mujeres amas de casa, comenzó a surgir la idea de un boicot a la compra de carne.

En efecto, las amas de casa comenzaron a llamarse por teléfono y a organizarse para no comprar nada de carne en días concretos de la semana (martes y jueves). Los productores entraron en pánico (pero no agarraron las riendas de los precios) y la Casa Blanca respondió con una rueda de prensa de Virginia Knauer, su asesora en cuestiones de consumo, que se dedicó a explicar lo rica que podía cocinarse la casquería.

El sindicato nacional de trabajadores de la automoción, entonces uno de los más poderosos del país, se unió oficialmente al boicot de carne apenas un día antes de que el juez Sirica leyese en voz alta la carta de McCord. Para entonces, el país vivía obsesionado con el nuevo oro rojo. En Cleveland un juez condenó a un tipo que había robado unos 30 kilos de solomillo de un restaurante y, en su sentencia, declaraba que “la carne es hoy más valiosa que las joyas”. La Casa Blanca hizo público el cambio de menú de la familia presidencial, ahora más basado en los vegetales; la Casa Blanca, pues, incrementó sus flatulencias. Las cadenas de hamburgueserías se plantearon vender hamburguesas de soja (la idea, entonces, no era la idea chupi guay que es ahora; entonces era un castigo. Nuestros valetudinarios estaban así de locos. O no.)

En realidad, para entonces el problema ya no era el precio, sino el boicot. Cada vez más extendido, amenazaba con arruinar a muchos, desde los propios productores de carne hasta los empaquetadores. En algunas grandes ciudades de los EEUU, las ventas de carne habían caído el 80%. Al calor de ese movimiento, por cierto, fue como nació el de las Panteras Grises, es decir, el asociacionismo de la gente mayor que no se siente representada por las organizaciones al uso.

El conflicto de la carne, es decir, el conflicto de los precios, le jugaba a Nixon a favor, paradójicamente. En medio del escándalo de la carta de McCord, el 70% de los americanos contestaba en las encuestas que no tenían ni pajolera idea de qué era el caso Watergate. Y, del 30% que sí sabían lo que era, sólo un tercio (el 10% de la opinión pública, pues), consideraba que era un tema serio.

El país estaba a otras cosas. El rumor de moda aquella primavera era que en verano el gobierno decretaría el racionamiento de la gasolina. Subió la cebolla que, aunque no lo parezca, es un cultivo muy americano. Y estaba, claro, el crimen. El último día del año anterior, Mark James Essex, un veterano de Vietnam, negro, disparó a tres policías blancos. Tres semanas después, anunciando la revolución negra, trató de realizar una matanza de civiles blancos. Fue abatido por un marine de paisano; todo el mundo pudo verlo en la tele. A finales de enero, cuatro hombres que se identificaron como “servidores de Alá” organizaron eso que los mexicanos llaman una balasera en una tienda de efectos deportivos en Brooklyn, y escaparon por los tejados con varios rehenes. A finales de febrero, activistas indios tomaron el pueblo de Wounded Knee, sede de la última gran matanza de indios perpetrada en el siglo XIX. Dos indios fueron abatidos por francotiradores y un miembro de los marshal quedó inválido por un tiro. En solidaridad con los indios muertos, fue ese año cuando Marlon Brando envió a recoger el Óscar que le fue concedido por la Academia a una mujer india, Sacheen Littefeather. Asimismo, Septiembre Negro, la organización terrorista palestina que había perpetrado los asesinatos de los Juegos Olímpicos de Munich en 1972, atacó la embajada de Arabia Saudita en Jartum, Sudán; asesinaron a dos diplomáticos estadounidenses que estaban allí y exigieron la liberación de Sirhan Sirhan El Redundante, el asesino de Robert Fitzgerald Kennedy.

Eso que llamamos la confianza en las instituciones encontraba muy poco margen, la verdad. En marzo, el alcalde de Miami fue condenado por sobornar a un juez para que liberase a un traficante de drogas; otro juez de la misma demarcación lo fue por aceptar dinero a cambio de no enjaretar a un pederasta.

La rueda de Watergate, sin embargo, seguía rodando. En ese momento, los demócratas iban a por lo que tenían más a mano, a lo seguro: Louis Patrick Gray. Salvando las distancias, y para que nos entendamos: el Marlaska de esta historia.

Con Gray, Nixon había hecho una cosa un tanto fea. Se supone que el cargo de director del FBI debe de ser un cargo apolítico; esto es algo que, en los primeros setenta del siglo pasado, muchos americanos, políticos y no políticos, tenían muy claro después de la ominosa época de J. Edgar Hoover, El Aspiradoras. Gray, sin embargo, era un hombre de Nixon; 100% Nixon. Regresando a ejemplos o símiles que pudiésemos entender, sería como si Pedro Sánchez nombrase a su mujer gobernadora del Banco de España.

Para cuando llegó el momento de que Gray compareciese ante las Cámaras para ser valorado antes de su nombramiento (en realidad, antes de que éste fuese prolongado), el tema del Watergate había dado ya suficientes coletazos como para que existiesen sospechas bastante amplias en el sentido de que Gray había colaborado con la Casa Blanca para tratar de matar el partido. Nixon trató de contraprogramar esta presión otorgando a los senadores una especie de transparencia controlada, puesto que les permitió revisar la documentación del caso, pero sólo durante una media hora cada día.

El Senado, sin embargo, supo convertir una comparecencia básicamente rutinaria, teóricamente dedicada a comprobar que el candidato para un puesto es verdaderamente hábil para el mismo, algo doblemente rutinario en la persona de alguien que ya había ocupado el cargo, en una comisión de investigación. El hilo del que tirar se llamaba Donald Segretti (a quien todavía podéis entrevistar a día de hoy si vais a Orange County). Segretti era un conseguidor republicano cuyas actividades petardeando las campañas demócratas eran bien conocidas; pero la cosa es que tanto él como el misterioso John Dean habían tenido acceso a esa misma documentación del caso Watergate que a los senadores sólo se les facilitaba durante el tiempo en que se tarda en sentir la necesidad de mear un vaso de agua. Investigando a Segretti, los senadores descubrieron que su salario había sido pagado, por orden del secretario de Nixon Dwight Chaplin, por Herbert Kalmbach, que era el abogado de Nixon y el principal responsable de recaudar aportaciones para sus campañas. De alguna manera, pues, en el punto de mira dejaban de aparecer liebres y empezaban a aparecer muflones creciditos.

Nixon respondió intensificando sus demandas en torno al privilegio ejecutivo. La básica doctrina de la separación de poderes, argumentaba, impedía que tanto él como su staff debieran proveer cualquier tipo de información solicitada por el Congreso o el Senado relativa a su actuación en el ejercicio de sus funciones. Sam Ervin, el Larry David de esta historia, le respondió en la prensa: that’s not executive privilege, it’s executive poppycock. Más o menos: esto no es un privilegio ejecutivo, es una chorrada ejecutiva. Y anunció que lo que no hicieran voluntariamente las personas del equipo de Nixon tendrían que acabar haciéndolo arrestados.

El 4 de abril de 1973 cayó la primera víctima del caso Watergate: Pat Gray renunció a optar a la dirección del FBI. A Nixon, en ese momento, no le faltaban apoyos. John McCain, teniente coronel, veterano de Vietnam e hijo de un antiguo jefe de operaciones navales en el Pacífico, opinó en la prensa de derechas: “en su contexto histórico, Watergate será un tema menor comparado con los éxitos de su administración”.

Esta declaración tenía su contexto. McCain era uno más de los elementos de la Operation Homecoming, el regreso de nuestros chicos desde Vietnam. Todos sabemos que la principal herramienta de un político es la mala memoria de sus votantes. La mejor manera de hacer que una opinión pública olvide una mancha de vino es regar la camisa con una botella entera de Rioja. En términos de notoriedad pública, el regreso de los soldados prisioneros de Vietnam era la mejor de las opciones. Así las cosas, el Presidente impulsó el diseño de una medalla para los prisioneros de guerra y supervisó personalmente el envío de flores a todas sus mujeres. Nixon, como un Iván Redondo cualquiera que quisiera hacer aparecer una pandemia con decenas de miles de muertos como una experiencia de excelencia que “nos hace más fuertes” y “no deja a nadie atrás”, hizo todo lo que pudo por hacer aparecer el regreso de los prisioneros que se habían quedado enjaretados tras las líneas norvietnamitas como el regreso de unos vencedores. Unos vencedores que, además, hasta haber sido detenidos habían estado, básicamente, repartiendo caramelos de menta entre los niños y lanzando perfume con Rita Irasema. Como se pasó de frenada, esto es, como, seguro de que la gente es tonta, también se acabó por convencer de que era gilipollas, el tema rápidamente le comenzó a salir por la culata.

Una vez la guerra terminada, el manto de censura, legal y voluntaria, que la había tapado, se levantó. Testigos comenzaron a hablar de escenas en las cuales hombres, mujeres y niños habían sido arrojados desde helicópteros. Jane Fonda, en una entrevista en la Prensa, dijo: “creo que no deberíamos saludar a nuestros pilotos como héroes; son hipócritas y mentirosos”. Siguió: “son asesinos profesionales y, además, si verdaderamente hubieran sido torturados, su condición física lo demostraría claramente”. El Parlamento del Estado de Maryland llegó a aprobar una ley que le prohibía a la actriz pisar el Estado, y se concedía poderes para embargar todo el dinero que sus películas pudiesen ganar dentro de sus fronteras (en el momento de redactar estas notas, ignoro si Jane sigue sin poder pisar Maryland, aunque supongo que le habrán levantado el castigo hace tiempo).

Además de este conflicto, lo que pasó también es que, tras una primera oleada de repatriados, la mayoría de ellos militares de alto rango, comenzaron a llegar los prisioneros puta base; ese tipo de tíos que habían saltado del mostrador de un ultramarinos a un platoon en medio dela selva; el tipo de gente que hemos visto en muchas películas, que regresaban afirmando, mayoritariamente, que la guerra no había servido para nada, que había sido una puta mierda y que Estados Unidos la había perdido con todas las de la ley.

Otro problema: Operation Homecoming repatrió 587 estadounidenses. Sin embargo, Nixon había repetido muchas veces en los años anteriores, cual Fernando Simón bélico, que los prisioneros de guerra eran unos 1.600. Lo más probable es que el Presidente, como todos los Simones de la vida que han sido, son y serán, tuviese muy claro desde el principio de qué iba la mentira. Los 1.600 prisioneros salían de no clasificar ni un solo MIA (missing in action) de entre todos los militares estadounidenses, la mayoría del Aire, caídos tras las líneas norvietnamitas. Nixon, pues, probablemente supo siempre que había unos 1.000 prisioneros de guerra que no lo eran, gentes a las que los norvietnamitas nunca habían enjaretado porque cuando los encontraron, si es que los encontraron, eran cadáveres; pero siempre dijo que sí que eran prisioneros y que los traería de nuevo para que besasen a sus mujeres y jugasen con sus hijos. 

Y, claro, cuando Homecoming terminó y sólo 587 militares reales de los 1.600 teóricos habían bajado de los aviones, aparecieron mil señoras que comenzaron a gritar: ¿dónde está mi puto marido? 

Este movimiento creó la figura imaginada del combatiente estadounidense que, por diversas razones, es, a pesar de los acuerdos de París, mantenido tras las líneas enemigas. Un combatiente que, según la mitología, es mejor soldado que nadie; lo cual es bastante absurdo en esencia pues, en ese caso, por qué resulta que le han trincado precisamente a él (los verdaderos presos de los norvietnamitas respondían mucho más al retrato de The deerhunter, esto es, honestos y simplones obreros siderúrgicos pillados en medio del marrón). Esa figura, la del combatiente acorralado, que con tanta eficiencia ha explotado Silvester Stallone. La Administración no tuvo otro remedio que sugerir que podría quedar gente en Vietnam, a pesar de que yo creo que sabían que eso era bastante difícil. Especularon con eficiencia con la escasa credibilidad de los regímenes comunistas en el mundo libre. Vietnam ya podía salmodiar que no tenía más prisioneros; nadie le creería, y Hollywood menos que nadie.

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