lunes, octubre 21, 2019

Isabel al poder (7: La última trucha de Alfonso)

Otros escalones de esta escalera:

Ese alguien que, en este caso, consideró que no podía sacar más del bando en el que estaba y que, por lo tanto, lo suyo era hacerle una oferta al otro bando, era, lógicamente, Pacheco. A Pacheco, en el fondo, el éxito de la rebelión contra Enrique no le había venido demasiado bien. Al unirse a la misma apellidos de muy elevada alcurnia como los Enríquez o los Stúñiga, se imponía la necesidad de compartir el pastel con unos tipos que llevaban siglos acostumbrados a ser unos auténticos zampabollos. En cambio Pacheco, sobrino de un arzobispo y persona hecha a sí misma, era un parvenu en el gotha del poder castellano, y, que diría Julio Iglesias, lo sabía. Todos aquellos tipos con extensas heredades y señoríos lo despacharían de un papirotazo el día que todo estuviese hecho; o, como poco, a él le tocaría volver a ponerse a bailar para conseguir caerle bien al rey Alfonso, como ya había hecho antes con Álvaro de Luna, con el rey Juan y con el rey Enrique.

Así las cosas, Pacheco resolvió ir a lo suyo. En realidad, él tenía el control efectivo sobre la ciudad de Segovia, y por ello tenía la capacidad de ofrecerla. Y eso es lo que hizo: la ciudad de Segovia a cambio de la maestría de la orden de Santiago. Ésa fue la oferta que le hizo al rey Enrique, y la oferta que éste aceptó. El Trastámara, pues, desposeyó a su parcial Beltrán de la Cueva de la gabela que le había dado con la misma rapidez con que se la había dado.

Pacheco era, además, eso que hoy llamamos un influencer. En cuando su defección en favor de Enrique se supo en Youtube, muchos nobles rebeldes que vieron el video resolvieron tomar el mismo camino y buscar términos de acuerdo con el rey. En 1468, importantes ciudades del reino, como Béjar, Plasencia, Sevilla o Valladolid, regresaban al regazo real, como lo hacían diversos altos nobles del reino.

El 30 de junio, Alfonso e Isabel, escoltados por un grupo pequeño de lanceros, salieron de Arévalo. Huían de la peste, pero también querían llegar a Ávila, para intentar incrementar sus ya muy menguadas mesnadas. Estaba cayendo el sol sobre el horizonte mesetario cuando la partida llegó a Cardeñosa, donde fueron agasajados, como era costumbre, por los habitantes del lugar, que les reservaron la mejor casa para dormir. En la noche, Alfonso cenó uno de sus platos preferidos: trucha (aj).

Al día siguiente, Alfonso no se despertó. Sus parciales, Isabel entre ellos, comprobaron alarmados y extrañados que el infante/rey no tenía fiebre, pero estaba en coma. Estamos casi seguros, por no decir totalmente seguros, de que, pese a ser la hipótesis más lógica, Alfonso no tenía la peste más común, dado que no se le encontró en ninguna parte de su cuerpo alguno de los típicos bubones con los que la enfermedad se anunciaba antes de provocar la muerte; sin embargo, al parecer la peste tiene una variante pulmonar que no provoca bubones. En cuanto a la trucha que se cenó, debe recordarse que fue previamente catada por el típico beef eater, al que no le pasó nada.

Por mucho que rogaron las personas que conocieron el suceso, Alfonso de Castilla murió el 5 de julio, como se puede ver, en extrañísimas circunstancias.

Isabel de Castilla debió de llorar un montón a su hermano; pero eso no le impidió, ni a ella ni a Carrillo ni a Pacheco (que seguía con ellos) ser conscientes de las consecuencias de lo que estaba pasando. Veinticuatro horas antes de la muerte física de Alfonso, cuando los físicos dictaminaron que no se recuperaría, Isabel estaba despachando ya cartas a diversas ciudades recordándoles que la siguiente en la línea sucesoria era ella. A lo que hay que unir que la infanta no acompañó en su último viaje al cuerpo de su hermano y se quedó refugiada en un monasterio en Ávila, lo cual revela lo conscientes que eran para entonces los rebeldes de la necesidad de proteger su persona.

Los rebeldes hicieron todo lo posible por revestir la muerte del infante Alfonso de un aura de normalidad: a rey muerto, rey puesto, como se suele decir. Sin embargo, no pudieron evitar que no fuese así. Muchas de las ciudades que fueron conminadas a renovar la confianza en Alfonso en la persona de su hermana Isabel prefirieron permanecer entre dos aguas; algunas de ellas ni siquiera contestaron las requisitorias que recibieron. Sin Alfonso, la causa alfonsina perdía momento. Y no se les puede reprochar que actuasen así. Isabel era una niña de 17 años, apenas apoyada por un puñado de nobles, muchos de los cuales ya estaban pactando con los constitucionalistas.

Reconozámoslo: no habríamos apostado un maravedí por esa perraca.

La muerte del infante Alfonso, de hecho, tuvo el efecto de dividir a los rebeldes, los cuales, como todo partido revolucionario, acabaron geminándose en intransigentes y moderados. El líder de los primeros era Carrillo, quien quería que Isabel consumiese ipso facto el mismo paso dado por su hermano de sangre, esto es, proclamarse reina de Castilla, de León y del Huevón. Los moderados, sin embargo, dudaban, querían terminar la guerra y llegar a buenos términos con el rey Enrique. Si necesitas que te diga que el principal representante de esta facción era Pacheco, macho, entonces no te has enterado de nada en las últimas 15.000 palabras de esta historia.

Enrique, inteligentemente, añadió presión a estas diferencias echando mano del CIS. Envió una serie de cartas a las ciudades castellanas para preguntarles qué opinaban y esperaban de la situación, y se encontró con una respuesta abrumadora a favor del final de la guerra. Las ciudades castellanas, en efecto, estaban hasta los huevos de la guerra civil, que discontinuaba sus cosechas, las obligaba a alardes inesperados, las cargaba con pechos excesivos, sin resultado aparente. Aquella encuesta dejó bastante claro, a quien quisiera entenderla en sus buenos términos, que Isabel, la verdad, popular, popular, lo que se dice popular, no lo era ni una mierda.

El problema, se pongan como quieran los intérpretes de la Historia subvencionados o a la caza de audiencias inocentes, no era que Isabel fuese tía. A los castellanos ser gobernados por Hapshetsut no les suponía una novedad. Doña Sancha en el siglo XI, doña Urraca en el XII y doña Berenguela en el XIII ya habían ceñido la corona castellana sin que viniera manada alguna a echarlas. Las tres, ciertamente, eran reinas viudas de reyes castellanos que, por lo tanto, habían gobernado como regentes mientras a sus hijos se les acababa de solucionar la criptorquidia; pero, que gobernaron, gobernaron.

El principal problema que presentaba Isabel, cuando menos en mi opinión, no era tanto ser mujer, como no haber sido heredera al trono. Ser rey es un oficio, y un oficio que no es muy fácil de ejercer. Esto es algo que ha quedado muy claro en la Europa occidental en el último medio siglo durante el cual, de una forma progresiva, las familias reales reinantes han ido rompiendo, poco a poco, la regla de que los royals se casan con royals y no con presentadoras de televisión o azafatas. La más que aparente incongruencia ligada a este gesto de apertura social se ha solucionado mediante la plebeyización del oficio de rey porque, la verdad, si los reyes actuales siguiesen llevando la vida que llevaba la reina Victoria, difícilmente habrían podido compartir su existencia con personas que no hubiesen sido formadas desde la cuna para ello (de ahí, por cierto, las insoportables tensiones entre Diana Spencer y sus suegros).

Sea como sea, un rey no es algo que se improvise en veinte minutos, ni en veinte semanas, ni en veinte meses. Por eso, históricamente aquellas personas (escasísimas) que han llegado a la condición de rey o reina desde la total ausencia de probabilidades para ello, han planteado innumerables problemas. Muchas personas en las estructuras de poder castellana recelaban de Isabel porque Isabel, no se olvide, era una niña que había sido formada para ser esposa de rey, pero no reina. Su destino más probable hubiera sido acabar en Lisboa acompañando a Alfonso, su marido, en las misas y actos oficiales, teniendo contacto diario, básicamente, con sus camareras reales y poco más. La repugnancia de muchos castellanos, éste es un matiz que es importante entender, no era hacia una reina mujer, sino hacia un rey que había sido educado en el bordado y la oración. No se olvide, además, que Enrique, quien avizoró que aquella tía le podía acabar dando problemas por lo menos desde que tenía once o doce años, intensificó esa educación superficial, vacua y extremadamente formal de Isabel, como infanta casadera.

En 1468, ítem más, Isabel acumulaba una estancia de tres años en Segovia, durante la cual su hermano el rey ya se había ocupado de que nadie supiera de ella. Era, pues, una perfecta desconocida. Ésta es la razón por la cual cierta historiografía, entre la cual, ya lo siento, pero se encuentra la franquista, ha destacado siempre la importancia de la figura de Carrillo. Personalmente creo que, por muy franquistas que sean estos puntos de vista, tienen toda la razón. Sin la persona de Carrillo, su impulso, su inasequible defensa de Isabel en los momentos más duros; sin la inquebrantable creencia que mostró el arzobispo en las potencialidades de aquella niña a la que él conocía tan bien, Isabel nunca habría podido hacer el camino que hizo. Insisto: no por mujer, sino por inexperta.

Sin embargo, algo puso Isabel por su cuenta en aquella alianza: su criterio. Aun educada para ser básicamente imbécil, Isabel de Castilla, yo creo que como herencia de su madre, quien además de la bipolaridad siempre fue persona de mucho criterio, tenía su propia forma de pensar y, sobre todo, tenía esa cosa que no se educa, esa cosa con la que se nace o no se nace, que es la característica fundamental de los políticos exitosos de la Historia: el manejo de los tiempos. Isabel de Castilla tenía, en efecto, esa capacidad de no ponerse nerviosa cuando a los demás les entraban las urgencias, porque entendía que lo importante no es hacer cosas, sino hacerlas en su momento adecuado. Así, por ejemplo, cuando Carrillo y sus parciales se presentaron en Ávila exigiéndole a Isabel que se proclamase reina, ella, en un gesto inteligente, les espetó que en Castilla ya había un rey, y se llamaba Enrique. Ni siquiera la llegada de mensajeros de diversas ciudades expresándole su apoyo conmovieron su punto de vista: ella no se enfrentaría a la constitucionalidad. Ella, le dijo a sus parciales, no provocaría otra guerra. Se contentaba con ser princesa y heredar algún día la corona de su medio hermano.

Isabel, no obstante, era sólo una de las piezas de aquel ajedrez. Cuando estaba en ésas de matar el partido, se encontró con un movimiento probablemente inesperado para ella: el rey Juan de Aragón, relativamente liberado de sus cuitas y problemas, comunicó a los rebeldes que, si lo de Isabel con su hijo se arreglaba, estaba en condiciones de enviar marines a Castilla, a luchar contra Enrique. La vieja conspiración de los infantes aragoneses contra la corona castellana reverdecía, pues, aunque con otra faz.

A Carrillo, la idea le pareció estupenda. Pero Pacheco le puso la proa. El ya maestre de Santiago, quien por cierto poseía tierras en Aragón que sabía que un rey sólidamente asentado en Zaragoza podría reclamarle, realizó un discurso en contra de la idea propugnada por Juan, argumentando ante sus colegas castellanos que el taimado aragonés no quería otra cosa que dominar Castilla y hacerla suya, como ya habían hecho sus hermanos décadas atrás. Por lo tanto, entre la tesitura de darle la mano a Juan de Aragón y provocar una escalada del conflicto, y negociar con el el rey castellano, él creía que era más lógica la segunda posibilidad.

Así las cosas, entre el 17 y el 22 de agosto de 1468, ambas partes volvieron a encontrarse en Castronuño. A demandas de los rebeldes, Enrique accedió allí a reconocer a Isabel como legítima heredera suya, pasando pues por encima de su propia hija Juana; a cambio, los nobles aceptaban aparcar cualesquiera otras reivindicaciones hasta el momento en que el rey Enrique hubiese muerto.

¿Solucionado? Pues la verdad es que no.

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