miércoles, noviembre 13, 2019

Isabel al poder (10: Isabel se quita la careta)

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En la segunda mitad del año 1469, ante la obstinada insistencia de su hermana, Enrique de Trastámara se resignó al hecho de que Isabel no se casaría con el rey de Portugal. En la localidad madrileña de Ciempozuelos estaban alojados, desde hacía meses, los embajadores solicitados por Pacheco a pelo puta para sancionar la unión; ahora, un avergonzado Enrique envió al obispo Mendoza allí para comunicarles que ya no había negocio que apañar y se podían volver a casa.

Pacheco, sin embargo, era otra cosa. Disciplinado al fin y al cabo, el principal asesor del rey aceptó que decayese el proyecto portugués; pero no por ello renunció a colocarle a Isabel un matrimonio de su conveniencia. Por ello, a través de cartas y mensajeros, cosió con mucha rapidez un acuerdo con Luis XI, el rey de Francia, para casar a la infanta con Carlos, el duque de Berry, hermano menor del propio rey. En París aceptaron la idea encantados; alboreaba una nueva alianza entre Castilla y Francia, que le daría fuerza a Luis para guerrear contra los aragoneses. La idea, por otra parte, no era nueva, pues en tiempos que desde luego ambos reinos podían recordar, los tiempos del cisma, Castilla y Francia se habían acostumbrado a ir muy de la mano.

La cosa, pues, estaba tal que así: oficialmente, el rey castellano (o, para ser exactos, su Iván Redondo) estaba negociando un matrimonio que supondría una alianza entre Castilla y Francia por la cual aquélla ayudaría a ésta a arrebatar Cataluña de las manos de Aragón. Pero, al mismo tiempo, la infanta de Castilla y sus parciales habían acordado con Aragón un matrimonio que otorgaba a Castilla el papel exactamente contrario, esto es, defensora de los aragoneses frente a la rapaz ambición francesa. En medio, lo que se jugó fue el destino de los catalanes; que pueden, desde luego, ilusionarse ahora pensando que si Castilla se hubiera aliado con Francia su destino habría sido mucho mejor que su presente. Como poder, digo, pueden. Pero, la verdad, la extensión del catalán y de la cultura catalana en los territorios hoy franceses que un día fueron catalanes no aporta, que digamos, mucha base para esa ilusión.

En mayo de 1469, con un pie en el estribo de su caballo, a punto de irse a guerrear hacia el sur, Enrique le hizo prometer a Isabel que no se movería de Ocaña y que no establecería ningún compromiso matrimonial hasta que él regresase. Un signo evidente de que la desconfianza había anidado entre los dos hermanos, puesto que, teóricamente, ambas partes habían pactado ya eso mismo en sus pasados encuentros y negociaciones; que Enrique sintiese la necesidad de recordarle a Isabel que había prometido respetar su criterio lo dice todo. Como vaselina para la introducción anal, el rey le prometió a la infanta (pero, vaya, una promesa de Enrique valía lo que valía) que, a su vuelta, aceptaría el matrimonio que ella quisiera (el famoso: “Pasqual, apoyaré el Estatuto que salga del Parlamento catalán”, y tal). Isabel le dijo que sí; pero, claro, sabía lo que juraba. Juraba que no adquiriría ningún nuevo compromiso; y podía jurarlo, sin sentirse culpable ni pecadora, porque ya se había comprometido. El rey la creyó; no así Pacheco, que reclutó un ejército de espías para que la vigilasen.

En este ajedrez en el que todo el mundo mentía, Isabel no era una excepción. Cuando juró quedarse en Ocaña, ya había decidido marcharse de la ciudad toledana. Una vez más, esta idea la sostenía contra el criterio del arzobispo Carrillo. Carrillo, aun reconociendo que era necesario y bastante posible organizar la huida, no se acababa de fiar de los aragoneses. Aunque todo se había firmado, las arras del matrimonio, como ya hemos visto, no habían llegado, pues el rey Juan se negaba a soltarlas hasta que Isabel se hubiera separado de su medio hermano, es decir, mientras no huyera. Es decir: unos no querían huir hasta no ver la pasta, y lo otros no querían soltar la pasta hasta que no hubieran huido. El rey Juan, además, había visto meses atrás cómo los ataques franceses sobre su reino recomenzaban, y no estaba para regalitos de boda precisamente.

Decidida a marcharse, Isabel buscó un pretexto razonable para hacerlo. Lo encontró en el primer aniversario de la muerte de su hermano Alfonso. Sepultado en el convento de San Francisco de Arévalo, era de plena lógica que una devota hermana acudiese en dicho aniversario a orar a los pies de la tumba. Así pues, a mediados de aquel mes de mayo, o sea como una semana después de que Enrique se hubiera marchado, amparada por la noche, acompañada por el obispo de Burgos y el conde de Cifuentes, la futura reina de Castilla cabalgó (ni mulas ni hostias) más allá de los arrabales de Ocaña, camino de Arévalo; pasó, pues, de la comunidad autónoma de la Castilla - La Mancha a la de Castilla y León. Antes de llegar, sin embargo, se enteraron de que se había producido un tumulto que había provocado que un caballero del rey, Álvaro de Bracamonte, tomase el control de la ciudad y, dado que la reina Isabel no paraba de dar por culo, la había enviado a Madrigal. Isabel se llegó allí, recogió a su madre, y se la llevó a Ávila, donde estaban previstas celebraciones religiosas en recuerdo de Alfonso.

Ahora que Isabel ya había huido, pero al mismo tiempo estaba en una situación de extrema necesidad, pues no se olvide que el taimado Pacheco había conseguido dejarla sin los recursos económicos que se le habían prometido en Guisando, los rebeldes enviaron al escritor Alfonso de Palencia, uno de los responsables de que podamos contar estos hechos en tonos tan vívidos, a Zaragoza, para parlamentar con el rey Juan. Se encontró Palencia al rey en una situación muy comprometida, pues los franceses habían tomado Gerona de nuevo; pero se las arregló para describir la comprometida situación de Isabel en unos tonos tan urgentes que Juan ordenó que los pagos comprometidos en las arras del matrimonio se liberasen inmediatamente. El 7 de agosto, Palencia ya estaba en Castilla con la pasta, que se apresuró a llevar a presencia de Carrillo (las cursivas son para los amantes de la teoría de la arrecha adolescente empoderada).

Isabel, tras las misas en honor de su hermano, había regresado a Madrigal con su madre. Allí, el 8 de agosto, vio entrar en la ciudad al enjaezado séquito de Jean Jouffroy, obispo de Arras, que había sido enviado por el Louvre para negociar el tema del matrimonio con Carlos. Venía Johnny muy contento desde Córdoba, donde se había entrevistado con Enrique y le había arrancado el compromiso de que, como seña de una nueva alianza entre Castilla y Francia, rompería el acuerdo comercial alcanzado con Inglaterra. El pastel ya estaba hecho, ahora sólo le faltaba la guinda, que era el matrimonio de Isabel con Carlos de Berry. Isabel reaccionó con muchas sonrisas y parabienes, pero argumentó que ella no era libre de dar un sí; que los grandes de Castilla y las Cortes debían conocer la propuesta, y aprobarla (obsérvese que de la condición de Guisando, esto es que Enrique debía de estar también de acuerdo, nada dijo, acaso porque Jouffroy viniese de Córdoba ya con el nihil obstat real otorgado). De esta manera, consiguió que Jouffroy, que la verdad muy listo no era, abandonase Madrigal y Castilla convencido de que Isabel había aprobado el matrimonio, que sólo estaba, pues, pendiente de la cédula de habitabilidad. Por eso mismo cuando, tres meses después, se supiese en París el compromiso de Isabel y Fernando, los franceses se quedaron papahostiados.

Enrique, mientras tanto, estaba lógicamente cabreado con Isabel, quien le había desobedecido, por mucho que se hubiera buscado una disculpa plausible para salir de Ocaña. En todo caso, lo que más le preocupaba era lo mal que habían ido las cosas en Andalucía. Y la mayoría de las ciudades y los nobles que le habían puesto la proa le habían dejado bien claro que el problema no era él, sino Pacheco. La situación había llegado al paroxismo de que, en Jaén, el jefe de la plaza, Miguel Lucas de Iranzo, condestable de Castilla, habría franqueado el paso a la ciudad al rey, pero no había permitido la entrada del maestre de Santiago. En Antequera fue peor: allí ni siquiera dejaron entrar al rey. Llegándose a Sevilla, las tropas del duque de Medina Sidonia, uno de los elementos del bando rebelde, incluso estuvieron a piques de atacarlos.

Enrique de Trastámara llegó a la conclusión lógica de que toda aquella rebelión, además de basada en las maniobras excesivas de su primer ministro (por así decirlo), tenían que ver con que crecía el rumor del compromiso entre Isabel y Fernando, hasta entonces mantenido razonablemente en secreto; y la demostración de fuerza que suponía la huida de Ocaña. Por ello, el rey envió órdenes a los mandos de la ciudad de Madrigal amenazándolos si apoyaban el compromiso de Isabel y Fernando; las advertencias, sin embargo, llegaron tarde, pues para entonces la infanta ya se había ganado a esta población que, de todas maneras, siempre le fue muy parcial.

Temiendo represalias, Isabel hizo marchar de Madrigal a todas las personas de su círculo, y se quedó sola durante cuatro días que, probablemente, fueron los más largos de su vida. Le había escrito a Carrillo, como siempre, para pedirle ayuda; pero el apoyo no terminaba de llegar. Como digo, a los cuatro días llegó, en forma de una tropa de lanceros formada a expensas del arzobispo y de Alonso Enríquez, hermano de la madre de Fernando de Aragón, pues. Al poco llegó Carrillo, con la pasta de los aragoneses.

La situación de Isabel había cambiado: ahora podía pasar a la ofensiva. Lo primero que juzgó es que Madrigal ya no era sitio seguro para ella. Así que primero se trasladó a un convento cerca de Madrigal y, después, a Fontiveros. Se salvó, la verdad, por un cortacabeza. Apenas horas después de haber dejado la ciudad, se presentó allí el arzobispo de Sevilla, Alfonso de Mendoza, con 400 lanceros; traída la misión de Pacheco de tomar la ciudad y enclaustrar a la infanta.

En Fontiveros, el grupo de huidos estaba bajo la protección del duque de Alba, pero éste resultó tener varios soldados en sus tropas que eran, en realidad, mercenarios del rey, con los que hubo un enfrentamiento. Aunque pensaban quedarse allí, la movida aconsejó a Isabel, Carrillo y los suyos mover el culo hacia Ávila. En llegando a Ávila, sin embargo, les informaron de que en la ciudad se había declarado la peste, por lo que tuvieron que irse a Valladolid. Llegaron allí el 30 de agosto de 1469.

El 8 de septiembre, quitándose ya la careta, Isabel le escribe una carta a su medio hermano el rey desde Valladolid. En la misma, haciendo uso de las habituales dosis de cinismo que son lógicas en enfrentamientos como éste, en los que todo el mundo da golpes bajos, Isabel argumentaba que, tras la muerte del rey Alfonso, los nobles y prelados del reino le habían conminado para que tomase para sí lo que heredaba de él, esto es, la Corona de Castilla; pero que ella, por disciplina y amor hacia su hermano, había resuelto no hacerlo (lo cual no es cierto; si no lo hizo es porque, con buen criterio, juzgó que no era el momento). Recordaba, acto seguido, que la habían pretendido Alfonso V, el hermano del rey de Inglaterra, el duque de Berry y Fernando de Aragón, y tiraba de CIS para argumentar que en la encuesta secreta entre los nobles habían quedado claras las preferencias hacia el maño. Luego acusaba a Enrique, lo cual era cierto, de haber conspirado contra su compromiso con Fernando (aunque olvidó recordar también que ella se había comprometido ciscándose en el pacto de Guisando); así como que había ordenado a las autoridades de Madrigal que la detuvieran. Y, en consecuencia, le decía que lo mejor que podía hacer era dar consentimiento a su compromiso.

Enrique nunca respondió a aquella misiva, mezcla de sumisión y orgullo retador. O, mejor dicho, prefirió responder con los hechos; dio por (malamente) terminada su misión sureña, y dio orden a sus tropas de que se moviesen hacia Valladolid, sin tener probablemente muy claro si iba allí para someter a Isabel o para presentarle batalla definitiva a los nobles que la apoyaban.

Al conocer estas noticias, más otras que se habían producido antes, Isabel, probablemente, comenzó a dudar. Con los años creo que trató de moderar esas cuitas y hacerlas parecer como algo mucho menor de lo que fue; pero yo tengo por mí que fueron unas dudas muy fuertes. Y la cosa tenía lógica.

Isabel, quien de momento era tan sólo la infanta de Castilla, había desafiado a su rey legítimo y constitucional, so to speak: Enrique de Trastámara; y, como dicen los catalanes, a más a más, había desairado al hermano menor del rey de Francia. Y todo eso lo había hecho a cambio de una oferta de la que, en realidad, no sabía nada. Porque, la verdad de la verdad, ¿era Fernando de Aragón un apuesto joven, un avezado hombre de poder, o un tonto de las pelotas? En puridad ella, que no lo conocía, no lo podía saber. ¿Le daría herederos fuertes?, pensaba la infanta, obviando en ese pensamiento el pequeño detalle de que más bien era ella la que tenía los genes emponzoñados, pues Juana la Loca no lo fue, precisamente, por su herencia aragonesa que digamos.

En todo caso, para resolver estas dudas, Isabel envió a su capellán personal, el estupefaciente Alfonso de Coca, con la misión de conocer a Fernando, catar la merluza (dicho sea en un sentido espiritual) y luego referirle a ella la calidad del pescadito. También se acercó Coca por París para conocer a Berry, y de ambos viajes volvió contando maravillas del aragonés y bastantes pocas cosas buenas del francés. Con esto, la futura reina se quedó más tranquila.

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